Los niños viven en un mundo incomprensible. Llevan pocos años de vida y todavía no entienden cómo funcionan las cosas. Son pequeños y la arquitectura no está pensada para ellos. Su idioma materno es un paisaje lleno de baches, de adjetivos y verbos extraños. Y para colmo de males, los adultos no confían en ellos. No les cuentan cosas de grandes, aunque sean fundamentales y básicas. Carla Simón, en su ópera prima, adopta el punto de vista de una nena de seis años, Frida. La cámara suele enfocarse en la protagonista. Hay otros personajes, pero siempre están por quedar afuera del plano. Entran y salen del encuadre, o ni siquiera entran. Y desde lo narrativo, mucha información no se revela hasta el final, incluso datos que otros films compartirían al principio. Frida, por su edad, no capta todo lo que ocurre a su alrededor, y su mirada limitada e incompleta es nuestra única ventana a los misterios de la trama. Lo que alcanzamos a entender, en los primeros minutos, es que Frida quedó huérfana. Pero no sabemos por qué. Vemos la preocupación de los doctores que la examinan. Intuimos que puede haberse contagiado de algo, lo mismo que habría afectado a sus padres. No descubriremos cuál es la enfermedad en cuestión hasta la última escena. Tampoco sabemos muy bien de dónde salió su familia adoptiva. Mejor dicho, sí lo sabemos, son sus tíos; parentesco establecido a través de diálogos sueltos, sin énfasis. Gran parte de la película ocurre en los márgenes de la toma o de la banda sonora. Frida es muy pequeña y los adultos la sobreprotegen. Como la cámara adopta su desconcierto, los espectadores nunca saben más que ella. Es una táctica que han adoptado otras películas sobre niños o niñas, como La culpa es de Fidel (2006), la argentina Refugiado (2014), Los demonios (2015) y El espíritu de la colmena (1973). Y aunque Simón no se aparta demasiado de sus predecesores, nunca da un paso en falso. Logra que sus actores simplemente existan frente a la cámara. No vemos un espacio ficcional, sino lo que pareciera ser un verdadero hogar. El lenguaje corporal de los personajes –cómo se hablan, cómo juegan y cómo se miran– sugiere años de familiaridad. Y Laia Artigas, como Frida, es una revelación. Ofrece sutilezas y gestos que esperaríamos de alguien bastante más experimentado. Suya es la tarea de evocar la incertidumbre de Frida, que no solo perdió a sus padres sino que también dejó atrás una vida, una casa, una rutina. Ya es suficientemente confusa la niñez como para agregarle cambios tan bruscos, tan rápido. Simón sabrá de qué se trata, ya que la historia de Frida es la suya.
En esta época de series, sagas y universos expandidos, es un alivio encontrar una película que nos recuerde el valor de la brevedad y la síntesis. La Ciambra es el segundo largo del joven italoamericano Jonas Carpignano. También es el nombre del barrio gitano en Calabria donde viven los protagonistas. Para retratar este mundo, el guión podría haber adoptado una estructura coral, pero en cambio se enfoca en un joven de catorce años, Pio. La trama, entonces, se ajusta al esqueleto de una novela de aprendizaje, o Bildungsroman, y traza el ascenso del adolescente a la adultez. Ahora bien, en el contexto del barrio gitano –pobre, marginal, permanentemente vigilado por la policía- lo que Pio aprende es cómo sobrevivir por fuera del sistema. Y una de las salidas que encuentra es la que eligió su hermano mayor, Cosimo, que roba autos y se codea con la mafia local, la ‘Ndrangheta. En este sentido, La Ciambra refuerza el vínculo, trillado y estereotipado, entre marginalidad y crimen (sobre este tema, vale la pena ver el documental Ciudad de Dios: 10 años después, que cuestiona el legado del film de Fernando Meirelles y Kátia Lund). Con la excusa de mostrar una dura realidad, cuya existencia nadie discute, quedan desplazadas otras realidades (e historias y personajes) que no están ligadas a la delincuencia. Sin embargo, la película de Carpignano, aunque se limita al punto de vista de Pio, evoca un panorama complejo, amplio y de gran riqueza sociológica. Vemos el funcionamiento interno de la familia gitana, cómo se relacionan hermanos, padres, madres y tíos. A través de un amigo de Pio, inmigrante de Burkina Faso, conocemos la situación de los refugiados africanos en la zona. Percibimos, también, las interacciones tensas entre italianos, gitanos y africanos, enrarecidas por la desconfianza mutua y la xenofobia. Obviamente, los gitanos también son italianos, pero la distinción entre unos y otros surge constantemente en los diálogos. La marginalidad se cuela en el lenguaje. Visualmente, La Ciambra recuerda a uno de los mejores estrenos del año pasado, Good Time: Viviendo al límite, de Benny y Josh Safdie. Ambos films comparten un estilo vertiginoso, impulsado por ritmos electrónicos. Abundan los planos cortos y claustrofóbicos, que jerarquizan el cuerpo del protagonista. El fondo, en muchas tomas, está fuera de foco, como un ruido difuso, siempre presente y nunca inteligible. La potencia de cada momento importa más que la trama. Tanto en La Ciambra como en Good Time, el final está anunciado desde el principio. Lo que interesa es el camino, porque de ese camino, filmado de cerca, se desprenden otras posibilidades que permanecen latentes. Es fácil imaginarse una secuela o precuela que recorra el campamento de refugiados africanos, el pasaje de Cosimo por la cárcel, la vida de Pio a los treinta años, la rutina diaria del barrio gitano, etcétera. Los actores de Carpignano interpretan versiones de sí mismos. Pio, en la vida real, también es Pio, residente de la Ciambra. Lo mismo su hermano y su madre. Esta cuota de realidad se nota en la pantalla. Los personajes están enraizados en su contexto, que podría brindar material para un sinfín de narraciones adicionales (de hecho, Carpignano ya trabajó con los mismos protagonistas en otros proyectos y cortos). Pero, como se trata de una película y dura sólo dos horas, nos quedamos con las ganas. Y eso, ante el aluvión de contenido en línea y de narraciones seriales que agotan cada recoveco de sus universos narrativos, es casi una bendición.
Paddington 2, como su precuela, quizás sea una película perfecta. Las actuaciones derraman alegría. El guión podría estudiarse en las escuelas de cine. Cada detalle y cada chiste aparentemente descartable es relevante para la trama y cobra importancia cerca del final. En términos técnicos, es una obra intachable. La integración del protagonista digital –el Paddington del título, un osito peruano que habla perfecto inglés– a la realidad de los actores es alucinante. Los escenarios y vestuarios, repletos de creatividad y color, no tienen nada que envidiarle a las fantasías de Wes Anderson. No hay, en toda la cinta, ningún paso en falso, nada que moleste, nada fuera de lugar. Es, por lo tanto, una película inofensiva. Lo que no significa que no tenga su costado potencialmente incómodo y trágico. En la primera película, la casa amazónica del protagonista es destruida por un terremoto y su tío muere bajo los escombros. Luego el osito se traslada a Londres, donde le cuesta adaptarse. En esta segunda parte, a través de un flashback, vemos cómo quedó huérfano y cómo lo encontraron sus tíos adoptivos. De vuelta en el presente, en la casa de su nueva familia humana y británica, extraña a su tía, que todavía vive en Perú, en un geriátrico de osos. Para su cumpleaños, Paddington le quiere comprar un libro pop-up con los edificios emblemáticos de Londres, ya que ella, anclada al continente sudamericano, siempre soñó con viajar a la ciudad europea. Sin embargo el libro, que se conserva en un anticuario, guarda su secreto: es la clave para encontrar un tesoro. Por eso, una noche, un ladrón entra al local y se lleva el libro. Paddington es testigo del robo e intenta detener al sospechoso. No lo logra y, en cambio, es interceptado por la policía. A los pocos días, el osito termina en la cárcel. Lo que sigue es tan predecible como simpático. Paddington ilumina la vida gris y anodina de los presos, mientras que, en las calles de Londres, su familia humana hace lo posible para comprobar su inocencia. En el medio, se cruzan varios personajes. Aparece Hugh Grant como el ladrón del libro, un vanidoso actor que ya vivió su cuarto de hora. En el penitenciario, encontramos al personaje de Brendan Gleeson, un rudo cocinero cuya especialidad es una gelatina incomestible. Hugh Bonneville y Sally Hawkins regresan como el padre y la madre británicos de Paddington. Todos aportan energía, intensidad e impecable timing cómico. Si uno lamenta las limitaciones de Paddington 2 es porque podría haber sido algo más que una película perfecta. Es decir, podría haber sido una gran película. Los ingredientes están; falta el tiempo para saborearlos. La trama introduce elementos de cierto espesor emocional, pero son desplazados. La soledad de la tía y la nostalgia del osito inmigrante quedan como excusas para avanzar en la acción. Nadie espera, obviamente, una versión animada de Manchester Junto al Mar. No obstante, por dar un ejemplo, la recientemente estrenada Coco vuelve constantemente, sin dejar de lado el humor y la aventura, sobre sus temas más sombríos, el olvido y la muerte. En este contraste está el secreto del mejor cine infantil. Al ser para los más pequeños puede enlazar ambos extremos, lo más doloroso y lo más feliz, de una manera más inmediata y directa que el registro realista de cierto cine para adultos. Paddington 2 coquetea con este tipo de contrastes, pero los atenúa. Cada vez que nos acercamos a la melancolía, hace un giro y vuelve a un territorio más seguro y gracioso. Falta un tono más equilibrado para que los gags, las elecciones musicales irónicas, los chistes zonzos, el ritmo frenético y el montaje acelerado no se lleven por delante la historia -esencialmente agridulce- del osito huérfano y peruano en Inglaterra. Hay cierto miedo a entristecer al público preadolescente; miedo que no se percibe en otros clásicos infantiles con momentos oscuros, desde Bambi hasta Pinocho, pasando por Un Cuento Americano, Pie Pequeño en Busca del Valle Encantado e Intensamente. Que se entienda: Paddington 2 es muy buena; podría haber sido genial.
Otra vez los bombos y los peligros de la selva. Otra vez los felinos salvajes, los cazadores, los hipopótamos y rinocerontes. Otra vez un juego que se vuelve realidad. Sí, otra vez Jumanji. La fábrica de la nostalgia hollywoodense no descansa. Toda franquicia que alguna vez haya sido popular es digna de ser relanzada. Sin embargo, a pesar de la fría lógica comercial que la gestó, esta nueva aventura selvática es la primera sorpresa del año. La Jumanji de 1995, con Robin Williams, Bonnie Hunt y una joven Kirsten Dunst, nunca fue una maravilla, pero logró ser un éxito. Para una generación de millennials, perdura como un recuerdo de la infancia. Diez años después, se estrenó Zathura, un film complementario, que repite el concepto aunque con otros personajes. Como su predecesora, es la adaptación de un libro del ilustrador Chris Van Allsburg y cuenta una historia similar: unos adolescentes prueban un misterioso juego de mesa y, al hacerlo, ven cómo cobran vida los leitmotivs del tablero. Cambian los elementos visuales y genéricos –en vez de animales y plantas carnívoras, hay naves espaciales y extraterrestres–, pero la premisa es la misma. Ahora asistimos al estreno de Jumanji: En la Selva, que, con Jumanji y Zathura, integra una suerte de trilogía. Aporta, sin embargo, algo novedoso: los jugadores ya no interactúan con un juego de mesa sino con un videojuego. Esto implica otras reglas, otras convenciones y clichés, propias del medio electrónico. Niveles, vidas, misiones, códigos de vestimenta. Los jugadores se transforman en dobles digitales, en avatares. Habitan un mundo virtual y programado. Nos recuerdan menos a sus pares en las otras integrantes de la trilogía y más a los protagonistas de Tron y el animé Sword Art Online, también atrapados en videojuegos. Los jugadores del Jumanji digital son cuatro adolescentes, compañeros –pero no amigos– en una secundaria típicamente estadounidense. Por distintos motivos, reciben la misma sanción disciplinaria: deben limpiar elsótanode la escuela y reflexionar sobre sus vidas. Como en El Club de los Cinco, el cuarteto castigado está compuesto por integrantes de distintas tribus escolares: hay dos nerds, un deportista y una chica popular. Obviamente, la limpieza y la introspección duran poco. En el sótano encuentran una consola cubierta de polvo. La conectan a un televisor, la encienden, eligen a sus avatares e inician una partida. Es entonces cuando son transferidos, mágicamente, al entorno virtual, donde adoptan las identidades que seleccionaron al azar: los nerds se convierten en atléticos exploradores y luchadores; el deportista, en un zoólogo sin muchas aptitudes físicas; y la chica, en un cartógrafo con exceso de peso. Jumanji: En la Selva, de más está decir, no tiene pretensiones shakesperianas, pero, como en algunas comedias del bardo inglés, los actores interpretan, al mismo tiempo, dos personajes, uno que juega y otro que es jugado. De ahí surge el humor. Dwayne Johnson, con el carisma que lo caracteriza, es un Indiana Jones fisicoculturista y un chico miedoso. Jack Black, un experto en mapas y una adicta a Instagram. Kevin Hart, una armería caminante y una promesa del fútbol americano. Y Karen Gillan, veterana de la serie británica Dr. Who, es una artista marcial y una chica tímida e introvertida. El tema de la máscara, de la distancia entre lo que parece y lo que es, tiene un largo recorrido en la historia de la comedia. (Pensemos en Tootsie, en Victor/Victoria, en Desde el Jardín). Acá es reformulado de manera simple y pochoclera, sin muchos matices pero con energía y dinamismo. Black y Gillan, especialmente, logran que los chistes más zonzos, que en manos de otros actores darían vergüenza ajena, parezcan genialidades. Cerca del final, hay algunas incursiones sentimentaloides. Los protagonistas, al arroparse en pieles y músculos ajenos, descubren que su esencia espiritual no depende del cuerpo que adopten, o algo así. Lo que no quita que Jumanji: En la Selva sea divertida y eficiente. Sin duda, será recibida con escepticismo por los fanáticos de la original, especialmente tras ver Power Rangers y Día de la Independencia: Contraataque, otros intentos recientes –y bastante fallidos– de revivir franquicias de la década del noventa. Pero, ya sea por accidente o por la pericia de los involucrados, este intento salió mucho mejor de lo que se preveía.
Good Time: Viviendo al Límite (Good Time), ¿un lindo rato o una temporada en la cárcel? En inglés existe la expresión “doing time”, hacer tiempo, cumplir una condena. Es un horizonte que los protagonistas contemplan durante toda la película. En los primeros minutos, Connie y su hermano Nick asaltan un banco. El atraco termina con el auto de escape estrellado y Nick en un patrullero. Connie, que logró escapar, intentará rescatarlo durante una noche interminable. Hay varios tiempos, entonces: el de la cárcel y el de las veinticuatro horas de la trama. El tiempo está siempre presente, no como lindo rato sino como cuenta regresiva. Good Time es un film claustrofóbico, de insistentes primeros planos y un ritmo arrollador. Es, además, una experiencia deliberadamente molesta, casi insoportable, asfixiante. Connie recorre calles, barrios pobres, hospitales, parques de diversiones; nosotros, desde nuestras butacas, apenas recorremos su rostro. El fondo está casi siempre fuera de foco. La ciudad es un sinsentido, un paisaje quebrado, vagas formas arquitectónicas, luces fluorescentes y televisores prendidos. Connie está desesperado y no tiene tiempo -siempre el tiempo es lo que falta, incluso más que el dinero, que también escasea- para entender lo que ocurre a su alrededor. La estética remite a la de otro periplo nocturno, el de La Larga Noche de Francisco Sanctis (2016). En aquella película, el fondo, que tampoco se ve claramente, es lo indecible, el terrorismo de Estado que se esconde en las sombras. En Good Time, mientras tanto, no hay un contexto de dictadura, pero sí de precariedad económica. Desde el principio del cine, al menos en Estados Unidos, las historias sobre criminales son, en general, sobre el sueño americano. “Making it”, como dicen los estadounidenses. Llegar al paraíso de riqueza, a la mansión y el auto, que guardan un valor que va más allá de lo material. Son objetos sagrados, que justifican una vida. Sin embargo, se trate de La Ley del Hampa (Underworld, 1927), Los Violentos Años Veinte (The Roaring Twenties, 1939), El Padrino (The Godfather, 1972), Érase Una Vez en América (Once Upon a Time in America, 1984) o Gánster Americano (American Gangster, 2007), estas historias suelen tener la forma de una tragedia griega. “The rise and fall”, el éxito y la caída. En Good Time, ya no hay tiempo para una tragedia. Ni éxito ni caída, sólo una meseta de monotonía y mediocridad. Criminales de poca monta, para quienes el sueño americano siempre será un sueño. El éxito económico es una posibilidad ajena al presente, una conclusión que nunca llega. Las vidas de los personajes son, entonces, caminos inconclusos. Y las actuaciones evocan esta naturaleza inacabada: no encierran a los personajes en sentidos unívocos, sino que los dejan abiertos a lo desprolijo e impredecible. Robert Pattinson, que se calza las zapatillas de Connie, es un nervio expuesto, pura ansiedad y energía. Su personaje de Crepúsculo (Twilight), la saga adolescente sobre vampiros y licántropos, quedó en el espejo retrovisor. En Good Time, es un actor vital, que no parece estar actuando sino reaccionando instintivamente. Lo mismo ocurre con el resto del elenco. Jennifer Jason Leigh, como la novia del protagonista, es un pozo de neurosis y fragilidad que recuerda a la Gena Rowlands de Una Mujer Bajo la Influencia (A Woman Under the Influence, 1974). Y Ben Safdie, que además co-dirige el film con su hermano Josh, interpreta a Nick, un hipoacúsico con una discapacidad intelectual. Sus escenas parecen arrancadas de un documental. No se nota el esfuerzo de una interpretación, sólo su rostro. Cuando aparecen los créditos, no podemos decir que logramos conocer a estos personajes. En noventa minutos de película, o veinticuatro horas en la narración, no es posible conocer a nadie. Apenas alcanzamos a intuir un antes y un después. ¿De dónde vinieron estas pobres almas? ¿Y hacia dónde van? Es la diferencia entre el cine y las series. El cine no puede competir con las veinte, treinta o cincuenta horas que tienen las series para desarrollar personajes. Algunas películas no lo entienden y nos brindan personajes encorsetados, que deben aprender lecciones y evolucionar en brevísimos instantes. Otras, como Good Time, aceptan las características del medio y dejan que los personajes existan libremente en la pantalla.
Una cámara en mano que persigue a los personajes, tomas extensas que revelan la cotidianeidad de los protagonistas, conversaciones que no parecen relevantes pero que iluminan detalles cruciales, cuerpos que se mueven como si no supieran que están siendo filmados, niños que actúan como si no estuvieran actuando. Niñato (2017) es la típica película festivalera. Cumple todos los requisitos del cine contemplativo contemporáneo, como si rindiera examen. Por suerte, también hace casi todo bien. Es irreprochable. No nos desvela con las posibilidades del medio, pero logra lo que se propone. David se dedica al hip hop y no tiene un mango. A sus 34 años, vive con su madre y mantiene a tres hijos, Luna, Mimi y Oro. Este último es el más problemático. Cada día está menos interesado en los deberes y más ansioso por jugar a los videojuegos. Sus notas en la escuela están empeorando. Se aburre fácilmente y si alguien dice algo que no le gusta, se tapa los oídos. Pero también es el que más admira a su padre. Se sabe de memoria las letras de sus canciones y las canta en la ducha. También tiene batallas de rimas con David. Sin duda, de sus pequeños, Oro es el que más se le parece. Y quizás, por este motivo, tiene miedo de que siga sus pasos. Aunque tampoco David es enteramente culpable de su derrotero económico. En esta España moderna, todo es gris y opaco. Escasea el laburo y el dinero, también. De vez en cuando, David se junta con su novia. Son instantes de paz. Pero ella está a punto de conseguir una beca y partir hacia tierras lejanas que para él solo serán accesibles por Skype. No hay precisamente un desarrollo de los personajes, al menos desde el punto de vista psicológico. El director Adrián Orr y la guionista Ana Pfaff se concentran más en las relaciones entre los protagonistas. La novia de David es un espacio, un refugio, que pronto desaparecerá. Los hijos de David son puro potencial. Los adultos necesitan creer en ellos, los impulsan en la escuela, para así poder imaginarse una vía de escape, una alternativa a la realidad que los rodea, aunque sea para las próximas generaciones. David, por su parte, está siempre en movimiento, tratando de equilibrar una relación amorosa, una carrera artística y su labor de padre. Recibe ayuda de su madre y de su hermana. Todos están en la misma y salen para adelante como se puede. La cámara suele ir detrás de alguien o quedarse quieta. En estos segundos casos, se enfoca en una figura, generalmente Oro o David, que puede estar sentada o tirada en la cama. Desde algún lugar que no vemos, más allá de los límites del encuadre, llegan voces que casi siempre son un reclamo. Oro es el que recibe la mayoría de las quejas, el que siempre está haciendo algo mal: o no se despierta a la mañana o no completa los ejercicios de la escuela o no quiere hablar sobre su rendimiento académico o no quiere hablar a secas. Quizás lo mejor de la película sea cómo sugiere, a través de estas voces que vienen desde afuera, la desesperación y exasperación de los adultos, que tal vez esperan que los más jóvenes se pongan en marcha y saquen a todos del lío nacional (o internacional, ya que estamos) en el que están envueltos.
The Square (2017), la última ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes, lleva un título geométrico que, en español, podríamos traducir como El cuadrado. Ahora bien, en inglés, “square” también se le dice a una plaza. Y en la película, efectivamente, el cuadrado en cuestión es una obra de arte instalada en una plaza, en frente de un museo de arte moderno en Estocolmo. La obra consiste en un pequeño perímetro de luz. Todo peatón puede ingresar en su espacio, que vendría a representar algo así como un lugar de bondad y cariño. Lo que hace -o lo que debería hacer- el perímetro es transformar a cada habitante transitorio en un punto de referencia. Del anonimato urbano, el transeúnte encuadrado se vuelve el protagonista de la vía pública. Al menos, ese es el plan, que escuchamos en boca de Christian, el administrador del museo, y de sus subordinados y superiores. Pero nunca vemos a la obra en acción. Sirve, sin embargo, para introducir el tema del film, que Christian, como quien no quiere la cosa, resume ante una periodista estadounidense, Anne, a quien le pregunta: “Si apoyás tu cartera en el piso de un museo, ¿se convierte en una obra de arte?” El cuadrado en la plaza, entonces, es sólo un tipo de marco. Otro, como sugiere Christian, es la institución misma del museo. Y hay más, en esta propuesta del director sueco Ruben Östlund, el de la brillante Force Majeure. Existe, por ejemplo, el marco de la pantalla en el cine. Y en el contexto de la ficción, hay pantallas adicionales: celulares, videos de YouTube. Sin embargo, entre tantos cuadrados y rectángulos, surge otra cuestión: el límite, el perímetro que resignifica lo que hay adentro pero también lo separa de lo que hay afuera. Östlund se pregunta si la obra de arte ha perdido su capacidad de transgredir, de romper barreras, al quedar encerrada en los límites de su propia y confortable función social. Es lo mismo que se le puede recriminar a la película: galardonada en festivales internacionales, aplaudida por públicos y críticos, ¿hasta qué punto The Square puede perturbarnos, sacudirnos o alterarnos? El film, de alguna manera, se sabe irrelevante e inofensivo. Y ese es el problema que plantea: su propia intrascendencia y su búsqueda de una alternativa o salida. Christian, a lo largo de la trama, aunque siempre está rodeado de obras supuestamente vanguardistas y transgresoras, solo es interpelado por lo que no es arte, o lo que no se considera como tal. Por ejemplo, cuando una pareja de desconocidos, que simula una violenta pelea en la calle, le roba el celular. O más tarde, cuando Anne, con quien tiene una aventura, le reprocha su falta de atención. Es más incómodo este desencuentro romántico, o la actuación callejera de los ladrones, que muchas de las piezas expuestas, entre ellas una pila de sillas y una cordillera de montículos de tierra. En cuanto al cuadrado del título, termina siendo noticia y escandalizando a la sociedad sueca, pero no por sus propios méritos. Sucede que el museo trabaja con una agencia de publicidad para promocionar la obra, y los creativos de la agencia deciden subir un video espeluznante a YouTube. Se viraliza y genera interminables debates, indeseados e incontrolables. Ocurre algo parecido con otro espectáculo que ofrece el museo: el hombre-mono Oleg, una performance salvaje que se va de las manos -en más de un sentido- durante una cena de gala. The Square a veces incurre en lugares comunes. Después de todo, no se requiere mucha imaginación o valentía para burlarse del arte moderno. Y también, hay que decirlo, el arte viene cuestionando su propia función y definición desde hace un tiempo. (La fuente de Duchamp acaba de cumplir cien años). En este sentido, Östlund no nos dice nada nuevo. Pero la mirada del director no es enteramente condescendiente. Christian a veces nos resulta antipático, pero es genuinamente inteligente y ocasionalmente autoconsciente. Y algunas de las ofertas culturales del museo, como la de Oleg, son verdaderamente atractivas, si bien alcanzan su esplendor recién cuando derraman sentido, cuando se viralizan en videos ridículos, cuando el actor-sujeto-salvaje se torna abusivo y criminal. Es decir, cuando la obra se escapa del marco y se disuelve en el caos de la vida cotidiana. El caos, justamente, que quiere evitar Christian. Luego de perder su celular, geo-localiza el paradero de su dispositivo y llega a un edificio en un barrio de clase media baja. Quiere dejar un mensaje desafiante en el buzón del departamento de los ladrones, pero no sabe cuál es. Así que deposita mensajes en todos los buzones. La travesura funciona y, al otro día, recupera su celular. Pero también insulta a muchos inquilinos inocentes, entre ellos a un adolescente, acusado de ser un delincuente por sus propios padres, que lo acorrala a Christian y lo amenaza con el caos. Los marcos y perímetros no son solo los del arte y las instituciones, sino también los que median entre un edificio de clase media baja y un museo de lujo en un antiguo palacio; o los de la apacible vida privada de Christian, que no quiere complicarse con la intimidad que le exige Anne o la conciencia de clase a la que lo obliga el adolescente agredido. Más que una sátira sobre el arte moderno, The Square es una reflexión sobre la descomposición del espacio del arte y sobre esa descomposición como metáfora de otras posibles descomposiciones (de límites sociales y económicos). Volviendo sobre las palabras de Christian, la pregunta ya no sería si una cartera, en un museo, se convierte en obra, sino si esa cartera, en un museo, transformada en obra, luego filmada por un celular y subida a las redes sociales, donde desencadena una larga conversación entre usuarios digitales, si esa cartera sigue siendo una cartera u otra cosa, parte de un flujo desordenado y caótico, sin cuadrados o marcos que valgan.
Tigre (2017), la ópera prima de la argentina Silvina Schnicer y del catalán Ulises Porra Guardiola, merece su título geográfico. El Delta está siempre presente. La humedad, la vegetación, los ríos, los bichos, la sudestada, no son detalles pintorescos sino la expresión de un estado de ánimo y un reflejo de los personajes. Es un paisaje tan idílico como peligroso, donde hay paz y tranquilidad pero además desarraigo y violencia. Es violento, por ejemplo, el proceso de modernización que arrasa con las viejas viviendas de la zona. También lo es el pasado de la familia protagónica, que pretende hacerle frente a las grúas y topadoras, pero que tropieza con antiguos traumas irresueltos. Y lo son, además, los niños y adolescentes que se divierten, se pelean y se torturan debajo de los árboles, en las inmediaciones de la casa familiar. Sin embargo, Schnicer, Guardiola y el director de fotografía Iván Gierasinchuk no siempre encuentran soluciones visuales para evocar el misterio y la ambigüedad que parecerían exigir el guión y el entorno. Hay momentos inquietantes, como un extraño juego en el que dos chicos, sus caras deformadas por cintas adhesivas, le gruñen a una ¿amiga? que les responde con alaridos. Pero luego hay demasiadas tomas insulsas, aunque técnicamente irreprochables, de rostros enmarcados por fondos desenfocados, de texturas de muebles y adornos, del sol que se filtra por las ventanas, de la luz de un velador que ilumina cuerpos a la noche. Son imágenes que no sugieren nada enigmático sino que operan como fotos y videos en las redes sociales, trozos aislados que no terminan de armar una atmósfera o un sentido. Por suerte, el trabajo actoral compensa algunas de las flaquezas de la película. Marilú Marini y Agustín Rittano, como madre e hijo, componen una relación tensa y cambiante, construida a partir de sentimientos encontrados. María Ucedo, como una amiga de los protagonistas, es una figura escurridiza, moralista ante su hija pero más laxa con su propio comportamiento, siempre disconforme con algo, con su vida sexual o su desempeño maternal. El resto del elenco es más desparejo. Hay varios puntos flojos entre los más jóvenes, resignados a la inexpresividad o la recitación del diálogo. Pero todos los involucrados, con mayor o menor éxito, buscan expresar cierta dualidad, cierta alternancia entre la ternura y la miseria, que nos devuelve al espacio incierto del Delta, paraíso e infierno.
Hay que estar un poco loco para ser exitoso. No es tanto el éxito mismo el que te hace perder la cabeza, sino el camino que hay que recorrer antes. Es una idea que ya vimos en las películas de Damien Chazelle, Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash, 2014) y La La Land (2016), o en El Cisne Negro (Black Swan, 2010), de Darren Aronofsky, y que se repite en ésta, Borg / McEnroe (2017), del dinamarqués Janus Metz. Todas, de alguna manera, subvierten el estereotipo del artista o el deportista que se esfuerza al máximo para hacer realidad sus sueños. Es un estereotipo surgido del ideal meritocrático estadounidense: todo es posible si luchás para conseguirlo. Pero Chazelle, Aronofsky y Metz parecen preguntarnos si vale la pena tanto sacrificio. Desde el título, está claro de qué trata Borg / McEnroe. En 1980, los dos tenistas más importantes del momento, el sueco Björn Borg y el estadounidense John McEnroe, se cruzaron en la final de Wimbledon. Ya se habían enfrentado en otras ocasiones, pero el torneo inglés, el más antiguo del circuito, era especial para el sueco. Lo había ganado cuatro veces y buscaba el récord de cinco victorias consecutivas. Su principal obstáculo era el estadounidense, que además de ser más joven era su antítesis en temperamento. Borg era sereno, imperturbable, frío; McEnroe, una sucesión de quejas y berrinches, eternamente peleado con los árbitros. El caballero contra el rebelde. Los medios aprovecharon el contraste y le dieron forma a una rivalidad histórica. El film de Metz se enfoca en aquel encuentro de 1980, aunque incurre en flashbacks para contar las vidas de ambos tenistas, sus trayectorias deportivas y sus adolescencias marcadas por los reclamos de padres o entrenadores. Ambos tenistas buscan ganar no sólo para disfrutar la gloria sino también para evitar la derrota. Los mueve el temor al fracaso, aunque lo enfrentan de distintas maneras. Borg se convierte en un hombre de hielo, entierra sus emociones. McEnroe hace lo contrario: gesticula, grita. Pero hay cierta lógica en su verborragia, como si se tratara de una estrategia o performance. La frialdad de Borg y la rabia de McEnroe son dos armaduras contra un mismo enemigo. Nunca llegan a los extremos de autodestrucción que alcanzan los músicos de Chazelle o la bailarina de Aronofsky, pero lo cierto es que, para ambos tenistas, la pasión por el deporte está entrelazada con el terror al vacío, a estanterías sin trofeos, a diarios sin sus fotos, a historias del tenis sin sus nombres. El deporte no como diversión o juego sino como enfermedad. No por nada el verdadero Borg se retiró a los 26 años, cansado de la presión del público y de la exigencia de sus propias expectativas. Al ser una producción sueca, el protagonista es más Borg que McEnroe (Incluso, en su país de origen, el título de la película omite el nombre del estadounidense). Quizás por la misma razón el guión respeta el idioma nativo de los involucrados. Según el contexto, se habla en inglés, francés o sueco, un detalle que, junto con el vestuario, le aporta mucho a la reconstrucción de la época. Pero lo que más le importa al film -y al lente de la cámara- es el mundo interior de los tenistas. Hay cierto ritmo, en el montaje y en las tomas, que no alcanza a ser cine contemplativo, pero igualmente genera un clima introspectivo. Nos acercamos a las caras de Sverrir Gudnason, que interpreta a Borg, y de Shia LaBeouf, que se pone la vincha de McEnroe. El rostro de Gudnason es plácido, congelado, como si existiera en una fotografía. No hay ausencia sino potencial de expresividad. Lo de LaBeouf es más activo, nervioso, movedizo, como lo requiere su personaje. Ninguna voz en off nos dice lo que están pensando. Intuimos, sin embargo, que ambos buscan no pensar en nada, vaciar la mente, concentrarse sólo en sus movimientos sobre el pasto inglés, dejar que la memoria muscular los guíe. Ni voz en off ni voz interior.
La historia cuenta que, en 1929, Antoine de Saint-Exupéry, entonces piloto comercial y director de la empresa Aeroposta Argentina, realizó un aterrizaje de emergencia cerca de Concordia, Entre Ríos. Ahí se encontró, en medio del paisaje rural, con las jóvenes hermanas Suzanne y Edda Fuchs, quienes no solo hablaban francés sino que además vivían con su familia en una mansión, el Castillo San Carlos. Saint-Exupéry se hospedó en la casona y compartió unas semanas con las chicas, a quienes apodó las “princesitas argentinas”. Unos años después, narró sus experiencias en un relato llamado, sugestivamente, “Oasis”. Ya iniciada la Segunda Guerra Mundial, quiso llevar su periplo al cine, de la mano de Jean Renoir, entonces exiliado en Estados Unidos. Hasta le envió al director varios audios con sugerencias para el guión, entre ellas, la invención de un romance entre su alter ego y la más grande de las hermanas, Suzanne, que tenía 16 años durante la estadía en Concordia del futuro autor de El Principito. Nicolás Herzog, oriundo de la localidad entrerriana, aprovecha diversos materiales visuales y sonoros para componer Vuelo Nocturno (2016), un documental o docu-ficción sobre el pequeño paraíso que Saint-Exupéry encontró en Entre Ríos y su relación -no del todo clara, pero aparentemente solo amistosa- con las “princesitas”. Están los audios del autor francés, los que grabó para Renoir, incorporados como voz en off. Hay, también, fotos sacadas por Saint-Exupéry, que no era ningún improvisado con una cámara en mano. Y, además, hallazgos interesantísimos, como fragmentos de otro documental, francés y de los años 60, en el que Edda, ya grande, recuerda sus días con el famoso piloto y escritor. Después, algunas dramatizaciones: imágenes de un desconocido mediometraje argentino, una adaptación de “Oasis” de 1994; y filmaciones más recientes, del mismo Herzog, rodadas en super-8, que aparentan ser home movies de las hermanas Fuchs. Es un cambalache audiovisual, en el que no faltan, sin embargo, las típicas entrevistas y cabezas parlantes que podemos encontrar en documentales más tradicionales. Los mitos se construyen así, a través de relatos, habladurías, suposiciones, documentos primarios y secundarios, ficciones y notas periodísticas. Herzog, en vez de adoptar el rol de juez y determinar qué es válido y qué no, decide incorporar todo lo que encuentra, porque hasta un mediometraje concordense sirve para reconstruir lo que ocurrió -o lo que se cree que ocurrió- en el Castillo San Carlos. Y es que Vuelo Nocturno no se enfoca sólo en Saint-Exupéry sino también en la comunidad de Concordia y en cómo el mito del autor francés y sus princesitas argentinas se volvió parte de la identidad local; un cuento que se repite en libros, películas y puestas teatrales en las ruinas de la casona. Al documental de Herzog le falta, quizás, media hora más para profundizar la investigación. Sus 60 minutos son muy breves teniendo en cuenta la amplitud del tema. Pero, en todo caso, se podría decir que Herzog quiere impulsarnos a emprender nuestras propias búsquedas. No está mal que un film nos deje con ganas de más. Peor es lo contrario, la falta de interés.