Sucede muy de vez en cuando que una obra artística logra ubicarse más allá de toda consideración de lo que está bien o está mal, de lo que es bueno o no. Hay que aclararlo de entrada, no alcanzarían las líneas para enumerar todo lo que está mal en Resentimental, y a la vez, no se puede decir que no tenga la virtud de ofrecer uno de los ratos más placenteros en una sala… si se la toma “correctamente”. La nueva película de Leo Damario (Olympia, Palmera) es también su proyecto más ambicioso. Si vieron alguna de las producciones del director de Bohemia, sabrán de su mirada algo particular del mundo que “lo rodea”. A esa mirada estilizada, habrá que sumarle detalles externos que terminarán por redondear una propuesta destinada a perdurar dentro de eso que llaman culto. Los personajes de Resentimental viven para el amor, o la pasión, que puede ser más efímera. El núcleo del relato es una pareja de chicas, Eva (Lucila Polak) y Sofía (Brenda Gandini). A pocos segundos del inicio nos enteramos que Eva fue presa de la traición de Sofía, que se enamoró de otra persona, un hombre, Andrés (Alejandro Awada). Cena y café mediante, ambas, frente a frente, recordarán su historia a modo de flashbacks, y sus amores cruzados. Eva es directora de cine, Sofía una modelo con más belleza que talento para la actuación. Andrés, el colaborador de Eva, que a su vez está casado con Alicia (Fabiana García Lago) productora de toda la vida de Eva; y así, todo; con muchos personajes esporádicos más en el medio. Con la suma del relato en off de Graciela Borges (que a veces pareciera ser Eva de mayor, y a veces habla también de Eva en tercera persona), se completa un cuadro de regocijo kitsch. Lo primero que escuchamos y vemos, es a esa voz explicando el significado de la neolengua creada por George Orwell para su novela 1984; aquella expresión que intentaba simplificar el lenguaje y ahorrar la mayor cantidad de palabras; todo para explicar el porqué del título, que, de Muy Sentimental, pasa a Resentimental (se ahorra ¿una letra?). Lo contradictorio, es que pasada esa explicación, lo que menos pareciera es que en el film se intenten ahorrar palabras, por el contrario, pareciera que todo tiene que ser verbalizado, sobre expresado, recalcado y subrayado. Todos, hasta el personaje que aparece menos de cinco minutos expresa en palabras lo que siente. Otro dato de color lo encontramos en el elenco; y sí, Lucila Polak está de regreso. Es imposible que al hablar de quien también es conocida por ser la pareja de Al Pacino, no se recuerde a su icónica Fabi de Un Buen Día, película de culto argentina por excelencia de los últimos diez años. Como si Lucila se entregase a sus fans (más allá de que en entrevistas pareciera renegar del status de UBD), su Eva es una suerte de Fabi con ¿glamour?, y en sí, Resentimental, repite mucho de ese esquema que hizo del film de Enrique Torres, Nicolas y Anabella Del Boca la obra que terminó siendo. Los diálogos son imposibles, hay frases que mezclan el castellano con el inglés muy libremente, palabras fuera de lugar, situaciones que no pueden ser ciertas (vean por favor los flashes de Edda Bustamante y Diego Ramos), y hasta momentos en que esa voz en off pareciera hablarle al público en lapsus de auto consciencia (“Es sorprendente cómo se pueden hacer las cosas tan mal, tan rápido”, nos llega a decir). Gandini y García Lago intentan cada uno sacar de sus personajes buenas interpretaciones, pero terminan siendo arrastradas por el conjunto de elementos. Por el contrario, Awada, termina siendo quien mejor sale parado, entendiendo el juego del desparpajo y la diversión (atención a su escena de baile). El guion, escrito a nueve manos entre Nora Mazitelli, el propio director y ¡Adrián Caetano!, parece inmerso en aquel mundo de las películas de Teresa Constantini, de clase alta estrafalaria, publicitario, bucólico mal, y en el que no hay más dolencias que las del amor y el qué dirán. Sumémosle una fotografía en tonos ámbar a lo Amapola, y una cámara que no se explica bien por qué no para de moverse haciendo aleatorios y constantes paneos a lo que sea. Todo esto redondea el plato principal. Con todo, hablamos de una experiencia que nos permite el disfrute de algo memorable, de escenas y diálogos que van a quedar para el recuerdo y el imaginario de un gran sector de los espectadores que consumen películas por estas razones (que no son pocos). Resentimental, por las razones correctas o no, es una película muy pero muy divertida al punto de la franca carcajada o el llanto de risa. No importa si ese era el objetivo buscado desde la realización, lo consiguieron, y debería aceptarse tal cual, que después de todo, no es un mérito tan menor.
El cine independiente argentino sigue descubriendo géneros y estructuras narrativas en Miss, ópera prima en la dirección, guion y producción de Robert Bonomo. Estrenada en el último BAFICI, Miss es una típica comedia de autor, de esas que abundan en festivales como Sundance y el indie norteamericano, pero que, en nuestras tierras, todavía se veían algo lejanas. Si un personaje hace a una película, ese es Robert (Roberto Makita, al que por algo le sacaron la última letra como el director) un muchacho particular, que llama la atención ni bien lo vemos por primera vez. Robert es descendiente de chinos y japoneses, físicamente lánguido, decide vestirse con ropas y de una forma que parecen exacerbar esa condición. Pero esa languidez no es la del espíritu; Robert vive soñando con cosas que pueden estar bastante lejos de su alcance. Esgarbado y fuera de los cánones corrientes de belleza, quiere filmar una película en la cual él es el protagonista disputado por varias chicas – ¿A quién me hace acordar? –. Pero Robert no está solo en Miss, hay una contrafigura, Laura (Malena Villa), modelo resignada, de evidente belleza prototípica, que, al cruzarse en el camino del muchacho, se convertirá en su obsesión para cumplir otro de sus anhelados deseos, realizar un record Guinnes. Miss juega a la clásica comedia de los opuestos, el rechazo y la atracción. El núcleo es sencillo y cuenta con los elementos suficientes para ser atractivamente pintoresca. Robert desprende ese extraño magnetismo de la peculiaridad que tanto llama la atención a la cámara. Hay algo en él de ese Woody Allen acomplejado enamorado perdidamente de mujeres mucho más agraciadas que él. Pero Miss no es un film en el estilo del director de Manhattan ni mucho menos. El guion, co-escrito junto a los reconocidos Juan Villegas y Santiago Giralt maneja hilos puros y resoluciones simples, quizás buscando una mayor apertura de público. Su espíritu independiente (pese a contar con la financiación del INCAA) se trasluce en los personajes, el entorno que manejan, y el modo de presentarlos. Miss presenta una coyuntura idealizada, recorre lugares comunes, y da la sensación de una sociedad argentina, bonaerense, porteña, colorida y de muestra. Algo típico de las comedias estadounidenses en las que sabemos que la vida en el país del norte no es tan estimulante como lo que nos muestran. Robert Bonomo proviene del mundo de la publicidad y eso explica mucho de su cuidado técnico cercano a la pulcritud. Cada plano pareciera debidamente estudiado en Miss; realiza un interesante lenguaje de la estética y la elección de colores; en acompañamiento con la banda sonora que completa el cuadro. La génesis de Miss habla de Bonomo habiéndose sentido interesado por la figura de Makita, que no dista demasiado de la de su personaje, y crearle una historia y un micromundo alrededor de él. Quizás sea el micromundo en el que Makita quisiera vivir, quizás sea el micromundo que Bonomo construye en sus trabajos habituales. Así como Robert se contrapone a Laura, Miss se contrapone a las llamadas comedias de pueblo que son una tradición en nuestro país, teniendo un antecedente reciente y meritorio como Las Ineses. Su estructura es mucho más férrea, encorsetada, pensada desde la imagen, no solo por una cuestión de urbanismo. Si hace unos meses se celebraba que el último film de Ariel Wynograd, Permitidos, parezca lo menos argentino posible; Miss termina estando más cercana a esas comedias mainstream (pero en frasco chico) que a la tradición costumbrista de personajes reconocibles también fuera de la principal ciudad. El cine independiente nacional logró una agradable comedia que respeta al género a rajatabla, que sigue las fórmulas pre establecidas, y le otorga una estética detallista. Quizás en un futuro se encare un nuevo desafío, amalgamar esa propuesta al nivel de los estándares mundiales a nuestro propio estilo.
¿Segundas partes nunca fueron buenas? En 2014 cuando se estrenó Ouija, el éxito de taquilla de aquella fue tan grande e ¿inesperado? Que pensar en una secuela parecía la opción obvia. Sin embargo, el film dirigido por Stiles Whitedistaba de ser un producto satisfactorio, crítica y público coincidían en haberse encontrado con una historia, como mínimo, olvidable, intrascendente o rutinaria, limitándose a repetir la fórmula de adolescentes estilo MTV siendo perseguidos por un fantasma al que casi no se ve, y cayendo como fichas de dominó sin generar un mayor interés. Dos años pasaron, la nueva película llegó y quizás al dicho de las secuelas se contrapone aquella máxima de los grupos de rehabilitación, cuando se llegó al fondo solo se puede subir. Los productores tomaron la decisión correcta, remplazar un director sin experiencia en el área, más ligado al rubro de los efectos especiales; por el de uno de los realizadores que más firme viene pisando dentro del género. Mike Flanagan tenía la difícil tarea de superar la desconfianza de la primera entrega, y para nuestro placer lo logra, con creces. El guion, co-escrito con Jeff Howard(quien ya trabajó anteriormente con Flanagan en Oculus y Somnia), revierte toda la fórmula que vimos anteriormente, reduce los efectos para centrarse en los personajes, y presenta una historia que si bien funciona (casi) de modo independiente, termina por unirse con su predecesora perfectamente. Con algo de las sagas creadas por James Wan, El Conjuro y La Noche del Demonio, pero mucho más de las marcas propias y originales del director de Hush; nos ubicamos en Los Ángeles en pleno años sesenta. La protagonista será una madre viuda, Alice Zander (Elizabeth Reaser); con dos hijas, Paulina y Doris(Annalise Basso y Lulu Wilson, respectivamente), la primera adolescente y la segunda más pequeña. Alicese gana la vida con simples estafas – aunque ella lo niegue – como “falsa” médium contactando espíritus. La mentada tabla ouija llegará a la casa para reforzar aquella puesta en escena, pero de inmediato las tres ven que Doristiene cierta sensibilidad para realmente contactar con espíritus. Como en Somnia, Alice inocentemente utilizará a Doris para cerrar la herida con su difunto marido y mejorar sus sesiones; sin darse cuenta del peligro que eso significa cuando Doris comience a presentar cambios muy llamativos. Como lo vino demostrando en sus films anteriores, Flanagan se inclina porel impacto de la imagen y las líneas de diálogo antes que por el golpe de efecto directo; abundan los sobresaltos, pero todos son productos de la gran atmósfera y clima creado. El destino de las mujeres Zander y el Padre Tom (Henry “E.T,” Thomas) realmente nos importa, no son unilaterales ni esquemáticos, se construyen con capas narrativas diversas. La ambientación de época también es otro punto a favor, no luce descuidada ni sobrecargada, por el contrario, suma en el clasicismo tanto de la fotografía como de la puesta de cámara, con muchas referencias para deleite del cinéfilo. Mike Flanagan suma otra ficha a una filmografía hasta ahora impecable y renovadora dentro del género; pocos realizadores pueden dejar una marca tan clara en cada película en la que intervienen, con sus dosis de dramatismo y bienvenida comicidad sin descuidar la veta de terror e intriga. Haberse hecho cargo de algo ya establecido, reversionarlo a su modo, y mejorarlo absolutamente, no hace más que demostrar su talento. Habrá que estar atentos a sus próximos pasos cuando se encuentre con otro desafío, esta vez encarar el remake de un clásico moderno como Sé lo que hicieron el verano pasado. Desde acá, no veo la hora de ver cómo puede mejorar una de mis películas de género favoritas.
Tercer largometraje de Alejandro Chomsky, Maldito Seas, Waterfall parte de una idea que pudo ser disparadora de un análisis interesante, o el simple manejo de una situación divertida ¿Por qué no suceden ninguna de los dos supuestos? Luego de Hoy y Mañana y Dormir al Sol, podríamos decir que a Chomsky le atraen los personajes con cierta apatía, o desgano por emprender una actividad pronta. Claro que en Dormir al Sol contaba con la exquisita pluma detrás de Bioy Casares en una adaptación de tono medido y correcto para el célebre autor. Maldito Seas… también es la adaptación de una novela, en este caso de Jorge Parrondo, y el principal problema que uno encuentra es el personaje que conduce el título. Roque Waterfall (Martín Piroyansky, con sus mohines habituales a los que le suma una cierta pesadumbrez) es un treintañero que básicamente se dedica por no hacer nada de su vida, por lo menos nada productivo. Su vida pasa por lo que vulgarmente se conoce como “hacer huevo”. Tiene el privilegio de poder vivir de rentas, y su rutina va de grabar visitar bares durante el día, salir a pasear con su amigo, tener algún tipo de interacción desapegada, y dedicarle a tiempo a su pasión por Atlanta; no mucho más ¿Cómo se genera empatía con un personaje así? El guion no lo logra. Roque transmite a la pantalla el mismo tedio que abunda en su vida, y lejos de envidiar su relajada vida, se suma cierta irritabilidad. Pudo ser un perdedor querible, alguien que perdió su rumbo y que tratará de encontrarlo ante la vista del público en medio de varias peripecias, no. Tampoco se asoma a un análisis de conducta de alguien que decidió poner su vida en pausa y descansa en todos los sentidos posibles. En una duración corta que no llega a la hora y media – pero que parece bastante más –, se producirá un giro cuando aparezca en escena un documentalista, interpretado por Rafael Spregelburd (otro que repite mohines), intrigado por la vida de Roque, la cual quiere plasmar en pantalla. Allí el film intenta un cambio de registro, un poco a la manera del inicio de Me casé con un boludo o UPA, mostrando el trasfondo del cine independiente argentino con mucho de grotesco. Pero eso no es todo, porque el guion encontrará el modo de ubicar otra vez a Waterfall y su apatía en el centro de la escena, esta vez con un pequeño embrollo relacionado al documental y los cambios que pueden estar presentándose en su vida. Sin grandes hallazgos técnico, pero tampoco ninguna dificultad importante para esta propuesta más bien modesta; sus mayores inconvenientes son a la hora de remar con un centro que no genera el suficiente interés y por el contrario crea cierto rechazo y hasta irrealidad para el espectador medio. Maldito Seas Waterfall es una comedia, con toques costumbristas (de una clase un poco elevada quizás), que no llega concretarse precisamente en sus dos factores, genera escasa gracia, y cuesta encontrarse en el espejo de esta costumbre.
Sergio Mazurek presenta su segundo largometraje luego del interesante producto de género Lo Siniestro de 2009; y con tan solo dos films en su haber podemos encontrarnos muchos sellos personales. Hablamos de una propuesta modesta, de recursos económicos escasos, y de resultados estimables, como Ecuación: Los Esclavos de Dios. El dreamboy del cine independiente Carlos Echevarría interpreta a Hermes, un médico algo sombrío, envuelto en una relación amorosa que parece estar llegando a su fin. Lo que parece como una serie de coincidencias pronto levantan sus sospechas, la cantidad de muertos está acrecentándose y todo parece estar relacionado a un extraño hombre con un sobretodo negro que merodea cada escena de muerte (Eduardo Ruderman). Las muertes no serán solo en el quirófano, suceden en la calle de forma repentina, y hasta en el seno cercano del propio Hermes que comienza a atar cabos. El guion de Guillermo Barrantes, sumado al estilo apesadumbrado de Mazurek en la dirección, apuestan a un juego detectivesco de intrigas en el que el protagonista irá revelando su verdad, acompañado por una serie de pistas en las que el espectador también deberá estar atento. Tal como sucedía en películas como Mensajero de la Oscuridad, Knowing, o Los Testigos, el asunto deparará en ribetes místicos en los que la realidad y la ensoñación irán trazando límites difusos. Tal como sucedía en Lo Siniestro, el director se inclina por introducir de a poco al espectador en la historia, generar un lento interés, e ir atando cabos en lo que en un primer momento no parece tener demasiado sentido. Ecuación es un producto de género hecho a pulmón. El cine de género ha crecido mucho en estos últimos años en nuestro país, y ha escalado en ciertas películas de mayor demanda de producción; pero es saludable poder toparse todavía con películas como esta hechas con el corazón y más pasión que grandes recursos. El cuidado en la fotografía, la fluidez de varios planos, y la correcta elección en la iluminación para el tono que se quiere otorgar al film, nos hablan de un producto hecho con el suficiente talento como para aprovechar al máximo con lo que se cuenta. Datos a destacar, el también talentoso Fabián Forte, no solo tiene un cameo en el film, oficia como asistente de dirección; como así también podemos encontrar nombres fuertes como el de Daniel de la Vega y Pablo Pares en diferentes rubros técnicos que nos hablan de calidad. A nivel interpretativo, los nombres de Echevarría, Roberto Carrnaghi, Marta Lubos, Ruderman, Diego Alfonso o Paula Siero le aportan el suficiente dramatismo que la historia necesitaba, y se adentran cómodamente en el juego de género cuando el entramado lo necesite. Un giro interesante sobre el final resignifica la historia y la revaloriza, despertando un mayor interés sobre lo que hasta ese momento habíamos visto y redondeando un producto digno y con los suficientes valores como para ser celebrado en la pantalla grande.
Vuelve quien sea quizás el documentalista más famoso de los últimos quince años. Michael Moore se hizo famoso descubriendo el velo detrás de la cultura bélica y básicamente armamentista de la ciudadanía estadounidense en la recordada Bowling ForColumbine. Aquel documental lo puso en el tapete y hasta creo una suerte de marca seguida por varios, con el director en el centro de la escena con bastante de irreverencia y personalismo. La también recordada Farenheit 9/11 volvía sobre los asuntos bélicos como trasfondo de campaña y actos gubernamentales post 11-S. Y la cuestión belicista vuelve a estar presente en ¿Qué invadimos ahora? Creada en primer lugar para plataformas streaming. Con la acidez que lo caracteriza, Moore esta vez se decide a recorrer el mundo (en realidad casi exclusivamente Europa) en busca de nuevos lugares para que su gobierno, el de los EE.UU., pueda invadir para hacerse con sus riquezas. A modo de carta de presentación para los líderes de la Casa Blanca, Moore, teoriza sobre lo equivocado de las políticas aplicadas hasta el momento, puestas a invadir territorios tercermundistas, pero con grandes recursos naturales. Según su ironía, convendría atacar países mejor ubicados económicamente y con riquezas sociales/culturales que también escasean en su país. No obstante, el obvio, y hasta exacerbado, sarcasmo de su realizador a la horade exponer su tesis frente al gobierno de su país; siempre queda tildando la misma idea, la sumisión lógica del resto del mundo frenea los Estados Unidos. ¿Qué invadimos ahora? Es probablemente el documental de Moore que más sencillamente puede ser atacado. No solamente presenta una visión parcializada, algo falaz, y extremadamente personalista; sino que contradice su propia propuesta. En ese recorrido que hace alrededor del mundo, la sumatoria de beneficios que presenta de los diferentes países, pareciera tomar en solfa más a esos países que al propio EE.UU., como aquellos episodios en los que Los Simpsons salen a vacacionar puertas afuera de su país, claro que sin la gracia redentora de la serieMattGroening. Michael Moore no puede evitar (¿lo intenta acaso?) recorrer esos países con aires de superioridad, y no solo elige qué mostrar y qué no, sino que refriega su pasaporte y nacionalidad yanqui paso a paso. Comúnmente no conviene analizar un film, documental o no, por su ideología, pero aquí, la misma impregna su ser como película, porque Moore es el documental (como siempre) y la ideología es Moore. A dos exponentes locales como mínimo cuestionables, como lo son Jorge Lanata y Enrique Piñeyro más de una vez se los emparentó con el director de ¿Qué Invadimos Ahora? Por lo tendencioso, soberbio y capcioso de esta propuesta, podríamos darle tranquilamente la razón a esa comparación. La reiteración de tópicos, es otro de los puntos flojos del filme, pero, así y todo, con la urgencia de las próximas elecciones presidenciales en el norte, su película termina por convertirse en una propaganda a favor de Hilary Clinton, y en determinado tramo esto se hace aún más evidente cuando se presenta la cantidad de mujeres con cargos políticos y líderes de opinión en el mundo. Y cuando del filme termina por desprenderse ese olor a propaganda política en pro de Clinton, igualmente, Moore deja claro que hay que votarla a ella no porque sea la mejor opción, al contrario, sino por la polarización de las propuestas actuales y el estado de decadencia de la sociedad y la política norteamericana.
Teatro hecho cine, o cine abstracto. La ópera prima de Mauro Nahuel Lopez prescinde de todo tipo de recursos y adornos para crear la atmósfera necesaria desde una locación, contados personajes, y una situación puntual. No se puede adelantar mucho respecto a la historia, contada de modo muy detallista, peo intrigante en su esencia de premisa pequeña. Alberto (Lorenzo Quinteros), Fernando (Carlos Echevarría), y Mariana (María Laura Belmonte) son padre, hijo y nuera. Los tres conviven en la armonía típica de la rutina. Alberto es profesor de música y se pierde así mismo inserto sus alumnos, mientras que Fernando y Mariana parten a sus quehaceres. Pero sucederá un hecho disrruptivo, un hecho de inseguridad (real, vivido por el realizador), pondrá en jaque a Alberto y Fernando, y aparecerá un nuevo personaje compuesto por Sergio Pángaro. La historia virará hacia las decisiones que tomamos frente a esos hechos, y hasta puede llegar a descolocar al espectador, que puede ser juzgado. Lopez tardó varios años en concluir y poder estrenar esta obra que bien puede ser vista como teatro filmado, pero habrá que agradecer el exquisito trabajo en cámara y fotografía que lograron. La narración, que un primer momento no parece decir demasiado, atrapa, y una vez que nos introduce en el hecho, tensiona en buena ley. El elenco luce correcto frente a lo que se nota como una férrea dirección actoral, cada uno jugará sus fichas para sacarse chispas sin salirse del contexto. Pero será Quinteros, quizás por simple oficio, quien se adueñe de la escena, su interpretación es carnal y detallista. Armonías del Caos toma riesgos estéticos interesantes que quizás en un primer momento, o desde los papeles, puedan alejar a un espectador más convencional. Pero a la hora de plasmarlo en la pantalla, aquellas decisiones parecieran ser las correctas, permiten plantear la cotidianeidad necesaria de un conjunto de vidas que viven en el abstracto. Más allá de poder observar como una familia puede ver quebrada su simpleza frente a un imprevisto, el guion de Lopez permite varias lecturas, extrapolarlo y trasladarlo a una estructura mayor. No son muchas las veces que se logra un resultado con tantas capas partiendo de un hilvanado simple y directo, Armonías del Caos nos permite vislumbrar un futuro interesante para una filmografía que recién parece comenzar.
En abril de 2010, una de las plataformas marinas petroleras más grandes del mundo, la Deepwater Horizon se hundía en el Golfo de México tras el fatídico accidente provocado durante una perforación; dejando como consecuencia una tragedia que no solo involucró a quienes la habitaban, sino a toda la zona con el derrame de material más grande conocido hasta el día de la fecha. Hollywood es un enamorado de la famosa placa “Basada en hechos reales”, y cuantas más fibras emocionales pueda mover la misma, mejor. La nueva película de Peter Berg (Hancock) como lo adelanta su título, toma los hechos “verídicos” del incidente, y transita todos los lugares comunes de este tipo de films. Desde el cine catástrofe, el drama humano, la denuncia, hasta el empoderado patriótico. La estructura es clásica, sigue a Mike Williams (Mark Whalberg), jefe de mantenimiento, quien primero advierte e intenta poner en alerta sobre lo que puede llegar a ocurrir. Del otro lado, la contrafigura está representada por Donald Vidrine (un John Malkovich con esa cara de desprecio tan suya), el vocero de la empresa petrolera. Hay un antes y un después para que el efecto sea más duro, o más emocionante si así lo queremos ver. La introducción de los personajes es extensa y permite que conozcamos sus pareceres y formas a fondo. Luego sí, el accidente catastrófico, y la supervivencia. El entramado es correcto y el asunto tiene sustancia como para atraparnos a verlo. El guion creado por Matthew Michael Carnahan en base a artículos periodísticos, contiene la información necesaria y le agrega lo necesario para que sea una historia con cierta intriga y sentimiento más allá de ya conocer el destino de antemano. Sin ser un artesano de la materia Berg suele poner siempre la balanza del lado de los personajes, remarcándolos, poniendo el foco de la lente sobre ellos; y es ahí cuando Horizonte Profundo pareciera ganar el juego; en una suerte de similitud a lo que fue el Armageddon de Michael Bay. El acento está puesto parcialmente en la dualidad de clases, algo estereotipada, pero afín a su planteo. Una marcación fuerte de los obreros, trabajadores, a cargo de Whalberg y Kurt Russell, como gente de bien, víctimas de un sistema voraz; y de la otra vereda un empresariado depredador e insensible. Pero Peter Berg es el de Battleship y el de Lone Survivor; y por más que aquí quieran disimularlo, termina siendo inevitable. El director de Malos Pensamientos parece haberse olvidado de la negritud e ironía de aquella película que lo puso en el lente como un director al que había que prestarle atención (luego de un paso por la actuación recordado por su protagónico en Shocker de Wes Craven). Ahora, los buenos son buenos buenos; y los malos son malos malos. El empresariado podrá ser maquiavélico (repetimos, el rostro de Malkovich es ideal para esto, siempre con el ceño fruncido como pensando en una próxima treta), pero no tiene bandera, porque la bandera no se mancha; o sí, pero en un sentido alegórico y por demás obvio. Pareciera ser imposible que Hollywood trate el cine catástrofe sin mostrarle al mundo cuánto se aman a sí mismos, y lo bueno que son como país y ciudadanía. Horizonte Profundo permanentemente huele a esto, pero cada vez que decide resaltarlo aún más, es capaz de hacernos olvidar la interesante construcción que venía realizando. Mark Whalberg posee el suficiente aplomo y carisma para comprarnos y cargarse la historia al hombro por más que intenta ser algo más coral. Los secundarios lo acompañan de un modo correcto en un casting en el que cada uno tiene el rol tanto esperado como merecido. Por tercera vez, Malkovich nació para hacer estos papeles en los que se hace odiar en buena ley. Horizonte Profundo es un entretenimiento válido, tiene explosiones, vértigo y un ritmo vibrante. Una historia que se sigue con interés, personajes que importan, y una postura con la que se puede estar de acuerdo. Pero todos esos asuntos positivos decaen cuando tienen que recordarnos una y otra vez que el mejor país para vivir es ese, el que firmó las autorizaciones para instalar una base petrolera de por más insegura. En definitiva, habrá que esperar – dentro de muy pocos meses – que nos depara la tercera intervención Berg-Whalberg, intitulada, Patriots Day, y sí.
La documentalista Mariana Arruti presenta su segundo documental tras la exhaustiva y celebrada Trelew. Esta vez, el relato se torna mucho más personal, sentimental; sin abandonar el tono investigativo de su anterior trabajo. Es que Mariana decide en El Padre investigar sobre su propio pasado, sobre esa parte de sus recuerdos que no sabe hasta qué punto son veraces. El recuerdo de una caminata en la playa, una historia contada sobre ese padre que a partir de ahí no está, y las dudas. De modo similar a Grace Spinelli, protagonista de Beirut Buenos Aires Beirut, Arruti debe armar un rompecabezas sobre los baches que no cierran, sobre esa versión de una muerte en un accidente. Para la “tarea”, indagará a los conocidos, tomará archivos de diferentes fuentes, y recurrirá a la ficcionalización en base a las certezas. Se trata de romper con los silencios, de hablar de lo que no se quiere hablar, sobre todo, por el dolor que conlleva. Juan Arruti era militante, y fue una de las tantas víctimas de la etapa más oscura de este país. Se ha hablado mucho de la última dictadura militar argentina y su etapa previa, más aún en el terreno documental. Sin embargo, sigue pareciendo una cuestión inagotable e inabarcable. El Padre opta por la singularidad, lo puntual de un caso particular. Pero para quienes los efectos de la época nos tocan de cerca – y para quienes tengan conciencia social en general – la identificación y la apertura hacia lo macro es inmediata. Tal como lo hacía en Trelew, la cineasta maneja una veta del relato atrapante, imprime un halo de misterio, esta vez tamizado por una emtividad a flor de piel. Es imposible no ponernos en su lugar y transitar su camino. Las ficcionalizaciones serán un gran aporte, no solo para otorgarle originalidad, también para adentrarse en la profundidad de los subjetivo. Muchas veces, los documentales que incluyen segmentos ficcionalizados parecieran empantanarse en esos tramos. Como si hubiese una necesidad de apoyarse en la representación ficcional para subrayar o dar un contexto que el material documental no pudiese entregar por sí solo. No es el caso de El Padre. No solamente la directora manea a la perfección estos tramos como si fuesen reales viñetas de su pasado, y el de su padre, reconstruidos; sino que resultan un complemento orgánicamente ensamblado con las entrevistas y el archivo. Se cuenta el pasado de Juan en una tonalidad de blancos, negros, y sobre todo grises; y el pasado de Mariana, a color, pero con ese tono cuasi sepia típico de una Polaroid o una cámara de cubos de flash ¿Es ese el tono de un recuerdo construido en imágenes? En sus escasos setenta y dos minutos la historia fluye por sí sola, más allá de que en determinado momento el tono cambio a una investigación más íntegra sobre la época. Nunca abandona al espectador y es explicativo sin necesidad de ser didáctico. Quizás haya algunos tramos en que se necesite contar con algún conocimiento previo de nuestra historia; quizás resulte incomprensible que alguien que habita este país desconozca determinados hechos. El Padre ingresa dentro de los mejores documentales sobre la época que retrata. Su punto de vista tan personal, y por lo tanto único, lo convierte en un testimonio tan insoslayable como incuestionable. Hay que abrazarse y dejarse llevar, permitir que esas lágrimas liberadoras surjan; que no conducen al olvido, por el contrario, sirven como homenaje vivo en carne viva. Todos tenemos derecho a conocer nuestros orígenes, nuestro pasado, trabajos como El Padre son un ejemplo de eso.
Segundo opus de la dupla creada por Daniel Alvaredo en la dirección y Osvaldo Canis, luego de la recién estrenada en este año Paternoster. El peor día de mi vida representa a primera vista un producto más personal. Julio es un actor al que la varita de la fama lo pudo haber tocado hace muchos años, en una telenovela que ni siquiera culminó, pero en la actualidad las mieles del éxito no están de su lado. No se resigna, sigue presentándose a castings para publicidades denigrantes y hasta es capaz de aceptar una función de decorado en el fondo de las mismas si el protagónico no está disponible. Esa apatía en la “profesión” se extiende a su vida, signada por una serie de acontecimientos que lo muestran como alguien estancado. Su matrimonio está en crisis de corte inminente; desocupado; y para colmo debe hacerse cargo de las cenizas de un hermano gemelo con el que hace años no se hablaba. Así comienza el día que merece el título de la película. Julio es Javier Lombardo, un actor que debió alejarse temporalmente de la pantalla por una enfermedad crónica que lo aqueja. También hay en la misma un grupo de actores, sobre todo actrices, que hacía un tiempo no se rencontraban con el cine; y si uno lo piensa, el propio director proviene del mundo de los actores que la pelean desde abajo, desde los secundarios. Hay dos polos, que se unen en El Peor…, el de la vida del actor que lo lleva en la sangre y ansía el reconocimiento popular; y el del hombre que debe hacer frente a su pasado, emprender un camino de reconciliación; con mucho de la historia propia de su guionista. Estas dos aristas logran unirse a través de un relato costumbrista, alegre, que recorre buenas armas para llegar a un público amplio. Si algo une a Paternoster con esta película es el ánimo oscuro de sus protagonistas. Pero cada uno encara sus problemas a su modo. Julio está atravesando una etapa problemática, los problemas no paran de lloverle, y aunque se lo vea harto de los mismos, no va a bajar los brazos en su empeño; o quizás bajó los brazos hace rato y no se dio cuenta. El guion de Canis maneja un humor muy fresco y natural que permite a Lombardo, omnipresente, protagonista único y absoluto, relucir su mejor esencia. Si el ritmo para la comedia costumbrista es aceitado, también habrá un espacio permanente para una emotividad latente; por lo cual no habrá que hacer demasiado esfuerzo para ponerse en lugar del personaje, comprenderlo, quererlo, y hacerse carne con su idiosincrasia. Sin demasiados artilugios técnicos, El Peor… es un relato que no los necesita, que algunos podrán tildar de aires de telefilm de modo despectivo. Por el contrario, ese aspecto sencillo potencia una naturalidad inmediata, de crónica diaria, de algo que nos podría pasar a cualquiera, de acertada cercanía. Lombardo logra una interpretación sin recaer en la exageración ni el grotesco, con matices que van del drama a la comedia en un instante. También se apoya en un conjunto de secundarios que jugarán esta suerte de road movie en la ciudad. Marta (Mónica Scapparone) es su angustiada y cansada esposa, más dispuesta a dar el próximo paso que él. A partir de ahí, se irá construyendo la historia a modo de viñetas de un día con muchos sucesos que pueden ser más movilizantes de lo que parecen. Acudir al casting, pero antes tener que pasar a retirar las cenizas que deberá depositar en una lata de bizcochos antiguas. Recorrer la ciudad con esa lata a cuestas cuando su automóvil, a punto de vender, lo deje “a patas”; y así repasar distintos puntos. Entre su cuñada (Irene Almus), una excéntrica tarotista (Constanza Maral), el frustrado casting, una tía desmemoriada, y el personaje que nos tienen guardado para Ximena Fassi y aquí no revelaremos. Si el resultado final es positivo es gracias a que todos los involucrados parecieran creer de lo que se habla. El costumbrismo recorre siempre un fino hilo que lo puede llevar a la inverosímil línea de exageración, o al recorrido de clichés irreales. Nada de eso sucede, el tono medio permite que se vea siempre con una sonrisa y hasta risas abiertas; y si bien no se priva de varios lugares comunes ninguno suena forzado o fuera de lugar. Simple, directa, con una fibra emocional correcta no sobrecargada, y un puñado de interpretaciones simpáticas y gustosas de poder reencontrarlas en esos rostros; El Peor día de mi vida compone una propuesta amena para que nos veamos identificados, como un espejo con pinceladas muy graciosas.