Síndrome de estiramiento Un melodrama sin lágrimas, árido, seco, y más bien distante. Así se presenta ante la mirada El pasado, la última película de Farhadi. Con un excesivo guión, que tiene la marca Almodóvar, con cruces delirantes y por momentos, inverosímiles: un divorcio entre Ahmad y Marie; ella, embarazada de Samir, su novio actual, y con hijos de diferentes padres; la mujer de Samir, en coma por un intento de suicidio. Todo junto y todos juntos en un mismo espacio, una casa. No obstante, a diferencia del director manchego, lo del iraní pasa por una morosidad en el planteo y en el desarrollo de las situaciones que lo alejan definitivamente de las excentricidades del otro. Esto no impide que se transforme en un film estirado, carente de pulso, recurrente y bastante mecánico en cuanto a sus procedimientos: plano/contraplano para instaurar desde el principio una lógica dialéctica basada en el contrapunto (que había funcionado muy bien en La separación) y calma/grito para un registro monocorde de Bérénice Bejo en sobrevalorada interpretación. Para que nos demos cuenta de que hay una puesta en escena cuidada, nos brinda un espacio interior, asfixiante, donde el desorden significa desorden mental (¡ah, bien!) y para connotar los problemas de comunicación, al principio los personajes hablan a través de un vidrio y no los escuchamos. Con dos pinceladas de obviedad, Farhadi trata de convencernos de que se trata de un territorio importante. La disfuncionalidad familiar está de moda en el cine y vende bien. Sobre todo si es un culebrón enmascarado de seriedad donde los que deben divorciarse conviven como si fueran La familia Ingalls con reservas. Farhadi se cuida de no quedar expuesto con desbordes emocionales pero su distanciamiento le juega en contra y entonces asistimos a un tedio innecesario y para peor, estirado. Jamás se puede disimular el lastre de un guión que se sobrepone por las cualidades cinematográficas; tampoco el hecho de pretender complejidad infructuosamente en algo tan simple. ¿Será que filmar en Francia, con toda una tradición temática similar, condicionó al director para mostrarse importante? No se pueden negar las virtudes de la dirección de actores ni el manejo de ciertos climas pero, si lo que queda de una película son sólo palabras y dignas actuaciones, algo no funciona.
La subjetividad formateada El empobrecimiento progresivo del imaginario cinematográfico más convencional toca de cerca a varios que dicen ver en Ella “la crisis existencial de un hombre solo en este mundo contemporáneo”, por citar una de las tantas frases aforísticas que el mismo film nos propone. Como dijo acertadamente una amiga, no se puede “dejar de señalar la vocación aforística del guión”. En un momento uno no sabe si está mirando una película que habla del mundo presente o si se encuentra absorto, “leyendo una página de FB. Falta que junto a los subtítulos aparezcan las opciones me gusta-comentar-compartir”. Y esto es, acaso, lo que más irrite: ¿se trata de un síntoma o de una celebración fetichista de los avances tecnológicos? ¿Qué mirada propone el director al respecto con su protagonista (Joaquin Phoenix) dando vueltas en calesita con su celular inteligente, perdido en su condición de onanista informático? ¿El sistema operativo con la erótica voz de Scarlett Johansson invita a pensar que no está mal, después de todo, interactuar afectivamente con objetos? En realidad, Jonze no propone nada, no nos pide distancia, nos dice que el tiempo del consumo ha suplantado al del pensamiento, tanto en sus criaturas de ficción como en el tipo de espectador que modela. En ese sentido, jamás pone distancia del circo al que todos pertenecemos para pensarlo, sino para festejarlo. Y para ello, hace efectiva la famosa frase de Matrix, “bienvenidos al desierto de lo real”, un lugar poblado de pantallas y miradas perplejas, cómodamente adormecidas frente a la parafernalia tecnológica. Si hay algo que falta, son exteriores y cuando los hay, como en la escena paisajística del paseo (pequeño oasis en medio de este desierto), enseguida surge la voz invasiva de Samantha o la música omnipresente para enfatizar que la alegría es una quimera y que el placer se obtiene cantando una canción de cuna o regalando caricias a los celulares. De todos modos, eso no sería un problema si la película se quitara el disfraz de importancia del que se viste, el mismo disfraz que deslumbra a quienes ven este cotillón tecnológico como un ensayo lúcido del presente. El director hace solemne todo: al protagonista (sufriente en esta vida de pantallocracia), a la relación de pareja anterior (con montaje fragmentado como para que queden sólo vestigios de vínculos corporales a los que hay que sacarse rápidamente de encima, no vaya a ser que el espectador recuerde que hay vida), a la forma en que se relaciona con los otros y a la propia experiencia con este sistema operativo devenido en nueva condición humana. La desmaterialización de la vida, lejos de ser pensada, es enfatizada con el velo de seriedad que termina con un personaje perdido entre la frustración y la culpa por aquello que consume y que consume su tiempo, una especie de ser desvelado en un perpetuo mundo de luces y hologramas. Este fenómeno de simulacros humanos no es nuevo; por el contrario, está bastante trillado. También, la idea de la relación hombre/máquina. Tal vez, la innovación aquí pase por el carácter auditivo potenciado en este ser artificial. Como se sabe, a medida que pasan los años, estos aparatos, cuanto más imperceptibles, más siniestros. Así, al menos para muchos cineastas apocalípticos. No obstante, Jonze parece celebrar la posición de esa voz como si de un Dios se tratara, capaz de coordinar la mente y el cuerpo de su interlocutor, sólo que en lugar de dictar órdenes, presagios o revelaciones, lo ayuda a masturbarse o a ilusionarse con una relación amorosa. Evidentemente, los tiempos cambian: de los diagnósticos anticipatorios de Lang (Metropolis), Kubrick (2001: odisea del espacio), Ferreri (I love you) o gran parte de la filmografía de Cronenberg, pasamos a la fiesta ciberespacial de Jonze, con su reducción del sujeto y sus deseos a un dominio virtual. Una fiesta del presente (futuro cercano) donde los personajes de la película profieren frases jugadas tales como “el pasado es una historia que nos contamos a nosotros”, es decir, suprimir el dolor real por la anestesia de los artefactos, vivir alienado en beneficio del objeto admirado. Como decía Guy Debord en La sociedad del espectáculo: “cuanto más contempla menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad menos comprende su propia existencia y su propio deseo”. Esta parece ser la naturaleza del protagonista interpretado por Phoenix: en vez de un ser existencialmente en crisis, con su mirada perdida frente a la pantalla parece un adorno de armario.
Serás lo que debas ser o no serás nada Hay formas y formas de escaparle a la vida rutinaria. La que tiene Woody Grant (estupendamente interpretado por Bruce Dern) es huir de su hogar y de su verborrágica esposa. Así lo muestra la primera imagen de la película antes de que David, su hijo, lo rescate en la ruta. El director Alexander Payne vuelve una vez más sobre la idea del viaje como recurso para desenmascarar identidades y con personajes cuyo dilema pasa por moverse o estancarse dentro del entorno que les toca. En algún punto, el asunto remite a Una historia sencilla de David Lynch. Sin embargo, allí el móvil de la insólita travesía era recuperar el afecto de un hermano; aquí es el dinero. Woody quiere ir sí o sí a Lincoln, Nebraska, porque dice haber ganado un millón de dólares pese a que sus hijos intentan persuadirlo de que es un embuste publicitario. No es un dato menor. Esta pequeña historia de tensa calma se disfruta como experiencia estética (extraordinaria la música de cuerdas que acompaña la geografía desolada fotografiada en blanco y negro) pero también tiene bastante por decir. Lo bueno es que no lo grita ni lo subraya y lo transmite en sutiles pinceladas que se trasuntan en breves diálogos, miradas y pequeñas acciones. Vivir en Billings, Montana, no es fácil. Tampoco lo es en los lugares que los personajes recorren tratando de refundar un sentido para un pasado gris, anodino. Una adorable anciana dice en un determinado momento “sucede a una edad temprana aquí. No hay mucho más que hacer. Estos niños viven mirando traseros de vacas y de cerdos”. Y en efecto, la galería de personajes estáticos que desfilan, impávidos, sólo se concentran en hablar de autos mientras miran un partido de fútbol americano por televisión. No obstante, lo único que quiebra la monotonía es la creencia de que Woody es millonario; es ahí cuando todos se alteran en torno a esa posibilidad. El dinero es el único móvil de salvación pero afrontar que no se lo tiene es aún peor. Nebraska habla también de la dificultad de restituir lo que nunca existió: una familia, el lugar de la infancia, la felicidad. Sin desdeñar el absurdo como vía humorística, detrás de la gracia de los personajes se encuentra el dolor, la frustración de una vida que pudo ser, las cicatrices de una guerra y un cuerpo que apenas aguanta moverse. El único que se apega a la falsa ilusión del padre es David. El sabe que el viaje debe hacerse porque, más que el dinero, hay una cuestión que se vincula con el descubrimiento interior, con la fuga hacia otra realidad menos asfixiante. Para él también es una forma de huir de un trabajo en el que apenas puede vender algo en medio de una crisis galopante. El otro costado de la familia, la madre y Ross, representan la productividad, el ocupar el tiempo. El resto de los personajes se mueven en el terreno del disparate cuando ponen en evidencia sus intereses, pero no dejan de ser muy simpáticos. Así de honesta se muestra la última película de Payne, sin poses manieristas ni excesos de ridículos gags. Con su moderación, conjuga una mirada sobre la vejez pero también sobre los efectos del capitalismo.
Mucha premisa y pocas nueces Hours es el título original de esta película que por conveniencia comercial se estrenó en el mercado local como Horas desesperadas. Sin embargo, el recientemente fallecido Paul Walker es poco convincente y no transmite nunca su desesperación en el rol del padre que debe custodiar la vida de su hija en el hospital luego de la muerte de su mujer en el parto. El lugar ha quedado desierto porque han evacuado a todos debido al huracán Katrina y entonces el protagonista deviene en una especie de náufrago tratando de sostener el respirador de la beba. El film de Heisserer elude la catástrofe y la mantiene fuera de campo, más allá de la presencia de los medios dosificando las consecuencias. Este rasgo, que uno podría juzgar a priori como positivo en tanto y en cuanto se despega de la espectacularidad del género, es sólo un tenue soplo de aire, ya que de inmediato accedemos a una secuencia inicial olvidable. El ladino guión, construido a base de golpes (bajos) de efecto, prepara una situación traumática con la rapidez suficiente para que quede claro de qué va la historia: una acumulación de acciones que anule cualquier atisbo de emoción genuina. En cinco minutos, al tipo se le muere la mujer, su hija está en el respirador y un huracán acecha. Hace que se conmueve, que no lo puede creer, pero no le sale. Esa “actuación seria” de Walker que varios críticos aclaman es candidata a la galería de cosas menos creíbles en el libro de los récords. Se sabe: en el cine el tiempo es materia manipulable, pero si se lo hace mal, los agujeros son gigantes. La cuestión es que el personaje se convierte velozmente en un héroe adusto, náufrago de hospital, que lucha contra el respirador de su hija y se vuelve pragmático en vez de emocional, capaz de proferir a una máquina frases del estilo “estás jugando sucio”. Estamos ante los carriles inevitables de otro trencito industrial cuyo regodeo se hace aún más evidente a medida que avanzan los hechos: el hombre busca el cuerpo de su mujer y Heisserer lo filma como si fuera bailarín de un ballet, con música acorde de fondo. Otra fachada sentimental que dura segundos hasta que la acción se transforme en un imperativo y el héroe vuelva a ser una especie de MacGyver. El problema aparece como terminal cuando los recursos mostrados se agotan y ya no hay nada que no sea previsible, reiterativo y siempre visto en cantidad de historias como esta. Para colmo, unos feos flashbacks más alguna aparición fantasmal empeoran la situación. Hacia el final, la pisada en el acelerador para concluir la historia es tan burda que no ayuda en nada a la pretendida ternura reflejada en la última imagen. Desechable por donde se la mire.
Bienvenidos a Nazilandia Hay un grupo de películas en torno al Holocausto que utilizan la prolijidad y el academicismo estético para moderar, apaciguar el horror de lo innombrable, de lo insoportable. No persiguen, como dijera Daney, “una película justa” sino “una película bella”. Se regodean en cómodos encuadres, agradable música conducida por suaves violines y equilibrada puesta en escena. Algunas van más lejos y centran su mirada en niños, como para que todo sea más efectivo en cuanto a propósitos manipuladores. Esta adaptación del best seller de Markus Zusak no disimula jamás estas intenciones y se muestra así: fría, sin intensidad, sin nervio y superficial. Además, intenta comprarse a los espectadores con una espantosa voz en off (¡de la Muerte!) que desde el comienzo anticipa grandilocuencia e introduce una conexión forzada con los cuentos tradicionales. Una vez preparado el terreno, comienza la historia. Una niña cuyos padres son comunistas es adoptada por un matrimonio de alemanes. La pequeña Liesel incorpora el aprendizaje nazi en medio de gritos teutones e imposiciones, y roba de vez en cuando libros clandestinamente. Es una vía de escape, al igual que las charlas que mantiene con un vecino de la misma edad (variante de alemán bueno). Además, entabla una relación afectiva con un judío recluido en el sótano de la casa que, cuando tiene la posibilidad concreta de escapar, se queda mirando las estrellas encantado (¡!), en una inverosímil escena que destila un tufillo de poesía de tercera mano. Lejos de plantear dilemas morales sobre ciertas decisiones en ese contexto, el film de Percival se mantiene por carriles de una dramaturgia previsible y contribuye (como tantos otros casos) a la intrascendencia absoluta, a sumar otra historia ilustrada de nazis para niños donde la única forma de expresar repudio pasa por escuchar “Odio a Hitler” en boca de dos chicos en medio de un entorno bucólico. Esa es su apuesta máxima, perdida entre tanta corrección. Ladrona de libros es el fiel testimonio de la carencia de ideas en que ha caído el cine industrial a la hora de abarcar el pasado con sus narraciones somnolientas. No escamotea su manierismo propio de estética publicitaria ni sus decorosos paneos de cámara, porque cuenta la historia desde arriba, desde un cómodo lugar de observación cuyo corolario quizás sea el Oscar en algún rubro. De este modo, se podría extrapolar al cine la justa afirmación de Walter Benjamin en Experiencia y pobreza (1933): “El arte de narrar se aproxima a su fin porque el aspecto épico de la verdad, es decir la sabiduría, se está extinguiendo”.
El eterno retorno del reciclaje vacío Luc Besson como cineasta siempre fue un buen publicista con fantasías juveniles. De hecho, Familia peligrosa deviene como una mezcla (un poco rancia, si se quiere) de esos comerciales malos sobre gángsters que se ven en televisión y las ruidosas comedias de adolescentes de señales estadounidenses. Hay dos padres que remiten al primer eje (Robert De Niro y Michelle Pfeiffer, encantadora como siempre) y dos hijos que refieren al segundo. La historia es banal y trillada: una familia mafiosa debe resguardarse en un pueblo de Normandía por haber delatado al resto del clan y es custodiada por el FBI. Repleta de lugares comunes y de estereotipos trillados que aluden a series y films del género en una actitud más predadora que inteligente, incluye también situaciones dialógicas que demuestran las ganas que tiene Besson de ser estadounidense en vez de francés. En su esquema obvio, los yanquis son seres despreciables que consumen manteca de maní y comen mucho, mientras que los franceses son intolerantes y xenófobos. Si bien lo anterior parece encuadrar dentro del género de comedia negra, ni siquiera el humor funciona. Es una lástima porque elenco había de sobra. Hay una escena paródica en la que De Niro asiste a una función de cine debate. Está con Tommy Lee Jones, quien no le pierde pisada como agente del FBI. Supuestamente tienen que discutir una película de Vincent Minelli pero no llega la copia y proyectan Buenos muchachos, de Scorsese. Es interesante el rostro de De Niro cuando comienza el film y uno espera que ese momento dure para siempre. Queremos escuchar el debate, ver qué ocurre pero la torpeza de Besson nos devuelve a su universo a través de elipsis innecesarias y entonces aparecen otra vez sus gángsters publicitarios posando para secuencias que más le deben al videoclip que al cine. La demanda de entretenimiento veraniego podría justificar la visión de la película. También, la sola presencia de la Pfeiffer. Es el único personaje que, por su fuerza femenina, hace honor a algún signo recurrente en la filmografía del director de Nikita, pero hay que ver si su encanto compensa lo cara que está la entrada al cine.
La imagen-cuerpo Es Roland Barthes en esa pequeña maravilla llamada Fragmentos de un discurso amoroso quien entre todas las citas incluye en algún momento a Lacan: “encuentro en mi vida millones de cuerpos; de esos millones puedo desear centenares; pero, de esos centenares, no amo sino uno. El otro del que estoy enamorado me designa la especificidad de mi deseo”. Y más adelante: “han sido necesarias muchas casualidades, muchas coincidencias sorprendentes (y tal vez muchas búsquedas), para que encuentre la Imagen que, entre mil, conviene a mi deseo”. Los primeros momentos de la película de Kechiche muestran el estado caótico, abúlico y desordenado de la joven protagonista Adèle. Los rituales familiares y escolares transcurren en medio de silencios y soledad, con comidas y conversaciones repetidas. Hay atisbos de búsqueda a base de prueba y error en el amor, o más bien en la fuente de goce sexual, pero nada que satisfaga el deseo, hasta que se produce la captura y el personaje queda raptado por una imagen: una chica con pelo azul se cruza accidentalmente en su camino. El deseo se activa como nunca a partir de ese milagro inesperado que parece consolidar la condición sexual de la protagonista. Ya nada será lo mismo. El color azul será el significante privilegiado: es parte del sujeto amado pero también integra la paleta de colores que el director elige utilizar para asociar la idea de tristeza a la imposibilidad de colmar el deseo. Como suele ocurrir, después de la etapa de deslumbramiento, de la exploración embriagante del otro (mostrada con escenas de sexo jugadas y creíbles, con el tiempo necesario para oírlas y observarlas en toda su belleza), viene la incertidumbre, el miedo a la pérdida y Adèle no sabe muy bien cómo sostener una relación que desborda de plenitud. Aparece como sedentaria, inmóvil, perceptiva. El director filma magistralmente ese rostro que mira en medio de fiestas y ágapes, observa el entorno de su amante compuesto por artistas charlatanes o intelectuales pedantes de los que se siente excluido. Entonces, ante la mínima ausencia o sospecha hacia Emma, cae en la convención social del engaño y es ahí donde se despersonaliza y vienen las secuelas: desaparece el teñido azul de su pareja e invade su vida. El abismo se materializa a causa de la desesperación y se hace efectivo lo inevitable: el deseo como la tragedia es aquello de lo que no podemos escapar. La vida de Adèle es una película con cuerpos. La cámara los descubre, los recorre, apuesta a un valor sensitivo. Como gesto es sumamente interesante frente a tanta abulia reinante. Kechiche elige un camino certero, el de restituir al sujeto en la pantalla, en toda su desnudez, sin tapujos, alejado de los mecanismos de representación publicitarios que dominan un gran porcentaje del cine en la actualidad. Logra con ello que sus personajes tengan el encanto de la fotogenia, la naturalidad conferida por una delicada y efectiva iluminación que da como resultado la luminosidad de esos rostros presentes. Todo un trabajo formal que sostiene, como diría Barthes, “un discurso amoroso de una extrema soledad”.
Cotillón rancio Por un lado tenemos a Ahmed Al Hassama, un fundamentalista islámico que es enviado a Buenos Aires como miembro de una célula terrorista; por el otro a David Goldberg, un agente del Mossad, alguien de una implacable sangre fría. Con el contexto del atentado a la AMIA en 1994, Esclavo de Dios de Joel Novoa Schneider es un film que gasta demasiado cotillón genérico para una historia que hace ruido desde el título por su punto de vista tramposo y un peligroso objetivo, a saber: “humanizar” la figura del terrorista. Esta ficción con aires de thriller político es engañosa por donde se la mire, aunque este no sea su principal defecto. Después de todo, buscar en el cine una corrección política para filmar un tema delicado siempre lleva a planteos que se pierden en laberintos ideológicos interminables. Acá, las principales objeciones son estéticas: se trata de un cine rancio, visto mil veces, teñido de sentimientos gratuitos y con un planteo narrativo que se agota en un marcado convencionalismo. Esquemática y maniquea, la historia centrada en Ahmed y David (ya se imaginarán quiénes son los buenos y quiénes los malos a pesar de vanos intentos por disfrazarlo) sobrevivientes a dos atentados que marcaron sus vidas desde la infancia, no resiste el mínimo análisis desde el punto de vista escogido y su factura técnica de colores bien diferentes según la ocasión recuerda a las más comunes y retrógradas historias de acción. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el Festival de Mar del Plata.
Apenas un acercamiento Llamativamente parecida a Boxing Gym de Frederick Wiseman, la película de Víctor Cruz se pretende como un ensayo de observación sobre un gimnasio de Almagro: los protagonistas son cinco boxeadores, que trabajan arduamente en ese lugar. Sin embargo, debo reconocer que se me pierde esa idea de “ensayo”. En Boxing Club no hay un trabajo de campo demasiado riguroso; en todo caso, las virtudes técnicas pretenden compensar esa falta, más desde lo visual que desde lo sonoro, donde queda la impresión de que se podría haber explotado más este último aspecto. Hay un seguimiento bastante neutro en la mirada de algunos personajes que no intenta ensalzar rasgos heroicos, sino potenciar la idea del sacrificio en condiciones precarias. Cuando los recursos son escasos, la voluntad se destaca. En relación a este último punto, el entrenador y su persistencia parecen ser una confirmación de ello. El documental funciona por tramos: por ejemplo asoma algo de vitalidad en un breve pero desopilante diálogo sobre El padrino que se sostiene en un intervalo. Pese a todo, el film nunca despega, y ocurre algo particular: podría durar cinco minutos como seis horas. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el Festival de Mar del Plata.
Un ejercicio discutible Un tono incierto y alguna que otra laguna narrativa son signos que determinan el hecho de dudar sobre si tomarse en serio o no este ejercicio genérico de Verónica Chen. La historia se centra en una joven funcionaria municipal de rasgos orientales que se sumerge poco a poco en la entraña de un grupo mafioso vinculado a la mutación de conejos. Parece al principio, más allá de la fachada genérica, insertar una mirada social sobre la explotación laboral que luego pierde en función de mantener la tensión. Esta pérdida implica, además, recuperar una mitología urbana que ve a los chinos como gente que molesta, que obtiene permisos de cualquier tipo y nos alimentan con porquerías (de ahí a representarlos como conejos amenazantes hay un paso finito y peligroso). La película funciona por momentos pero incluye animación con un propósito, por lo menos discutible. Se anticipan dosis de esta técnica un poco arbitrariamente hasta la secuencia final; allí se devela el verdadero fin de su inclusión: no jugarse por filmar escenas crudas sin perder de vista el verosímil que proponía el film. A pesar de la factura técnica destacada (que no es sinónimo de estar bien aprovechada) y la importante producción, los resultados de Mujer conejo son desparejos.