Por un puñado de dólares Los manuales sobre cómo escribir un guión vendible encierran entre sus principios básicos una regla que parece infalible: al protagonista de tu historia debe ocurrirle algo en un momento crítico de su vida. Este tipo de libros prescriptivos focaliza su atención en normas para construir una historia como si de mandamientos se tratara y Apuestas perversas, ópera prima de E.L. Katz, hace honor a ello. Y más. Craig Daniels se llama el protagonista y desde el primer plano ya sabemos que todo va mal en su entorno cotidiano: no puede hacer el amor tranquilamente con su mujer, lo están por desalojar y encima lo echan del trabajo. Esta situación lo conduce a un bar para refugiarse en unas copas. Allí se encuentra con Vincent, un impulsivo compañero de la secundaria. El ambiente, saturado de colores rojos, es un tosco anticipo del infierno terrenal que surgirá a partir del encuentro con una extraña pareja conformada por una especie de diablo mundano que derrocha dinero y una joven blonda. Ambos invitarán a los hombres a su casa y los someterán a un juego perverso que irá creciendo en pruebas riesgosas de mal gusto a cambio de billetes. Esta son las pautas que delatan la intención de esta película de corte independiente: disfrazar de importancia a situaciones dignas de realities televisivos sostenidos en superar obstáculos escatológicos y sadomasoquistas. Concentrada en pocos ambientes y durante el transcurso de unas horas, la trama deviene como una sucesión de hechos encadenados bajo la lógica de ver quién sufre más. Lejos de hacer partícipe al espectador con la distancia necesaria para pensar siquiera en lo que ve, lo somete a una mirada estéril que pueda regocijarse en el placer gratuito brindado por el sufrimiento cool de los personajes. La cámara nerviosa, el abuso del fuera de foco y la puesta en escena teatral son apenas artilugios formales ahogados por el contenido del film, más preocupado porque se entienda su tesis que por otra cosa. Apuestas perversas coloca la pancarta con el mensaje “el dinero moviliza las pasiones más bajas del ser humano” y no deja lugar a nada más. El inconveniente principal es que para hacer efectivo eso, no puede evadir la lógica televisiva de la competencia y el formato del reality show. De este modo, los personajes son cartones pintados, sin matices, que repiten la misma abulia que los participantes de este tipo de programas. Al margen quedarán todos los temas más interesantes (el desempleo, la violencia social, el lugar del dinero en las relaciones) que la búsqueda de complicidad barata relega para ofrecer esta catarata efectista de sufrimiento gratuito.
Culto a la obviedad Los efectos que una película de género produce en el espectador siempre serán materia subjetiva. Sin embargo, no creo que Buongiorno papá soporte un testeo con algún resultado favorable en diez, cien o mil personas. Se trata de una comedia insulsa que no supera siquiera la medianía de una tira dominguera televisiva. Plagada de lugares comunes y de resoluciones mecánicas, es similar a los empaquetados de una góndola de supermercado, porque una cosa es hacer de una premisa simple y trillada (un adolescente tardío se desayuna un día que tiene una hija, o sea, el conocido caso de la paternidad llovida) una historia con matices, buen gusto, que no insulte la inteligencia del espectador, y otra cosa muy distinta, escenificar esa premisa burdamente con los mecanismos más básicos que existen. Ver esta clase de propuestas es como acceder a un juego sin necesidad de leer el reglamento. Andrea es el protagonista, un solterón que trabaja como productor y se encarga de insertar publicidades en los films. Vive con su amigo Paolo, especie de sombra que encarna al tonto y secunda al hombre exitoso. Un día, de la nada, aparece Layla, una adolescente que dice ser su hija. Con ella, el abuelo, un rockero viejo y ridículo, bien estereotipado. Más adelante, el rol femenino que no podía faltar: la profesora histérica que deviene en potencial pareja del incorregible héroe. Así se construyen los personajes, con un nivel de chatura alarmante. El trilladísimo vínculo de padre/hija irá evolucionando hasta que todo cuadre, a base de golpes de efecto matizados con música empalagosa, situaciones sin gracia y diálogos que venden profundidad desde la obviedad más absoluta (en un momento, la chica le dirá a Andrea luego de sacarle fotos: “trato de encuadrarte porque no sé quién sos”), al punto que hay que explicar hasta las metáforas. De todos modos, el rasgo menos perdonable es el desprecio de este bodrio hacia las posibilidades que el humor puede generar desde una lógica subversiva. Aquí todo funciona a la inversa en un posicionamiento retrógrado y reaccionario; su lema consiste en corregir todo aquello que se lea como transgresor. Al que disfruta y vive como quiere lo bañamos de responsabilidad; a la madre de Andrea, en crisis matrimonial, la acomodamos luego de hacernos creer que encauzaría su deseo. Todos los rasgos de personalidad son neutralizados con los peores engranajes de reparación moralista. Así de ch(a/o)ta es esta película.
De narices y actuaciones El género documental suele incurrir en el discurso ensayístico como forma y el trabajo del director Eduardo de la Serna escoge este camino. De estructura abierta y libre, sin un centro que sea determinante, son varias las líneas narrativas y expositivas que convergen en Reconstruyendo a Cyrano, aunque no todas tienen el mismo peso emotivo ni parecen compartir similar grado de relevancia. El punto de partida es seguir la resurrección de una obra de teatro del circuito independiente debido a que uno de los dos actores se baja del proyecto y este colapsa. Ese tipo de situaciones es lo que motiva al creador, Pablo Bontá, a expresarse con desilusión sobre lo ocurrido. Lo curioso es que lo dice mientras le cambia los pañales a su pequeña hija. Se trata del momento primigenio en el que De la Serna construye el lugar de enunciación de los personajes y del documental: no busca seducir con imágenes ni derrochar frases grandilocuentes. De allí que elija enmarcar los testimonios y los ensayos de los actores desde espacios totalmente cotidianos. Puede ser una cocina, un baño, un comedor, una terraza o un micro. Si como deja por sentado en un pasaje uno de los protagonistas cuando refiere que “ser actor independiente es un acto de fe”, entonces cualquier lugar es un escenario, incluso la vida misma en sus ratos familiares o en sus tiempos muertos. Vida y obra, vivir y actuar, aún en condiciones adversas, es parte del destino inevitable de aquellos que se consagran al arte por pasión y sin el apoyo correspondiente ni el estrellato garantizado. En este sentido, la película insiste en hacer escuchar frases como “es mucho más bello cuando es inútil” y hace justicia a la labor sacrificada de sus hacedores. También hay otras líneas narrativas, algunas de ellas bastante simpáticas, que pueden tomarse como secuencias autónomas: mientras se producen los ensayos, hay obreros de la construcción en una vivienda aledaña que perturban con los ruidos; los actores van a preguntar hasta qué hora seguirán, incluso uno de ellos lo hace disfrazado de Cyrano. Habrá, incluso, lugar para disquisiciones sobre la nariz en el imaginario social. No obstante, la frescura de estos segmentos se contrapone a otras zonas más forzadas del documental, donde se actúa frente a la cámara para cumplir con ciertas exigencias dramáticas. El efecto parece desnaturalizar los testimonios y las escenas familiares, como si el director desconfiara del peso de los mismos. También resulta afectado un metatexto sobre la actuación que se escucha a través de la voz en off de Bontá. Se trata de una decisión que contrasta con la solemnidad evitada desde el primer plano de la película. La secuencia final pone en evidencia el resultado. Los actores representan la obra, logran el objetivo. Si bien la intención es noble, el carácter extenso de la misma perjudica el tono general del documental. El montaje cinematográfico intenta captar la fuerza teatral de la puesta, pero es una cámara que registra sin alma, sin intervención, un resumen de la pieza. Tal vez, no sea un cierre apropiado pero no anula por ello la calidez lograda en otros pasajes.
La fascinación del desconcierto ¿Pero hay algún placer más poderoso que el de sentirse perdido en un filme? Tal es el gesto de la poesía en el cine. (Jean Claude Biette) jauja uno El desconcierto que genera Jauja, la última película del joven y talentoso director argentino Lisandro Alonso, no puede menos que relacionarse con la poesía. Además, el desconcierto en el cine es un sentimiento maravilloso, y eso es lo que se percibe en esta obra desde su primera imagen con padre e hija, encuadrados perfectamente, en un paisaje desértico inconmensurable. Son ellos los que abren el film porque los caminos visuales y narrativos se irán concentrando en ellos. Si hay un signo presente en la película es la búsqueda, y en este caso es doble. Desde el punto de vista argumental, la historia se centra en el desesperado periplo que un capitán danés realiza para encontrar a su hija, quien se ha fugado con un soldado, impulsada por el deseo. El marco es el Siglo XIX, en el sur argentino, aunque algunas líneas de diálogo puedan tener resonancias en el presente. La racionalidad europea y colonizadora de este hombre se ve desafiada por el misterio que encierra esa naturaleza abierta y las historias que la pueblan. Con el devenir de la narración, los personajes del inicio desaparecen y estamos en un tramo increíble de la película, donde la sensibilidad de Alonso nos sumerge en el cuadro de la pantalla como testigos de esa lucha desesperada. Aquí se hace efectiva la otra búsqueda, la estética, la del director, buscando el plano justo, la iluminación adecuada, para agregar alguna que otra sorpresa que nos conduce nuevamente al resbaladizo terreno del desconcierto. Dos cosas sí parecen certeras: Alonso demuestra una vez más su talento sin fisuras y Viggo Mortensen es un verdadero animal cinematográfico.
El discurso del método Los primeros planos de El examen alternan nombres sobre fundidos en negro y partes corporales de personas que se preparan para “salir a escena”. El escenario al que ingresan es una especie de aula futurista, fotografiada fríamente. En ese recinto, los siete candidatos son enfrentados a una hoja en blanco que contiene una pregunta. El que la descubra accederá a un puesto en una empresa farmacéutica que controla la venta y distribución de una poderosa píldora. Previamente escucharán a un supervisor cuyas instrucciones implacables deberán cumplir para no ser eliminados. A partir de ahí, tendrán ochenta minutos para resolver la incógnita. La opera prima de Stuart Hazeldine tiene varios problemas. El primero de ellos es que su estreno resulta fuera de tiempo, puesto que ya hemos visto al menos siete films que hablan de lo mismo, de los efectos del capitalismo salvaje, y con más inteligencia. El segundo es su naturaleza televisiva. El examen no tiene nada para ofrecer desde el punto de vista cinematográfico y todo su contenido se remite a una cuestión de discurso, de tesis, donde lo mejor es lo que se infiere fuera del campo visual. El resto, lo que escuchamos, es una seguidilla de conjeturas conferidas por los personajes, quienes explican lo que vemos e interpretan por nosotros los hechos con sentencias cerebrales. Esta abundancia discursiva incluye pequeños flashbacks con las palabras del supervisor (que ya escuchamos al comienzo) que interfieren en la trama a fin de no dejar rienda suelta jamás al espectador, cautivo de una dialéctica interminable donde la tesis se impone sobre la imagen. El tercer inconveniente, el peor, es el subtexto. Dentro del trillado esquema de un Gran Hermano fashion, los personajes encerrados representan estereotipos dignos de una ideología que banaliza las diferencias culturales y las empaqueta en las etiquetas tranquilizadoras de los peores medios: el blanco toma la iniciativa, la rubia triunfa, el diferente es humillado, el negro es pasivo, el musulmán es torturador. Es decir, una película más que se pretende filosa con respecto a los métodos utilizados en un contexto global y económico feroz pero que cae en la trampa de asumir los mismos recursos que aquello que critica. No hay margen para la ambigüedad en esta elemental y burda puesta en escena de la supervivencia del más apto. El tiempo, ese elemento fascinante para trabajar en el cine, se convierte en El examen en una materia calculada, condicionante, sometida a la rigidez de lo palpable, de lo visible, alarma perfecta para que no olvidemos que somos presa del experimento tortuoso que propone el director.
Miradas pero también reflexiones El documental de Alexis Roitman Ensayo de una nación privilegia la observación antes que la búsqueda. Este parece ser su principio ante el desafío de filmar horas y horas de trabajo para compactarlas en casi ochenta minutos. No es un dato menor, la capacidad de síntesis que evidencia el trabajo de montaje es un logro. La cámara, cuya ambición es inmiscuirse en todos los recovecos posibles, también. Los propósitos éticos están por sobre los estéticos a la hora de dar cuenta del proceso que implicó juntar a 1810 chicos y 50 docentes con el objetivo de participar en los festejos del Bicentenario de la Revolución de Mayo. No obstante, los mejores momentos de la película transcurren cuando el director recorta ciertos perfiles (sean alumnos o docentes) y deja que fluyan para transformarse en entes cinematográficos. Por allí andarán algunos revoltosos jugando, durmiéndose o conversando (no demasiado involucrados en el proyecto) como si fueran frescos comediantes; por otro lado, las reuniones entre adultos, que parecen repetir los excesos de optimismo, como de pesimismo, tan caros a los tiempos presentes, pero que no pueden más que concordar al final en un proyecto colectivo loable. Hay dos decisiones formales que se destacan y hablan del cariño que el realizador manifiesta frente a lo que ve. Uno: jamás pierde de vista quiénes son los protagonistas y capta muy bien raptos de inocencia, rostros ingenuos y diálogos jugosos de los chicos. Dos: utiliza ángulos contrapicados en oportunidades para ensalzar la extenuante tarea docente. Se trata de dos resoluciones justas y necesarias. En consecuencia, el seguimiento de Roitman es honesto y no hay nada que objetar. Incluso, se permite incluir algunas pocas disidencias en torno a temas educativos actuales como el alcance de términos “integración” y “trabajo”, las cuales enriquecen una visión que corre el riego de encarrilarse uniformemente. Además, hay una historia, un poco trillada pero no por ello carente de afectos y de voluntades. Se puede reconstruir en ella la clásica secuencia de “atravesar una serie de vicisitudes para obtener un logro”. De todos modos, no parece ser la intención aquí erigir héroes o sobredimensionar acciones sino mostrar las dificultades que tamaño proyecto encierra: la desgastante labor cotidiana, las directivas que vienen de esferas ajenas y que ponen en jaque el objetivo, los tiempos que se acortan y encima, las inclemencias climáticas. Por supuesto, que el final debe ser feliz, o al menos, gratificante. Tampoco hay nada que objetar. Tal vez, sólo sea necesario destacar dos o tres cuestiones para este tipo de documentales, con el fin de pensarlas. Primero: es inevitable la naturaleza institucional que adquiere la película. No parece haber forma de disimular esto cuando los involucrados se sienten condicionados ante la cámara frente a lo que miran y lo que dicen. Son los momentos menos creíbles y poco disfrutables. Segundo: si se hace extensivo el carácter utópico que se desprende de esta labor concreta y momentánea hacia la idea de una nación, corremos el riesgo de neutralizar las profundas diferencias discursivas que hoy (y desde siempre) marcan a la Argentina como país. El lema reiterado “muchas escuelas, un solo coro” (una invitación a “muchas ideas, un solo país”) no tiene por qué verse más allá de una expresión de deseo. Esto último, tal vez, no tenga que ver con la mirada del propio Roitman (quien, en todo caso, emplea la palabra “ensayo”) sino con ciertos comentarios críticos que se detienen sólo en palabras laudatorias ante el objeto de representación, perdiendo de foco que lo que hay es una película. Tercero: es importante e ineludible su valor pedagógico y por ende, merecería más allá de las salas, su primer hogar, otros medios de difusión para hacer justicia a sus nobles fines.
La escuela de la carne Polvo de estrellas se inscribe en una ya considerable tradición de películas que ponen el foco en las miserias de Hollywood. Grandes directores como Wilder, Aldrich y Lynch, por nombrar sólo algunos, han sabido conjugar sus intereses autorales con temáticas vinculadas al mundo de ese universo del espectáculo a través de films complejos que se enriquecen con nuevos visionados. Tal vez no sea este el caso pero una lectura apresurada podría obviar uno de los intereses fundamentales del director canadiense, a saber, la relación entre la carne y la subjetividad. David Cronenberg siempre ha concebido el mundo desde la perturbación. Forma parte de una generación que rompió con el cine clásico y que reescribió genéricamente sus códigos sin tapujos. Si hay un signo que se destaca en sus obras es la correspondencia que existe entre las alteraciones de la carne y la idea de realidad que se quiere representar. Los cambios corporales, las mutaciones repugnantes de La mosca, Crash o Videodrome, siempre han sido síntomas de una subjetividad que se fragmenta ante cualquier posibilidad de orden. Aquí, el luminoso y soleado microcosmos hollywoodense, incluye personajes que escriben en sus cuerpos patologías, neurosis y deseos frustrados, y que son acosados por fantasmas cuya existencia es el compendio de sus perfidias. La galería está compuesta por Julianne Moore en primer lugar. Su personaje de actriz impaciente y en decadencia es la versión de las divas clásicas pasadas por el tamiz de signos actuales: a las pastillas, las drogas y las orgías hay que sumarle la frivolidad de un mundo gobernado por las redes sociales y las creencias pseudoreligiosas o sectarias de revista. Su pasado incestuoso y oscuro contrasta con la palidez de un cuerpo que canaliza el dolor y lo acumula en sectores determinados. Por ello, John Cusack, el infaltable gurú espiritual en medio de toda esta gente, le dirá durante tortuosas sesiones “todo se almacena en el muslo”. De manera similar, la insoportable estrella adolescente interpretada por Evan Bird vomitará (literalmente) toda la porquería moral que lleva adentro. Su desproporcionada fisonomía corporal, filmada desde ángulos atípicos, convierte su presencia en un lugar de extrañamiento constante. Robert Pattinson se suma con la palidez vampírica (otra vez) manejando una enorme limousine, al igual que la contenida Olivia Williams, temerosa de que se destape la olla de un pasado morboso. Es decir, en Hollywood podrá haber mucho sol pero los cuerpos y los rostros de sus estrellas son espectrales y contienen las cicatrices de su perversidad. Acaso, el personaje de Mia Wasikowska sea el paradigma de ello, con las quemaduras que oculta en sus brazos y que no son otra cosa que las marcas de una historia personal monstruosa que se traslada a la carne. Y si bien el incesto es una idea que hace ruido en la película, también parece ser una señal liberadora para estos personajes. El tema es hasta donde lo pueden manejar o no. Pero más allá de todo, lo que incomoda y perturba es la naturalidad con que el director muestra el mundo que retrata. A la espectacularidad gore de las mutaciones presentes en sus cintas anteriores de los ochenta y los noventa, esta versión de Cronenberg postula una velada incomodidad que se alimenta a base de posiciones de cámara y planos capsulares. Como buen cineasta contemporáneo, su cine continúa el trabajo de Cosmópolis, con imágenes que se instalan al borde de lo referencial, que han dejado de representar al mundo bajo el mandato de la fidelidad y la empatía con el espectador. De ahí el inquietante extrañamiento que conserva pese a que ha resignado unos litros de sangre.
Matrimonios y algo más “Las mujeres lloran hasta cuando duermen” es una frase que aparece en Kadosh, película de Amos Gitai de 1999 que guarda directa relación con esta opera prima de Rama Burshtein en la representación de las dificultades que aparecen en el universo femenino ante las presiones existentes dentro de una comunidad ortodoxa en sus convicciones religiosas. La situación personal de Gitai (hijo de padres repudiados por sus familiares ultra-ortodoxos por haberse enamorado y relegados al ostracismo) generó críticas encontradas, dado que proponía una mirada impiadosa pero jamás impersonal. Su lugar de enunciación era claro. No se puede decir lo mismo del punto de vista de la directora en La esposa prometida. Queda de manifiesto que está involucrada con el grupo colectivo del cual da cuenta y nunca disimula su pertenencia. Esto genera ciertos aspectos positivos, tales como la propuesta de un registro casi etnográfico/documental de observación y un cuidado en la puesta en escena, signos que logran disimular los tramos argumentales más débiles, cercanos a una telenovela. No obstante, nunca se logra afianzar el lugar de enunciación de la protagonista Shira y si bien esto se traduce como un gesto honesto dada la condición religiosa de quien filma, queda la sensación de que se podría haber ido más lejos. Los primeros quince minutos aceleran la narración para dejar paso al tema central del film: cómo tomar una decisión que parece propia pero no lo es. A Shira le proponen casarse con Yochai, su cuñado, quien ha quedado viudo y con un bebé a cargo. El entorno presiona para que esto suceda y evite que el joven emigre. Le dicen “es tu decisión” pero sabemos, intuimos por las miradas, que no lo es. Sobre este dilema se teje el resto de la historia y la cámara propondrá en qué medida debemos involucrarnos o no con la cuestión, avanzando y alejándose, para establecer también su discurso. Por momentos, el acercamiento es afectivo, íntimo, cuando resalta la fotogenia del rostro de la bella actriz Hadas Yaron; luego, la distancia incorpora un registro más ligado al documental, con una iluminación demasiado exacerbada en una blancura tendiente a enmarcar con un aura a las criaturas que habitan esos interiores opresivos. Los colores no son parte de la realidad de los personajes, más bien configuran el entorno de los objetos, dado que los matices y las diferencias no cuentan en esta comunidad de rituales y prácticas consagradas a la reiteración. Las emociones están contenidas, forman una pared que encierra en cada ladrillo una tragedia personal, obstruida por la adustez de rostros que apenas se atreven a devolver una mirada. Si se mira, si se busca (como en la muy buena escena inicial), es por mandato. La ausencia de una voz más elocuente desde el punto de vista enunciativo tal vez se compense con un momento verdaderamente cinematográfico hacia el final. Tiene que ver con la forma en que Shira procesa su inminente destino. Es allí cuando la sentimos única y humana a la vez.
Honestidad sin concesiones ¿Cómo filmar la agonía sin caer en sensiblerías? ¿Cómo demostrar vitalidad en medio de una enfermedad? ¿De qué forma se puede hacer arte en medio del dolor personal? Estas y otras preguntas se ensayan en ¿Y ahora? Recuérdame, este notable film donde el director Joaquim Pinto, en compañía de Nuno -su pareja de toda la vida-, registra en una especie de diario autobiográfico que jamás se resigna a ser encuadrado genéricamente. La enfermedad del cuerpo se traslada a la enfermedad contemporánea: un mundo que se derrumba en su egoísmo, en sus políticas corrosivas, en la velocidad del capital, en la pobreza, temas tratados con profundidad a partir de una encantadora voz en off que no teme en cuestionar posturas acomodaticias y tranquilizantes. A esa estrepitosa caída, Pinto le contrarresta su entorno cotidiano, la dedicación de su pareja, el amor hacia los animales y hacia la naturaleza, la conservación de la curiosidad, del asombro por seguir descubriendo libros (sí, libros, no citas de citas, como bien dice hacia el final del metraje) con las pocas fuerzas que le van quedando debido a que padece el VIH y la hepatitis C. Sin caer en lo peor del docudrama ni en el espectáculo narcisista, este film demuestra que se puede ser, sin concesiones, creativo, honesto, duro y bello al mismo tiempo.
Como piedras rodando Begin again se llama la película. Su título no despierta demasiadas expectativas pero el que eligieron para el lanzamiento por estas tierras es un verdadero ejercicio de chantaje emocional (¿Cómo una canción de amor puede salvar tu vida?) cuyo único fin es condicionar la mirada y arrinconar la historia hacia los carriles convencionales de una típica historia de amor. Por suerte, nada de esto ocurre. Hay que decir que el director John Carney, el mismo que dirigió Once, tiene una particular sensibilidad para construir argumentos fusionados con música y dar vida a personajes que establecen una química especial. En esta oportunidad, una dupla integrada por Gretta (Keira Knightley) y Dan (Mark Ruffalo), que funciona a la perfección. Ambos son como piedras rodando en una Nueva York que no es mostrada precisamente de forma turística, ya que los grandes momentos, aquellos donde los vínculos se arman mágicamente, suceden en bares, interiores desordenados, callejones y terrazas. Las primeras escenas, con su montaje a base de cortes continuos, arman el caos cotidiano del protagonista interpretado por Ruffalo, un productor vagabundo, demasiado emocional, pero con un oído privilegiado que le ha llevado a consagrar músicos en el sello independiente que maneja con su amigo. No obstante, el presente le juega una mala pasada y es un verdadero inadaptado para los tiempos que corren. Su socio, su ex mujer y su hija se lo hacen saber, aunque él no abandonará los principios que lo hicieron respetable. Es por ello que dice en relación a su lugar de trabajo donde ha sido despedido “era como una zona de guerra; ahora está aburguesado”. Es el primer gesto reaccionario, entre otros, que planteará una alternativa creativa, vital e inyectable frente a la idea de música prefabricada por la industria y que en el film está sugerida con la presencia de Adam Levine, haciendo de estrella promovida por productores inescrupulosos. El pop, el lujo, la forma en que se maneja se contrapone a la delicadeza y a la modestia de Gretta, su novia, quien pronto se alejará obligada de su lado. Todo lo anterior sucede rápidamente para llegar a un instante, de esos que se agradecen como espectador. Ruffalo entra a emborracharse al mismo bar que vimos al comienzo de la película. Es la misma escena pero contada desde otro punto de vista, es decir, la misma canción interpretada por Knightley, pero con el foco puesto en el personaje masculino. Y ahí sucede la magia: se puede perder el rumbo, ser un perdedor, pero jamás un buen oído. La canción escuchada por este hombre desahuciado es otra, cobra vida, se agregan instrumentos y orquestaciones, todos en la mente de Dan, cuyo rostro se colma de deseos por producir a esa joven. El director nos ha brindado uno de esos momentos cinematográficos inolvidables para dar inicio a una relación, de manera inteligente y sensible, para decirnos que lo mejor de la vida también transcurre en bares de mala muerte, en la calles, y que el arte no puede sino expresarse a partir del dolor y de esa sensación de soledad en las grandes ciudades que sólo pueden ser aplacadas con canciones. En este sentido, la mirada de Carney rescata el espíritu comunitario y solidario de un grupo de personas unidas por la misma pasión, el sesgo artesanal frente a un mundo frívolo de pop impostado. Son seres que buscan, que van por ese momento que los determina o cambia su destino, inquietos, simpáticos y molestos. Humanos en definitiva. Se trata de una película con convicciones. Gretta le hará saber a su ex novio, devenido en estrella apagada, que le ha destrozado su canción al someterla a los designios de la industria. Le dirá que una creencia es preferible a un hit. Es otro eslabón en la cadena de muletillas discursivas reaccionarias. Cuando no hay recursos para registrar un demo, la solución es hacer las cosas a la manera de la vieja escuela, esto es, ir en las calles, evitar los condicionamientos empresariales, construir un estudio móvil de grabación. Se trata de una especie de retorno a los primeros tiempos, como si fuera necesario recuperar el aura para enfrentar a la indiferenciada generación de mp3. La tecnología está presente, pero de manera funcional, nunca se impone por sobre las voluntades individuales. Hay una escena maravillosa que resume lo anterior, aquella en que la pareja protagónica camina, comparte música y se enseña sus canciones preferidas. Es un pasaje largo y hasta inusual, pero necesario. Ambos transitan la noche de ese modo y cuando parece que todo va a ir por los carriles más comunes del amor, enseguida se eluden a través de una mirada o un toque de manos que revelan que allí hay, sobre todo, amistad. Jamás se privilegiará el aislamiento y el encierro como formas potables para escuchar y disfrutar de la música. La cámara nunca abandonará con sus movimientos este semblante callejero ni soltará a los personajes. Finalmente, nunca las piezas encajan para todos, porque la vida suele ser así, pero las canciones siguen sonando a pesar de ello y es lo que importa. A no dejarse engañar: la película es mucho más que su título. Knightley está sensual y Ruffalo bailando y poniendo el cuerpo es un verdadero monstruo cinematográfico de los que quedan en la retina por largo tiempo. No se necesitan grandes ambiciones ni discursos ampulosos para hablar del amor o de las relaciones afectivas, sobre todo cuando hay probabilidad de chaparrones, pero se requiere de cierta sensibilidad que no desbarranque, y John Carney la tiene.