Una vida plena. ¿Para qué sirve un atraco? Cuando se piensa en él lo primero que nos viene a la mente es el botín, sin el cual carecería de sentido. El riesgo es asumible por el valor de la recompensa, en este caso una recompensa fácilmente cuantificable, reducible a números. The Old Man and the Gun es una película de atracos, pero no de botines, al menos de los que todos esperaríamos. Basada, más o menos, en hechos reales (así lo señalan los créditos iniciales), nos cuenta la actividad delictiva de una curiosa banda integrada por tres hombres ya ancianos que poseen todo el tiempo del mundo para recrearse en su tarea y que disfrutan más del proceso que del resultado. El planteamiento no renuncia a las claves del género: bancos, atracador de espaldas, maletín para el dinero, plano de sus pies saliendo de la oficina bancaria que acaba de asaltar, radio de la policía que es interceptada y por lo tanto burlada, huida en coche… Pero de inmediato aparece el elemento que propicia el giro de la historia. Los atracos serán la excusa para construir una tenue pero elegante historia de amor entre dos seres que se encuentran desde posiciones antagónicas, y es esa diferencia la que les permite, en su libertad, acercarse, enriquecerse. Forrest Tucker (un gran Robert Redford, posiblemente en los mejores momentos que nos haya dado), el atracador, es un ser errante. Transita por diversos estados, no aspira a encontrar un cobijo definitivo. Su vida se limita a moverse sin fin, y las entradas y fugas de la cárcel son una manera de no acomodarse. Abandonó a su familia porque una familia aprisiona y él es un ser libre. Como los viejos vaqueros del oeste (los viejos westerns que se ven en televisión) hace del camino su morada, y de la persecución su alimento. No se trata, como muy bien señala a modo de resumen de su comportamiento, de ganarse la vida, sino de la vida misma. Tiene también un estilo, algo que pocos son capaces de alcanzar. Es el mismo estilo que se transmite en la película. Todo ocurre de manera reposada, como si no tuviera importancia, alejado de cualquier urgencia. Comenzando por los mismos asaltos, que casi se producen de manera secreta, sin que los clientes de los bancos adviertan nada, y siguiendo por las relajadas conversaciones entre los personajes, teñidas de esa calma otoñal de quien no está dispuesto a invertir más energías de las necesarias, pero que no por ello duda de sus convicciones. Lo que más destaca de la actitud de Forrest en sus robos es que es feliz. En ello se resume su vida. Asalta bancos porque es feliz haciéndolo. Se fuga de la cárcel porque disfruta con la huida. Es su manera de sentirse vivo. No importa tanto el ser apresado porque de esta manera se abre una nueva puerta a recomenzar lo que de verdad le da sentido a su existencia. Y en esto que aparece Jewel (una descomunal Sissy Spacek, con esa belleza que dan las huellas del paso del tiempo cuando no se las combate, cuando son testimonio de una vida intensamente vivida), también de vuelta de muchas cosas, con el pasado a sus espaldas pero con una mirada limpia al futuro. Encuentra en Forrest un interlocutor, un alma gemela, aunque con raíces bien distintas. Jewel está aferrada a una casa, a un lugar. Tanto es así que le fascina la inscripción que aparece del antiguo dueño, se siente interpelada por ella, como si fuera la continuadora de un fuego sagrado que hay que mantener vivo. Sus hijos le aconsejan que venda esa especie de rancho perfectamente delimitado por una cerca en el que pasa sus días, y en el que se colaba el caballo del vecino hasta que se quedó a vivir allí. Pero ella, a pesar del alto coste que debe afrontar, no lo hace. Es su lugar en el mundo y no lo abandona. Entre ellos surge, de manera sutil, serena, la atracción. Hay un momento en el que la cámara lo cuenta con una delicadeza exquisita. Se encuentran los dos en el bar al que suelen acudir, y entonces se produce una ligera panorámica que nos muestra el resto de los clientes, todos jóvenes. Como si ellos recobraran la juventud, aquellos sentimientos ya lejanos, el ímpetu que permanecía adormecido. Arranca así un tour de force en el que la atracción tiene sus peajes. La manera en que se conocen ya es un perfecto diseño del campo de batalla: Forrest anda huyendo y se encuentra con Jewel, que intenta reparar su furgoneta averiada. Se detiene a ayudarla, aunque en realidad es una estratagema para burlar a la policía. Forrest es el movimiento que se ve interrumpido, Jewel la permanencia que retiene. Él seguirá atracando bancos, pero poco a irá cayendo en las redes de ella. Más bien habría que decir rindiéndose a su encanto, entrando en su lógica, porque Jewel no es una taimada manipuladora que planifique su captura. Lo que se produce es más bien el choque entre dos mundos y el intento de hacerlos compatibles. El viejo ladrón acude al banco y trata de pagar la hipoteca del rancho en el que ella vive sin que se entere, lo que significa asentarla definitivamente en ese lugar, que es tanto como echar él mismo raíces, encontrar, confirmar un punto de referencia. Más tarde accederá a devolver el brazalete robado. Es muy clarificadora esta escena. En ella se produce la lucha entre dos actitudes ante la vida, y es la de la mujer la que resulta vencedora. Pero el momento crucial se da cuando ella le pide que no rellene la última casilla de sus fugas. Esa es la renuncia máxima que puede asumir. Y la asume. El proceso, con toda la sencillez, la amabilidad y la dulzura del mundo, ha sido el del sometimiento. Una pelea con armas de gomaespuma, armas que no disparan, que parece que no hieren, pero que lo hacen. La salida de la cárcel es otro momento brillante de la película. Desde la posición de cada uno, alejados entre sí, se nos ofrece un plano del otro donde aparecen diminutos, solitarios. Libres aún. De ahí se corta al interior del coche, donde ya están juntos. Pero a Forrest se le ve incómodo, como enjaulado. Ha salido de la prisión y parece que siga aún preso. Y se instalan en la casa. Ella le dice que puede quedarse el tiempo que quiera. Él lo agradece, pero parece que se quejará. Los planos son interiores, con Forrest mirando al exterior por la ventana. Y el vestigio del primer dueño enmarcado, el ancla. Parece que ella ha vencido, que su modo de entender la vida se ha impuesto, pero eso sería matar a Forrest, y él no está dispuesto a morir. Este es el esqueleto de la película. Complementándolo aparece también un policía perseguidor, en una interpretación más que discutible de Casey Affleck, alguien fascinado por el delincuente a quien trata de atrapar, aunque la descripción que de él se hace es mucho menos cuidadosa, centrada en reproducir, como en un espejo, las características del anciano (también la persecución como forma de vida, la necesidad de que no acabe nunca), aunque sin conseguir la coherencia lograda con éste. Cobran importancia, en ese protagonismo del paso del tiempo (recuerdos de la niñez, cumpleaños, proyectos aún no realizados, como montar a caballo, vista cansada, constantes alusiones a los distintos momentos de la vida de los personajes…) la presencia de los niños, como una especie de recordatorio de un nuevo comienzo, como la cesión de un testigo. El marco histórico de los hechos lo delimita la época del mandato de Ronald Reagan a cuyo atentado se hace referencia. Pero se usa también como contrapunto, pues se oponen las turbulencias del momento a la placidez de la América rural en la que acontece la historia que se cuenta, placidez acentuada por las constantes referencias de la televisión, que apenas dan importancia, si es que llegan a reparar en ellos, a los asaltos que se están produciendo. Robert Redford, que también figura como productor, anuncia que con esta película se despide de la interpretación. Su gran trabajo es un cierre magnífico a su carrera, la cual es repasada en un brillante recorrido que confunde al actor con el personaje. Posee el aroma de la despedida y es también una rendición de cuentas. Como Forrest con los atracos, Redford ha hecho del cine su modo de vivir, y lo que falta saber es si de verdad será capaz de renunciar a él.
La mujer de las dos caras. Una voz única, una leyenda convertida en icono lírico mundial, una mujer con un destino fuera de la norma, María by Callas es un documental en primera persona de una personalidad tan inflamable como vulnerable. Con testimonios de personajes que conocieron y trataron a María Callas; de Marilyn Monroe a Aristóteles Onassis; de Grace Kelly a Luchino Visconti; Tom Volf, organizador de una exposición sobre la Callas en Boulogne-Billancourt y autor del libro “Callas confidential” sobre esta figura del arte mundial, ha reunido todo ese material, junto a las grabaciones de algunas de sus apariciones estelares en teatros y escenarios de Europa, Asia y América, y mucho documental periodístico sobre las llegadas y despedidas de la Callas en distintos aeropuertos, las persecuciones de los paparazzi, algún imagen de camerino y en el salón de su casa parisina, películas caseras en 16 mm., y un puñado de fotografías familiares y cartas, se ha convertido en realizador con este largometraje-documental a los 40 años de la muerte de la diva, ocurrida en 1977, cuando tenía 53 años. De la infancia neoyorquina a la gloria de los escenarios, de su primer matrimonio con Giovanni Meneghini, el hombre que creyó en ella y la impulsó al estrellato, a la pasión inquebrantable por el magnate Onassis, de sus inolvidables interpretaciones de “Norma” o “La Traviata” a la “divina” traicionada por el hombre en cuya fidelidad creyó, María Callas vivió siempre presionada por su obsesión por la perfección y por las personas que le rodeaban, y sumergida en un mar de dudas acerca de cómo combinar la doble personalidad de mujer y artista. Su talento como “trágica” tuvo oportunidad de expresarse en el cine con la magnífica Medea, película de Pier Paolo Pasolini (1969) donde, sin entonar una sola nota, logró una inigualable versión de la sacerdotisa arquetipo de bruja y hechicera vengativa. El trabajo de restauración y montaje que se ha realizado para esta cinta me ha parecido increíble. Mencionar en este caso a Janice Jones, que ha sido la encargada del montaje de la cinta, Isabelle Laclau que ha realizado el etalonaje de la cinta y a Samuel François–Steininge que es el encargado de la colorización de los archivos. Sin este trabajo la cinta hubiese sido bastante más complicada de ver, pues la mayor parte del metraje son sus actuaciones, pues son muy importantes, al fin y al cabo allí era donde nos mostraba a La Callas. Otra parte de su vida que nos plasman con dureza -y de las cosas que más la destrozaron- fue su lucha con la prensa; perseguida y muchas veces humillada hicieron mucha mella en la fortaleza de María Callas. Tom Volf ha realizado un precioso documental y nos da grandes momentos de esta cantante; poderla escuchar con tanta definición es algo que realmente merece la pena, además de poder conocerla un poco mejor. Para ser su primer documental me parece estupendo y seguro que va a llegar lejos con él. En resumen, el documental María by Callas es un cortar y pegar de los documentos existentes sobre una mujer única, donde destaca sobremanera el trabajo de montaje.
Una mujer para la leyenda. Felicity Jones (Rogue One: Una historia de Star Wars, La teoría del Todo), Armie Hammer (Call Me By Your Name) y Justin Theroux (La chica del tren) protagonizan la historia real de la mujer que desafió al sistema legal estadounidense y sentó las bases contra la discriminación de género. Dirigida por Mimi Leder (El pacificador, Impacto profundo), con un guión escrito por el sobrino de la protagonista, la película está inspirada en la historia real de Ruth Bader Ginsburg, una joven abogada y madre de familia que, junto a su marido, el abogado Martin Ginsburg, cambió el curso de la historia con un singular caso sobre discriminación de género que abrió el camino para la igualdad en los Tribunales. En pocas semanas hemos tenido oportunidad de ver dos películas sobre esta mujer excepcional: el documental RBG, realizado por Betsy West, y este biopic de Mimi Leder, largometraje clásico concentrado en los comienzos de la carrera de la jueza Ginsburg, quien actualmente, a los 85 años y operada de un cáncer de pulmón, es la decana del Tribunal Supremo de Estados Unidos. En mi opinión, el documental es infinitamente superior, con el material de archivo y las entrevistas que incluye, entre ellas varias con la propia jueza; la película, absolutamente pertinente en los tiempos del #MeToo, adolece de un exceso de disquisiciones legales y de sesiones de tribunal, tan repetidas en el cine estadounidense, muchas veces con enorme acierto. Muy poco conocida en nuestro país, Ruth Bader Ginsburg, interpretada con convicción por la británica Felicity Jones, es una leyenda del feminismo made in USA. Idealista y apasionada, estudiante de leyes y licenciada en la Escuela de Derecho de Harvard, en los años 1970 se convirtió en una ferviente defensora de la igualdad entre hombres y mujeres. En su carrera de abogada ha defendido más de trescientos casos de discriminación sexista, seis de los cuales en el Tribunal Supremo (ganó cinco), del que forma parte desde 1993. Una de esas producciones hechas para cine pero que tienen tufillo de película de sobremesa de fin de semana con pretensiones. Mimi Leder no puede ocultar su profesionalidad en el medio televisivo y que su carrera ha transcurrido principalmente en televisión lo que no es un demérito. La alta calidad del reparto y de la producción no pueden con esa pátina de telefilme que arrastra. Los dos principales protagonistas están realmente bien, así como los secundarios -en especial Kathy Bates y Sam Waterston, ambos impecables en sus composiciones- pero todo parece ya visto y de poca enjundia. Con todo es una película buena con una realización correcta.
Drama familiar de la pobreza. Hermoso tema en el que se mezclan la condición femenina, la miseria, las costumbres de una sociedad libanesa desorientada y un mensaje humanista en la mirada y las palabras de un niño convertido en adulto antes de tiempo (Jackie Bonnet, Culturebox). Premio del Jurado en el Festival de Cannes 2018, Cafarnaúm, de la realizadora libanesa Nadine Labaki (Caramel), que ha rodado con actores no profesionales interpretando “más o menos su propia realidad”, es una inmersión en la vida de los niños de la calle en Beirut que nos enfrenta a ese cine de denuncia que no debe perder vigencia. Melodrama que toca todos los palos de la miseria: inmigración, pobreza, injusticia social, niños maltratados y abandonados, mujeres también maltratadas, niñas vendidas para matrimonios forzados…, Cafarnaúm se centra en la historia de Zain (Zain Al Rafeea, miembro de una familia que escapó de Siria para refugiarse en Líbano y que hoy, gracias a la película, va a instalarse en Noruega), un espabilado niño de doce años que sobrevive a los peligros de la calle. Huyendo de sus padres, recurre a la justicia para demandarlos por el «crimen» de haberle dado la vida. Fábula contemporánea, inspirada en el caótico infierno de los suburbios libaneses, cuando sus padres entregan a la hermana de once años a un adulto de treinta para que se case con ella, Zain abandona el hogar familiar. Sin recursos, se ocupa del bebé de una joven refugiada etíope sin papeles, que ha dado a luz en secreto y pasea al niño escondido en un carrito de la compra –algunas de las escenas de los dos niños son de una emoción casi insoportable-, hasta que la policía le encarcela y es entonces cuando decide denunciar a sus padres. El recorrido de Zain por las calles, las chabolas, el ruido y el polvo de Beirut, es una excusa para poner en evidencia el caos y la corrupción que impera en una ciudad que no consigue recuperarse de una guerra interminable y que recoge, a su pesar, a los desesperados de toda la región que huyen de persecuciones y hambrunas. Una ciudad y un suburbio en el que los pobres explotan a otros aún más miserables. El film es crítico con las tradiciones en un país de grandísimos contrastes: con los niños como víctimas, con casamientos consentidos entre familias para quitarse una boca que comer; o con el rol que hombres y mujeres "deben" ocupar según se supone que es su lugar en esa sociedad, y que mediante las desgarradoras declaraciones de los padres pasas de la repulsión a la lástima infinita; o las situaciones que potencian la desesperación, la pobreza o la bajeza de algunas personas, siendo presa fácil de mafias y explotadores varios. Vomitivo. Como si se tratara de un reportaje sobre los niños y las aceras –un mundo ignorado- de la capital libanesa, la realizadora (que también interpreta el papel de abogada de Zain) sigue los paseos y las carreras en busca de comida o refugio del pequeño, quien ha conservado su nombre en la película y que desborda madurez y veracidad.
La niña de los ojos saltones. Nos hallamos ante una historia sobre la pérdida y el amor. Alita ha perdido la memoria, Dyson ha perdido a su hijo, Hugo ha perdido su camino en el mundo y la mayoría de los personajes que no son cyborgs desenfrenados amantes de los asesinatos han perdido todos algo que apreciaban. Si bien los personajes no son demasiado complicados, y el guión no es demasiado prolijo ni pesado, todos los actores dan lo mejor de sí y aportan la cantidad justa de estoicismo a todo esto. No hay actuaciones sobresalientes que mencionar, pero todos hacen un buen trabajo entre sí. También hay pocas declaraciones de amor masivas o dominantes, incluso en los momentos más trágicos, solo empatía y hechos. Si algo sobresale en el conjunto, debido a las máquinas de muerte cyborg mencionadas anteriormente, es la presencia de un fuerte componente de violencia. Una cantidad sorprendente para una película no recomendada a menores de trece años, con varias extremidades y cabezas y otras partes del cuerpo cercenadas, fundidas, maltratadas e incluso con una combinación de todo ello en algunas secuencias muy enérgicas y bien realizadas. Se puede argumentar que esto solo le ocurre en gran parte a los cuerpos sintéticos y que la mayoría de la sangre derramada es azul: pero incluso así, queda muy claro que se aplastan un buen número de cabezas. Allá cada uno con lo que le permita ver a su hijo: peleas callejeras, persecuciones de alta velocidad, e incluso el increíblemente bien realizado universo de Motorball (patines en línea motorizados y sin consideraciones de salud y Seguridad alguna) para observar cómo se patea el culo a las personas. Todo esto en una impresionante combinación estética de París de 1890, bazares contemporáneos del Medio Oriente y Mad Max (todo es un poco ilegal y cubierto de polvo porque se ve más fresco de esa manera). En cuanto a la trama en sí: bueno, está ahí y es funcional; no sorprende a nadie y ya se puede adivinar casi todo lo que va a acontecer argumentalmente en la primera media hora. Si nos ponemos a destacar rasgos originales se puede comentar que la heroína que reparte estopa a diestro y siniestro sea una niña (aunque en realidad, dado el número de personas que pueden ser injertadas en un JCB, eso no es un problema que se mencione mucho). Se nota que se han enfatizado más los momentos cargados de emoción en lugar de añadir puntos complicados de la trama. Posiblemente esto se deba a que la historia intenta abarcar tanto terreno, repasando los primeros cuatro tomos del manga original (en total son nueve publicados en la revista Business Jump del 1990 al 1995), que los guionistas han ido eliminando material intentando llegar a su esencia. Para algo que se supone que será una trilogia (la taquilla dictará sentencia al respecto), no deja de resultar extraño que no se dé al respetable ni tan siquiera una pista de que la cosa se extenderá, sobre todo porque la resolución final es de todo menos sólida. Desde luego no estamos ante un nuevo Blade Runner o Contact, ni tan siquiera llega a rascar cualquier atisbo de profundidad. Sin embargo los fanáticos del manga se lo pasarán bomba (siempre y cuando no se quejen de todo lo que quedó fuera), y el que no conozca el original disfrutará con sus espectaculares efectos visuales (la friolera de doscientos millones de dólares presupuestados así lo avalan). Es increïble lo que se puede llegar a hacer en el terreno CGI en estos días. A no extrañarse si después de ver semejante espectáculo el lector o sus vástagos se enganchan al Cyberpunk y empiezan a cuestionarse sobre cibernética y temas similares.
Terror, baile y mucho más. Ha llegado Suspiria y sólo podemos decir que Luca Guadagnino lo ha vuelto a hacer. Y lo ha vuelto a hacer en varios sentidos. Porque Guadagnino se está revelando como un especialista en homenajes, remakes, libres adaptaciones y demás fenómenos cinematográficos habituales de este nuevo siglo y porque, además, tiene mucho que decir en cada uno de sus nuevos filmes. Para empezar vuelve a elegir una película célebre de su tiempo para recoger el guante y darle unas cuantas vueltas. Esto ya había sucedido con quizás su menos exitosa obra. Estamos hablando de Cegados por el sol (A bigger splash, 2015), adaptación de un taquillazo francés de finales de los años sesenta con Alain Delon, Romy Schneider y Jane Birkin. Si allí cogía este clásico pasional y hitchcockiano para darle su toque personal, aquí sucede algo parecido. Coge la Suspiria originaria de Dario Argento y se apodera milimétricamente de ella, la hace suya a cada instante, a cada suspiro. También se atreve por segunda vez con el desafío de crear algo a partir de sus referentes italianos previos. Aquí queda claro que está adaptando el clásico imbatible y genial de Dario Argento, pero si recuerdan ustedes Yo soy el amor (2010), es fácil entender que en aquella estaba haciendo un lúcido homenaje a Visconti o a Antonioni y, de paso, recogía su testigo para declararse como su digno sucesor. Y todo ello lo hacía saliendo indemne de tamaño entuerto. Y hasta ahora nadie lo ha dicho, pero ya es hora de que alguien lo haga.Call me by your name (2017), su obra hasta ahora más públicamente celebrada, bien podría ser una ligera vuelta de tuerca en plan LGTB a la obra de Bertolucci Belleza robada (1996). Algo así como un remake inconfeso de aquella que clama al cielo por sus paralelismos y que sorprende que nadie se haya atrevido nunca a decirlo. Cierto es por otro lado que también era la adaptación escrita por James Ivory de una novela poco conocida. Por lo que si lo pensamos dos veces, Guadagnino lo que ha hecho hasta ahora es retomar, retozar y rehogar los grandes nombres de lo mejor del cine italiano. Y suponemos que aún le queda cuerda para rato en este terreno y que seguirá siendo relevo generacional de lo que él quiera. De hecho, ya ha anunciado la continuación de su ya famosísima última cinta estrenada hace apenas un año. Y así llegamos a esta Suspiria, que es todo lo que hemos dicho y mucho más: remake, adaptación, reinvención, complementación y superación de la original. Guadagnino ha conseguido el más difícil todavía: ha rodado una obra igual de eléctrica y terrorífica que la original aunque no se parezcan en nada a efectos prácticos, lo que intuimos, es simplemente la magia del cine. ¿Qué es la nueva Suspiria? Lo mejor de todo esto es que contestar a esta pregunta no es nada fácil. Si nos preguntan por su argumento y su desarrollo, nos es sumamente difícil de responder. Su trama se capta más por los sentidos y las intuiciones que por un proceso expositivo narrativamente lógico. Si nos preguntan qué tiene y qué no tiene de remake este nuevo filme tampoco podemos responder con seguridad. Porque sí, el argumento es muy parecido, especialmente en sus prolegómenos. Y sí, nos recuerda a la original en varias secuencias. Pero no, podría ser perfectamente una nueva película que parte de un guión completamente original. Guadagnino aquí parece que haya querido lograr el triple mortal conjugando drama, misterio, terror, comedia, romance, histórico y hasta unas pinceladas de gore brutal para crear algo asombrosamente diseñado. Porque Suspiria es una relectura politizada, histórica, sobreexplicada y sobreelongada, de la trama original que todos conocemos: la de la joven americana que llega a una academia alemana de baile para superar unas pruebas y labrarse un futuro y quien acabará sumida en una pesadilla mágica llena de sorpresas. Donde Argento propuso 90 minutos, Guadagnino se toma todo el tiempo del mundo y alcanza casi los 150. Desde luego, no estamos delante de una cinta de terror para todos los paladares sino que se trata de una pieza de orfebrería donde no sobra ni falta nada, donde cada plano tiene una significación artística y metafísica sorprendentemente eficaces, donde hay cabida para secuencias musicales, fantasmagóricas y absolutamente repugnantes. Suspiria no es cine fácil, pero es cine a lo grande. Y encima todo ello puede interpretarse como una obra sublime, como un gran chiste, como una relectura megalómana que se atreve con un nuevo lenguaje dentro de los parámetros del terror, o como algo multiforme que avanza con sigilo a cada paso y te hechiza absolutamente en su desarrollo. Incluso, dentro de esta interpretación como broma monumental, Tilda Swinton (soberbia) interpreta no a dos sino a tres personajes, y encima se dedicaron, ella y su director, a esparcir el rumor de que los actores a los que ella interpreta en la cinta existían en la realidad. Y es que tanto Guadagnino como Swinton han querido trasladar la pesadilla, la maravilla que encierra la cinta al plano verídico, aunque finalmente admitieran su pantomima. Por otro lado, Suspiria es una auténtica exquisitez para los sentidos: su lúgubre fotografía, su diseño de sonido, su sugerente música, su combinación de repulsión y belleza, sus coreografías de cámara y de baile, y todo el mundo que despliega soterrado en el propio enigma de la cinta son suficientes para comprobar que esta es una gloriosa, pervertida, retorcida y apasionada, que además resulta, por extraño que parezca, divertida. Y esto sólo lo puede hacer el buen cine.
Píldoras de nostalgia. Desde hace ya años observamos como la falta de riesgo en Hollywood –que no de ideas-, ha cristalizado en multitud de remakes, reboots y secuelas que han sabido revenderse ante el público con la motivación de la nostalgia, en unos años en que las múltiples crisis que se han vivido (y viven) en el mundo parecen incrementar esa añoranza hacia tiempos pasados que parecen mejores que el áspero presente. Disney es de los titanes que más rédito han sabido sacar a estos momentos bajos en los que la nostalgia ha actuado como salvavidas, prueba de ello está en las astronómicas cifras de taquilla de los múltiples remakes en carne y hueso de sus clásicos de animación que han pasado de generación en generación, los cuáles han traído más alegrías en general que sus apuestas por universos nuevos. Pese a tratarse de su secuela en la que solo repiten la niñera mágica y la pareja de hermanos, ya con 30 años a sus espaldas, este El regreso de Mary Poppins podría tratarse perfectamente de un remake encubierto del clásico de Robert Stevenson, ya que ambos comparten una estructura narrativa y unos personajes muy similares. Como su predecesora, la película apuesta por una trama básica en la que poder dar lugar al desfile de situaciones imaginativas, personajes carismáticos y coloridos números musicales, cada uno de los cuáles dejan enseñanzas morales para que los niños crezcan personalmente y puedan conseguir el objetivo final: recuperar las ganas de vivir de su padre absorto por sus problemas. Si bien en el film original este arco narrativo era marcado en la segunda parte del film, en la que nos ocupa se establece un objetivo más claro desde el principio –impedir el desahucio de su casa en la mítica calle del Cerezo-, con el que es posible focalizar más las acciones y los números que acontecen. Por tanto, en esta segunda entrega predomina más la acción, pero también se resiente más la caracterización y desarrollo psicológico de los personajes, que disfrutaban de un mayor reposo y solidez en la primera parte. No hay que temer por los protagonistas, que reciben la atención que merecen, pero es una lástima observar como roles como el de Julie Walters y, especialmente, el de Emily Mortimer, en una Jane heredera del activismo feminista de su madre, quedan reducidos a un trazo estereotipado. Aunque es innegable que Disney ha ido a lo seguro firmando otro apunte más en su catálogo revisionista y, pese a sus flaquezas, dentro de su zona de confort el film contiene virtudes como una Emily Blunt que revive el espíritu del personaje apropiándoselo gratamente y sin resultar una burda imitación de la inmortal Julie Andrews. Con la misma seriedad de una institutriz inglesa, pero con la dulzura de una madre, Blunt da una nueva vuelta al personaje sin traicionarlo, mientras nos deleita con uno de los trabajos más completos de su trayectoria. Por otro lado, Lin-Manuel Miranda es el relevo ideal para el ubicuo maestro de ceremonias que era el deshollinador de Dick Van Dyke, esta vez en forma de farolero, sobresaliendo entre un eficiente reparto en el que Meryl Streep vuelve a robar su escena. Además, técnicamente es un pastel visual delicioso en el que se componen unos números musicales que, pese a beber de una banda sonora con temas menos agraciados e icónicos que el primer film (misión imposible de superar), resultan agradables e igualmente imaginativos, con destellos de una artesanía y plasticidad que se echaba de menos en un Disney cada vez más prefabricado. No hay demasiada novedad, pero la fórmula en la que se apoya sigue funcionando –en gran parte gracias al motor de la nostalgia-, haciendo de El regreso de Mary Poppins un placentero revival que mantiene su esencia y el mismo codiciado azúcar en la amarga píldora para combatir nuestra realidad.
Romance lejos de lo trivial. La comedia francesa más comercial tiene una cita con la cartelera desde que Amigos Intocables se convirtiera en uno de los éxitos inesperados más incontestables de taquilla en los últimos años. Funcionando como film seminal, un montón de propuestas similares a rebufo intentan copiar la fórmula con el firme objetivo de hacer negocio a costa del humor blanco con discapacitado incorporado. En ese aspecto, las distribuidoras le disparan con perdigón a todo lo que huela parecido, con la esperanza de que se repita el taquillazo. Jocelyn (Franck Dubosc, visto en títulos como en la aquí inédita Camping o la más conocida Disco) es un exitoso hombre de negocios, misógino y egocéntrico. Para tratar de seducir a una joven cuidadora se hace pasar por parapléjico, pero su plan dará un giro inesperado cuando ésta le presente a su hermana Florence (Alexandra Lamy, auténtica revelación del film quien se está afianzando en este tipo de roles cómicos con títulos similares como Historias de una indecisa o Vuelta a casa de mi madre), que necesita utilizar silla de ruedas por su incapacidad, y se enamora de ella. El tema y la forma superficial de plantearlo hacían muy posible su deriva hacia una comedia empalagosa o zafia. Pero no, la historia transcurre engrasada y coherente, con situaciones y ocurrencias divertidas, con unos buenos secundarios y un romanticismo ligero pero eficaz, gracias sobre todo al atractivo y buena sintonía de la pareja protagonista. Quizá ella roza la frontera del exceso con su actitud positiva y sonriente, pero se le perdona porque no llega a traspasarla. La actuación de los protagonistas roza la excelencia y se ve acentuada por unos secundarios que acompañan a la trama de manera brillante. Cuando piensas que no puede ir a más, en la siguiente escena se supera con creces. El romance entre ambos es real como la vida misma: se cocina a fuego lento sin caer en sobresaltos ni en las típicas tonterías de enamorados. Mención aparte requieren los escenarios y las localizaciones, de los cuales se sirve el director para dotar de una mayor relevancia al drama o a la comedia en función de su espectacularidad (el restaurante en Praga, la catedral de Santa Teresa, la cena en su casa) o sencillez (comida china, partido de tenis…) pero siempre en su justa medida. Es una comedia distinta a todo lo que estamos acostumbrados a ver, la premisa es tan retorcida que el espectador está preparado para cualquier cosa, pero aún así el buen hacer del guion, hace que veamos grandes momentos, la interpretación es muy natural y convincente. Se pasa un buen rato, es graciosa, sutil y divertida. Dejando a un lado la trama, lo mejor de la película es la banda sonora. No suele ser el principal elemento sobre el que incida ni me fije, pero en esta ocasión se supera a sí misma. Hay de todo un poco y de lo poco lo mejor. Baladas italianas, música clásica, pop, rock… hasta hip hop, manteniéndose siempre dentro del mismo tono armónico y dotando a la película de un dramatismo y sencillez épico. Para descargársela en Spotify… Por último vale la pena reivindicar el trabajo de una pléyade de secundarios que funcionan como contrapunto ideal de la pareja protagonista: Elsa Zylberstein (Con los brazos abiertos) como la secretaria del protagonista, Gérard Darmon (Astérix y Obélix: Misión Cleopatra) como un amigo de Jocelyn, Caroline Anglade como Julie, la hermana de Florence y Laurent Bateau (Un seductor a la francesa) en el papel de Lucien.
Novedosa de verdad. Spider-Man ha sido uno de los héroes que peores adaptaciones cinematográficas ha padecido. Desde la trilogía de Sam Raimi, sólo notable en su primera entrega, las películas del Hombre Araña cayeron sucesiva y cronológicamente en una espiral de decadencia imparable, hasta llegar a ese engendro infumable que fue De regreso a casa. No obstante, al recuperar el formato de imagen animada las aventuras de Peter Parker han reverdecido con la vieja gloria de la edad de plata del cómic. ¿Quién o qué ha sido el responsable? La verdad, podemos decir que debe haber sido una mezcla sutil de técnica y creadores. En el primer sentido, cabe señalar el cuidadísimo diseño de producción y las novedosas técnicas de animación que hacen de esta entrega de Spider-Man una delicia estética. La original combinación de decorados fijos y fondos borrosos —no, no le pasa nada a tu vista o a la graduación de tus gafas ni es una peli en tres dimensiones, es un efecto de desenfoque buscado—, con la animación a 12 y 24 fotogramas por segundo combinada, y la inclusión de bocadillos, onomatopeyas gráficas y viñetas que parten la acción en pantalla, consiguen un efecto cómic tan delicioso y perfectamente integrado que por momentos no sabrás si ves una película o lees una historieta. Por otro lado, la dirección de Bob Persichetti, Rodney Rothman & Peter Ramsey es ajustada a lo que demanda una peli de superhéroes: acción, drama, reflexión y tensión, pero sin llegar a la insufrible estridencia de De regreso a casa, bañada en hormonas adolescentes de las que producen dolor de cabeza. Y es que en el apartado dramático, este Nuevo Universo no olvida que Spider-Man es fundamentalmente un joven héroe que quiere conectar con los protagonistas de esa dura etapa que es la escuela secundaria, pero no necesita reincidir en la ya conocida construcción de la personalidad de Peter Parker para lograrlo. Porque la tremenda originalidad de esta entrega es que nos muestra a un Parker adulto con problemas de adulto: es una película que se inmiscuye en las partes de la historia casi siempre postergadas, ocultas... pero además retoma el protagonismo adolescente en otros personajes que a su vez comparten el destino del Parker original. No cabe contar cómo se produce esto —sólo sugerir que lo hace de un modo tan previsible en su planteamiento como original en su resolución—, pero sí señalar que este nuevo enfoque de las aventuras del eterno adolescente dota de una riqueza singular a la película: es capaz de transformar lo viejo en nuevo. En realidad en esta entrega de Spider-Man encontramos todo aquello que cabe esperar: villanos, héroes, conflictos familiares, crecimiento personal y pequeñas derrotas y glorias. Pero la idea es retomar lo clásico desde una nueva perspectiva... o varias. La película triunfa en la reiteración variada de historias ya conocidas, juega con esa idea a lo largo del metraje y se permite hacer chistes sobre ella. Adapta —como no podría ser de otro modo— la historia clásica de Spider-Man a las nuevas exigencias identitarias introduciendo etnicismo, animalismo y género, pero lo hace de un modo tan natural, tan auténtico, que no provoca rechazo de ningún tipo en aquellos que puedan estar hartos del abuso de la corrección política. Esta nueva vuelta de tuerca al universo Marvel no renuncia, como se ha dicho, a los conflictos clásicos y a los villanos de toda la vida: Kingpin es ahora el encargado de ponerle las cosas difíciles al enmascarado y es interesante ver cuáles son sus motivaciones. Del mismo modo, el mensaje no deja de ser trillado, e insiste en la idea de que cualquiera puede ser un héroe. Pero de nuevo es la manera de contar lo ya sabido, añadiendo pequeños detalles generalmente soslayados, lo que dota de encanto a esta película: ¿Cuál es el precio que hay que pagar por convertirse en uno? Y no, no estamos hablando de grandes sacrificios, sino de pequeñas pero determinantes fallas que desorientan a todo aquél que adquiriendo un gran poder asuma una gran responsabilidad, como por ejemplo: ¿Puede llevar una vida familiar sana? ¿Será capaz de sacar adelante un negocio? ¿Podrá convivir con el precio abusivo de la fama? Así pues, esta nueva aventura del vástago de Steven Ditko y Stan Lee es capaz de bajar de la excitante altura de las azoteas y fachadas de Manhattan al duro asfalto de la realidad cotidiana, para luego volver a subir y columpiarse en las redes sin perder la más mínima coherencia. Se disfruta estéticamente como nunca y divierte con sus ocasionales chistes, guiños al universo fan —ese traje de Spider-Man que todos hemos deseado o tenido alguna vez— e incluso el recurso al slapstick de uno de sus personajes más singulares. Es difícil encontrar un producto tan completo en la cartelera de hoy día, y por nada del mundo dejaría de recomendar su visionado hasta el final, sobre todo teniendo en cuenta que en la escena post-créditos hay referencias a posibles nuevas entregas. No sé, sinceramente, si esta originalísima película da para alguna secuela; lo que sí me gustaría es que este equipo de creativos y artistas siguiera entregándonos muestras de su sobrado talento.
Filmar y filmar. Se cumple casi una década desde que Jafar Panahi vive recluido en su país sin poder viajar al extranjero y con la prohibición de rodar. Desde entonces ha ofrecido al público que lo sigue fuera de Irán cuatro películas, lo que constata que, además de su perspicacia para ingeniarse maneras de eludir el castigo y la pasión que muestra por hacer películas, sus carceleros no son muy rigurosos en su labor; muestran una tolerancia que hasta les puede venir bien. Todo eso no significa que las condiciones sean óptimas, pero tampoco la libertad absoluta (si es que eso existe) y los abundantes recursos han sido nunca garantías de la excelencia artística. Panahi, con sus medios mermados, ha sido capaz de componer obras de indudable valor, entre las cuales destaca, en este periodo de cautiverio, Taxi Teherán, la que precedió a la que ahora se estrena. El resultado más evidente de esta situación especial en la que vive es que vuelva la mirada a su propio oficio. No es éste un tema ajeno a su filmografía anterior. Sin ir más lejos, El espejo, quizá su película más importante hasta la fecha, es una profunda reflexión sobre la naturaleza y límites del cine, pero ahora esa obsesión acaba impregnando todo lo que hace. La necesidad de filmar y los impedimentos para hacerlo conducen al centro de su obra la investigación sobre el mismo hecho fílmico. 3 rostros debe entenderse por tanto como un ejemplo más de esta tarea complicada e inconclusa. El mundo del cine impregna toda la película tanto desde el nivel formal como por su contenido. Las tres caras del título remiten a otras tantas actrices de épocas distintas que confluyen en una apartada aldea del norte de Irán, impulsada una de ellas por la llamada de la más joven que simula su suicidio. La historia no tiene mucho más que ofrecer, pero sirve al director para desarrollar algunos temas recurrentes en su cine, los cuales son retomados aquí en una especie de recordatorio que, además de profundizar en sus incólumes intereses, sirve para reivindicar su obra anterior. Pero al mismo tiempo ese recorrido tiene otra referencia, y es la de su maestro Abbas Kiarostami, el gran padre del cine iraní. No hay que olvidar que Kiarostami murió en 2016, y ésta por tanto es la primera película que Panahi realiza tras su desaparición, ocasión magnífica para rendirle el merecido tributo de admiración. Las referencias a la obra del maestro son múltiples. La misma historia, la de unos cineastas que se dirigen a una aldea apartada, coincide con la de El viento nos llevará, realizada por Kiarostami en 1999. Pero además está su querencia por rodar en los automóviles (El sabor de las cerezas, Copia certificada…), las referencias al suicidio (El sabor de las cerezas) o, ya desde el punto de vista formal, la indagación sobre la disociación entre la imagen y el sonido (en Copia certificada hay referencias a ello, pero el momento cumbre, no ya de la filmografía del iraní, sino, nos atreveríamos a decir, de toda la historia del cine está en Shirin, una historia contada a través del sonido y de las reacciones que las imágenes provocan en quienes las contemplan). Todos estos temas no son exclusivos del director desaparecido ni préstamos motivados puntualmente por su admiración, ya que la filmografía de Panahi los contiene en abundancia, no en vano se le ha considerado siempre un aventajado alumno suyo. Con estos mimbres, con el recuerdo de lo que sus anteriores trabajos han sido, 3 rostros se convierte en una síntesis que tanto puede ser un final como un nuevo comienzo, una despedida para recorrer nuevas sendas. El tema de la verdad y la mentira en el cine está presente aquí desde el inicio mismo de la película, donde se nos muestran unas imágenes que acaban siendo un señuelo mendaz. Panahi ya habló de ello en El espejo, obra que gira toda ella en torno a ese juego entre verdad y ficción. Pero también, en cierto modo, eso es lo que nos contaba también en Off-side, la falsedad que encierra la apariencia (en este caso la mujer vestida de hombre), si bien sobre este tema se sobrepone otro más importante y también muy recurrente en el director, el de la marginación que sufre la mujer, cuya máxima expresión la encontramos en El círculo. Hasta ahora el cine de Panahi había sido muy urbano. La ciudad de Teherán era la coprotagonista de sus películas, y no sólo un marco neutral para desarrollar sus historias. Por primera vez se sumerge en el mundo rural para filmar una especie de falso documental (los principales personajes se interpretan a sí mismos y conservan sus nombres reales, mientras que los lugareños con los que se encuentran son en gran parte actores no profesionales) que además de recoger un modo de vida con sus luces y sombras (desde la opresión de la mujer a la cordialidad y la hospitalidad con el foráneo) le permite desarrollar otro de sus temas, la sociedad escindida y la incomunicación entre sus miembros, que se muestra tanto en las lenguas (turco, farsi) como en los lenguajes especiales (los silbidos) a los que recurren los habitantes de la zona y que resultan incomprensibles para los visitantes. El resultado de todo ello es una película amable, en ocasiones hasta divertida, que ahonda en la distancia física (los caminos impracticables) y cultural (el mundo del cine en una sociedad muy tradicional, su prestigio y amenaza) entre dos mundos cuya reconciliación acaba siendo más que dudosa. Con todo ello la impresión final nos devuelve una imagen complaciente pero desprovista de la intensidad necesaria para constituirse en una obra mayor. Su razón de ser parece obedecer más a la necesidad de seguir rodando, al precio que sea, como sea, que a la puesta en pie de un proyecto riguroso, por otra parte muy difícil de llevar a cabo. Con esta película, Panahi parece decir al mundo y a las autoridades de su país que sigue en pie, que hay que contar con él. Unos, y seguramente también los otros, se lo agradecemos, y así lo demostramos premiándolo siempre que tenemos ocasión, aunque el resultado, como es el caso, no esté a la altura de otras grandes obras suyas.