La casa mete miedo Con manejos clásicos, El conjuro es un buen exponente del género de Terror, entre tanto producto que prioriza los efectos por sobre los climas. El género de Terror ha sido maltratado de tal manera en los últimos años con pésimas copias de los clásicos, con la utilización de efectos digitales para crear espectros monstruosos sin una pizca de fuerza y con miles y miles de litros de pintura roja, que se olvidó de lo indispensable. En una buena película de miedo, lo que importa es la creación de climas antes que el sadismo, antes que la superpoblación de criaturas o el maquillaje. Y esto es lo que parece tener en claro el director James Wan, un tipo que tiene el lujo de haber dado inicio a la saga de El juego del miedo (producto que se fue desdibujando a fuerza de repetición). Con el estreno de El conjuro, lo que Wan intentó, y con bastante éxito, fue volver a las raíces y presentar una historia en la cual la principal herramienta utilizada para generar escozor, es precisamente la creación de climas. Una pareja que se dedica al estudio y al seguimiento de todo fenómeno que roce lo paranormal o lo diabólico (roles a cargo de Vera Farmiga y Patrick Wilson), tiene que vérselas con la situación que atraviesa un matrimonio y sus cinco hijas en una casona solitaria. En ese lugar, muchos años atrás ocurrió un hecho macabro, y ahora ese pasado persigue a los actuales moradores. Solitos en el campo. Con el cartelito que dice “basada en hechos reales”, que otorga ese plus necesario para el escalofrío, El conjuro tiene el acierto de combinar de manera casi perfecta el enigma que entraña “el caso” (relojes que se paran en una hora determinada, sonidos, movimientos extraños), con los manejos estilísticos que logra el director, con la música y con el buen trabajo del elenco a nivel general. Wan coquetea con lo documental, pero en lugar de trabajar la película al estilo Blair Witch Proyect, vuelve a las viejas fórmulas que supieron dar resultado allá por los años setenta. Se detiene en los personajes, invierte más tiempo en la creación de situaciones en lugar de ir derecho al golpe de efecto. Todo esto se nota a medida que avanza la cinta porque El conjuro tiene algo de aquellas perlas que machacaron las videocaseteras en las ya lejanas noches de sábado: la generación 30-40 se acordará de la nenita de Poltergeist, de Linda Blair y de Sissy Spacek (El Exorcista y Carrie, por supuesto). Si hay que destacar a alguien por el trabajo delante de cámara, es la dupla femenina la que resalta por su eficiencia. Vera Farmiga cumple sobradamente y Lily Taylor para este tipo de roles cae como anillo al dedo. En definitiva, después de tanto eslogan tenebroso en los afiches y de las decepciones posteriores, El conjuro revitaliza el género de Terror y de Suspenso, haciendo uso de un clasicismo que parecía olvidado.
Efecto Francella Corazón de León marca el regreso del actor a la pantalla grande, con un personaje a su medida, aunque suene paradójico dada la estatura del mismo. Hay actores que tienen un ángel particular para las comedias, tipos capaces de hacer reír con una mueca, una frase, una mirada o un amague. No hace falta que el diálogo arrope un chiste infalible ni que la escena obligue a un tropezón inesperado, porque la sola presencia del personaje en cuestión lleva a la sonrisa. Esta clase de actores funcionan como una especie de salvoconducto para los directores, a sabiendas de que este plus les puede salvar las papas si la peli resulta un fiasco. En Argentina, quizá el mejor ejemplo esté encarnado en Guillermo Francella, un artista que ya demostró su capacidad de hacer drama de manera efectiva sin perder su habitual gracia (El secreto de sus ojos certifica la validez de esta afirmación). El estreno de Corazón de León, del realizador Marcos Carnevale, lo tiene como principal protagonista, haciendo dupla con la siempre fresca y bella Julieta Díaz. El argumento presenta a un hombre que mide nada más que un metro y chirolas, y a una joven abogada, divorciada para más datos, que le dan forma a una historia romántica con condimentos de moraleja y lección de vida. Que las diferencias no importan si los sentimientos son verdaderos, que lo físico y las apariencias no constituyen lo esencial, son los tópicos comunes que plantea esta película. Y si bien funciona desde el ángulo cómico, en cierto punto el mensaje se hace demasiado obvio, predecible y edulcorado. Gigante chiquito. Sería injusto decir que Corazón de León es nada más que el trabajo de Guillermo Francella. Para redondear un buen producto en líneas generales, la performance de Díaz como partenaire aporta una buena dosis de credibilidad, a lo que se suma una revelación: la de Fancella junior, de nombre Nicolás, que si sigue en esta senda tiene asegurado un futuro en el mundo del espectáculo. En la ficción también toma el papel de hijo, en este caso de León Godoy. Los demás secundarios cumplen su cometido para darle contexto general al nudo de prejuicios que surgen cuando se presenta un caso de estas características. Otro punto que hay que sumar, necesario teniendo en cuenta que lo que se pretende resaltar es qué sucede ante las diferencias, es que están muy bien logrados los efectos y en ningún momento queda en evidencia que el tamaño del mini galán es forzado. Carnevale aprovechó todo lo que ofrece esta relación despareja para poner también el acento (y así dar el paso necesario hacia el éxito comercial) en lo emotivo y lo sentimental. Si la cosa no se le fue de las manos en este punto es porque Julieta Díaz en primer lugar, y el propio Francella, logran convencer y vuelven reales a sus personajes. Corazón de León es una comedia que se lleva bien, que por momentos hace reír bastante al espectador y que tiene quizá como único pecado tornarse demasiado aleccionadora hacia el final.
Un retrato impreciso El material que hay disponible sobre Steve Jobs, su vida y su obra, sumado a todo lo que esté relacionado con Apple, es probable que impreso en papel supere el espacio físico de varias bibliotecas. Con todo esto dando vueltas, el dulce problema que surge cuando se plantea hacer una película biográfica es qué partes resaltar del personaje que se aborda. En Jobs (un acierto en el escueto y directo título) da la impresión que el director Joshua Michael Stern no supo encontrar un camino coherente y duda dónde hacer definitivamente pie. De todas maneras, esta sensación que se genera no puede achacársele del todo al realizador: Steve Jobs no era para nada un tipo simple, y el mundo en el que se movía se volvía más complejo al mismo tiempo en que las computadoras eran cada vez más rápidas. Lo que el filme no alcanza a mostrar del todo es el fondo, esa complejidad. Pero si lo que el espectador quiere ver es un paneo en la vida de una persona que se convirtió en el gurú de la estética digital, puede que salga satisfecho. Jobs ofrece aquellos comienzos de garaje y locura, cuando lo que sobraba eran ideas y lo que escaseaban eran los dólares para financiarlas. También presenta los dimes y diretes que se dan cuando la empresa incipiente se transforma en un gigante que cotiza en bolsa, y mete algunos puñados de la psicología del personaje. Queda bien claro el planteo de que se trató de un visionario y un genio en computación, y aunque se utilizan demasiados minutos en la parte humana, la cinta patina cuando se trata de mostrar que el tipo no servía demasiado para las cuestiones familiares y el trato con las amistades. Cuestión de casting. Probablemente, Ashton Kutcher debe ser una de las estrellas jóvenes del universo hollywoodense más vilipendiadas por sus actuaciones. Se lo ha liquidado de tal manera en la mayoría de las películas que protagonizó, que cuando se erige en protagonista de una nueva producción ya surge el prejuicio. La pregunta inevitable ante esto es si los encargados del casting no encontraron otro actor para interpretar a quien para muchos es poco menos que un mito. No está mal la performance de Kutcher, y su rostro tiene rasgos parecidos a los de Jobs, por lo que sale relativamente airoso. Claro que se cuidaron de rodearlo de secundarios eficientes, entre los que sobresalen los ya veteranos Matthew Modine y Dermot Mulroney. Es inevitable comparar esta biopic con Red Social, donde se retratan los días universitarios de Mark Zuckerberg y las situaciones que derivaron en la creación de Facebook. Esta última tuvo la ventaja de contar con un guion bien pulido y la mano firme de un director con sobrado talento como David Fincher. Habrá que ver la palabra final de los seguidores de Steve Jobs y de la marca Apple. El público más exigente estará compuesto por ellos.
El final de la escalera Con el valor agregado -por lo menos para el público latinoamericano y argentino- de contar en el rol protagónico con el omnipresente y talentoso Ricardo Darín, aterrizó esta semana en las salas cordobesas Séptimo, un thriller que parte de una buena idea, pero que con el correr de los minutos ve decrecer la intensidad que tanto atrapa al comienzo. En esta oportunidad, Darín arremete con un personaje que le cae bien (vale recordar aquel boga sin principios ni moral que interpretó en Carancho), el de un abogado más o menos importante que trabaja en casos bastante pesados. Un día cualquiera, juega con sus hijos una carrera para ver quién llega primero a la planta baja del edificio donde viven: si él por el ascensor o los niños por la escalera. Al llegar abajo, descubre con desesperación que en ese pequeño lapso de tiempo a sus hijos los tragó la tierra. Nadie los vio llegar a planta baja, y nadie parece haberlos visto en los demás pisos (siete, de allí el título de la película). A partir de ese momento, comienza una búsqueda paranoica y el planteo de distintas hipótesis sobre lo que pudo haber pasado. Séptimo tiene algunos puntos a favor. Para empezar, está sostenida por un buen elenco de personajes secundarios (Luis Ziembrowski, Osvaldo Santoro, Belén Rueda) para decorar la eficiencia y empatía que genera Darín con estos papeles. En segundo lugar, tiene en su haber una más que digna labor de edición, suficiente para abrir y cerrar múltiples preguntas en sólo 88 minutos de metraje. Y por último, vale la pena destacar el trabajo técnico a nivel general. Tres aspectos que conjugados son suficientes para estampar el sellito de aprobado. Todo tiene un final. Y todo termina, como dice la canción. Aquí radica el elemento que hace de Séptimo sólo un buen filme y no una gran película. Las expectativas que se encarga de provocar durante los primeros minutos son altas, pero los continuos goteos que se van sucediendo en virtud del contexto que vive el abogado (junto a sus respectivas respuestas), más la resolución definitiva de la cinta, no terminan de comulgar con las ansias previas. El director catalán Patxi Amezcua tuvo el buen tino de ubicar el edificio como un protagonista más de la película, a tal punto que durante el primer segmento el espectador se termina metiendo en esa construcción que alberga la desesperación de ese padre que perdió a sus hijos. En ese aspecto, Séptimo no tiene muchas diferencias con las producciones que el cine norteamericano produce en cantidades industriales y que pueblan los estantes de la categoría “Suspenso”. Pero claro, cuando el juego de las comparaciones se torna odioso, es donde entra a gambetear Darín y su carisma, la cláusula de seguridad en materia de taquilla que todo realizador quiere tener en sus películas.
Hace aproximadamente tres años, se estrenaba la primera entrega de Percy Jackson, titulada El ladrón del rayo, y el resultado no fue el esperado ni por los productores, ni por el público, ni por la crítica. Un inicio irregular para una historia que se mete con la mitología griega (más bien la tritura) y que propone a un adolescente bastante particular: es nada menos que hijo de Poseidón, con todo lo que eso implica, sobre todo para la cabeza del escritor Rick Riordan y del guionista que adaptó el texto. El mar de los monstruos es el título de esta nueva incursión, etiqueta que de entrada no augura demasiada esperanza para el espectador. En esta oportunidad, el joven Percy (un monocromático Logan Lerman) tiene que salvar a la humanidad de unos monstruos amenazantes que están por salir del lugar que los contiene. Esa tarea deberá llevarla a cabo con la ayuda de sus compañeros y de un hermano cíclope que aparece en la vida del principal protagonista. Para lograr el éxito, deben ir en la búsqueda del vellocino de oro (en la mitología griega, era el vellón del carnero alado Crisomallo). Esta mescolanza de seres, dioses, semidioses y demás yerbas, seguramente es el resultado de pretender interesar a un público infanto-juvenil, pero es un pecado recurrente de la industria que termina como un pelotazo en contra. Anodino. Lejos de cumplir con la premisa de generar interés a lo largo del relato, El mar de los monstruos certifica aquel lugar común de que segundas partes nunca fueron buenas. En este caso, la sensación se potencia habida cuenta de que la primera película no fue precisamente una obra maestra. El director Thor Freudenthal parece haber trabajado a reglamento, al igual que el elenco completo de actores, y no se nota nada más que el propósito de tomar un trabajo, terminarlo y a otra cosa. Suele pasar en esta clase de filmes que la falta de contenido y la ausencia de buenas ideas trata de suplirse con una catarata de efectos especiales (y en este caso, también con el apoyo de la tecnología 3D). Pero en el actual universo de la cinematografía más pochoclera, la calidad de los efectos especiales pasó a ser una obligación, por lo que la corrección de El mar de los monstruos en este aspecto no puede por sí sola sostener una buena performance. Es cierto también que el género de aventuras debe cargar desde hace unos años con el peso de luchar contra el fenómeno provocado en su momento por productos como Harry Potter o Las crónicas de Narnia. De todas formas, es de esperar que a los productores se les caiga alguna idea mejor, o el rubro seguirá perdiendo un terreno que por ahora siguen ganando las cintas de animación.
La televisión tiene algunas cosas buenas, entre ellas la de hacer conocer a determinados actores con una gran capacidad para ciertos géneros. Algunas películas funcionan en ocasiones por el sólo hecho de trasladar ese acercamiento generado entre el televidente devenido espectador de cine con el protagonista de una sitcom, como es el caso de Melissa McCarthy. La actriz se lleva las palmas por su trabajo en la serie Mike & Molly (canal Warner), y aunque tiene incursiones bastante seguido en la industria del cine (en su haber posee más de una veintena de papeles) parece que este es el momento del gran salto. Junto a Sandra Bullock se encarga de llevar adelante la comedia Chicas armadas y peligrosas, una oferta que tiene un argumento ya visitado pero con cambio de género. Al igual que la recordada dupla que formaron Mel Gibson y Danny Glover en Arma Mortal, aquí son dos chicas las que tendrán que resolver cuestiones laborales y personales entre ellas. Cortocircuito. Es lo que se genera cuando Sarah Ashburn (interpretada por Sandra Bullock), un eficiente cuadro del FBI, es enviada por su jefe a una misión que tiene como objetivo desarmar una peligrosa banda de traficantes. La tipa es soberbia y no la quiere ni el gato, pero en su trabajo hace las cosas de la mejor manera. El problema es que al llegar tendrá que trabajar con Shannon (papel a cargo de Melissa McCarthy), una policía que también es buena en lo suyo, pero que utiliza métodos más rudos para llegar a buen puerto. El primer aspecto en el que los productores la pegaron fue en la elección de la dupla protagonista, porque Bullock es eficiente y la tiene clara y McCarthy se encarga de hacer lo que mejor le sale, el prepo, el humor físico. Es verdad que el filme no muestra nada nuevo bajo el sol: el argumento tiene la típica receta de la pareja que primero se odia y que al final terminan resolviendo las diferencias. Sin embargo, hay segmentos en los que se llega a momentos entretenidos, obviamente más en aquellos que las tiene a ambas como protagonistas. La segunda cuestión que se dio bien es el formato en el que enmarcaron el accionar de esta dupla. En la senda de lo que se llama buddy movie, resultó fresco que la pareja policial estuviera representada por mujeres. A lo largo de los 115 minutos (un poco más de lo que se utiliza habitualmente en las comedias) es probable que tenga más lucimiento el personaje que lleva adelante McCarthy, pero eso no convierte a Chicas armadas y peligrosas (otro ejemplo de lo mal que endosan títulos para el mercado latino) en un unipersonal. Con estos condimentos, el resultado podría haber sido mejor, pero igual se trata de una buena propuesta para pasar el rato el fin de semana.
A modo de apunte previo y de contexto, el estreno de Wakolda sirve también para dedicarle un par de líneas a su directora. Lucía Puenzo es un caso pocas veces visto que reúne talento, inteligencia, belleza, juventud y, por consiguiente, un largo camino por recorrer en el mundo del arte. Se hace mención el arte en líneas generales y no sólo al cine, porque Puenzo además de dirigir bastante bien, escribe novelas como los dioses. Dueña de una prosa que atrapa fácilmente, se puso detrás de cámara para darle formato de pantalla a uno de sus libros, tarea nada sencilla habida cuenta de los ejes centrales de la trama. La película está ambientada a comienzos de los 60 en el sur argentino, y el inicio está marcado por el arribo de un alemán que llega de manera misteriosa, y obtiene alojamiento en una hostería que regentea un matrimonio joven con una hija. El recién llegado es nada menos que Josef Menguele, el siniestro nazi que tenía la obsesión de la raza aria, y que ve en esa pareja y en la pequeña niña (que tiene algunos problemas de crecimiento), el caldo justo para sus retorcidas ideas. Aquí se combinan en un combo interesante temas que se van a ir desarrollando de manera irregular: unos irán cobrando fuerza a medida que avanza el relato mientras que otros se van a difuminar en la bruma patagónica. Esa quizá sea una de las cuestiones que se le pueden reprochar a una película que tiene una excelente factura técnica y buenas actuaciones además de un gran trabajo de ambientación. Perversa seducción. El ingreso de nazis al sur argentino en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, la cacería y las complicidades son tópicos recurrentes, y en ese marco Puenzo hace foco en la relación que se entabla entre Menguele, el matrimonio y su hija. La atracción derivada de la entrada en la adolescencia, las dudas que le genera al padre el extraño visitante y la interacción entre la mujer y este, constituyen para la directora el foco de atención. Y las muñecas, unas muñecas fabricadas a gusto del criminal, como si en ellas se materializara la idea de una raza perfecta. Es probable que un espectador atento a los argumentos pueda exponer como contra cierto grado de inverosimilitud en todas estas propuestas, pero la edición y las actuaciones convincentes hacen olvidar este resquemor. Natalia Oreiro y Diego Peretti interpretan a la pareja, en tanto que el catalán Alex Brendemühl (el filme es una producción que suma también a España, Noruega y Francia) se pone en la piel de Menguele. Florencia Bado, eficiente, es Lilith, la pequeña de doce años. Wakolda es una propuesta interesante de una realizadora joven y talentosa, de quien es esperable más propuestas en el futuro.
Adam Sandler es un tipo tozudo. Da la impresión de que cuando algo se le pone en la cabeza, se calza las orejeras y le mete para adelante cueste lo que cueste. Porque si se toman en cuenta sus últimas apariciones delante de cámara, parece embarcado en una carrera por hacer películas cada vez peores, y lo está logrando. Con el aterrizaje en las salas locales de Son como niños 2, se tiene al alcance de la mano la muestra necesaria para esta última afirmación. Esta comedia parte de la misma premisa que su antecesora. Recordemos que en la primera entrega, un grupo de hombres se reúne un fin de semana después de un largo tiempo porque un entrenador de sus años juveniles falleció. En ese reencuentro se desencadenan situaciones que pretenden justificar el título, es decir la supuesta gracia de ver a los adultos hacer una maratón de giladas. En esta secuela, Lenny, el personaje interpretado por Sandler, regresa a su lugar natal y pasa exactamente lo mismo. Son como niños 2 es una interminable (en el sentido de pesada) sucesión de morisquetas, gags que de tan gastados no causan ni gracia y un guión que no tiene ni ton ni son. Queda claro que la única razón por la que se filmó un engendro de esta naturaleza tiene que ver con los más de 150 millones de dólares que recaudó la cinta anterior. Si el norteamericano promedio consume estas cosas, allá va Sandler (también productor) para hacer lo que el público quiere. Equipo sin control. Una de las cuestiones que llama la atención cuando se revisa el elenco, es la cantidad de nombres rutilantes de la comedia americana que se han prestado para esta producción: el mencionado Sandler, Kevin James, Chris Rock, David Spade y Salma Hayek, a los que se suman un eficiente y a estas alturas veterano Steve Buscemi, María Bello y Maya Rudolph. Pero este verdadero equipo de estrellas va a los manotazos los 100 minutos en que se extiende el filme, y nadie parece estar demasiado seguro sobre qué es lo que se tiene que hacer. Al margen de que se trata de un rejunte de los estereotipos más llanos (hombres por aquí y mujeres por allá, el marido quejoso, el tipo que quiere salir de la rutina familiar para convertirse en bestia por un rato), Son como niños 2 no tiene un planteo, no tiene rumbo. Es sólo una excusa para ver a un grupo de amigos divertirse (ellos, no el público) por un rato, algo que supo hacer bastante mejor Ben Stiller con Una guerra de película. Por lo que se lee en los portales de Internet, esta secuela ya tiene su costo salvado y apunta a otra gran recaudación en los Estados Unidos. En este aspecto, es innegable que en la factoría encabezada por Adam Sandler saben hacer bien las cosas. Cabe esperar que si se les ocurre realizar una tercera parte, por aquí se tarde el mayor el tiempo posible en llegar.
El mexicano Alfonso Cuarón brinda una muestra de su enorme talento con Gravedad. La dupla Bullock-Clooney es la única protagonista. Una de las cosas hermosas que tiene el ver cine, entendido esto como la experiencia de ingresar a una sala con buenos equipos de proyección y las comodidades que corresponde, es la capacidad para hacer del espectador un títere de las situaciones que se ven en pantalla. Lograr que una persona se retuerza en la butaca, sude, llore o salga hecha un manojo de nervios, o con alegría, o con asco, es el gran poder que tiene el buen séptimo arte. La parte triste del asunto es que no lo hacen muchas películas, pero de vez en cuando aparece un director como el mexicano Alfonso Cuarón (Y tu mamá también, Niños del hombre) y patea el tablero con una producción que a cualquiera lo saca del eje. Gravedad, un filme con título pequeño al igual que su elenco, es uno de esos raros casos, donde lo audiovisual lleva de la mano al público hacia una aventura asfixiante. La doctora Stone (Sandra Bullock) es una talentosa profesional que viaja al espacio por primera vez en una misión, mientras que Matt Kowalsky es un veterano astronauta que se encuentra desarrollando su último trabajo en órbita. Cuarón deja claro en poco tiempo y con gran soltura (además de la dirección, el guión le pertenece junto a su hijo Jonás) quién es quién en este contexto: la mujer es la de los problemas, en su cabeza y en la Tierra, y el hombre es el superado, el seductor y el conocedor de esa inmensidad que es el cosmos. La dupla, absoluta protagonista de los 90 minutos del filme, se encuentra flotando a cientos de kilómetros porque tiene que resolver cuestiones técnicas, hasta que fragmentos de chatarra espacial chocan con ellos provocando el desastre y la espantosa situación de encontrarse solos en la nada literal. A partir de ese momento, se las tendrán que rebuscar para sobrevivir, con una ristra de contratiempos que incluye la escasez de oxígeno en sus equipos hasta el interrogante de cómo corno pueden hacer para regresar a casa. Juntos, somos mucho más que dos. La cita viene al pelo para el trabajo que llevan adelante Clooney y Bullock. El trabajo que realizan es notable (hablando tanto por lo que hacen sus personajes como por la labor actoral), en una película prácticamente única por su minimalismo aparente: es decir, dos seres flotando en el espacio, pero con secuencias que podrían meterse de lleno en las enciclopedias de cine por su factura técnica y por su belleza visual. Las panorámicas son espectaculares, y ya desde el inicio Cuarón se luce con la presentación contextual, al mostrar un mínimo puntito en la negrura que se va acercando hasta delinear la nave y alguien trabajando sobre ella. La nada absoluta viene en compañía de la ausencia de sonido, y para eso se propone una utilización medida de la música incidental, que acompaña cada una de las situaciones sin pasarla por arriba. Otra de las cuestiones que hace de Gravedad un trabajo pocas veces visto es que presenta una historia simple (la misión, un accidente, la lucha por la supervivencia) pero con una carestía de perspectiva que al espectador lo deja asombrado. Si vale una recomendación, es quizá el más claro ejemplo de una película hecha pura y exclusivamente para saborearla en una sala de cine, aquí no hay tecnología casera que valga para suplantar lo que el ojo es capaz de apreciar en una pantalla cinematográfica, con tecnología 3D. Gravedad es la oportunidad para satisfacer ese deseo de disfrutar del cine, y pagar un ticket para recuperar la capacidad de asombro.
Los fanáticos de la saga del agente secreto Jason Bourne saben que gran parte del éxito de la misma se generó gracias a la buena interpretación de Matt Damon, pero también tienen claro que la cosa no hubiera sido lo mismo sin la mano y el talento del director Paul Greengrass. Experto para filmar escenas de acción y películas de ritmo trepidante, el realizador ofrece una estética que tiene la capacidad de llevar al espectador hasta el lugar donde están ocurriendo los hechos, con sus movimientos bruscos pero al mismo tiempo cuidados, sus persecuciones cámara al hombro y una edición ciclotímica. Greengrass volvió al ruedo, en esta oportunidad con los servicios de un actor más entrado en años dadas las características de su personaje, pero siempre eficiente como Tom Hanks. Capitán Phillips narra la odisea que debe atravesar Richard Phillips, el responsable del buque comercial Maersk Alabama, que es abordado por un grupo de piratas somalíes. Basada en un hecho real, que posteriormente llevó a formato libro el protagonista de esta historia, en la cinta se ve cómo el capitán es tomado rehén y posteriormente liberado en una compleja acción de las fuerzas estadounidenses. El realismo que ostentan algunas secuencias es admirable, y le dan al director un nuevo empujón en su currículum. La mar no estaba serena. Uno de los principales atractivos que tiene esta película es que gran parte de las escenas fueron rodadas sobre al agua (60 días los pasaron flotando), trabajo que significó todo un desafío para el equipo técnico, pero que dio sus frutos. El suspenso se apodera del espectador y en varios tramos se logran momentos de gran factura, que sostienen la performance de Hanks para llevarlo camino a una pelea por otra estatuilla, si hay que hacerle caso al periodismo estadounidense. Al actor le caen muy bien esta clase de papeles, donde tiene que ponerse en la piel de un tipo de lo más común, pero que se ve envuelto en situaciones extraordinarias. A lo largo de las más de dos horas de cinta, Greengrass se encarga no sólo de mostrar un acontecimiento puntual como es la toma del barco y el rescate, también se preocupa de contrastar los contextos desde donde provienen estos hombres. Los piratas, producto de un mundo ganado por la miseria y la violencia, y el americano promedio sin demasiadas complicaciones. Otro de los aspectos que llama la atención en este filme es el trabajo de los actores que interpretan a los piratas: nadie apostaría que se trata de novatos en estas lides. Barkhad Abdi se luce como uno de los invasores, y da la impresión de que estuvo toda la vida delante de las cámaras. Nada mal para un debutante, ex chofer de limusinas, encontrado en un casting realizado en Minneapolis (donde se concentra la mayor cantidad de inmigrantes somalíes en Estados Unidos). Capitán Phillips es un thriller altamente recomendable para los que buscan adrenalina y realismo.