Una piscina empedrada de buenas intenciones. Comedia francesa que supone la incursión en la dirección del actor Gilles Lellouche, interpretada por Guillaume Canet, Matthieu Amalric, Virginie Efira y Benoît Poelvoorde. Con mejor acogida del público que de la crítica, Nadando por un sueño vendió ya más de un millón y medio de entradas en su primera semana de explotación en Francia. Una comedia “popular” a la francesa, repleta de buenas intenciones pero que resulta decepcionante, sin sorpresas y convencional en el desarrollo de su guion, no obstante, la presencia de excelentes actores. Un guión que busca caminar tras las huellas de películas como Todo o nada: The Full monty (1997) –aquella formidable película británica de Peter Cattaneo, con una banda de perdedores de la crisis económica que organizaban un espectáculo de striptease masculino– pero que lamentablemente no está a la altura de su modelo. Relata Lellouche la historia de un grupo de ocho perdedores, cincuentones depresivos o en crisis profesional, sentimental o familiar, que van a recuperar su esperanza en la vida al reunirse para formar un grupo masculino de natación acrobática, pues como dice su entrenadora “todos queremos un día obtener una medalla” o el reconocimiento de lo realizado. Un deporte considerado como poco masculino, y que pone de relieve la feminidad o la sensibilidad de sus personajes. El guión de Gilles Lellouche resulta sin embargo farragoso en la descripción de las respectivas depresiones de sus personajes masculinos, a los que se añaden los dos personajes femeninos, una entrenadora en silla de ruedas, y otra que acude regularmente a las reuniones de alcohólicos anónimos, las actrices Leila Bekti y Virginie Effira, que hacen lo que pueden con sus respectivos papeles. De su panel de “losers”, los que salen mejor parados son Jean Hugues Anglade en pose de viejo rockero fracasado, y Philippe Katerine, de tímida y confusa sexualidad, que son los más patéticos y auténticos de la banda. Amalric, Poelvoorde y Canet, en cambio, resultan o excesivos o apagados, según las secuencias. De sus entrenamientos catastróficos, y de sus historias personales, pasamos sin verdadera transición en la parte final a ese previsible éxito que estaba anunciado desde el comienzo de la película. La balanza se inclina así hacia la comedia sentimental. Ya definida por algún crítico como “un Full Monty a la francesa”, Nadando por un sueño es una película sobre algunos aspectos del malestar social más actual. No es difícil imaginar a estos cuarentones/cincuentones deprimidos formando parte de las manifestaciones de “chalecos amarillos”; como ellos, los protagonistas de esta película agridulce tienen dificultades económicas, padecen de soledad, desórdenes familiares, un trabajo que les genera fastidio y hasta sufrimiento. Los diálogos resultan poco inspirados y las situaciones cómicas menos abundantes que el lado sentimental y dramático de sus vidas respectivas, olvidadas tan solo cuando se reúnen para entrenarse en la piscina. Sobre el mismo tema de la película existe otro film inglés producido también este año, Swimming with men de Oliver Parker, que todavía no se ha estrenado en Francia. Será en todo caso interesante la comparación con la de Lellouche, pues, como decía Woody Allen, deberían inventar un festival en donde compitan solo películas sobre el mismo tema y con presupuestos de producción equivalentes.
Se busca redención. Si atendemos a la siempre sabia etimología de las palabras, vemos como blindaje proviene del alemán blenden, a través del francés blinder (cegar, pero también cubrir, tapar), en alusión a las planchas metálicas que cubren al vehículo y lo protegen contra balazos. Así, el título de este thriller con ribetes melodramáticos se mueve de manera eficaz en la ambigüedad del término: tanto en la ceguera de un protagónico hundido en la miseria debido a una tragedia familiar como al medio con el que se gana la vida, que no es otro que un furgón en el que ejerce de conductor transportando dinero de entidades financieras. Se trata de la tercera colaboración de Meneghelli y su, podríamos decir, actor fetiche Nicolás Peralta, quien en los anteriores trabajos en los que coincidieron también había ejercido la figura de productor. En ambos films la crítica fue bastante unitaria a la hora de definir el trabajo del actor como algo parco en gestos y poco emocional. Aquí esas constantes se mantienen, y todavía se acusan más estas limitaciones interpretativas en las escenas que comparte con Luciano Cáceres, un roba escenas nato que engrandece la pantalla tan sólo con su presencia. La composición de tipo duro de Cáceres con una fisicidad marcada a fuego en su rostro es, simplemente perfecta, y desde que aparece por primera vez ya nos apetece que la trama se enrede de tal manera que tengan que acabar enfrentándose cara a cara. Del resto del elenco destacan los compañeros de viaje en ese microcosmos vital que es el furgón blindado, espacio donde acontecen los mejores diálogos de la película cargados de tensión y costumbrismo a partes iguales. El desarrollo argumental gana enteros, y de qué manera, cuando se mete de lleno en intrigas policiales y criminales, pero se desluce cuando se aparta de cualquier tipo de acción y se concentra en un clima melodramático que no le acaba de sentar bien. Las razones por las que unos y otros actúan de una u otra manera están muy bien perfiladas, pero su desarrollo se deja varios elementos esenciales que hubieran enriquecido sobremanera el ejercicio. Algunos personajes no tienen la entidad necesaria para transcender y quedan sólo como arquetipos que no atrapan la mirada del espectador. Sin embargo, en el lado positivo de la balanza vale la pena resaltar el afán por parte del director de traslucir una intención de querer respetar una propuesta de género con una estética y atmósfera particular, alimentada por esa especia de voz en off en forma de sermón radiado que va marcando el ritmo enfermizo que acabará por detonar el conflicto interior (el del protagonista que arrastra un trauma de los que no se superan) y el exterior (el que enfrentará a éste con sus compañeros de laburo con tal de poder conseguir su mesiánico propósito). En definitiva, lo mejor de Blindado se encuentra en la primera parte de la trama, con una composición de lugar atrayente y una dinámica que augura más de lo que después ofrece. Hay que valorar el empeño puesto por todos los hacedores en que la cosa funcione, pero aunque la puesta en escena es correcta y lo físico de algunas secuencias incrementan el tono medio que se destila, el resultado se va desinflando paulatinamente, sobre todo desde el momento en que el personaje más carismático desaparece de escena.
El sol no se pone sobre ella. Tras el pleno de Bohemian Rhapsody lo tenía difícil otro mito del pop-rock inglés como Elton John para que su biopic destacara y no perdiera todas las batallas en el mar de las comparaciones a las que inevitablemente se someterá. Pero Rocketman consigue desmarcarse de su predecesora para también contar un relato sobre la fama con una voz propia. Si el film de Queen seguía un estilo más académico, observando el interior de la banda y de Mercury que, pese a vestirse de personal, terminaba resultando externo al tirar por los caminos de la hagiografía y tocar la polémica con la punta de los dedos, en esta ocasión Dexter Fletcher (codirector de Bohemian Rhapsody tras el despido de Bryan Singer, no olvidemos) rebaja la solemnidad y la pulcritud para entregarse a una propuesta más desinhibida y extravagante como el estilo del pianista. Fletcher pone la cámara y la narración al servicio del mismo John, en una obra en la que innegablemente vemos el sello del intérprete, donde convergen el sentido del espectáculo, el barroquismo y el colorido con una confesión, filtrada como en toda obra, pero confesión, a fin de cuentas. Fletcher y John, en lugar de seguir un patrón informativo puramente clásico, apuestan por el juego, en el que la historia es narrada desde el recuerdo y la emoción, no desde el rigor. No esperen una biografía a rajatabla del cantante, ya que abundan los anacronismos –como bien también pasaba en Bohemian Rhapsody, solo que allí pretendían hacerlos pasar por buenos para que la trama trazada por los greatest hits cuadrara-, tómenlo como una crónica vital explicada por John a través de los artefactos del espectáculo, su medio natural, y todo lo que conlleva. Porque Rocketman es una declaración construida desde la idealización del recuerdo –no en vano, el film es un gran flashback de John desde una terapia de grupo en los años 80-, en la que las memorias no son plasmadas fielmente, sino a través de los sentimientos suscitados desde una revisión en el presente. Fletcher, John y Lee Hall (guionista) plantean la obra como una reminiscencia de episodios descritos emocionalmente mediante sus canciones –de manera más o menos adecuada-, siempre con la consciencia de la representación que permite el género musical. Y es en el llamativo uso narrativo de la coreografía musical donde se imprime lo excéntrico de la personalidad como John, suponiendo el gran acierto de Rocketman. El punto de vista de la película permite convertir un habitual relato del ascenso al estrellato en una expiación pecaminosa donde John, sin pudor alguno, no escatima en desvelar sus adicciones, tormentos sexuales y traumas familiares de forma más bien autocomplaciente, siempre desde el filtro de la representación, claro. Aunque su trasfondo psicológico es un tanto superficial, este queda redimido por la falta de condescendencia y la sinceridad en su tratamiento, donde la música siempre tiene la última palabra. Arriesgado también era consagrar la interpretación de temas como Tiny dancer, Your song o Honky cat a una voz ajena a la de John, pero la entrega de Taron Egerton da sus frutos, ofreciendo la viva imagen joven del intérprete sin dejarse llevar por la imitación. Le siguen a la zaga Bryce Dallas Howard en la piel de su madre y un notable Jamie Bell como su media naranja artística, Bernie Taupin, forjando a partir de su compenetración una amistad incondicional correctamente apuntada, pero a la que se le echa en falta una indagación más profunda en la vertiente creativa. Con pocas ínfulas pretenciosas, pero bien facturada, Fletcher es capaz de confeccionar algunos números musicales realmente inspirados, como el del título homónimo, desarrollados con fluidez, pero es de lamentar no contar con una gran actuación en estadio –más allá del preludio de su poder escénico en el momento Crocodile rock-, con la que poder contemplar lo que, al final, acaba cautivando al público. Pese a sus defectos y no llegar al espacio exterior, Rocketman acaba manteniéndose en pie con firmeza ante todo lo que a priori podía tener en contra, como el mismo Elton. No hará falta que alguien le salve la vida esta noche, otra vez.
Pequeña reflexión sobre la era virtual. La película Doubles vies de Olivier Assayas (Paris je t’aime, Personal shopper, etc.) es una «comedia a lo Woody Allen»: como ocurría sobre todo en las primeras producciones del más neoyorquino de los realizadores estadounidenses, los protagonistas –Juliette Binoche, Guillaume Canet, Vincent Macaigne, Nora Hamzawi y Christa Théret-, un grupo de personas que trabajan en el mundo editorial relacionadas personal y profesionalmente, pasan juntos una gran parte del tiempo y casi siempre hablando: hablando sin parar, discutiendo, enviándose mensajes subliminales… Todo perfectamente normal. Cualquiera que tenga amigos parisinos sabe cómo son esas cenas interminables. Doubles vies: Pequeña reflexión sobre la era virtual 3En este caso, Alain (Guillaume Canet) es un editor parisino con muchísimas contradicciones: ama a su mujer Selena (Juliette Binoche, Oscar 1996 por El paciente inglés) pero tiene un lío con su joven asesora de edición digital; odia el último libro de su amigo Léonard (Vincent Macaigne) –quien vive con Valérie (Nora Hamzawi), que trabaja como asesora de un político- pero lo publica, siente pasión por las ediciones antiguas, pero no se separa de su lector de eBooks… A su vez, Selena se siente estancada como actriz en una exitosa serie de televisión pero es incapaz de dejarlo, al igual que su “affaire” con Léonard. Todos los personajes, parisinos y burgueses («bobos narcissiques»), pontifican sobre la forma en que las redes de internet y el mundo virtual están transformando nuestras vidas. Las dos horas de proyección son una única e ininterrumpida reflexión sobre los pros y los contras de esta tercera revolución industrial que ya se ha adueñado de todos nosotros. Al tiempo que sus relaciones se complican nos vamos enterando, poco a poco, de sus «dobles vidas» mientras escuchamos banalidades como «las nuevas generaciones han crecido con los ordenadores» o «los tuits son los haikus de hoy en día» , lo que convierte a esta comedia sentimental en la caricatura de un universo de «modernos», a partir de los cuales podemos plantear cualquier materia que se preste a la reflexión porque la llegada de internet ha cambiado sus coordenadas (muy tangencialmente, uno de los personajes apunta la pérdida de puestos de trabajo que supone, pero nadie se para a hablar sobre ello). A partir de un proyecto sobre un editor, acariciado durante mucho tiempo por el realizador Assayas, Doubles vies se fue construyendo como «una películas de ideas –dijo a la Agencia France-Presse cuando se presentó en el Festival de Cannes- que evoca el tipo de diálogos, discursos, dudas, y cuestionamientos que podemos hacernos en torno a la evolución del mundo contemporáneo». Assayas, que en su anterior película –Personal shopper– había tratado la soledad contemporánea en un mundo en los que SMS y los wasaps invaden nuestra vida, y se han convertido sin quererlo en la forma preferida de comunicación de mucha gente, sigue por el camino emprendido en busca de respuestas a los cambios que plantean las modernas comunicaciones, que afectan a toda nuestra manera de vivir y de mirar el mundo. Doubles vies plantea un tema sin duda interesante pero el excesivo individualismo de los personajes le resta lo que pudiera tener de emoción. Es también el vodevil satírico de ese pequeño mundo «arrogante, egoísta, cínico y falsamente intelectual», que se mira el ombligo en la época de los e-books, los blogs y los tuits y que a través de sus historias de amor denuncian el elitismo que frecuentemente practican esos «artistas» famosos que desconocen absolutamente en qué consiste el mundo que les rodea.
La sombra del pasado. Quien haya seguido la carrera cinematográfica del director, productor y guionista Alberto Masliah sabrá que todos sus trabajos giran alrededor del tema de la identidad. Desde su primer largometraje, Schafhaus, casa de ovejas (2011), donde el protagonista volvía a Buenos Aires para hacerse cargo del negocio familiar después de haber tenido que viajar a Alemania con sus abuelos tras desparecer sus padres en la época de la dictadura, hasta los documentales Yenú Kade, cristiano bueno (2015) y En el cuerpo (2018), obras artísticas que circulaban entre la tensión entre lo estético y la reconstrucción de espacios simbólicos y/o reales, de la historia de la Argentina reciente, el bonaerense nutre su idea central a partir de diversos puntos de vista como excusa perfecta para hacer hincapié en las repercusiones de los actos políticos y sociales del pasado en las nuevas generaciones. De heridas que, por lo que parece, aún tardarán mucho tiempo en cicatrizar, también trata su reciente estreno, El sonido de los tulipanes, una ficción amparada en el género policiaco donde se vuelven a poner de relieve esas mismas maneras exploratorias identitarias. Intriga y crítica social visten un traje donde el ¿quién lo hizo? y la memoria histórica acabarán por darse la mano. El guion, escrito por el propio Masliah y Hernán Alvarenga, con la colaboración de Lucas Santa Ana, se ambienta en Buenos Aires durante la crisis del 2001. Trata sobre Marcelo Di Marco (Pablo Rago), un escritor devenido en periodista, quien debe volver sobre los últimos pasos de su padre, Tonio Di Marco (Roberto Carnaghi), un consagrado intelectual de quien se encuentra profundamente distanciado cuando muere en condiciones extrañas. De la mano de Carolina (Calu Rivero), la ex secretaria de su padre, Marcelo se sumerge en un mundo oscuro lleno de violencia y ambiciones de poder enfrentándose a “El Loco” Bertolini (Gerardo Romano). Pero el peligro no solo lo acechará a él sino también a los suyos. Si bien se puede poner en el debe de la función una proliferación de clichés y escenarios trillados vistos una y mil veces en el vademécum del género (crimen, pistas, sospechosos, más muertes…) el realizador acierta a la hora de introducir en el desarrollo argumental el drama intergeneracional para entender la huella psicológica que afecta a unos y a otros. Toda la estirpe necesita poner orden en su árbol genealógico y gracias a la progresiva comprensión de la verdad se saldarán cuentas y un halo de esperanza aparecerá en el horizonte de las, hasta entonces, emponzoñadas relaciones paterno-filiales. El filme se ve con agrado gracias a lo bien perfilados que están todos los personajes, desde los protagónicos hasta los que completan el elenco actoral. Se nota que detrás existe una depuración del libreto y el cariño por unos caracteres que intentan huir del arquetipo para abrazar una complejidad emocional que nos lleva tanto a la resolución del caso planteado como a la capacidad de asumir un conflicto familiar privado que se puede extrapolar perfectamente a una sociedad con muchas preguntas y muy pocas respuestas.
Una historia grabada a fuego en la memoria del cine Quitarle todo el valor al final de un viaje para dárselo al propio camino es poético, y sí, suele tener sentido. Pero cuando se hace una inversión de 10 años en narrativa, el retorno de dicho esfuerzo debe verse reflejado en algo más que un cliffhanger. Con esa idea en mente se embarcaban los hermanos Russo en una de las misiones más complejas que ha visto la historia del cine. “Vengadores: Endgame” debía ser una bestia polifacética capaz de satisfacer deseos tan dispares como incompatibles. ¿Cómo responder a una empresa así? Como siempre lo han hecho los directores; Saliéndose por la tangente para proponer temas que ni siquiera estaban en la conversación. 44 horas y 58 minutos después de poner la primera piedra del edificio, Marvel Studios se arroja al precipicio para atar cabos sueltos, parchear haciendo justicia en determinados puntos de su universo, y plantar semillas de cara al futuro. La única forma posible de hacer eso pasaba, claro, por dar una respuesta al desalentador final de “Vengadores: Infinity War”, pero no desde la posición belicosa de dicha cinta. Los directores encuentran en el propio chasquido de Thanos una excusa bien traída para ralentizar el ritmo buscando la exposición por encima de la acción. “¿Qué hacemos cuando todos se han ido?”, rezaba una pancarta presente en el tráiler. Esa es la verdadera respuesta a la que se enfrentan los Russo. No de un segundo asalto, ni siquiera de una venganza -paradójicamente-, sino de una solución a tanto dolor. Todos han perdido, y eso se siente desde el minuto uno de metraje. “Vengadores: Endgame” abandona el aire de épica que portaba su precuela, y se ciñe a un tono mucho más melodramático que permite enfatizar el peso de los diálogos desde el punto de vista sentimental. Algo que solo funciona gracias al contexto en el que llega la película; Un viaje acumulativo de una década que los directores toman como base para tratar al fan desde una posición aventajada. Esto no es una nueva saga. Aquí no hay ni presentaciones ni explicaciones tediosas. Es el cierre de una etapa construido en base a un conocimiento que se da por absorbido. Ahora bien, a pesar de adoptar un tono predominantemente más narrativo, la película sigue sin renunciar a la esencia del propio UCM. Destila un aire único en todo el universo, pero sigue conectado por el mismo lenguaje común construido durante los últimos años. Las interacciones entre determinados personajes son tal y como esperan los fans de los cómics, y como podrían esperar los espectadores de las películas previas. En ese sentido la coherencia en la evolución de los héroes es meritoria, teniendo en cuenta que hablamos de un reparto casi interminable de héroes con bagajes y experiencias únicas. Ese es el nudo que logra resolver la película de forma milagrosa. Mientras en “Infinity War” nos topábamos con un montaje milagroso trufado de acción, en esta ocasión hablamos de una quimera narrativa en busca de ese equilibrio imposible. Pero al igual que ya sucedía el año pasado, el balance se vuelve a quedar una vez más fuera de alcance. El hueco dejado por los caídos en combate es tomado por Capitán América, Viuda Negra, Hulk, y compañía, pero entre todos ellos sigue habiendo personajes con más protagonismo que otros. Los hermanos Russo no se plantean “Vengadores: Endgame” como una tarta a repartir para contentar a los fans. La historia siempre prevalece y la participación del reparto solo cumple un papel funcional. ¿Necesitamos a Rocket para conectar con el dolor de Thor? Recurrimos a él. ¿Necesitamos a Nébula para recuperar a Thanos? La tenemos en pantalla. La trama principal está medida con pulso de cirujano, y apenas hay momento para el aburrimiento. Pero eso también lleva al ostracismo a determinados héroes que por un motivo u otro no tienen demasiada importancia para la misión. Esto lleva a un reparto del protagonismo completamente dispar, alejado en gran medida de lo que la comunidad de fans se espera encontrar. Ciertos personajes se quedan con dos escenas escasas que no llegan al minuto, mientras que otros acaparan tramos completos de metraje. De hecho, las tres largas horas de película no sirven tanto para desplegar una batería incesante de combates, sino para que los directores vayan jugando con este puzle de propósitos en busca de combinaciones sorprendentes. ¿Sale bien la apuesta? No se puede decir que el trabajo de los Russo durante los dos primeros actos sea impecable. En determinados momentos se enredan más de lo necesario dando vueltas en torno a los mismos conceptos, y en otros pecan de condescendientes ante una trama menos compleja de lo que parece. Un problema que de no ser por el interés que suscitan los propios protagonistas, podría haber terminado por estropear el conjunto. Pero claro, con un elenco así cualquier obstáculo es insignificante. La tensión-aunque maquillada- se va gestando en una exposición larga (mucho), para llegar a un desenlace que, sí, lo justifica todo. Cada una de las decisiones tomadas encuentran su explicación en la verdadera joya de “Vengadores: Endgame”; Un clímax de tal carga sentimental que resulta complicado sobrellevar sin acabar con lágrimas en los ojos. Tristeza, alegría, emoción, miedo, esperanza. El cóctel de pulsiones que recorren el cuerpo es casi indescriptible. Aquí es donde realmente confluyen los 10 años de narrativa, y donde los fans, que vienen buscando prolongar las sensaciones de “Infinity War”, reciben su tan deseado regalo. El UCM termina colando como un embudo todo lo que ha creado en un épico final capaz de cerrar algunos arcos, abrir otros, y marcar un punto de inflexión del que no se escapa absolutamente nadie. De por medio no faltan las referencias -evidentes- a las viñetas, y alguna que otra frase rimbombante capaz de erizar la piel hasta del más insensible. Cierto es que este broche de oro goza de una intensidad mayor que el de “Infinity War”, pero si funciona con más impacto no es solo por su propio desarrollo. La tediosa marcha de más de dos horas, que sirve de antesala para el cierre, se revela como un trampolín más que efectivo que logra exponenciar todo lo que aparece en pantalla. ¿Es todo lo que se esperaba del final? Sí, y mucho más. La película toma contacto de tierra de forma tímida y renqueante, pero con el paso de los minutos se va haciendo más y más fuerte hasta sobrepasar cualquier expectativa posible. Y es que a pesar de contar con un respaldo más que sólido, los Russo lo deciden apostar todo arriesgando en no pocas ocasiones, y volcando una pasión que excede lo visto en cualquier otro blockbuster de las últimas dos décadas. El “what ever it takes” espumea en un festival de fanservice que eleva la experiencia hasta cota inimaginables. Claro que el sacrificio para llegar hasta ahí deja por el camino a algunos en un doloroso segundo plano, y a otros retratados de forma estúpida desde la comedia -mucho más presente en esta ocasión-. Pero “Vengadores: Endgame” no era ni la película de Thanos -protagonista en la precuela-, ni la de ningún otro personaje en particular. Era el cierre de una historia, que tras 10 años conquistando corazones, ahora logra grabarse a fuego en la memoria del cine y en la de todos los fans. Gracias.
Un hombre y un teléfono. Este danés se llama Gustav Möller, tiene solo treinta años y ha rodado su primer largometraje con un hombre y un par de teléfonos, convirtiéndose en un maestro del suspenso. La Culpa (The Guilty), una de las películas más potentes de los últimos meses, ha conquistado a la crítica y sobre todo al público que le ha otorgado sus premios en los festivales de Sundance (cine independiente) y Rotterdam 2018. En el de Valladolid (Seminci) le entregaron el Premio al Mejor Guión. Un premio más que merecido. El impecable guión de La Culpa narra una historia de suspenso aterrador, enteramente basada en los sonidos, que sucede en tiempo real durante algo menos de hora y media, con un personaje central, el exoficial Asger Holm, destinado (¿castigado?) a atender un centro de llamadas de emergencia, un 112, mientras se decide su futuro en un juicio por homicidio. Hora y media de cine negro y minimalista en la que el autor va construyendo primero, y después deconstruyendo, el personaje de ese policía paso a paso, matiz a matiz, mientras la acción transcurre fuera y el espectador va creando sus propios protagonistas en base de los diálogos del policía con los sucesivos interlocutores del otro lado de la línea. Asger Holm es el policía que pasa la jornada recibiendo llamadas que denuncian robos o accidentes, ocupándose de borrachos y drogadictos que recurren a emergencias cuando tienen una crisis. Hasta que llega esa llamada de una mujer que parece aterrada, que habla de forma incoherente, pide ayuda, le llama “cariño” dando a entender que se dirige a una niña, y se niega a colgar. Asger deduce que la han secuestrado, que se la llevan en un coche, y recurre a sus compañeros de distintas unidades para intentar encontrarla. Empiezan las persecuciones, los rastreos con GPS, las consultas a los archivos policiales, las llamadas a números de teléfono que van apareciendo a medida que se amplían las pistas, minuto a minuto se va construyendo el relato de la historia de la mujer, su pareja, los hijos solos en casa… pero no vemos nada de eso, la película no sale del centro de emergencia alumbrado por los tubos de neón, la cámara no se mueve del rostro de Asger y su centralita. Y nosotros aprendemos a interpretar las voces, a distinguir las entonaciones, a establecer los grados de interés, de duda, de confusión, en el drama que está ocurriendo en algún lugar, allí fuera… Mientras, aquí, el espectador está clavado en su butaca.
Orgullo y prejuicio adolescente. La directora Jenny Gage se pone al mando de su primer largometraje de ficción con After: Aquí empieza todo, una película protagonizada por Josephine Langford y Hero Fiennes Tiffin basada en la saga escrita por Anna Todd. After… es una película hecha para adolescentes. Si hace un tiempo que pasaste esa fase, ya has visto esta película. ¿Entonces qué aporta esta película? Quizás una estética visual más moderna. La tan popular en redes sociales aberración cromática se utiliza (sin resultar exagerada) en muchos planos del film. La historia la conocemos: chica buena conoce a chico malote. La paleta de color y ambientación ayudan exageradamente a recrear el tópico. Ropa clara y virginal para ella; cuero, tatuaje y negros para él. Por momentos parece que Tessa Young (Josephine Langford) se marcará “un Sandy” (Grease) o un “Miley Cyrus”, y dejará de lado su aspecto inocente para convertirse en la chica rebelde. Pero ese es probablemente el único cliché que no sigue esta película. La trama parece estar creada por un algoritmo de referencias de éxito entre los adolescentes. Ninguna escena sorprende y hasta pueden hacerte resoplar de cursilería. No falta la patita de ella alzándose para darle un beso, un “no te merezco”, lluvia para enfatizar los momentos tristes, un puñetazo entre gallitos por proteger a la inocente y bella protagonista… Él hasta le enseña su “lugar secreto”, ese sitio donde cuando las cosas le van mal, le gusta ir para escuchar… [pausa dramática] el silencio. La relación se forja desde el interés común por la literatura, casi como una afición marginal que los distingue y sitúa a otro nivel del resto de jóvenes de su entorno. La película menciona continuamente “Orgullo y Prejuicio”, un clásico donde se plantea el enamoramiento de una pareja de diferente estrato social. Me preocupa precisamente que algunos de esos tópicos mencionados refuerzan comportamientos con los que tanto empeño se lucha hoy en día por eliminar. Las expectativas de protección del hombre en una relación, la violencia como recurso para marcar territorio, o la indefensión de la mujer ante el sexo masculino, son los más claros ejemplos. La libertad sexual está presente con orgullo y naturalidad, al igual que el mensaje de “no hay que precipitarlo, surgirá cuando sea el momento”. Si el libro plantea las escenas sexuales al detalle, la película no es explícita en el tema y parece más que fueran rellenando tiempo entre secuencias, llegándose a hacer excesivo y algo incómodo. La interpretación de los personajes no es muy remarcable ni consigue crear un sentimiento de química entre ellos. El personaje de Hardin Scott (Hero Fiennes Tiffin) se desarrolla desde la seriedad y misterio, y se apoya mucho en su mirada. La mayor sorpresa la he encontrado en la compañera de habitación de Tessa, interpretado por Khadijha Red Thunder. Aunque su papel es secundario, me gustaría verla en otra película como actriz protagónica. La escena más memorable es sin ninguna duda la de la pareja en el lago. Una estética muy cuidada con unos planos de absoluta belleza, que se ve apoyada por una realización muy dinámica pero sencilla. After... es una historia que nos traslada a la tan idealizada primera vez. A esa relación que marcará un antes y un después; que nos parecerá un todo y nos hará volar. Planteémoslo de la siguiente manera: imagina la saga Crepúsculo. Y ahora quítale todo lo que se podría considerar sobrenatural. Si esa esencia es la que buscas a la hora de ponerte en frente de la gran pantalla, tienes que ver After…, especialmente si has sido fan de la saga de libros.
La muerte es solo el principio. Lo más complicado de revisitar una película -sobre todo si se trata de una película con cierta perdurabilidad intergeneracional, como es la primigenia Cementerio de animales de 1989- es dar con la medida justa entre el respeto a la idea original y los retoques de autor que justifiquen la aventura. Pues bien: Kevin Kölsch y Dennis Widmyer se han atrevido a realizar algunos cambios importantes en esta segunda versión, y aunque habrá espectadores reticentes al respecto, el resultado final es ampliamente satisfactorio. Cementerio de animales invoca el espíritu de aquel filme de Mary Lambert, que contaba con guión de Stephen King adaptando su propia novela, al que homenajea constantemente con guiños inspirados, pero se desmarca casi completamente de su historia. Pesa especialmente en el resultado final cómo ha acometido la pareja de dirección la revisión del guion a cargo de Jeff Buhler, la mano detrás de Maligno (The Prodigy, 2019), redistribuyendo los roles de los personajes y proponiendo leves subtramas para enriquecer el núcleo con el miedo arcaico a la muerte y su recuerdo. Porque al final, Cementerio de animales es una película sobre la muerte y lo poco o mucho que nos espera tras ella, con la consecuente orden agresiva que implica imaginarlo. Siendo como es la muerte la única certeza de la vida, llevarla con ingenio es una de las apuestas más interesantes de esta nueva era del cine de terror que ya lleva marcados algunos hitos relacionados como The Babadook (2014, inédita en la Argentina) o El legado del diablo (Hereditary, 2018). El personaje de la esposa, Rachel (Amy Seimetz), impone un papel mucho más complejo, algo apenas esbozado en la primera y que paradójicamente sí es notorio en la novela: suyo es el delicado trabajo de sostener la cordura entre sus propios terrores -infundidos y con sedimento de TEPT o estrés postraumático- y la forma en que su marido Louis (Jason Clarke) interpreta el más allá desde los rigurosos ojos de la ciencia. El muy comentado -y criticado cuando el lanzamiento del segundo tráiler reveló más de la cuenta- intercambio de papeles entre los dos hijos del matrimonio ha sido resuelto con naturalidad impactante. No en vano, Gage -el hijo menor- apenas suma unas líneas en esta nueva versión y sin embargo el final recuerda al público cuál es su sitio. Ellie, la hermana mayor, afronta directamente esta vez la muerte que tanto teme en la novela, pero con una cierta vis cómica cuyo propósito es únicamente descomprimir en algo la exigencia de las escenas más oscuras. Así, durante varios tramos destacados, Cementerio de animales frivoliza con esa idea primitiva de reencarnación, algo común con las dos obras referidas anteriormente. La diferencia es que, lejos de censurarla o expresarla a través de la redención, emboca en ella una oportunidad narrativa aplastante que deja repartidas a ambos lados de la carretera todas las expectativas que cabría haber puesto en personajes con mayor responsabilidad o perfilado trascendental. Como prueba definitiva, el trato que la nueva versión da a una de las escenas icónicas de la original y, sobre todo, cómo construye alrededor del gato de la familia, Church, la ambiciosa idea de que la muerte sólo es el principio.
Cine histórico de calidad. Las Dos Reinas está adaptada del libro de John Guy Queen of Scots: The True Life of Mary Stuart, pero queda claro desde un principio que la directora debutante Josie Rourke y el escriba Beau Willimon (también un dramaturgo, lo cual tiene sentido porque gran parte del ritmo de la película y los diálogos parecen creados directamente para la televisión), se toman algunas libertades creativas, específicamente con el rumor y la especulación de que las primas del siglo XVI, Mary y Queen Elizabeth, alguna vez tuvieron una reunión en persona. No creo que sea un engaño mencionar que algo así ocurre en el clímax (está en el tráiler, sin restricciones), pero en cuanto a los temas de la conversación, junto con lo que conduce a estos, son fascinantes verlos desarrollarse en esta película biográfica que, ciertamente, se ve con agrado la mayor parte del tiempo, calculada para iluminar el poder femenino regional y cómo su gobierno difiere de los hombres, yuxtaponiendo a dos reinas que luchan por el poder: una líder con ternura, empatía y compasión, y otra sucumbiendo a la paranoia y constantemente maquinando tácticas deshonestas para mantener el control. Incluso los aficionados a la historia moderada probablemente saben cuál es cuál; Saoirse Ronan interpreta a la homónima reina de Escocia, con sus penetrantes ojos azules que, al parecer, nos dejan saber todo lo que necesitamos saber sobre su próxima decisión. La actriz irlandesa presenta un fuerte acento escocés, pero es la profundidad con la que se dibuja el personaje lo que la hace sobresalir, desde su desafío a permanecer independiente buscando el verdadero amor en sus propios términos a sus intentos de tolerar a los protestantes, incluso como una difamada Reina Católica, a los numerosos actos de perdón y a entrar en contacto cara a cara con la reina Isabel (Margot Robbie, en lo que es una de las mejores actuaciones de su carrera hasta ahora, y no solo porque es capaz de poner un acento británico creíble, sino más por el hecho de que juega con las ansiedades y paranoias de esta persona de la vida real con sutileza y manipulación intrigante. Sin ser una obra maestra, Las Dos Reinas se proclama por méritos propios como la versión más notable, imprescindible, remarcable y deleitosa de estos hechos. Si bien tiene bastantes detalles a lo largo del metraje que menoscaban la calidad del film y le hacen impedir erigirse como una obra culmen, a nivel global su saldo es de sobra positivo y pesan más las grandes virtudes de la cinta que sus defectos. Por supuesto no voy a obviar que uno de los puntos fuertes del film es la temática argumental en la que se basa; un juego de ajedrez sanguinolento y estratega que deja a Juego de Tronos (2011-2019) en pañales (la realidad siempre supera la ficción), con reinos en disputa reclamados por hermanos, tíos y primos que jugarán sus mejores bazas para captar seguidores y guerrear o para concertar matrimonios tácticos que quitan o dan poder a sus rivales… siendo María Estuardo la más activa en sus ambiciones… pero también la más perdida en sus maniobras de casamientos, batallas y negociaciones. En este punto histórico tenemos la cara y la cruz de la moneda, siendo la cara Isabel I de Inglaterra que supo contemporizar sus ambiciones (que auto-justificó al igual que María Estuardo, pero sabiendo amoldarse a una corte y nobles con más tacto… y táctica). La trama histórica es en sí muy pero que muy potente… y pudo caer en desenvolverse en el guión como un culebrón de sobremesa (sí, me viene a la mente Elizabeth: La edad de oro de 2007). Pero por fortuna la película no cae en esos excesos y, cuando aterriza en el terreno más melodramático, lo hace con moderación y sin afectar demasiado al conjunto que ahonda más en las estrategias políticas y las reflexiones. El guión no es de matrícula de honor (es superado por el guión de la Elizabeth de Michael Hirst realizada en 1998), pero la pluma de Beau Wilimon es versada, deja fluir la trama con intelecto y astucia, y se acomoda con gusto a las situaciones racionales o emocionales de sus personajes.