Estreno sorpresa Caso curioso el de Ausencia. Filmada hace más de tres años con un presupuesto ínfimo, vista en decenas de festivales norteamericanos durante 2011 y no estrenada comercialmente en casi ningún país -en los Estados Unidos salió en DVD hace algunos meses-, el film de Mike Flanagan (de amplia experiencia en la edición televisiva) no sólo no está nada mal, sino que es, aún con sus imperfecciones, el mejor estreno de la semana. Los primeros minutos remiten al indie norteamericano más “indie”, si se permite la redundancia, con un regreso a la ciudad natal y la posterior problematización de los vínculos familiares como ejes. Quien llega en este caso es Callie (Katie Parker), y lo hace a la casa de su hermana. Hermana que está embarazada y recientemente viuda. O al menos desde los papeles, ya que su marido desapareció hace siete años y recién ahora es declarado oficialmente muerto. En ese contexto, mientras la segunda se empeñe en completar su duelo (aceptó la cita eternamente postergada con el policía del lugar), la primera se ve atraída por un túnel que pasa por debajo de la autopista, lugar donde empieza a ver a otras personas que también están...desaparecidas. El asunto se complicará aún más cuando el marido “fallecido” vuelva vestido igual a como se fue. A partir de ese momento, Flanagan apuesta a una hibridación genérica que incluye la latencia de lo sobrenatural de la vertiente fantástica del cine de terror, algo de thriller policial e incluso un drama romántico. Ominosa en tono e imagen (notable trabajo del DF construyendo una película literalmente gris), Ausencia no es la gran película que pudo ser porque se engolosina con la mezcla y por momentos queda a mitad de camino, abriendo demasiadas líneas argumentales que parecen desvanecerse antes que cerrarse. Así y todo, estamos frente a una pequeña sorpresa a la que vale la pena prestarle atención. Sobre todo entre tanto estreno de mediocre para abajo.
Soldados de un mundo imposiblemente digital La inminencia de un fin de semana largo XXL impone el vaso medio lleno: G. I. Joe: el contraataque es superior a aquella oda a la nada que fue El origen de la Cobra (2009). Pero que sea mejor no significa que sea buena ni mucho menos. Dirigida por el norteamericano de origen asiático Jon Chu, cuyo CV incluye dos películas sobre chicos lindos que bailan (Street dance y Step up 3D) y otra sobre Justin Bieber, la segunda entrega de la saga basada en un muñequito marca Hasbro mantiene de su predecesora la decisión de evitar cualquier intento de complementar las escenas de acción con un desarrollo argumental ya no complejo u original, sino al menos interesante, al tiempo que sigue abrazando ese tono entre canchero (los ralentis en 3D) y machaconamente patriotero y pro U.S. Army del mejor (¿o peor?) Michael Bay. Pero aquí al menos se atisba una mínima dosis de autoconciencia post Los indestructibles y se recupera un poco –sólo un poco– la dimensión física del asunto, en parte gracias a los aportes de un Dwayne “The Rock” Johnson cada día más parecido a una caja toráccica con patas y, claro, a un Bruce Willis haciendo de... Bruce Willis. Para aquellos que no hayan tenido el gusto de ver El origen de la Cobra, vale aclarar que el desenlace encontraba a casi todos los integrantes de la organización terrorista del título encarcelados o, tanto mejor, muertos. Sin embargo, unas minúsculas partículas químicas habían permitido que uno de ellos adoptara la figura del presidente (Jonathan Pryce), avalando así su secuestro y posterior trocamiento en la Casa Blanca. Trocamiento que será uno de los ejes de esta segunda parte, ya que el mandatario apócrifo retirará de servicios a los soldados de elite (los Joes) después de que uno de ellos se tomara la atribución de matar al Ejecutivo paquistaní. Aunque en realidad es todo un engañapichanga para encubrir el verdadero objetivo de Cobra. Que es, como suele ocurrir en estos casos, destruir el mundo. ¿Los motivos? Bien, gracias. Parias armados y deseosos de vengar a sus camaradas fallecidos, además de muy adeptos a la concepción de las fuerzas norteamericanas como salvadoras y guardianas del orden geopolítico mundial, los Joes pondrán manos a la obra para solucionar todo el asunto. Difícil obviar la intencionalidad detrás del emblemático Bruce Willis como figura originaria al que recurre el grupo liderado por The Rock. Es cierto que las quejas por el colesterol alto y demás achaques de la edad escupidas por la boca siempre torcida del pelado no son novedosas ni mucho menos, pero sintomatizan un bienvenido intento de insuflarle un poco de corazón y fibra a la abusiva parafernalia virtual del film. Lástima que esto sólo ocurra en los primeros quince minutos y la última media hora. Lo del medio es una sucesión de tiroteos, la rendición de honores a los “hermanos” caídos en acción, malos muy malos trazando planes apocalípticos y soldados orientales revoloteando coreográficamente entre montañas nevadas. Como el Cirque du Soleil, pero en un mundo imposiblemente digital.
Triunfo del absurdo y la chabacanería Artefacto curioso, que por momentos renguea debido a la irregularidad de sus componentes, pero en otros avanza seguro, traccionado por el placer de lo imprevisible, Proyecto 43 tiene sorpresas de las que sólo las buenas comedias se hacen cargo. La sumatoria de los factores invitaba a la peor de las presunciones. A saber: Proyecto 43 es película coral hilada por un argumento endebilísimo (tres púberes losers deambulando por la web) y compuesta por catorce episodios dirigidos por doce nombres a los que podría endilgárseles cualquier cosa menos prestigio o reconocimiento. Todos los cortos pertenecientes a ese género históricamente menospreciado como es la comedia. Por si fuera poco, la sinopsis oficial prodigaba términos como “zarpada”, “desopilante”, “increíble reparto” e “irreverente”, mientras que el antecedente del lanzamiento norteamericano había aunado a la crítica y el público para su escarnio. Escarnio que seguramente se repetirá aquí con aquellos espectadores empecinados en guiarse únicamente por una superficie pletórica de guarradas y cuanta escatología pueda imaginarse. Pero la cuestión cambia cuando se radiografía el núcleo, ya que la operatoria desplegada por el grupo de los doce es bastante más compleja. Epítome de la era digital, Proyecto 43 es lo más cercano a una película-Windows hecha a pura ventana y fragmentación, que además demarca el triunfo absoluto del absurdo y la chabacanería mediante un inteligente dispositivo en el que campea gran parte de las vertientes del actual panorama de la comedia norteamericana. Ya la escena inicial plantea las coordenadas para leer lo que vendrá. Allí se ve a dos amigos divirtiéndose a lo pavote mientras se filman reinvirtiendo el tiro al blanco. Es decir, con uno tirando el blanco a un dardo fijo en... la boca del otro. Que los chicos se rían a carcajadas después de ejecutar la maniobra no sólo es una reivindicación de la tontería, sino que exterioriza el placer de la generación y recibimiento del golpe digno del mejor Jackass. Después, la presentación de una premisa que de tan básica huele a mera excusa, ya que se trata de la búsqueda en la red del video del título original. Video prohibido en gran parte del mundo, según le dice uno de los dos amigos a su hermano menor, seguro de que éste no resistirá la tentación de encontrarlo. Lo que no deja de ser lógico tratándose de un geek marca Apatow. La fauna audiovisual 2.0 es retorcida, desprolija, libertina, revulsiva, plena de rostros conocidos (Hugh Jackman, Naomi Watts, Emma Stone, Kate Winslet, Halle Berry, Richard Gere y siguen las firmas) y por sobre todo rica en formas y estilos. El abanico abarca desde la habitual crasitud fascinada por la deforme de Peter Farrelly (el primero de sus tres cortos tiene al actor de Wolverine con los huevos literalmente en la garganta) hasta el absurdo willferrelliano del episodio de Batman y Robin en la casa de citas, pasando por la ignorancia loser alla Supercool del púber frente a la primera menstruación de su amigovia, el delirio de Padre de familia en la coda final e incluso las comedias fumonas estilo Hey, ¿dónde está mi auto? o la trilogía de Harold y Kumar. Así, Proyecto 43 se constituye como un artefacto curioso y pretencioso que por momentos renguea debido a la irregularidad de sus componentes, pero en otros avanza seguro, traccionado por el placer de lo imprevisible. Ese placer del que sólo las buenas comedias se hacen cargo.
Risas, miedo y llantos Ya se sabe que el cine de género en la Argentina es un fenómeno que se cocinó a fuego lento durante los últimos diez, quince años. En ese contexto, La memoria del muerto es quizás su exponente más depurado, adosándole a una factura técnica impecable una historia inicialmente irregular que, sin embargo, termina afianzándose con el correr de los minutos. El resultado es un film cuyo centro está en sangre, la comicidad y la creación de atmósferas. Estrenada en el BAFICI del año pasado, la película de Valentín Javier Diment (el mismo de Parapolicial negro), de amplia trayectoria en la pantalla chica, comienza con la muerte de Jorge (Gabriel Goity) en la cama junto a su mujer (Lola Berthet). Cuarenta y nueve días después, ella junta a los amigos más íntimos de su marido para leerles una carta. Ese hecho dará inicio a una sucesión de apariciones fantasmagóricas en la que los invitados verán reflejados sus peores miedos o recuerdos, sin saber que son parte de un plan de la viuda para revivir al difunto. La memoria del muerto va de menos a más, con un inicio confuso y deshilachado –cuesta saber de qué va la película- que adquiere su forma definitiva a medida que avanza el metraje. Así, los primeros minutos muestran a Diment demasiado fascinado por el trabajo visual y sonoro -notables, por cierto- antes que por la construcción de una trama. Pero sobre la mitad el film deja de lado la búsqueda de efectos y creación de atmósferas para volcarse al desarrollo narrativo, al tiempo que empieza a reverberar un vuelco hacia un humor clase B que alcanza su pico máximo en una notable escena final. Escena final que, sí, resignifica todo lo anterior, pero por sobre todo muestra que Diment y compañía saben que lo mejor es no tomarse el asunto demasiado en serio.
La constante vacilación de un thriller Quien haya visto Los indestructibles dirá que ambos films sirvieron de plataforma para el regreso a la picota hollywoodense de varias glorias caídas en de-suso después de la era Reagan y los primeros noventa (Dolph Lundgren, Eric Roberts, Chuck Norris). Pero una lectura entre líneas volvía el asunto mucho más simbólico y crepuscular, con aquel grupo pasándole la posta de ese cine físico y eminentemente muscular a un heredero capaz de cargar sobre su espalda la entera responsabilidad de mantenerlo vigente. Y el flamante monarca era, claro, Jason Statham, ubicado para nada casualmente como copiloto de Sylvester Stallone en el avión de la troupe. Películas como El transportador, El mecánico, El código del miedo o la desquiciada Crank (sobre todo la uno) mostraron que el pelado estaba a priori a la altura de las circunstancias. O al menos parecía estarlo, ya que ahora se despacha con un producto menor en su carrera como es Parker. Thriller en vacilación constante entre jugarse con todo al humor negro, la grasada o la acción física, el film la pifia feo haciéndole perder tiempo a Statham dando vueltas por la lujosa Palm Beach en un auto ídem en lugar de ponerlo a hacer lo que mejor sabe. O sea, a tirar piñas y patadas. El británico es aquí el hombre de apellido homónimo al título, a quien en los primeros minutos se lo ve disfrazado de cura para robar la recaudación de un parque de diversiones junto a un grupo de ladrones. Grupo que no está del todo dispuesto a darle su tajada del botín, tomando la rápida decisión de eliminarlo. Aunque si eso ocurriera no habría película, por lo que está claro que Parker sobrevivirá a los balazos con el único fin de recuperar lo suyo. Y si además se carga a los malos, mejor. La búsqueda lo lleva hasta las playas de Florida, donde se hace pasar por un millonario... ecuatoriano. Un par de circunstancias fortuitas lo llevan hasta Leslie (Jennifer López), agente de bienes raíces recientemente divorciada que no tardará en echarle un ojo al visitante, además de una mano en su cacería. No bien leyó la ficha técnica, este cronista se preguntó qué podía salir de la conjunción entre un actor de pura fibra, J-LO y una dupla creativa con cierto “prestigio” en Hollywood como la del guionista John McLaughlin (El cisne negro) y el director Taylor Hackford (Ray). La respuesta encontrada en la pantalla grande es una historia irregular e intrascendente, híbrido entre un policial adocenado y berreta –no es casual la presencia de un especialista en la materia como supo ser Nick Nolte, aquí casi albino de tan canoso– y una de acción, que sin embargo falla en ambas vertientes. En la primera, porque el film nunca se decide a liberarse a la diversión de saberse anacrónico. Falta de autoconciencia, podría decirse. En la otra, porque Hackford está empecinado en visibilizar su mano en cada una de las esporádicas peleas de Statham, alguien de probados parlamentos para bancársela solito y sin ayuda de un montaje frenético. Sería un buen ejercicio pensar qué hubiera sido de Parker con el estilo más ascético y menos invasivo de La traición, donde Steven Soderbergh caía rendido ante la fisicidad de la actriz y ex luchadora Gia Carano poniendo la cámara a su servicio y no al revés.
Reivindicación de los viejitos piolas El inexorable paso del tiempo no implica necesariamente el perecimiento de los ideales. Esa parece ser la idea central de varios films apuntados al público más veterano y narrados en tono de comedia. Es que, al igual que ocurría en Chicas del calendario y El exótico hotel Marigold, el asunto en ¿Y si vivimos todos juntos? pasa por la reivindicación de la veteranía. En este caso, Stéphane Robelin a través de un dream team de actores franceses y norteamericanos post-70 (Jane Fonda, Geraldine Chaplin y los franceses Guy Bedos, Claude Rich y Pierre Richard) en la piel de un grupo de amigos que se plantea la pregunta del título cuando percibe que los achaques de salud son mucho más que una amenaza. Si vivieran juntos, dirá uno de ellos, podrían cuidarse mutuamente, evadiendo las maldades inherentes a los nosocomios especializados. Claro que primero habrá que limar asperezas puertas adentro de los dos matrimonios, ya que ambos esconden una serie de secretos comunes que aquí no conviene revelar. El quinteto se completará con un joven alemán (el cada día más internacional Daniel Brühl) que está preparando su tesis doctoral sobre la tercera edad y encarna, claro, los ojos jóvenes obnubilados por la lozanía del grupo, sobre todo del personaje de Jane Fonda, que confiesa sin tapujos que aún hoy, a sus más de setenta años, masturba a los hombres tal como lo hacía en los '60. Si bien ese recurso del foráneo habla de una película bastante obvia para probar su hipótesis, Robelin logra insuflarse simpatía y ligereza a un relato leve, ameno y que sabe muy bien a quiénes le habla.
Los policías más buenos del mundo... David Ayer comenzó su carrera en Hollywood guionando la bélica U-571, después incursionó en la saga Rápido y furioso y -más tarde- en Día de entrenamiento y Dark Blue, dos policiales ríspidos, incómodos y notablemente eficaces. Cuesta creer que esa misma persona sea hoy el director de un institucional burdo, obvio, estereotipado y canchero como En la mira. El film sigue a Brian Taylor (Jake Gyllenhaal) y Mike Zavala (Michael Peña), dos policías de Los Angeles que son nobles, rectos, simpáticos, responsables y, por sobre todo, muy amigos. La voz en off del comienzo aclara el orgullo enorme que sienten por servir a quienes vayan por la buena senda, al tiempo que las imágenes los muestran disparando a mansalva contra un par de sospechosos. Porque la muerte es buena y se justifica, siempre y cuando las víctimas porten tez trigueña, acento foráneo o simplemente se alejen del camino correcto. Taylor anda siempre con una camarita en mano para filmar la cotidianeidad del oficio y completar así un proyecto que nunca termina de definirse. Lo que al fin de cuentas importa poco, ya que esos registros “caseros” le dan a Ayer carta blanca para intentar insuflarle vértigo y urgencia al relato, además de posicionar al espectador desde un punto de vista unívoco. Los motivos por los que apenas pasados un par de minutos se rompa esa idea formal introduciendo una cámara extemporánea a esa lógica es algo que el film prefiere no explicar, como así tampoco la presencia de música extradiegética sólo en la última parte del metraje La prioridad absoluta de la vocación de servicio los lleva a involucrarse con un red de narcotráfico integrada -obviamente- por mexicanos. Mexicanos que son, como era de esperarse, muy malos, crueles, sádicos y con muy mala puntería (cinco matones con AK-47 son incapaces de matarlos). Todos los mexicanos menos Zavala, claro, que es un hombre de familia con esposa e hija a las que ama. Taylor, en cambio, está empezando una relación con Janet, interpretada por Anna Kendrick, la actriz con más cara de buena del mundo. Así, entre diálogos casuales durante los patrullajes y actividades extracurriculares compartidas, Ayer patentiza la construcción de una bonhomía tan íntegra, vocacional e incorruptible (ver el rescate entre las llamas), como falta de matices o de carnadura humana. Todo lo contrario al detective Harris de Día de entrenamiento, por ejemplo. El resultado es una panegírico que molesta no sólo por su ideología (cada quien es libre de pensar lo que quiera respecto al monopolio policiaco de la violencia) sino por la crasitud y evidencia del dispositivo. La dedicación a los oficiales norteamericanos sobre el final de los créditos es la triste comprobación de que el cine, en este caso, fue lo de menos.
Cine de tarjeta postal Ya desde el primer minuto uno queda claro hacia dónde irá Las edades del amor, inexacta traducción local del original Manuale d'amore. Tercera parte de una saga iniciada en 2005 y continuada en 2007, esta película de Giovanni Veronesi se propone narrar tres historias sobre, claro está, el amor en las diferentes etapas de la vida, cuyo hilo conductor es un taxista llamado Cupido (¡!). La primera de ellas muestra a un abogado tambaleando sentimentalmente durante un viaje a la Toscana, donde se encontrará con un lugareña infartante. La segunda, a un conductor televisivo que inicia un affaire con una psicóloga que no es tal. La tercera y última está protagonizada por un profesor norteamericano (Robert De Niro, a años luz de, valga la redundancia, El lado luminoso de la vida) que le echa el ojo a la hija de un amigo (Mónica Bellucci). La presunción de la presencia de lo edulcorado, de un catálogo de lugares comunes y de ese hálito de exportación tan propio del cine de aspiraciones trashumante generada por la sola enunciación de la premisa encuentra su correspondencia a lo largo y ancho de las dos horas de metraje. Al fin y al cabo, Veronesi filma a desgano un híbrido kitsch que oscila entre lo idílico, la caricaturización -los lugareños de la Toscana- y la moraleja bienpensante. Al menos, queda el placer de ver qué bien envejece Bellucci. Su belleza extraordinaria y madura es un poco de cine entre tanta tarjetita postal.
Secretos de estado (y otras cosas) Ya se ha dicho, tanto aquí como en otros medios, que el cine político llegó en buenas dosis durante la temporada de premios, con el anuncio del Oscar a mejor película en boca de la mismísima primera dama norteamericana como anécdota postrera. En ese contexto, con la interpretación política demasiado en el centro de las luminarias discursivas, Broken City (algo así como “Ciudad Quebrada o “Ciudad Corrupta”) se presenta como thriller sobre los manejos del poder enrevesado pero rebajado, tibio en sus premisas y moralmente correcto en su desenlace. Primer film en soledad de Allen Hughes (codirector junto a su hermano Albert de Desde el infierno y El libro de los secretos), el film se ambienta en una Nueva York gobernada por Nicholas Hostetler (Russell Crowe, que acá felizmente no canta). Las sospechas de una infidelidad por parte de su mujer (Cathirine Zeta Jones) lo llevan a contratar los servicios de un ex policía devenido en detective privado (Billy; Mark Wahlberg) para que descubra al tercero en discordia. Sin embargo, ese aparente entuerto matrimonial es el puntapié para una operación política –el film transcurre días antes de la una elección- que involucra, entre otras cosas, un jugoso negocio inmobiliario. Hughes construye un thriller demasiado preocupado por la acumulación. Pero se sabe que no siempre más es mejor, y el compendio de infidelidades, giros argumentales, un asesinato en la mochila espiritual –y en el expediente- de Billy, el vínculo amoroso con la hermana de una menor asesinada y campañas políticas atravesadas por los negociados, entre otras cosas, hacen Broken city una película que nunca parece decidirse del todo hacía dónde quiere ir. Así, si el planteo inicial (el seguimiento de la esposa del protagonista) es la base de lo aparenta ser un policial, el develamiento de las motivaciones lleva al film al terreno de complejidad política en tiempos electorales, algo así como una versión sin la capacidad para plantearse una cosmovisión lo suficiente compleja de la notable Secretos de estado. Así, Broken city termina convirtiéndose en una víctima de sus ambiciones desmedidas. Igual que los protagonistas.
Una falsa heredera Malas nuevas para los sub-16 habitués de las salas cinematográficas. Justo cuando los gurises terminaron de digerir el desenlace de Crepúsculo, los popes del marketing empezaron a recortar la figura de la heredera de la saga sobre el horizonte hollywoodense. Eso sí, herencia limitada únicamente a los aspectos negativos. Porque Hermosas criaturas no tiene un ápice de la autoconciencia vislumbrada en algunos momentos de las últimas dos entregas de la historia del vampirito y la humana, sino más bien todo lo contrario. Se trata de un film conservador, aburrido, plúmbeo, confuso, extenso (dos horitas), narrado con desgano, pesadumbre y gravedad, basado en la primera entrega de una (otra) serie de best-sellers juveniles sobre chico y chica que se aman pero no pueden concretar por cuestiones genéticas irreversibles. Salvo que, tal como ocurría en las adaptaciones de los libros de la mormona Stephenie Meyer, uno de los integrantes de la pareja (ella, claro: no sea cosa que alguien entrevea un atisbo de progresismo en el sacrificio masculino) esté dispuesto a dejar todo por el otro. Nobleza obliga, hay que reconocer que el primer cuarto de hora del film de Richard LaGravenese, el mismo que supo guionar la imperecedera Los puentes de Madison, pero también Posdata, te amo y Agua para elefantes, promete. Allí se ve a un adolescente (Alden Ehrenreich, de quien se dice que Spielberg lo descubrió en el bar mitzvah de un amigo de su hija) apresado en un pueblo tan aislado que las películas llegan al cine cuando ya están en DVD, tal como grafica su voz en off en el mejor, y quizás único, chiste a lo largo de todo el metraje. En ese contexto marginal, la Iglesia es bastante más que un símbolo, ya que ejerce poder de policía, prohibiendo libros e incluso rigiendo los comportamientos de los lugareños más jóvenes. Tanto es así que la noviecita del protagonista es capaz de rezar en medio de una clase ante una alumna nueva proveniente de una familia maldita. Una buena idea ante ese panorama hubiera sido llevar el film para el lado de la comedia ácida y políticamente incorrecta. Al fin y al cabo, en ese ambiente escolar-religioso hay materia prima suficiente para un buen capítulo –o varios– de, por ejemplo, South Park. Pero cuando el protagonista se fije en la ominosa y lacónica víctima del bullying queda claro que Hermosas criaturas no hará uso de esa opción. Incluso podría decirse que hace exactamente lo contrario, ladeándose hacia un tono sepulcral para narrar las vicisitudes sentimentaloides de esta bruja adolescente que dentro de algunos meses, cuando sople las 16 velitas, recibirá un llamado para definir si se posiciona del lado de la Oscuridad o de la Luz. Mientras tanto, no puede enamorarse de un mortal, así que ajo y agua. Lo mismo para el espectador, que a estas alturas debería saber que Kami Garcia y Margaret Stohl escribieron cuatro libros más, uno de los cuales se llama Hermosa redención.