Puro rostro "Delirium" muestra a tres amigos que quieren ganar plata filmando una película con Ricardo Darín. Este último es el principal gancho de una comedia flojita. Cuando el cine quiere burlarse de sí mismo, parodiarse y sacarse las rígidas ataduras para mostrar sus laberintos, los resultados pueden ser dos: películas graciosas que logran una gran empatía, sobre todo con ese espectador asiduo a las salas; o bien un producto que se queda a mitad de camino, entre la intención original de reírse de las mañas de la industria y el tropezón de no saber cómo hacerlo bien. En este segundo grupo se ubica Delirium, película que juega con esa idea de llevar adelante un rodaje con una figura reconocida utilizando su nombre real. Y es aquí donde hay que mencionar a Ricardo Darín. La omnipresente estrella de la pantalla grande criolla hace de sí mismo y es casi el único gancho que tiene esta comedia, que en su hora y media no logra levantar demasiado las agujas de las sonrisas. La idea principal, sin embargo, prometía: tres amigos, jóvenes comunes de esta Argentina descreída, cada uno con características propias, divagan qué corno hacer para salir de la malaria. Hasta que a uno no se le ocurre mejor idea que rodar una película con un actor de renombre para ganar plata, aunque no tengan la más mínima idea de cómo realizar una filmación. Con este inicio la cosa pintaba, pero desde ese punto y hasta el final, Delirium se trastoca en una narración a la que no le alcanza un planteo original para atrapar al público. Confusión. Darín accede a poner el rostro ante este trío de chantas, cuando confunde a uno de ellos con el hijo de una persona que conoce, y piensa que todo el desbarajuste se trata de un trabajo práctico para la escuela de cine. Queda demostrado que el talento y el oficio del actor lo hacen zafar a él de las dudas de la dirección, y también hacen zafar a Delirium de ser definitivamente una película aburrida. “Sos Spielberg en 10 lecciones” es el material de referencia que utilizan los pibes en su locura para tratar de filmar, un ejemplo de que la apuesta de los realizadores apuntó derecho al absurdo e incluso en algunos segmentos a un humor bien negro. De todas formas, cuando parece que por momentos la historia levanta algo de vuelo, las actuaciones no acompañan para nada. Es bastante flojo el trabajo de los amigos, y la falencia se nota más a la par de un tipo con oficio como Ricardo Darín. Párrafo aparte para el sinnúmero de cameos que van apareciendo, todos protagonizados por figuras de la televisión (la mayoría periodistas) y el mundo artístico, que constituyen después de Darín el otro gancho disfrutable. Por ahí van pasando Susana Giménez, Diego Torres, Mónica Gutiérrez, Guillermo Andino, Germán Paoloski, Facundo Pastor, Juan Miceli, Sergio Lapegüe, Catalina Dlugi, Débora Pérez Volpin y Julio Bazán, para aportarle a Delirium una gota más de lo que dicta su título. Más allá de todos estos rostros, se trata de una propuesta muy dispar como para gastar lo que sale hoy una entrada de cine.
Una ventolera "En el tornado" es una película con buenos efectos especiales pero que no suma novedades al género catástrofe. Las tormentas en los Estados Unidos son todo un tema. Hay una zona denominada “corredor de tornados”, que abarca gran parte del sureste del país, donde prácticamente los tienen enquistados en su modo de vida, en sus viviendas, en sus costumbres. Material de interés para los productores del cine catástrofe, la tecnología recién permitió llevar de manera creíble a la pantalla grande estos monstruos naturales arrasadores a mediados de los '90. El nombre propio de esta aparición fue sencillamente Twister, o Tornado, y contó con los protagónicos de Helen Hunt y Bill Paxton. En esa peli, un grupo de cazadores de remolinos andan persiguiendo chubascos para su registro, estudio y predicción. Tanta palabra viene al caso porque el estreno de En el tornado, la nueva gema de este nicho, vuelca más o menos las mismas ideas, aunque los efectos especiales han mejorado notablemente y constituyen el principal atractivo. Cámara testigo. El otro punto de diferencia es que esta película dirigida por Steven Quale toma el modelo de falso documental, al estilo de Cloverfield: gran parte de las escenas están armadas al ritmo de las cámaras-testigo para potenciar la sensación del espectador de ser partícipe de la destrucción. Esta última es la palabra clave: el eje central, el motor que ruge en esta producción, lo constituyen los pobres edificios, casas y gente que resultan víctimas de los vientos. La combinación de imágenes realizadas por computadora y el excelente trabajo de sonido, seguramente pagarán el precio de la entrada para los que gustan de tales peripecias. Para llegar a ese punto hay que bancarse un primer segmento anodino y sin demasiado sentido, excepto el de ir plantando los personajes que luego pasarán a formar parte de dos bandos: los que se salvan o los que se mueren. Indiscutiblemente, se trata de una propuesta en la que el calificativo de “pochoclera” encaja a la perfección: si la cuestión es pasar un rato entretenido sin mayores pretensiones que la de presenciar buenos efectos y estragos por doquier, esta es la película para el programa del fin de semana.
Scarlett encendida Lucy es una película con un argumento muy rebuscado pero que funciona gracias a la mano de Luc Besson y al protagónico de Scarlett Johansson. Absurdamente entretenida. Esa podría ser una buena síntesis de Lucy, cinta dirigida por un tipo que ya de por sí es bastante extraño en lo que a su producción se refiere, tanto en su rol de guionista como de realizador. Y este último trabajo refuerza esa idea, porque redondeó una película que de haber tenido otro director y otra protagonista, seguramente habría sido lapidada por la crítica. Incluso en tiempos donde los filmes pochocleros de puro entretenimiento tienden a estirarse en el metraje para durar unas dos horas o más, Besson regresa al estándar de 90 minutos para resolver todo el argumento. Y para ser sinceros, el argumento es rebuscado a más no poder: una bella joven es obligada a hacer de “mulita” para transportar una poderosa droga sintética. Pero todo sale mal, y luego de una golpiza la droga se le desparrama por su cuerpo provocándole una inesperada transformación. El efecto que le provoca es el de expandir las capacidades del cerebro al 100 por ciento, y no solo le trae aparejada una feroz inteligencia, sino también la posibilidad de mover objetos con la mente y la de influir en los comportamientos. Toda ella. Lucy es Scarlett, y Scarlett es el principal y casi único motor de esta película bizarra en su trama, tirada de los pelos, pero que tiene una dosis de desfachatez tan grande y osada, que lo que en otras condiciones hubiera dado vergüenza ajena, aquí tiene un aire de frescura, ingenuidad y rebeldía (en el sentido de “hago lo que se me canta y al que no le guste me importa un comino”) que la hacen llevadera. Lucy tiene condimentos que se han visto en anteriores realizaciones de Luc Besson. Hay algunas escenas de acción que están bien resueltas y serán del agrado de los fanáticos de las balaceras y las persecuciones. Llama la atención, quizá por descolocada o fuera de contexto, la participación del veterano Morgan Freeman en el rol de un científico especialista en las capacidades del cerebro, aunque no desentona. En determinados segmentos se nota la decisión de querer terminar todo en 90 minutos, y puede parecer que la narración se atraganta, pero no deja de ser una queja de aquellos que prefieren estirar un poco más para clarificar las resoluciones. Lucy es la excusa perfecta para los espectadores que gustan de la acción y sobre todo para los que gustan del rostro y del físico de la sensual rubia.
Chicos y viejos La tercera entrega de "Los indestructibles" incorpora, para acompañar a los veteranos, un grupo de jóvenes actores. Cuando hace unos años se conoció que Stallone estaba metido en la producción de una película donde iban a actuar los exponentes del cine de acción ochentoso más duro, todo el mundo pensó que se trataba de una gota más en esa moda de juntar a un grupo de actores amigos para pasarla bien y de paso facturar unos mangos. Pero cuando finalmente Los indestructibles llegó a los cines, causó sorpresa porque además de divertirse, los viejitos le pusieron el pecho a una cinta honesta en sus fines, que entretuvo a los nostálgicos de cuarenta sin llegar a ser una gema, claro. Poco después se estrenó la segunda parte, que superó los objetivos de la primera en calidad y entretenimiento valiéndose de las armas que los protagonistas usaban en sus mejores épocas: piñas, sangre, explosiones de las buenas, capacidad para reírse de sí mismos y mucho huevo. Pero como suele suceder cuando el éxito económico llega a la puerta, la ambición pudo más que la fuerza por apegarse a las raíces, y con el afán de meterse en el bolsillo una mayor cantidad de público y de dinero, la tercera parte resultó una versión edulcorada y timidona de lo que realmente se esperaba por parte del público entusiasta. El espectador que gustosamente fue a ver las dos anteriores debe estar preguntándose donde quedaron los héroes de la acción. No es que Los indestructibles 3 no la tenga, sucede que la muestra diluida bajo los artificios de la imagen por computadora y le falta la garra, la ingenuidad y el riesgo de las escenas filmadas con dobles y con pólvora. Mucho píxel para estos viejitos. Vino el nene. Otro error que cometieron en esta película es haber alejado del centro de la trama a los veteranos que le dieron de vivir a la saga. Porque la historia cuenta que Barney (Stallone) debe enfrentar a un antiguo camarada que fundó Los indestructibles junto a él, pero que por esas cuestiones que tienen los guiones se dedicó a la mala vida, el muchacho. Interpretado nada menos que por Mel Gibson (lo mejor en las dos horas de película), Conrad Stonebanks será el villano a vencer, y no se les ocurrió mejor idea que reclutar a caras frescas para la misión. Ahí entran a jugar los imanes para la franja 15/20, que son los nombres de Glen Powell y Kellan Lutz (el otro Cullen de la franquicia Crepúsculo). Si bien en el segmento final los vejetes vuelven a retomar el protagonismo, no es lo mismo. Además, hay nombres que están prácticamente al cuete y que resuelven su participación con poco más que un cameo, como el caso de Jet Li. Igual, es innegable que el gancho de verlos a todos juntos tira un poco y basta con enumerar las firmas: Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Mel Gibson, Jason Statham, Antonio Banderas, Wesley Snipes, Dolph Lundgren y Harrison Ford. Los amantes del género de acción poco pretenciosos tendrán un producto que quizá les haga valer la entrada, pero es probable que los más grandecitos salgan con un gustito de decepción. Faltó transpirar la camiseta.
La vida, ese paréntesis Hay ciertas temáticas (y películas) que de inmediato generan una reacción en el público. En ocasiones, las reacciones positivas se ven acompañadas por un buen trabajo en los distintos rubros de la realización; o puede suceder lo contrario, que la película provoque un rechazo instantáneo y que además la factura técnica deje mucho que desear. En cualquiera de estos casos, se torna fácil explicarle al potencial espectador la esencia de lo que se ve en la pantalla. Lo complicado viene cuando se está frente a un producto que a cada momento y hasta el final deja sensaciones ambiguas. Cambio de planes es la típica película que pretende ofrecer un mensaje de vida y en ese camino fluctúa entre escenas de alto contenido emotivo con otras que recurren al golpe bajo, con una sumatoria de lugares comunes que a veces se hace demasiado cuesta arriba de llevar. No obstante, como historia sencilla y directa, cumple su cometido. Manolo es un tipo cuarentón que sufre todas las crisis de la mediana edad: en el laburo, en el matrimonio, en su horizonte. Y a esa clase de personas, por supuesto que les hace falta un clic para que se den cuenta que la vida no es tan oscura y pasa por otro lado, que deben ver el vaso medio lleno y no medio vacío. Entonces conoce en el hospital a un chico de 15 años llamado Antonio, que sufre de cáncer pero que tiene una energía y unas ganas que hace quedar chiquito al resto de los mortales. Ambos forjan una relación que va involucrando a varios personajes secundarios (algunos que bien podrían no haber aparecido), para llegar al punto de apogeo en una cena de Nochebuena. El destino, esa palabra. Vale decir que este estreno, ópera prima como realizador y también como guionista de Paco Arango, es una producción española que cuenta con Diego Peretti (Manolo) como uno de los principales protagonistas. Y el título original de la película es Maktub, que en árabe significa algo así como “lo que está escrito”. Y estaba escrito que Antonio (en el trabajo más fresco, interpretado por Andoni Hernández) se tenía que cruzar en la vida de este hombre falto de incentivos para pegarle una cachetada y enseñarle a ser feliz. Hay algo en Cambio de planes que no termina de convencer. Quizá sea el guion que va metiendo muchas cosas a medida que corren los minutos y que las cierra a los apurones; o tal vez lo forzado de algunos personajes (Jorge García, el grandote de Lost, tendría que haberse quedado en la isla); o que el resto del elenco alterne buenas y malas de acuerdo a la escena (Aitana Sánchez Gijón, Goya Toledo); probablemente todo eso junto. Por lo general, no es conveniente incluir en el análisis de un filme cuáles fueron sus motivaciones, pero el hecho de que Arango lleve adelante una entidad que sostiene a chicos enfermos y a sus familiares, hace que las evidentes limitaciones de la película se minimicen en pos de la sinceridad y las ganas de contar una experiencia que tiene como base a la generosidad.
Busquemos un tópico similar (al menos en cuanto al tema de la hojalata) para sopesar la evolución de una franquicia. En el caso de Transformers, la avidez inicial para ver en pantalla grande y con la ayuda de las nuevas tecnologías digitales lo que de chicos uno veía en dibujitos, satisfizo a los fanáticos con su envión inicial; en la segunda parte se logró una medianía preocupante; y al llegar el tercer escalón lo único que había era ruido. Cuando en 2008 llegó Iron Man, este producto de la factoría Marvel se plantó como un más que sólido entretenimiento porque no sólo se ofrecía un fantástico despliegue visual, sino que eso venía acompañado, sostenido, por un gran actor que cazó al vuelo la esencia del personaje. Quizá porque no son muy distintos, aunque eso es para otro análisis. Robert Downey Jr. se encargó de darle vida al egocéntrico, excéntrico e irónico Tony Stark, y junto al trajecito sofisticado ese combo constituía la base principal del arranque de la saga. En la siguiente película, la mordacidad se diluyó y a pesar de que no fue una mala experiencia, se sintió claramente que faltaba algo. Bajo las riendas de Shane Black, un tipo con más experiencia como guionista que como director, esta tercera entrega de Iron Man retoma las características psicológicas del personaje, por lo que todo lo demás que se añadió resultó un buen plus para disfrutar, sobre todo, al inefable Tony Stark. Uno y el equipo. En esta oportunidad, Stark ve como su mundo se destruye de un plumazo y cómo las personas que lo mantenían enlazado a la realidad corren serio peligro: léase aquí Pepper Potts, con una Gwyneth Paltrow que cobra bastante más protagonismo que en las anteriores cintas. En este sentido, también la figura el comandante Rhodes (Don Cheadle) toma un poco más de vuelo. Ayudado por un niño, Iron Man debe enfrentar a un enemigo del pasado y a otro personaje en todo el sentido del término, llamado El Mandarín. El primero de ellos es interpretado por Guy Pearce y el segundo por Ben Kingsley, como para certificar que se puso mucha carne en el asador para decorar el lucimiento de Robert Downey Jr. Completa el nuevo entramado la presencia de Rebecca Hall, en el rol de una científica que conformará un triángulo junto a la dupla Stark-Potts. Lo que quiere decir, por supuesto, que junto al regreso del humor, el amor también hará de las suyas. Para el final, lo que inevitablemente debe tener un producto de Marvel: un listado más que prometedor de escenas hechas en computadora que seguramente dejará conformes a los más exigentes buscadores de acción. Un dato para el espectador ansioso que busca rápido la salida al finalizar la proyección: a no escabullirse porque tendrá su recompensa una vez que pasen los créditos. Sin descollar ni erigirse como referencia obligada del género, Iron Man 3 recobra energía y ofrece un entretenimiento de alta calidad a lo largo de dos horas y monedas. Y eso es más de lo que muchas sagas pudieron ofrecer.
La huésped es la adaptación al cine de un libro de Stephanie Meyer, la misma de la saga Crepúsculo. Inconsistente y aburrida, desperdicia recursos y elenco. Y sí, hay ocasiones en que un buen guionista y director, o si no bueno por lo menos pongamos aceptable, decide estampar la firma en un contrato y engrosar su cuenta bancaria con varios millones a condición de tomar las riendas de un proyecto inclasificable. Si ese no fue el motivo, la verdad es que no se entiende como Andrew Niccol figura en los créditos como responsable de La huésped, un cambalache que pretende combinar romance, ciencia ficción, drama y alguna otra cosa, y que en definitiva parece no encuadrar en ninguno de esos géneros. Niccol es un tipo que si bien no forma parte de ese primer pelotón de grandes y prestigiosos realizadores, al menos tiene en su foja de servicios películas como Gattaca o El señor de la guerra (en ambas escribió y dirigió) y quizá en lo que pueda destacarse como su mayor trabajo, el libro de la recordada The Truman Show. Aquí tomó la novela del mismo nombre de Stephanie Meyer (sí, la creadora de la saga Crepúsculo) y le dio formato en pantalla grande. El tema es que cuando un director se encuentra (o se mete por su propia cuenta) con un libro que es malo, por lo general trata de utilizar la cantidad de recursos que le brindan las técnicas cinematográficas, más alguna que otra licencia, para mejorarlo un poco. Al salir de la sala, da la impresión de que no le importó demasiado ese problema. Invasión. La trama de la película tiene como eje una invasión extraterrestre, por la que la mayoría de los humanos terminan como meros vehículos, porque los malos “toman” los cuerpos implantándoles un alma. En la Tierra quedan unos pocos que no pudieron ser sometidos. Una chica (Saoirse Ronan), dividida entre su lado terrícola y eso extraño que intenta dominarla y “asimilarla”, será el eslabón para llegar a ese refugio donde quedan los últimos habitantes. Hasta aquí, algo parecido a lo que se vio en La invasión de los usurpadores de cuerpos (un clásico de los 50 que tuvo varias remakes, la última con el protagónico de Nicole Kidman). Pero respetando el libro de Meyer aparecen los chicos facheros, los besos, el romance, conflictos adolescentes y un montón de escenas sacadas de los cuentos de Corín Tellado. Resulta exasperante leer los mismos diálogos que se ya presenciaron en cada una de las entregas de Crepúsculo, aunque en este filme la combinación de elementos fantásticos queda más desubicada, fuera de todo encuadre. Basta con ser testigos de la lucha argumental entre el costado humano de la protagonista con su ser invasor, y la bizarra pelea de ambas por dos pibes. Y un dato a tener en cuenta es que los 90 minutos estándar de una película de estas particularidades se alargan hasta llegar a los 125. También resulta un poco chocante ver a Diane Kruger, pero sobre todo a William Hurt (el mismo de El beso de la mujer araña, La peste, Hacia rutas salvajes o Una historia violenta, entre muchas otras) embarcados en un proyecto de estas características. Paso en falso de Andrew Niccol como director, La huésped es una película sólo para adolescentes que gustan de romances sin hacerse demasiadas preguntas sobre las inconsistencias de la historia que se cuenta.
La tercera es la vencida La última entrega de la saga es la menos efectiva de la trilogía. Aunque llega despojada del famoso interrogante que plantea el título, logra algunos momentos graciosos. Lo que ocurrió con la saga de comedias de Qué pasó ayer? es quizá lo más recurrente cuando se desarrolla una idea y se le exprime casi todo en el punto de partida: en las sucesivas paradas el vehículo empieza a perder aceite. La primera de las películas provocó un fenómeno en boleterías y, a decir verdad, lograba cumplir con el principal cometido del género que es el de hacer reír al espectador, o por lo menos sacarle una sonrisa. El gancho estaba precisamente en el interrogante que se planteaba desde el título: después de la resaca más tremenda de la historia un grupo de personajes varados en Las Vegas no tiene la menor idea de lo que vivieron en las horas previas. Y mientras van desenmarañando la nebulosa, los guionistas metieron algunos gags ocurrentes, acertaron con algunas incorporaciones (Mike Tyson, por ejemplo) y el loquito que interpreta Zach Galifianakis resultaba entrador. En la segunda se replicó el esquema, aunque se trasladaron hasta Asia, y fue más de lo mismo pero en un país como Tailandia que en lo que a placeres respecta el descontrol siempre está a la orden del día. Agotado el golpe de efecto, en esta tercera parte que se estrenó el jueves en las salas cordobesas el título ya no es lo que interesa. Y a producto visto, parece que el interés estaba en sacarle algunos dólares más de rédito aprovechando que varios de los actores están en la cresta de la ola. Adiós a Las Vegas. Aquí no hay resaca, no hay celebraciones que den para la borrachera. Es más, pasó el tiempo y los muchachos encarrilaron sus vidas. ¿Cuál es la excusa entonces para que el grupete regrese a la ciudad del juego y el placer? El desopilante Chow tiene un botín que el malo interpretado por John Goodman quiere de vuelta, y para asegurarse de eso secuestra a Doug (como siempre, papel a cargo de Justin Bartha). Entonces el trío conformado por Alan, Stu y Phil son los que deben buscar a Chow para recuperar a su amigo. Y el lugar donde sucederá todo por supuesto que será Las Vegas, la urbe desenfrenada bañada de neón donde nació esta maratón de humor negro y escatológico. Es llamativa la merma, con respecto a las anteriores cintas, en lo que se refiere a la secuencia de chistes, escenas y situaciones que provocan carcajadas espontáneas. Este desequilibrio se nota más si se tienen en cuenta (atentos quienes vayan al cine) los minutos iniciales y la parte final. Es allí donde se encuentra lo más jugoso, con una pobre jirafa que cobra protagonismo por la idiotez de Alan (los avances ya mostraron lo que le pasa al bicho) y el delirio que se desata cuando arrancan los créditos. Esas dos situaciones quizá valgan la entrada para los que busquen pasar un rato divertido viendo la ¿despedida? de estos tipos a los que les pasa de todo. Al espectador no le conviene entrar a la sala con la expectativa de ver una continuación de las dos anteriores películas. Esto es una comedia aparte, protagonizada por el mismo grupo de personajes, en un contexto geográfico similar, pero sin el dolor de cabeza posterior a una noche de juerga y sustancias peligrosas.
Robotones a las piñas Titanes del Pacífico es la nueva película del mexicano Guillermo del Toro. Una superproducción que entretiene a fuerza de máquinas y monstruos gigantescos. Los trailers son todo un tema para quienes consumen cine y los toman como una herramienta importante al momento de definir si van a pagar o no el precio de una entrada. De por sí implica un gran esfuerzo resumir la esencia de un filme en menos de un par de minutos, pero como su objetivo principal es el de vender un producto, las premisas que se manejan para su elaboración tienen que ver sobre todo con la adrenalina, resaltar los climas y mostrar escenas y diálogos claves con una pizca de interrogante. Cuando se conocieron las primeras imágenes de Titanes del Pacífico, inmediatamente la ecuación que hizo el ávido espectador fue: Transformes más Batalla Naval más Godzilla igual a la última realización de Guillermo del Toro. Es decir, tres grandes fiascos cuya sumatoria no pueden dar otra cosa que un tremendo fracaso. Pero Del Toro lo hizo, y logró una superproducción entretenida con la cabeza puesta en aquellas creaciones japonesas que décadas atrás nos traían seres tremebundos y robots del tamaño de un edificio. Y como para dejar en claro que si mente y corazón van juntos, se pueden lograr cosas que parecen impensadas, como por ejemplo rodar un producto dirigido al gran público con un presupuesto de 200 millones de dólares, apoyado por un elenco de ilustres desconocidos. Salvo Ron Perlman (que trabajó con Del Toro en Hellboy), un veterano más conocido por su particular rostro de jetón que por sus trabajos delante de cámara, el resto sólo tuvo alguna que otra presencia de fuste en la pantalla grande. La batalla. La historia de Titanes del Pacífico es de lo más facilonga, y encima tiene un par de cositas rebuscadas, como que los gigantescos robots están conectados al cerebro de quienes los manejan, o que las bestias malas salen de un portal de otra dimensión abierto debajo del océano. Pero nada de esto en realidad importa demasiado, porque lo que hizo el director azteca es aprovechar la tecnología y la animación por computadora para darle vida a Mazinger Z. Los pibes que crecieron viendo el dibujo japonés en el que un robot era manejado por un adolescente, verán en los llamados jaegers de Titanes del Pacífico algo similar. Estos modelos 2020 (año en que se plantea la etapa final de una lucha por la supervivencia) deben enfrentarse a los kaiju, monstruos que están devastando el planeta. Y la pelea no viene bien, por lo que hace falta alguien que venga con ganas de aguantar y darle una biaba a los bichos: ese alguien es un piloto interpretado por Charlie Hunnam, quien junto a un grupo de combatientes de varios países conforman la Resistencia. Una trama que se vio en cientos de películas de acción, pero que tiene como plus un homenaje a décadas pasadas llevado adelante por un talentoso que elevó al paroxismo las escenas de batallas. Y como se trata de alguien que sabe cuándo poner el freno, la cosa no empalaga. Titanes del Pacífico es un tanque industrial, pochoclero, entretenimiento puro, pero bien hecho, lo que ya lo convierte en una opción para estas vacaciones de julio.
La nueva de Wolverine... mutante en caída Exprimir un personaje hasta sacarle las últimas gotas suele ser un error bastante recurrente en la industria del cine, sobre todo en los últimos tiempos donde no abundan precisamente las buenas ideas. El estreno de Wolverine: inmortal es un ejemplo más que viene a reforzar esta afirmación. Cuando comenzó la saga de estos mutantes (extraída del cómic, como casi todos los tanques que se producen desde hace una década), se generó un fenómeno de taquilla producto de la novedad, de la presentación en sociedad de cada uno de estos raros especímenes y también porque los inicios tienen ese plus de lo desconocido. En esta última entrega que tiene como exclusivo héroe al indestructible Wolverine, se repitieron casi todos los vicios que se ven en las franquicias a las que se les quiere continuar sacándole dólares por el solo hecho de contar con la inercia de éxitos anteriores. Aquí, este ser que posee un esqueleto a prueba de todo se encuentra en Japón para despedir a alguien de su pasado. La excusa de hacerse un viajecito al país oriental era necesaria para meter en esta saga ya superpoblada de vericuetos, conexiones y cruces, lo que Japón exportó tan bien al mundo del séptimo arte de todo el planeta: los estilos marciales, los ninjas, los yakuzas y demás yerbas. Y el filoso mutante tendrá que rebuscárselas para dejar a salvo a la nieta del tal amigo. El director James Mangold se las tiene que haber visto en figurillas para tratar de meterle un poco de mostaza a la película, a sabiendas de que su as en la manga es un personaje que está quemando sus últimos cartuchos. De todas formas, lo que había que hacer bien, se hizo: Wolverine: inmortal es un filme de acción y fantasía que como todo producto del rubro cumple en las escenas de gran impacto visual. Las peleas están bien logradas y los efectos aprueban con sobresaliente. Lo que sigue quedando en la columna del debe es fuerza en el relato, verosimilitud en la historia y un mínimo de alma. Quizá lo más criticable sea esto último, por más esfuerzo que se puso en mostrar a personajes con sus pesares a cuestas, el espectador se encuentra con un filme que carece de alma. Dirigido a los fans. Para los fanáticos de toda saga, es normal que con el sólo hecho de presenciar una nueva historia de su objeto de deseo sea suficiente para que la relación costo-beneficio del pago del ticket resulte positiva. En el caso de Inmortal, las condiciones mínimas, como ya se mencionó, están dadas. Pero los que pretendan algo más con este estreno saldrán de la sala con una mueca de decepción. Son 126 minutos rodados para beneficio de dos egos: el de Wolverine y el del propio Jackman. Habrá que ver qué pasa con el próximo material que llegará en poco tiempo a los cines y del cual se adelantan algunas imágenes al arrebato luego de los créditos. Quizá la cuestión no sea seguir echando toda la carne en el asador, sino poner lo justo y sacarla cocida como corresponde.