Cuando el cálculo le gana a la espontaneidad Para Juan Sasiaín, Choele representa un paso atrás respecto de La Tigra, Chaco, película codirigida con Federico Godfrid. El relato ofrece un engranaje reparador a partir del seguimiento de tres personajes: un padre separado (Leonardo Sbaraglia), un simpático niño en plena edad de autodescubrimiento sexual y la bella inquilina y novia (Guadalupte Docampo), que viene a interferir entre ellos, en un entramado marcado por secretos paulatinamente revelados y crecimientos no exentos de unos cuantos tropezones. La cámara capta momentos claves y transmite una vitalidad luminosa cuando mira a sus criaturas con un cariño que no puede disimular nunca. Ahora bien, si las imágenes trasuntan humanidad, la innecesaria música omnipresente entorpece bastante ese acercamiento y se transforma en un mecanismo un tanto manipulador y redundante. El film es correcto pero parece muy calculado, como llevado de la mano por las necesidades de obedecer más a pautas industriales o manuales de escuela de cine que a riesgos personales. Todo aquello que funcionaba bien en La Tigra, Chaco, por su espontaneidad, en Choele se diluye. La gracia y el humor pretenden ser naturales pero las pequeñas situaciones y líneas de diálogo que los promueven no logran ocultar su origen: puro cálculo y seguimiento de un plan esquemático que no da lugar a sorpresas. Choele no está mal, es un buen antídoto frente a tanta historia argentina de “Palermo Hollywood”, pero resta cuando se la piensa en función de la carrera de Sasiaín, que igual recién ha concretado su primer largometraje en solitario. Eso sí, la modulación de los personajes es casi ilegible y apenas se escucha, un signo llamativo dentro de un esquema cauteloso.
Fotogenia publicitaria Hay películas cuyas ideas sobre el mundo son tan básicas que obligan a calificar más que a argumentar. La carencia de sustantivos de una reseña puede ser directamente proporcional a la ausencia de sustancia, a la pobre mirada de un director que no puede más que transitar su ombligo norteamericano. Amores infieles reitera la estructura coral de Vidas cruzadas, ese engendro ganador del Oscar por el 2005. En aquella ocasión la excusa argumental para hilvanar las historias era un accidente; aquí, el centro es el universo mental de un escritor que ha sufrido una desgracia e intenta exorcizarla a través de una novela con alter ego incluido. Liam Neeson aparece en un encierro de lujo, una enorme suite de hotel, desde la cual proyecta sus fantasmas en una historia con personajes diversos pero unidos por la desgracia. Filmada en Roma, París y Nueva York, la película ofrece un pensamiento etnocentrista absoluto, tejido sobre la base de que no hay matices sociales ni culturales más allá de la visión pacata y superficial del director. De este modo, los protagonistas son todos iguales y el resto del mundo es una gran postal, similar a la que abre y cierra escenas específicas. Tan uniforme es la incapacidad de observación que da lo mismo encuadrar una mujer durmiendo en una estación que una histérica joven caprichosa y atormentada: los encuadres se repiten prolijamente y su horizonte de expectativas no pasa de la prolijidad irrelevante. Ni hablar de la empalagosa música que acompaña las imágenes ralentizadas para acentuar un dramatismo vacuo. Haggis nuevamente explota la miseria con fines publicitarios y crea una especie de fotogenia a base de acciones teñidas de poses calculadas, donde la angustia de un personaje en una bañera -por citar sólo un ejemplo- tiene el mismo rango visual que un aviso de jabón. La iluminación y los colores en pantalla están al servicio de tal fin y además resaltan permanentemente el contenido fetichista de los objetos. Ni siquiera hay pericia narrativa sino un montaje forzado de momentos que se cruzan arbitrariamente a partir de muletillas infantiles tales como olvidos y papelitos, signos mecánicamente puestos para que los espectadores jamás se esfuercen. Este clon malversado de Altman o de Paul Thomas Anderson, plagado de diálogos trillados y elementales, no puede ligarse a la materia cinematográfica sino al peor imaginario telenovelesco. La única revelación posible en esta clase de pacatería sensiblera es la exposición de la fotogenia publicitaria, un signo cada vez más enfatizado por películas disfrazadas de importancia en este Siglo XXI.
La ley del deseo Parece ser que tuvo que llegar este enorme actor para lograr la adaptación de esta novela de Georges Simenon. Y el resultado no defrauda. La película nos mete de lleno, sin preparación, en un torbellino de imágenes sensuales, de cuerpos transpirados, de fragmentos que pertenecen a diferentes tramos de la historia. Es una buena decisión, puesto que la falta de linealidad en el relato y el continuo vaivén temporal se corresponden con la perturbación que le provoca al protagonista su imponente (y más alta) amante interpretada por Stéphanie Cléau, una especie de femme fatale del polar francés. Pero no es sólo eso. El caos inicial a base de destellos visuales mostrados desde diferentes ángulos dice algo más: así como no existen palabras que den cuenta de situaciones pasionales incontrolables, tampoco hay imágenes claras, completas o que confluyan en un equilibrio ordenado. De allí, el frenesí inicial que nos mantiene en vilo. El único espacio íntegro, pero en apariencia, es el burgués, el familiar; como contrapartida, el cuarto azul -al que alude el título- es de aquellos lugares donde la fantasía intenta plasmarse a partir de besos, caricias, mordidas, sexo sin límites. Cada uno de ellos, con sus respectivas cargas simbólicas, estará vinculado con las protagonistas femeninas. Se trata de la ley del deseo, de cómo manejar los impulsos más allá de cualquier razón posible. Ese amor intenso se transformará en fou y derivará en una segunda parte más reposada pero no menos interesante, con testimonios cruzados, contradicciones y dilemas éticos. Es que, lejos de inmiscuirse únicamente en la mera mostración de cuerpos con poses calculadas, Amalric integra la tortuosa y placentera relación en un rompecabezas judicial que suma otras aristas para insistir sobre la idea de que la verdad siempre será una construcción discursiva en relación directa con la experiencia. Del mismo modo que no hay palabras para referir el deseo, también se pierden ante la pretensión del conocimiento absoluto de los hechos. El resto, ya es terreno siempre difuso. Tal vez, la brevedad del film se vincule con todo aquello que no se dice y que constituye un material más vasto que el que vemos en apenas una hora y cuarto enérgica. Como buen exponente de una tradición ligada a maestros como Chabrol, Amalric deja en un segundo plano la lógica de los enigmas por resolver y cede el paso a las relaciones humanas, a lo que se esconde detrás de rostros gélidos y ambiguos en sus miradas. Un perfecto manejo del timing narrativo y el sostén de atmósferas incómodas hacen de El cuarto azul un film atendible y disfrutable. Y por supuesto, está Amalric, un actor que no necesita hacer psicología con gritos para que sepamos de su interior.
Lugares seguros Andrey Zvyagintsev dirige una película cuya densidad se hace sentir. Denso es el transcurrir de sus planos morosos y cuidados; denso es el tormento que le toca vivir al protagonista en un territorio que no deja resquicio posible para respirar. Estéticamente, opta por la vía académica, esto es, el refugio que puede elegir un cineasta prolijo en sus encuadres, moderado en sus desplazamientos de cámara e irreprochable en el cuidado de fotografía e iluminación. De ahí el lirismo evocado a partir de esos exteriores que no parecen dejar lugar al espectador para el reclamo. Es que frente a un cine de calidad, la seguridad es un camino de certezas y de belleza estandarizada. No obstante, Leviathan no invita a la mera contemplación sino que introduce ideas. La elección del título no refiere únicamente al Antiguo Testamento; más bien, incorpora el imaginario del libro de Hobbes sobre la política y el poder. Es en ese mecanismo donde comete el error en el que incurren aquellos que se arrogan la perfección visual y técnica para expresar algunas ideas fuertes pero esquemáticas acerca de una cultura, sociedad o religión. En este caso, seguimos el padecimiento sin fin de Kolya, el protagonista que no solo sufrirá las traiciones de seres queridos sino la corrupción de un grotesco alcalde decidido a arruinarle la vida. El extenso periplo desgraciado del soldado retirado se transforma en una pesada desolación que concuerda con el paraje en el que vive. Zvyagintsev intenta plasmar una dimensión metafísica del mal y para ello se apoya en ciertas referencias bíblicas que, lejos de agazaparse, asoman con cuestionable evidencia. De igual manera, introduce símbolos (un enorme esqueleto de ballena) y signos obvios (un cuadro de Putin) que acaso demuestren su impericia para congeniar el plano artístico y el ideológico. Para colmo, aparece un personaje que oficia de cura para narrar la historia de Job y lo hace según su conveniencia. Nadie es redimible en esta tierra de sombras y de corrupción. Al parecer, algunos sectores del poder político y del pueblo ruso se sintieron molestos por la mirada amarga y deprimente que del país promueve la película. Si bien se trata de un reclamo inocuo, puede ser sólo atendible en un aspecto: su visión maniquea. Es como pensar que Relatos salvajes es una expresión acabada de lo argentino.
Todo es una puta locura Vicio propio, la última señal histriónica del talentoso Paul Thomas Anderson, confirma las virtudes del director, da nuevas muestras de su ambición y de una inteligencia capaz de hacer respirar la literatura de Thomas Pynchon sin resignar las posibilidades del dispositivo cinematográfico. Su política en torno a la adaptación o transposición está a la altura de directores como Cronenberg (pensemos en Crash o Naked lunch) o el Ferreri de Ordinaria locura en la incursión al universo de Bukowski. El ejercicio de filmar novelas imposibles a partir de la captación de una atmósfera particular, susceptible de ser amplificada en la pantalla, da cuenta de decisiones acertadas y arriesgadas. De todos modos, no hace falta que el pesado referente de la obra literaria se erija como un pedestal amenazante para evaluar los méritos propios del film de Anderson. El primero de ellos radica en la potencia creadora de sus imágenes, en la astucia con que plasma una idea, una sensación. Sin ir más lejos, cómo conciliar la forma con el contenido. En este sentido, el visionado es una experiencia similar a escuchar un largo tema psicodélico de Grateful Dead o Jefferson Airplane. Las nubes de humo que exhala el protagonista Doc Sportello (magistral Phoenix) parecen salir del rectángulo de la pantalla para proponernos el marco de un policial con los pies en la cabeza. Su trabajo como investigador depende más del instinto y del azar, que de la razón. Toma delirantes notas en una libreta a medida que le llegan pistas en este tablero pesadillesco. Así vemos, desde el comienzo, de qué manera los signos representativos del género en su versión negra son reformulados: la oficina improvisada cercana a la playa, alejada del típico escenario urbano, caótica; la figura de Doc con los ojos vidriosos no vende la estampa trajeada de un Marlowe precisamente; y la bella joven hippie que se acerca a pedir un favor está lejos de la fría femme fatale del legendario género. “Ser tonto y sordo es parte de mi trabajo” declara Sportello mientras fuma porros incesantemente. Y a medida que aumentan la intensidad y la trama laberíntica de su búsqueda, se incrementan proporcionalmente las pitadas. La cuestión de la verdad siempre será una utopía en el contexto de un país gobernado por Nixon, más allá de que hay demasiada sustancia para develar secretos. También, la narración en off a cargo de una mujer es otra vuelta de tuerca más posible al instalar un logos discursivo femenino y un tono sensual que se va armando como la historia misma. Es una voz espectral cuyas palabras también simulan estar afectadas por alguna sustancia o conocimiento astral. A partir de esa primera escena, y casi de manera imperceptible, Anderson nos sumerge en su compleja propuesta sin concesiones y nos ofrece algunos de los planos más generosos por su estética que el cine americano pueda darnos en años. El otro aspecto sobre el que insiste el director, como ya lo había anticipado en Petróleo sangriento y The Master, se basa en lo vincular entre los personajes masculinos. Josh Brolin interpreta a un policía impulsivo, Big Foot, violento y frustrado. Descarga su ira verbal y física contra un desprevenido Doc. Como suele ocurrir en los films de Anderson, nunca es una relación que transite carriles psicológicos estables y el contrapunto siempre encubre aristas. La diferencia entre ambos puede notarse en las mujeres que tienen al lado y en los espacios donde viven, pero no faltará algún puente que una sus acciones. Hay una conversación hacia el tramo final de la película que es un prodigio con pocas palabras y una muestra más de cómo incomodar a partir del distanciamiento, una de las armas secretas que mejor maneja el director. Se da en un momento que está a la altura de una de las frases que pronuncia un melancólico soplón: “todo es una puta locura”. Con locos como Anderson, el cine norteamericano actual respira saludablemente.
La tragedia del hombre ridículo Se sabe que los géneros ya son un asunto agotado. Tienen una dinámica propia que como espectadores captamos inmediatamente. En todo caso, ante una nueva película producida dentro de un contexto industrial, las expectativas se concentran en la posibilidad de hallar un tratamiento honesto y una capacidad artesanal para disimular las reiteraciones. En el caso de la comedia (modalidad subestimada si las hay), la risa cómplice de la platea es un parámetro para determinar su éxito aunque nos gustaría pensar que no el único ni el más importante. Y si vamos un poco más lejos y jugamos con la versatilidad de los moldes genéricos, podríamos arriesgar que toda buena comedia es una tragedia vista con otros ojos, captada con una lente diferente. En este sentido, Directo al corazón (el título evidencia un nuevo caso de astucia comercial pacata) contiene todo aquello que pertenece al universo moral de las comedias (situaciones graciosas, gags bien insertados, personajes estimables, pareja con buena química, final reparador) pero no se resigna a ser un muestrario más de dichas constantes y es ahí donde gana terreno, humanidad y solidez. La historia que funciona como motor está basada en un caso “un poco real” (como reza la advertencia inicial) y es insólita. Un cantante folk confiesa que su principal influencia en las composiciones ha sido John Lennon; este le envía una carta en 1971 que nunca le llega porque es interceptada y vendida por algún inescrupuloso intermediario. Muchos años después llega a sus manos gracias al representante. Al Pacino interpreta aquí a ese cantante pero devenido en un rocker decadente. En la primera escena lo vemos salir a un show. Las canas teñidas, la faja para ocultar la barriga, el whisky, la cocaína y el colorido traje son las primeras señales dentro de un mundo que se resiste como puede ante el inexorable paso del tiempo. Indudablemente no ha envejecido bien. La pericia del director queda en evidencia cuando en medio de un show, donde las señoras mayores festejan su hit preferido, nos involucra en la mirada del protagonista hacia esa patética muestra de cariño e introduce un corte abrupto. El rostro y el físico exhaustos de Danny Collins en el camarín, los ojos extraviados en el vacío, hablan de un crudo presente, de un cuerpo gastado, de la fama en estado terminal, es decir, de sentirse ridículo. Es la delgada línea que separa la comedia de la tragedia, el primer signo de un vaivén que oficiará como eje en la película en un acertado equilibrio, para que no nos quedemos de un lado ni del otro. Y al mismo tiempo, la elección de Pacino es una buena forma de ejercer la autorreferencia como dispositivo de representación en la medida en que el actor también se encuentra (a juzgar por los últimos roles interpretados) frente al dilema del paso del tiempo. De manera tal que ambos espacios, el ficcional de la pantalla y el del mundo real, se funden en su cuerpo, a través del cual podemos leer los signos del peor de los ocasos: la extinción de la fama y la lucha por hacer frente al olvido en el mundo del espectáculo. Es por eso que Danny Collins toma la decisión de apostar a nuevos rumbos a pesar de no poder despegarse enteramente de lo anterior. Desde esta perspectiva, la historia sigue carriles reparadores que si bien nunca desbarrancan no dejan de ser bastante convencionales (la recuperación de la familia, una nueva historia de amor), pero igualmente nunca abandona esta mirada sobre el paso del tiempo y las dificultades que ello conlleva. Hay una melancólica canción que se gesta en paralelo a dichos cambios, la que marca el ritmo otoñal de esta faceta, un delicado tema con el que lucha Collins, un contraste visible frente a la demanda festiva de un público anclado en el pasado. Fogelman demuestra una vez más inteligencia (siempre sin renunciar a la calidez) al ofrecérnosla dosificada, nunca entregada con moño para satisfacer el lugar común. También aparecen las canciones de Lennon: la inclusión de las mismas funciona mayormente con un extraño efecto de contraste, puesto que no son meras melodías de acompañamiento. De este modo, las letras evocadas irrumpen en una situación que puede ser opuesta (Beautiful boy en medio de una encarnizada y cruel discusión entre padre e hijo) y hasta irónica (Working class hero en el regreso del rocker a su lujosa mansión). Y es que el mismo dilema de Collins en mayor escala ha sido el del ex Beatle: cómo lidiar con la incompatibilidad entre el compromiso y el lujo. Collins, a través de Pacino, ha llegado a la vejez para indagar en la posible respuesta y redimirse como se pueda acompañando a la familia de su hijo relegado por la fama; Lennon, no. Cuando (tal vez) había hallado el modo, lo asesinaron. Volvemos al principio. Los géneros son nomenclaturas acomodaticias, formas de clasificación. La reiteración de sus reglas habla también del paso en el tiempo. Sólo resta esperar en cada ocasión, más allá del legítimo disfrute momentáneo, que nos inviten a mirar detrás de la cortina, a descubrir esa mueca que se oculta detrás de toda sonrisa. Fogelman acaso nos lleve por ese sendero.
Vértigo rosa Hay por lo menos tres fotografías que llaman la atención en esta película. Dos de ellas se enfatizan con planos detalle ante los ojos del espectador, ya que involucran aspectos relevantes para la historia; la otra, un cuadro con el recordado afiche de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) es un guiño cinéfilo. Está puesto en los primeros minutos y pretende establecer una filiación con el paradigma de tantas obras que han abordado el mismo nudo argumental, a saber, la necrofílica situación del ser querido que regresa con rostro y cuerpo similares, o que perturba la realidad de los vivos a través del recuerdo, un cuadro colgado u otros artilugios. De todos modos, y a diferencia de los grandes films del pasado como el clásico aludido, La mirada del amor no incluye en sus resortes básicos y complacientes ningún atisbo de ambigüedad. Y lo que es peor, evidencia un grave problema de verosimilitud. Nikki (Annette Bening) pierde a Garrett (Ed Harris), su marido, en circunstancias trágicas. Cinco años después, cuando la vida parece girar en torno a su hija y a un vecino amigo, ve a un hombre con el mismo cuerpo y semblante que su difunto esposo. Nosotros vemos lo que ella ve: una figura exactamente igual que Garrett, con el inconveniente de que es interpretado por el mismísimo Ed Harris. Tal decisión en ningún momento es puesta en tensión pese al estado patológico en el que entra esta mujer, conquistándolo y llevándolo a hacer todo lo que hacía con su marido. El resto de los personajes también entra en shock cuando mira a Tom, un pintor con salud delicada, que queda atrapado en este juego. Por tanto, no hay forma de eludir el estallido de la credibilidad frente a este drama que narra la pérdida de un ser querido y utiliza, como si nada, el mismo actor como sustituto. Hacia el momento culminante, asistimos a la manera más ridícula que se pudiera elegir para cerrar la trama (una fotografía de nuevo), pasaje sin sentido que confirma el estallido total de lo verosímil. La idea del doble, entonces, es literal, pero se da en un marco genérico donde es imposible que eso ocurra. Es como si en una novela policial cuyas acciones alimentan la esperanza de racionalidad se resuelva el enigma con marcianos que repentinamente bajan de una nave y abducen al culpable. Así de ridículo es el plan narrativo en el que nos sumerge el director. A lo anterior hay que añadirle la clásica fórmula de golpes bajos, a pesar de que asoman suspendidos en un nivel enunciativo sin estallar exageradamente. La calidez de la pareja protagónica tal vez tenga que ver con esto. No obstante, me atrevo a decir que la pacatería sensiblera de este drama no supera cualquier culebrón rosa de la señal Hallmark (vean si no el plano final) y probablemente sea un número puesto en el lisérgico ciclo televisivo presentado por Virginia Lago.
Honestidad brutal Se habla demasiado sobre la cuestión de la honestidad en el arte cinematográfico. Se discute sobre la intencionalidad de una película, sobre su posible mensaje, en términos de nobleza o canallada. Es el debate que nos legaron los cahieristas a partir del famoso travelling de Kapó analizado por Jacques Rivette, sombra terrible que se erige para buscar ese plano abyecto que condene a un film. Lo cierto es que hoy, dada la proliferación de atrocidades gratuitas que desfila frente a la mirada inmunizada del espectador, la discusión parece anacrónica y asoma un tufillo a batalla perdida. No obstante, se sigue evocando la cuestión de la moral detrás de la cámara y juzgando su registro como honesto o deshonesto. La opera prima de Videla y Donoso parte de un tema conocido, el cambio de sexo. El protagonista es transexual, se llama Yermén, trabaja como tarotista en las zonas marginales de Santiago y quiere operarse porque se siente mujer y vive como tal. Un obstáculo es económico; el otro, el peor, es social. Esto queda en evidencia en el diálogo inicial que mantiene con el médico cuyas palabras trasuntan prejuicios rancios, en los profesionales que postergan la decisión con innumerables interrogatorios, como en la mirada de todos aquellos que cotidianamente rodean a Yermén en los suburbios que recorre o en las salas de espera. Sólo Lucha, una entrañable amiga mayor, le dará asilo a sus palabras y le brindará una amistad genuina. El título obedece a la presencia de otro personaje, sin mayor desarrollo, que comparte la necesidad de una operación como modo de “reinvención” pero con fundamentos estéticos: una simpática morena que desea parecerse a Naomi Campbell. Lo singular del documental pasa por su tratamiento. Uno de los principales problemas del género en la actualidad es discernir cuáles son las fronteras con la ficción. Es interesante la manera que tienen los directores de asumir esto sin ponerlo en tensión, de tornarlo natural, sin estallidos formales ni falsos espectáculos. La honestidad, en este caso, pasa por “armar” escenas propias de un melodrama y registrar momentos con ojo documental sin la obligación de hacer explícito el supuesto trauma que genera ese cruce. Como espectadores, nos queda aceptar el pacto y buscar, caer en la ilusión de un centro que no aparece nunca. Este es el juego al que nos invitan. De este modo, nunca hay una idea de completitud sino líneas enunciativas de fuga. Por un lado, la mirada “alcohólica, triste y rabiosa” de Yermén cuando filma con su propia cámara, que instala un registro poético a partir de los tonos que utiliza para verbalizar las imágenes; por el otro, el acento narrativo puesto en una historia de amor cuyos ribetes parecen cercanos al universo melodramático de Risptein; sumado a lo anterior, el periplo por conseguir la tan ansiada operación. Si uno de los inconvenientes en este tipo de propuestas fronterizas es la sospechosa pose de los personajes ante la cámara o la evidencia del cálculo (cuestión inherente a todo documental si se quiere), el atributo anómalo que singulariza a esta película es su brutal honestidad a partir de la voluntad por no hacerse cargo de ello. De este modo, Yermén caminará, avanzará sobre la cámara hacia el final mientras los transeúntes observan sin pudor el dispositivo cinematográfico, sin que los directores los reten, los expulsen o digan “corte”. En todo caso, la búsqueda transcurre por el desafío de mantener la naturalidad frente a la lente sin gritarlo ni exigirlo.
Un tal Bill Murray La película de Melfi parte de una marca, de una etiqueta actoral, es decir, del sello Bill Murray. Ese es su sostén. Explota la presencia del veterano comediante porque son pocas las ideas que tiene y entonces todo se remite a qué grado de empatía posee el espectador hacia el mismo. Se podría afirmar, con riesgo a caer en el inevitable reduccionismo que toda hipótesis conlleva, que el género ha desplazado progresivamente la atención en la figura del director hacia la del actor, de manera tal que ya no se habla de las comedias de Sturges, Hawks o Lubitsch sino de las de Carrey, Sandler o Stiller. Por supuesto que hay excepciones, pero ese parece ser el horizonte luego de la impronta que tuvo la televisión a mediados de los setenta, la cual creó imágenes más fuertes de comediantes pero al mismo tiempo reiterativas, con diversos resultados, que se han explotado comercialmente y han poblado gran cantidad de films sin más alma que la repetición de tics, gritos y mañas verborrágicas. El caso de Murray es interesante. Su carrera cinematográfica ha alternado momentos donde se abusó de la imagen creada en televisión con otros de mayor intensidad dramática y versatilidad interpretativa, de la mano de Coppola, Jarmusch y Anderson. El comienzo de St. Vincent hace honor a su gigante figura a través de un ángulo contrapicado que escoge la cámara mientras pronuncia sus primeras palabras políticamente incorrectas. El director construye una secuencia de presentación para inundarnos del caos que vive el personaje y que se traduce en su cuerpo como en la casa que habita. Sabemos desde el principio que las cosas no marchan bien para este hombre. Nos dirá con desenfado “estoy un poco gastado en este momento” y no es para menos: ha vivido la guerra, su mujer se aloja en un asilo y ya no lo reconoce, y además carece de dinero. La única esperanza de progreso material pasa por el hipódromo, lugar al que ingresa con un ritual de perdedor. Esta construcción dramática le calza como un guante a Murray, quien ha transmitido siempre con su rostro el malestar y la violencia de un mundo ferozmente individualista. La disociación con el entorno que detenta Vincent lo fuerza a vivir en una suspensión con respecto al presente. Su nostalgia se delata en la música que escucha en estado de trance con su cigarrillo siempre prendido y el vaso en la mano. La decepción, el tedio y el aburrimiento, tres signos presentes en el Murray actor, se potencian aquí con la rebeldía y la terquedad de un viejo recluido en su dolor, paralizado en el mundo, con apenas dos o tres placeres contados (una prostituta rusa, un gato y los auriculares). El quiebre se produce con la aparición de una madre y su hijo, quienes tomarán contacto con el protagonista. Son también seres golpeados por leyes sociales americanas impiadosas. Por accidente, Vincent comienza a hacerse cargo del chico y aquí se inicia el derrumbe de la película a medida que aumenta su dosis sensiblera. Si bien la química entre los dos funciona, no deja de ser un conglomerado de situaciones harto vistas infinidad de veces. Mientras el huraño hombre afloja con el resentimiento, el niño incrementa los mecanismos de defensa. El peor camino que escoge Melfi es ceder a la tentación del cuento aleccionador y la tesis facilista, a saber, si uno es políticamente incorrecto con respecto al sistema es por circunstancias afectivas y no por ideas propias. De este modo, es inevitable que el final esté concebido como un valle de lágrimas. No obstante, el resultado global no es un desastre, sólo porque entre los créditos que cierran aparece un tal Murray cantando una canción de Dylan.
La paternidad postergada La película de Kore-eda tiene un gancho narrativo eficaz: una pareja se entera de que su pequeño hijo llamado Keita no es tal y que ha sido intercambiado al nacer. Esto provoca una consecuencia inmediata: buscar a la otra familia en cuestión, la cual ha criado a Ryusei, su verdadero hijo. Quienes median son burócratas que tratan de resolver legalmente la cuestión e intentan que el intercambio se haga en forma urgente. El quiebre en la historia genera esa clase de interrogantes que todo espectador no siempre tiene ganas de hacer, dada la naturaleza del problema. Lo cierto es que con estos mismos elementos se han visto varios ejemplos sobreactuados y falsamente dramáticos. Afortunadamente, el director japonés elige el camino contrario y, pese a cierto esquematismo en la construcción de los personajes, su clasicismo y sensibilidad para desarrollar la trama aumentan las expectativas a medida que avanza el film. Con movimientos reposados de cámara, los meses transcurren pero las acciones no se acumulan. Son las elipsis las que dominan el relato y en todo caso, el foco está puesto en cómo afecta la situación la estructura de cada familia. Una, signada por el individualismo, la incomunicación y la adicción al trabajo; la otra, de espíritu comunitario, más jovial y alegre en sus movimientos. Uno de los méritos de Kore-eda es evitar el golpe bajo y depositar la mirada sobre los adultos. Los niños participan como pueden de las decisiones de los padres y los personajes femeninos, más centrados en sus elecciones, se destacan casi imperceptiblemente. De todos modos, lo más interesante hay que buscarlo en los detalles familiares. De tal padre, tal hijo guarda detrás de su telón el conjunto de sensaciones que despierta la paternidad. No hay elucubraciones filosóficas ni teorías morales: en todo caso, parece decir el director, se reacciona como se puede o bien se aprende haciendo el camino. Esto es algo que excede a la sangre. Y siempre habrá algún golpe para crecer a pesar de que ningún resultado positivo esté garantizado. Si la incertidumbre reina, baste ver el último plano. Pero antes, la secuencia final con Nonomiya siguiendo al pequeño Keita es hermosa y condensa, como las grandes escenas, los núcleos dramáticos de la historia. Son de esos momentos movilizadores que el cine en cuanto arte puede transmitir a través de la pantalla y que nunca se olvidan.