La memoria en perspectiva Vista recientemente en el 28° Festival de Mar del Plata, llega al circuito comercial Memorias cruzadas, de la brasileña Lúcia Murat, que aborda la temática de los ex miembros de la resistencia que luchó contra la dictadura. Película a la que uno puede discutirle ciertos procedimientos de puesta en escena que hacen un poco de ruido, no discutir la pertinencia, la sensibilidad e inteligencia de Murat para discutir la idea de militancia y de guerrilla en el presente. En la película, un grupo de amigos que participaron de la resistencia se reúnen cuando Ana, quien fuera la líder, se encuentra cerca de la muerte, lo que sirve para que se evoquen aquellos tiempos convulsionados. Independientemente de la postura ideológica de la directora, la riqueza discursiva de sus personajes, el cuidado con el que los trata, sus puntos de vista determinados por diferencias generacionales, ya hacen de este film algo necesario y por qué no, entrañable. Con algunos recursos discutibles (la materialización de la muerte tal vez sea el más discutible), Memorias cruzadas aporta la confrontación de pareceres, de roles, de utopías pasadas, batallas perdidas o ganadas. Estos son temas que se debaten y que invitan a debatirse a partir de lo que dejó la dictadura, en un mosaico fragmentario, de emociones cruzadas, pero que mantiene la idea de afecto, de amor, en un marco de revisión de ideas.
Rescatando al capitán Phillips El hecho de que Capitán Phillips, el último trabajo de Paul Greengrass, esté basado en un caso real o manifieste una cierta voluntad de la cámara para acercarse al registro documental, no lo libera de ser un producto elegantemente empaquetado pero tan previsible en su esquema narrativo que podría ser una historia de robo con rehenes, una lejana película básica del oeste o una odisea donde hay que enfrentar o sobrevivir a algún oponente (natural o humano). Es decir, cualquier historia que no deje espacio para atisbo alguno de ambigüedad o una dosis de matices en la construcción de personajes, y donde lo que prevalezca sea un saber absoluto sobre quiénes son los buenos y quiénes los malvados. Es fácil tomar como excusa, en este sentido, un acontecimiento que sucedió verdaderamente para disimular la intención de repetir al infinito el mismo universo moral y narrativo (que algunos críticos llaman enseguida “clásico” con apresuramiento). Tom Hanks es el protagonista que encarna al capitán en cuestión y que es secuestrado por somalíes luego de que el barco que comanda es asaltado. El director maneja bien los picos dramáticos, la utilización de un único espacio casi asfixiante (el mar de noche sigue siendo aterrador) y la intriga; desde el punto de vista técnico es impecable. Hay que reconocerle la garra empleada para lograr determinados climas. No obstante, es casi imposible no detectar una galería de mecanismos para manipular las emociones a partir de ciertos ideologemas a los que nunca podrán escapar los americanos: el héroe que se sacrifica por la comunidad, que encarna los valores de la patria y la familia como ninguno. Y ese siempre va a ser el problema de esta clase de películas que, pese a ser efectivas narrativamente hablando, nunca relegarán la moralina. Dos o tres líneas de diálogo entre Phillips y sus secuestradores bastan para entender esto, del mismo modo que las escenas donde se evidencian las buenas intenciones del primero para con los otros aún en situaciones de riesgos y humillaciones (acá la verosimilitud que tanto seduce a deslumbrados críticos se va al diablo). Es tan noble Phillips que quiere curarles las heridas a los malhechores, que intenta persuadirlos de que abandonen la empresa y además les cuenta que lleva comida para los pobres de Africa en un gesto humanitario sin precedentes. Sin embargo, el momento de mayor desfachatez discursiva se produce en medio de una peripecia riesgosa y tensa cuando el capitán trata de convencer a uno de los piratas de que se entregue porque es demasiado joven para morir (¡!). Es acá cuando me acordé de Rescatando al soldado Ryan, de Steven Spielberg, y la escena del perdón al alemán; el filme de Greengrass adolece de los mismos defectos: se pretende seria, es pobre discursivamente y disfraza con entretenimiento una moral por lo menos cuestionable. El espectador que pueda digerir eso y se conforme, saldrá satisfecho del cine y aplaudirá el triunfo de la maquinaria estadounidense para vencer al enemigo (los balazos contra los somalíes en el rescate son festejados como las trompadas de Stallone al ruso en Rocky IV; cambian las figuras pero el circo es el mismo). Parafraseando a Borges, “esa película fue hecha para él”.
Cuestión de principios Woody Allen no volvió, porque nunca se fue. Siempre estuvo ahí. Como ocurre con muchos artistas, el problema no lo constituyen las obras sino quienes las consideran y el exagerado énfasis que ponen en enaltecerlas o en negarlas. Durante años, intelectuales se apropiaron de las imágenes del director para ampliar sus investigaciones en sus respectivos campos disciplinarios, lo que contribuyó a crear un aura celestial en torno a su figura que pronto se transformaría en un pesado lastre hasta convertirse hoy en un blanco fácil. Es más, me atrevería a decir que los debates que se disparan a propósito de cada estreno de sus películas encubren una vieja discusión sobre la idea de autor, fundamentalmente cuando el deporte predilecto de cierto sector de la crítica es achacarle al director supuestos defectos tales como repetición, falta de originalidad, saturación, entre otros improperios (la misma suerte corrieron, por ejemplo, Bergman y Fellini hasta que fallecieron) que, dudo, aplicarían a músicos, escritores o creadores de historietas. Son los mismos que pregonan la bandera de la impersonalidad y se amparan en una verdad a medias, a saber, que el cine es un trabajo colectivo. Por supuesto que lo es, pero técnicamente hablando. Detrás hay una idea, un autor (esa palabra que otros tantos convierten en fantasma represivo) que deja sus huellas, que impregna su estilo y que busca progresivamente una depuración a medida que transcurren los años. En el caso de Woody Allen, tal ejercicio acaso pase por trabajar un sentido del relato, una indagación formal sobre lo narrativo, un pasaje de la literatura al cine capaz de transmitir a través del montaje y de la dramaturgia de la puesta en escena los problemas morales y existenciales de escritores como Shakespeare y Dostoievski (principalmente). En este sentido, se podría afirmar que toda su filmografía se dirige hacia ese horizonte, con los altibajos lógicos de quien rueda una o dos veces al año. Ahora bien, cuando los mecanismos funcionan y se disimulan mejor, se produce un equilibrio capaz de controlar dos de los defectos más visibles del director neoyorquino: la desmesura de los personajes que se pretenden como alter ego o el subrayado de los problemas existenciales. No es el caso de Blue Jasmine, película que fluye de manera placentera, producto de un manejo notable del pulso narrativo y del tiempo (desafío a que encuentren varios casos de utilización de flashbacks que salgan bien parados en este aspecto) y que retoma la idea de personajes cruzados, con conflictos existenciales y amorosos, pero creíbles en sus estados de neurosis urbana. Cate Blanchett está fantástica en el papel de una mujer manipuladora y materialista, cuyo mundo se desploma cuando su magnate/marido es arrestado por manejar fondos indebidamente. Esta situación la conduce a la casa de su hermana y es a partir de este momento que la película adquiere desde su estructura y desde los personajes que pueblan la historia un juego de espejos enfrentados. Las intervenciones actorales y los duelos dialécticos no tienen desperdicio. Los mismos están destinados a deconstruir las fobias sociales de una clase media asediada por el consumo y preocupada por soportar a base de pastillas y alcohol las frustraciones ante la imposibilidad de consolidar vínculos que no transcurran sólo por los carriles del dinero. El timing es perfecto y los saltos temporales no afectan el relato sino que lo potencian. Tal concepción de la narración, sumada a las infaltables dosis de humor, parecen aligerar el nihilismo moral tan caro al autor y, sin embargo, no hacen más que acentuar una cierta oscuridad a la visión del mundo que Allen ofrece, sin dejar de reírse de ello. La escena final, con la protagonista sentada, hablando sola, es un claro ejemplo de lo anteriormente dicho: no es más ni menos que la risa del espectador devenida inmediatamente en seriedad. Tal vez, en un futuro no muy lejano, ocurra que las películas justifiquen su cine más allá del personaje que se ha creado en torno a su figura.
Convenciones En Starlet, una joven blonda muy bonita e independiente vive con una parejita a la que le alquila una habitación; allí transcurren sus días entre videojuegos, drogas y con un perrito adorable para la platea. El director Sean Baker nos introduce en ese ámbito con cámara en mano, encuadres incómodos, mucha luz y cortes continuos. Minutos más tarde, recurre al famoso artilugio de personaje que encuentra dinero para forzar la relación con una anciana solitaria a la que la joven se le adosará, para buscar afecto y para no cargar con el peso de la conciencia por haber hallado dinero en un jarrón. La película no supera la medianía principalmente porque resigna su aspecto más interesante, la relación íntima entre dos personajes de diferentes generaciones, para sumar una serie de recursos simplones y trillados, consagrados a dos o tres momentos argumentales que son innecesarios. Uno de los problemas principales del film es que comienzan a abrirse aristas y la historia pretende sostenerse desde diferentes lados: el progreso del vínculo entre las mujeres, el trabajo como actriz porno, la conflictiva pareja, el tema de qué hacer con el dinero, el perrito que se pierde, entre otras subtramas innecesarias. Lo que podría haberse potenciado, el costado más profundo de Starlet, deriva en algo absolutamente convencional. No es que el film se desbarranque pero da la sensación de que el director no confía en ir a fondo en lo que mejor le sale y acuden los típicos clisés dramáticos. Visualmente no se ofrece demasiado; hay momentos donde cierto registro realista se sostiene con garra, pero no parece suficiente. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el Festival de Mar del Plata.
Que viva el amor Tuve la oportunidad de escuchar alguna vez a Arturo Ripstein y a Paz Alicia Garciadiego. Son dos extraordinarios oradores: lúcidos, capaces de contagiar todo el conocimiento que atesoran, de transmitir la aguda mirada que poseen del mundo y del cine. Aquellos que hayan podido seguir sus entrevistas, habrán comprobado cómo destilan sentencias terminales tales como “la vida es jodida” o “me gusta la oscuridad, lo subterráneo y lo oculto”, que jamás son condenadas al aislamiento o al silencio artístico sino que son un estímulo para recrear al melodrama como género y para hacernos saber que, a veces, el infierno es también encantador. Y para eso, contrariamente a los que muchos suelen pensar luego de ver sus películas, hay que ser decididamente optimista. Las razones del corazón muestra una vez más el universo del director, signado por la sordidez, la desolación y la asfixia de los lugares cerrados. No obstante, se advierte (como en sus últimos films) un trabajo de depuración y de mayor obsesión formal: pocos personajes, el sostén de un solo espacio dramático (un departamento), leves movimientos de cámara y el blanco y negro reemplazando el rojo tan característico en toda su obra. El título obedece a una frase de Pascal bastante conocida que se utiliza como epígrafe de esta historia y confirma un procedimiento usual de Ripstein que consiste en leer una fecunda tradición mexicana y popular del género para enriquecerlo intelectualmente. Además de remitir al filósofo francés en su concepción del corazón como alternativa a la razón, la otra referencia es literaria, y se trata ni más ni menos que de la Emma de Madame Bovary, el clásico de Flaubert. Aquí la protagonista es Emilia, una mujer que representa la clásica heroína trágica, desesperada por amor, harta de una vida rutinaria con su marido y su hija, y pasionalmente unida a un amante cubano que no está cuando lo necesita. Producto de esta relación clandestina es la deuda que contrajo y la que le provocará un embargo que funciona como una bomba de tiempo en la trama y en la mente de la mujer. Sin embargo, la adaptación de Garciadiego como guionista es contestataria de la novela, en tanto y en cuanto despoja al personaje de la insatisfacción burguesa y fetichista, para llevarla a otro plano, más popular y reconocible, terrenal, aquel en el que la pasión es un motor que mueve al ser humano hasta las últimas consecuencias. En ese sentido, Emilia es un personaje activo en su desgracia, es capaz de todo e intuye su destino como en las grandes tragedias. Hay un móvil irracional que determina sus actos y que transforma la relación con su amante cubano en el único sentido posible de la existencia. Cuando debe poner en palabras ante los otros (el orden patriarcal y los códigos del machismo) la justificación de su proceder, no escatima en frases directas y sinceras: “no es que no quiera, es que no puedo” o “la vida me duele”. La forma en que hablan los personajes evidencia un magistral manejo de los diálogos a partir del equilibrio entre lo culto (que remite a la tragedia) y lo popular (la experiencia vital), siguiendo en este aspecto a dos maestros con los cuales mantiene filiaciones: Juan Rulfo y Luis Buñuel. En relación con este último, Ripstein ha actualizado y particularizado ese tono esperpéntico de la existencia mexicana, con sus pasiones, delirios religiosos y represiones, una mezcla ideal para el melodrama. Así es que el edificio donde transcurre toda la acción apenas deja entrever algún atisbo de aire hacia el exterior. Puertas adentro se da el choque ente la pasión y el deseo: la claustrofobia espacial deviene en encierro mental y las consecuencias llevan a la fatalidad. Sin embargo, el estallido final, propio de la tragedia, deviene en una lenta agonía donde los personajes masculinos desnudarán sus sorprendentes intenciones verdaderas. La casi inmovilidad de la cámara por esos interiores o pasillos solitarios acompaña la sensación de estancamiento emocional frente a un destino que no se puede torcer. Emilia siente deseo hacia su amante cubano y al mismo tiempo soporta el fracaso de la indiferencia. No se muestra en ningún momento si hubo un pasado idílico, más bien un presente continuo y tortuoso donde las razones del corazón son como la adicción a la heroína: el espacio cotidiano se degrada, se olvida, y la mugre, el alcohol y los cigarrillos canalizan el derrumbe. Lo llamativo es que, pese a todo, el ritmo de la película y su densidad anímica se sostienen a la perfección gracias a las dosis de humor insertas en algunos personajes y diálogos. El montaje, más bien clásico, funciona y es decisivo para disfrutar (una palabra que muchos cuestionarían) este gran melodrama, género que nos dice que el verdadero amor es, tal vez, un caos sentimental.
La clase obrera no va al paraíso, sino a la televisión La primera escena de la película muestra una secuencia notable. Se trata de una especie de boda temática, con pelucas y carrozas, con una puesta en escena que hace acordar a esos mamarrachos festivos donde, por ejemplo, un padre se disfraza de “la bestia” para recibir a su hija “la bella”, que cumple 15, o a los eventos con consignas: “vaya por acá, levántese, baile, siéntese, juegue”, y otras aberraciones imperativas. Garrone nos dice desde el principio “bienvenidos al mundo del espectáculo” en el momento culminante de la fiesta cuando una estrella del Gran Hermano italiano irrumpe y activa los deseos del protagonista, Luciano, y su familia. Son estos los que lo incitan a presentarse a un casting por su carisma y los que luego no soportarán las consecuencias de su persistencia. El personaje se vuelve paranoico a causa de una llamada que nunca llega y transforma su mundo cotidiano a partir de esa frustración, creyendo ver señales en todos lados. Es interesante e incómoda la mirada del director. Nunca se resigna a una visión chata que exponga el modus operandi en sí de la televisión con un ritmo frenético, sino que lo bordea para recorrer los rostros fascinados de los personajes. Es más, la misma noción de espectáculo ya se ha comido al mundo mismo, parece decirnos el ideologema que atraviesa el film. La noción de reality abarca tanto a la sociedad napolitana como al programa de televisión en cuestión. Es bastante sintomático que el casting al que acude el protagonista sea el emblemático espacio de Cinecitta para entender que la televisión hace rato se tragó al cine; es el momento en que uno recuerda los anticipos de la hecatombe: Bellísima, de Visconti, Ginger y Fred, de Fellini o las lúcidas elucubraciones ensayísticas de un Pasolini, a los cuales Garrone actualiza con moderación, pero lleva hasta la consecuencia terminal de entender todo, hasta el más mínimo gesto como parte de un reality. Por ello, también le responde al De Sica de Milagro en Milán: la clase obrera ya no va al paraíso; su mayor ambición puede ser terminar en un programa de televisión. La paranoia de Luciano obedece a sentirse observado; es la misma sensación que genera un mundo gobernado por los dictámenes de las cámaras en cualquiera de sus formas. La identificación de Luciano con el brillo y la pompa que exhala Enzo, la estrella, está hiperbolizada. Se trata de un mecanismo que acentúa el artificio conjuntamente con una estética de colores fuertes, siempre con la intención de relegar cualquier tipo de atención focalizada en lo documental. La marca socarrona de Garrone se intensifica cuando se pretende eliminar la enfermedad televisiva (como al Quijote cuando el cura y el barbero le quieren quemar los libros que lo llevaron a la locura) con el refugio eclesiástico: queda claro que no es más que la sustitución de un espectáculo por otro. La secuencia final lo confirma y la imagen que nos queda cuando la cámara asciende es tremenda: una luz persiste, la del estudio; el resto es un mundo apagado.
El valor de la fuerza humana, los poderes del arte La última película de los Taviani obtuvo un justo reconocimiento en términos generales, sin embargo, los elogios no pueden disimular cierto sesgo racionalista en gran parte de la crítica local a la hora de referirse a ella con expresiones tales como “docuficción”, “proyecto atípico” o “experimento”, los cuales atentan contra la fuerza que tiene y las implicancias ideológicas que conlleva. César debe morir es una libre recreación del Julio César de Shakespeare y está filmada en una cárcel de alta seguridad en Roma, llamada Rabbibia. Allí, los internos seleccionados en un desopilante casting interpretarán la obra ante un auditorio. Esta información la conocemos a los cinco minutos, ya que la primera secuencia es el fragmento final del clásico shakesperiano, en colores. Inmediatamente se abandona (por fortuna) la idea del teatro filmado y se produce un descenso a “la realidad”: el regreso a las celdas. Cambio a blanco y negro, seis meses antes; los preparativos y las etapas ganan terreno para asistir al largo camino hacia el estreno. Se inicia el drama. Uno de los aciertos notables es la actitud política que la película evidencia en términos de adaptación cinematográfica, metiéndose nada menos que con una larga tradición de fiascos basados en la obra del gran dramaturgo inglés, más apegados al texto literario que a las posibilidades fílmicas. Los Taviani son lo suficientemente inteligentes como para potenciar en esa cárcel (que es un mundo también) los recursos con los que trabaja el cine para trasladar la fuerza del texto dramático y traducirla con imágenes. En este sentido, la idea de espacio escénico se multiplica y se enriquece en un juego de ensayo y performance constante por los pasillos, las celdas, los descansos, la biblioteca y el patio, filmados desde diversos ángulos. La secuencia de la muerte de César es el punto culminante de este procedimiento y es la concreción de lo que uno siempre hubiera querido ver en pantalla (¿cuánto habría evolucionado la relación entre la literatura y el cine si hubieran proliferado mucho antes películas como ésta y no ilustraciones para conquistar mercados?). Qué mejor espacio que la cárcel con sus paredes sucias, sin decorados estridentes, que la misma experiencia de los que habitan circunstancialmente ese lugar, para actualizar a Shakespeare, para destacar su vigencia y su humanidad, frente a tanta perorata de guiños cultos y solemnidad de voces altisonantes. Tal vez, con el correr de los siglos, nos dimos cuenta de que lo peor fue sacar al genial William de las calles. Calificar lo anterior como “una suerte de experimentación” es escamotear la honestidad política de la película, lo que nos está diciendo en relación al camino que puede tomar el cine sin necesidad de quedar en un rango inferior ante la literatura, aceptando que son lenguajes diferentes. La otra cuestión pasa por lo genérico. Los críticos dedican gran parte del tiempo a consagrarse a los rótulos (que docudrama, que docuficción) y algunos manifestaron cierta incomodidad en aquellas escenas donde los presos actúan de sí mismos. Así, por ejemplo, mientras descansan por la noche, se activan sus pensamientos (monólogos) sobre experiencias vividas. No deja de ser un dato menor porque si bien hay aspectos en la película que dejan colar el peso de lo real (carteles con los nombres y las condenas), en todo momento el artificio se hace presente: los personajes miran a cámara, son conscientes de ello, los espacios cotidianos se resignifican para que la intensidad dramática no se pierda y la misma cárcel va cediendo su condición para transformarse en un universo estético con reglas propias. El mismo desarrollo de la preparación de la obra se condice con los momentos climáticos de una tragedia. Por ende, no hay necesidad de preocuparse por los límites entre la ficción y el documental, porque la película se conecta con el tópico barroco del mundo como teatro y es clara en su voluntad por desdoblar los niveles de representación para tal efecto, y para acentuar un continuo transcurrir onírico, como si se tratara del Segismundo de La vida es sueño reencarnado en todos esos seres. Por último, se podría hablar del gesto más noble, el que involucra repensar la cárcel como una institución perfectible, donde el arte también sea una vía de escape, de salvación, o una práctica guiada por un sentido democrático y colectivo. Uno de los personajes dice hacia el final (también actuando): “Desde que conozco el arte esta celda se ha convertido en una prisión”. La sentencia se vincula con un ideologema de los directores: vivimos en una época donde debemos ser conscientes más que nunca del valor de la fuerza humana y del poder revolucionario del arte. A continuación, para contrarrestar la mirada resignada del presidiario, nos enteramos en los créditos finales de un pequeño pero hermoso triunfo: muchos de ellos han publicado libros o han estudiado teatro, es decir, han podido expresarse, gritar su humanidad. Es el único momento real que importa.
Antes de la tormenta Por Guillermo Colantonio (@guillermocolant) “Mi mujer y yo fuimos felices 25 años. Esa es la edad en la que nos conocimos”. La frase pertenece al director, actor y guionista francés Sacha Guitry. Tiene esa combinación de humor y desencanto que provoca cualquier reflexión o balance de lo que significa una vida en pareja sostenida a lo largo del tiempo. Bien podría aplicarse a Antes de la medianoche y a los jugosos diálogos que los personajes sostienen mientras caminan en Grecia, por el Peloponeso, juntos, de vacaciones pero con dos hijas en común y un adolescente (el hijo de Jesse) que regresa a Chicago. La primera escena confirma la habilidad del director en el manejo de las elipsis narrativas: sin contaminaciones ni recursos innecesarios, comienza a fluir la película con tres o cuatro planos elocuentes. Estamos nuevamente con Celine y Jesse, esta es su situación en la actualidad. La utilización del espacio y de los colores fue una marca expresiva de los dos films anteriores y aquí no se da la excepción. La elección de Grecia con sus ruinas (sin que ello resulte una asociación desmesuradamente obvia) es el lugar de la tragedia y del desgaste de la pareja. La ciudad nunca es una tarjeta postal y, en todo caso, envuelve a los protagonistas para contextualizar el peso de sus conversaciones, nunca se sobrepone ante ellos. Un ejemplo notable se puede advertir en el maravilloso paseo que realizan camino a un hotel donde pretenderán descansar de sus hijas, cuyo trayecto está rodeado de ruinas y atractivos culturales. La cámara jamás suelta a los personajes (y por ende a nosotros). En sus intercambios verbales vuelven a reflejarse aquellos atributos que conocíamos de las versiones anteriores: son cultos, inteligentes, curiosos, simpáticos y honestos. Pero claro, ha pasado el tiempo y el contenido de lo que dicen se va oscureciendo, sin dramas exacerbados, pero con la tensa calma que precede a una tormenta. En este sentido, Linklater elige para esta película el predominio de una tonalidad azulada para generar ese ambiente de nubarrones (¿inesperados o lógicos?) que no es otro que el de enfrentar a la rutina. Y es aquí, donde se produce una inversión del sentido de nuestra espera, ya que de la ansiedad que nos embargaba en las películas previas por saber cuál iba a ser el momento en que sus cuerpos se encontraran, ahora la misma espera se resignifica hacia otro interrogante: cuál será el momento en que se alejen. La solución es fantástica. Llegan al hotel, parece que van a tener el sexo que siempre deseamos que tengan y terminan en el diálogo más desolador y sincero que podrían haber tenido, un cruce dialéctico que gana tanto en intensidad como en crudeza, sostenido con una inteligencia capaz de equilibrar los lugares más comunes (reclamos machistas y feministas) con la gracia y humanidad de los personajes, más creíbles que nunca. Antes de la medianoche es también, como sus predecesoras, una película sobre el tiempo. Todos recordamos el tren donde se conocieron, los relojes que marcan el paso de las horas previas a la despedida, la novela escrita por Jesse (This time) y el encanto de Celine interpretando Just in time de Nina Simone. Aquí también el paso del tiempo se tematiza, pero Linklater es coherente en la forma que lo trabaja para no perder conexión alguna con los encuentros previos: han pasado nueve años nuevamente, se siente el transcurrir de la vida, el recuerdo del primer día se torna más triste que nunca por lo que no va a volver a ser y debe reinventarse, y la angustia por los segundos que pasan aparece nuevamente, pero en este caso, para imaginar cómo se será de viejos, cuánto falta para la muerte y para el final de la pareja. Lo interesante es que la astucia compositiva de los guionistas (el director y los dos actores) hace que la densidad de estos temas fluya a través de diálogos que le quitan dramatismo en el momento justo, más cercanos a una sensibilidad poética y cotidiana que a solemnes elucubraciones de filosofía impostada. Parecen decirnos Jesse y Celine que se puede hablar del amor y de las crisis personales sin exhibir lágrimas fáciles. En todo caso, nos hablarán del amor como un trabajo, una lucha constante. Si antes nos preguntábamos ¿por qué no se juegan?, ahora que lo han hecho, el gran desafío es cuánto durarán. El otro aspecto en relación con el tiempo pasa por la forma en que fluye la película. El virtuosismo del montaje apenas perceptible y las elipsis ayudan a salvaguardar la idea de un eterno presente, la ilusión de la narración en tiempo real. Nuevamente, se nos sumerge en el tiempo de la ficción, coincidente con el de la película. Y si hay algo que Linklater consigue frente a tanto espectador ansioso e inquieto ante la falta de explosiones mediáticas y efectos especiales, es mantenernos en vilo casi dos horas con la gracia de los dos actores/personajes (a pesar de la desilusión que pudo haber causado el final en algún desprevenido). Si la vida es “un conjunto de pequeños dramas que todos juntos no constituyen más que una comedia” (retomando a Guitry), el final de Antes de la medianoche confirmará el aforismo. Todo dependerá de si miramos para el lado del drama o el de la comedia, entonces, la tormenta arrasará o será pasajera.
La procesión va por dentro Aún con la posibilidad de cometer errores, me animaría a decir que las mejores películas con nombres de personajes en los títulos son aquellas que apuestan por las apariencias, la ambigüedad y la sobriedad interpretativa. Si es así, Bárbara se suma a dicha galería. La película de Petzold es fría, adusta y despojada, digna representante de la poética del distanciamiento, lo cual habla bien de ella. La protagonista (excelente Nina Hoss) compone un personaje gélido, para dar vida progresivamente y sin sobresaltos a una médica expulsada de Berlín a un pueblo apartado en la República Alemana Democrática de 1980 por solicitar un pase hacia la parte occidental. Eso le valdrá el control asfixiante de la policía secreta mientras desempeñe sus funciones en el hospital. Allí conocerá al doctor Andre, con un pasado oscuro producto de una negligencia encubierta y con un presente enigmático, ya que juega el doble papel de interesado en Bárbara y sospechoso de colaborar con el régimen. A medida que la trama avance, otras historias se irán sumando sin que ello altere el hilo central del relato. Tras la fachada genérica de un thriller, Petzold se anima a escamotear toda la información que puede. Ciertos detalles en los personajes secundarios ayudan a encontrar algunas dosis discursivas que reivindican la memoria como un aspecto clave para pensar el futuro de un país desbordado por la locura y dividido por un absurdo muro. El director alemán construye su film desde la reticencia, que nunca es sinónimo de descuido. Jamás subraya el contexto ni exacerba sentimientos. En todo caso, confía en el espectador capaz de evitar la empatía inmediata para pensar en aquello que ve en pantalla. No hay lugar para exabruptos ni explosiones emocionales en ese universo cerrado a la prohibición, la paranoia y el acoso. Es una elección verosímil, puesto que el horror que esgrime cualquier régimen totalitario a partir de sus silencios obligados demanda que la procesión vaya por dentro. Eso es lo que se percibe en la protagonista: apenas unos gestos, cigarrillo en mano y una esporádica sonrisa, es decir a unos cuantos años luz de una femme fatale, pese a su cabellera rubia y su interesante porte. Los colores que elige Petzold para sus ambientes son luminosos, vivos, y contrastan con la opacidad de las almas de sus criaturas. Además, no escatima en la búsqueda de belleza en aquellos planos sobre paisajes exteriores y con un uso magistral del sonido. Una de las escenas finales en la playa, acaso sea de lo más bello que se ha visto últimamente en el cine. Gracias a estos momentos, verdaderamente cinematográficos, independientes de la temática y el registro por los que se juegue, Bárbara es un ejemplo estético que con pocos elementos y apariencia mediana, se hace grande.
Los trucos del chanta perfecto Hay cineastas que a lo largo de su carrera depuran virtudes estéticas plasmadas ya en sus óperas primas; otros, develan progresivamente, con mejores o peores resultados, miserias. Las películas más resonantes de ese seductor experimento publicitario llamado Dogma 95, La celebración, Los idiotas, de Vinterberg y Von Trier respectivamente, fusionaban temas “pesados” con propuestas formales que sacudían las mentes bien pensantes de varios críticos. Parecía un momento saludable en medio de tanta parquedad monocorde. No obstante, se advertía entonces una delgada línea entre la honestidad de un programa estético y la mera manipulación; en otras palabras, la sospecha del “chanta talentoso”. El caso de Von Trier al respecto es sintomático: Contra viento y marea fue el comienzo de una estrepitosa caída por los caminos del sadismo disfrazado de importancia. Caníbal de Dreyer, el infante terrible del “nuevo cine danés” nunca tuvo empacho en someter a sus heroínas a los más míseros tormentos, en proponerles un mundo cerrado al sufrimiento. Vinterberg recurrió a formas más solapadas pero con la inclusión de temas delicados tales como el abuso sexual, la caída familiar y la hipocresía de una comunidad consagrada a rituales herméticos. Esta última incursión, La cacería, bien podría emparentarse con la figura del “falso culpable”, tan cara a Hitchcock como a Fritz Lang, pero a diferencia de la mirada sutil sobre la sociedad americana que proponían éstos, el director nos ofrece aquí el calvario del profesor Lucas, acusado injustamente de pedofilia por la pequeña hija de su pareja amiga y las consecuencias que ello genera, sin ninguna tela que medie para sobrellevar el dolor por la injusticia, con momentos, inclusive, que rozan lo inverosímil a juzgar por cómo se encadenan las acciones. Hay que subrayar la palabra injustamente porque como espectadores no se nos da otra opción. La forma en que se construye el punto de vista nos cercena cualquier incertidumbre y sabemos que el personaje es y será inocente, por lo tanto, nuestro destino es compartir su martirio (plagado de crecientes humillaciones). Uno advierte talento en la manera en que filma Vintenberg y dirige a sus actores (excelentes todos), pero es como si se esforzara en subrayar su omnipresencia a la hora escenificar una crueldad para que la padezcamos como tal. Eso sí, jamás dejará de decirnos que este mundo es un perpetuo sufrimiento, necesario. En este sentido, las referencias cristianas y las alusiones moralizantes están a la orden del día: el protagonista (sagrado entre los niños que cuida) se sacrifica a las humillaciones de la comunidad con una pasividad por momentos irritante, pone la otra mejilla y no guarda rencor absoluto por lo que le hicieron. Es decir, humanamente como personaje es indigerible. Además, analogías obvias que no requieren esfuerzo alguno de interpretación: la cacería animal como símil de la que se hace con Lucas o la costumbre de la niña de no pisar las marcas del piso, análoga a no traspasar ciertos límites en la vida. De este modo, la óptica desde la que se cuenta la historia se centra en la idea de sufrimiento (del héroe y del espectador) sin ningún matiz, o atisbo de ambigüedad en el planteo. Este ejercicio de manipulación revestido de importancia (que seguramente generará discusiones extra cinematográficas) carece, inclusive, del encanto de la provocación de una película como La celebración (con justas dosis de humor) y se ahoga en lo predecible. Su punto de partida parece ser el del lugar seguro de conducir al espectador a un único sentimiento, el de la emoción piadosa frente al castigo (¿divino?). El problema no radica en la elección de mundo que propone Vinterberg, sino en su sadismo gratuito y en la oportunista selección de temas que, de por sí, ya anticipan un cierto resguardo para no caer al precipicio.