Un café tibio El cine de Potter es como un café tibio. Se toma rápido y se olvida pronto, o directamente se lo desecha. Esta película, sin embargo, es más inofensiva y en todo caso disimula mejor los vicios de la realizadora inglesa: feminismo básico de manual (donde los hombres son muy tontos y las mujeres muy sensitivas e inteligentes), una supuesta independencia formal que se diluye rápidamente y una cierta tendencia a la falsa calidad. Los dos personajes cuyos nombres se leen en el título son adolescentes que crecen como pueden en Londres durante los sesenta. Potter se esfuerza por mostrar que detrás hay una directora y brinda una primera hora bien física, cerca de los rostros, de los cuerpos, desenfocando los fondos y acentuando la fotogenia de las jóvenes, principalmente la de Ginger, interpretada por Elle Fanning, quien se muestra espléndida y misteriosa en el rol que le toca, sobre todo, cuando sonríe. Si bien el film no se distingue de cualquier otro que haya explotado antes la veta del aprendizaje y del descubrimiento sexual, parece interesante, en primera instancia, la forma en que se derriba el mito de la felicidad y de la libertad de una década casi siempre mostrada desde un optimismo consagratorio. Es así que las dificultades que las dos amigas padecen en sus vidas hogareñas, estallan en sus pretendidos roles activistas en contra de una virtual guerra nuclear. La confusión es verosímil y Potter cree conveniente mostrarlo a través de una tensión entre encuadres incómodos con planos cerrados y descansos lumínicos con planos generales más cercanos a un aura que envuelve con sus claros a las protagonistas. Esta saludable idea de llevar una historia personal a un plano político, se pierde lamentablemente con la innecesaria filtración discursiva a través de la radio y las líneas de diálogo de los personajes acerca del desastre mundial inminente. A la subrayada reconstrucción de época, se le añade una desconfianza progresiva en el potencial de la pareja en cuestión, y ahí vuelve a aparecer lo peor del cine de la directora: los hombres vuelven a ser tontos y culpables, terminan pidiendo perdón por sus pecados y las mujeres ingresan en el ansiado mundo de la telenovela rosa con sus conocidos clisés (cruces amorosos prohibidos, embarazos, celos, reproches). Es decir, más de lo mismo. Un párrafo aparte merece Elle Fanning. Con su roja cabellera dignifica la pantalla. Su mirada y la sonrisa que esboza por segundos en cada escena, justifican tomarse el café al que se hizo referencia en la primera línea.
Una idea que se agota rápido En Planetario, de Baltazar Tokman, siete familias de distintas regiones del planeta son unidas en el registro del film por una costumbre: en todos los casos los padres han filmado a sus hijos obsesivamente desde el día de su nacimiento. Tokman los convoca, entonces, para que continúen haciendo ese trabajo pero esta vez bajo pautas nuevas, que son puestas por el propio director del film. Planetario es un representante de un cine que manifiesta un síntoma preocupante: falta de riesgo y complacencia con ciertos modelos de narración y de representación que tienden a las ideas de familia, relación amorosa e infancia, si se quiere, pero desde un marco estabilizador afectivo. Y además preocupa por su falta de solidez formal, disimulada con el montaje de registros fílmicos caseros tomados de distintas familias alrededor del mundo (tal como reza la advertencia inicial). Lo que vemos es muy poco; lo que sostiene la película son los disparatados relatos, poderosos en su oralidad, con instancias de enunciación más creativas (en su afán por contar historias) que la figura de director que está detrás de todo el proyecto. Los problemas que surgen son varios. Primero, el carácter monótono de la propuesta que, lejos de hacer interactuar productiva y dialécticamente los materiales con los que trabaja, los expone en una sucesión efectista que se agota con rapidez. La prueba está en que se nota que no puede cerrarse el concepto y podríamos seguir los testimonios, como su inclusión, hasta el infinito. Luego, las ideas en común giran siempre en torno a la tranquilidad del espectador, a la empatía buscada con las criaturas (literalmente hablando) más allá de su calidez y gracia. Si se indaga en las situaciones expuestas, todas concluyen en la fórmula institucional de la pareja como sostén hogareño. Muy poco de reflexión sobre el fundamento de filmarse y un feo aroma a multiculturalismo.
El silencio es oro Tabú coquetea con un procedimiento que ya se transformó en un cliché del cine contemporáneo de autor, a saber, la idea de la película partida en dos. Su estructura, sin embargo, no es un recurso arbitrario y, en todo caso, favorece un triple proceso de inversión: cómo contar una historia alterando los carriles lógicos de lo normal, cómo hacer crecer un personaje a medida que rejuvenece y cómo recuperar una idea de cine extinta (para la mayoría) sin resignar el poder de la palabra. En primer lugar están las posibilidades del relato. Hay una historia de amor contada con total libertad. Las imágenes en un precioso blanco y negro son acompañadas por una hipnótica voz en off, irresistiblemente poética, que mantiene un hilo narrativo a la vez que reivindica las viejas anécdotas de exploradores como las antiguas leyendas tribales. Se trata de un terreno que es reforzado con las referencias librescas (la sirvienta que lee Robinson Crusoe) y la división de los días como si fuera una especie de diario íntimo, donde no son simples separadores sino que fluyen casi en forma imperceptible. Mientras asistimos al misterio de Doña Aurora luego de su muerte, contado por su amante, Gomes tiene en claro que la necesidad de narrar es inherente al lenguaje pero que en ningún caso es sinónimo de celeridad. En este sentido, hace del cine una experiencia placentera donde el goce no es inmediato, sino que es el resultado de un trabajo. El director no devela burdamente los mecanismos que utiliza, por eso puede causar desconcierto pero jamás indiferencia. Dentro de los caminos atípicos, la construcción de los personajes también obedece a una sutileza destacable. En la primera parte, asistimos a los últimos días de Doña Aurora, una mujer mayor en crisis con su hija. Es sólo la preparación para la segunda parte, donde el personaje se agiganta a partir del registro íntimo y personal del narrador que establece una relación entre la memoria y el tiempo donde los recuerdos se confunden para intentar darle forma a su historia de amor. Este proceso evolutivo se contrapone con la desaparición de Doña Pilar, la mujer que comienza a dominar el relato de la primera parte, vecina de Doña Aurora, un ser solitario y melancólico que deambula por una Lisboa espectral, y que luego desparece de la película. Gomes juega con la idea de personaje e invierte la lógica constructiva todo el tiempo. Por último, una actitud netamente política que hace a un ejercicio de resistencia cinéfila y que involucra al tercer procedimiento aludido en el primer párrafo de esta reseña. La palabra tabú del título, además de ser una clara referencia intertextual con el famoso film de Murnau y Flaherty, es también la imposibilidad de hablar hoy de un lenguaje (mal) considerado para muchos como extinto. Me refiero al cine silente y su ineludible legado. Gomes establece un nexo temático como formal. Desde el prólogo, los personajes gesticulan actualizando aquella época y las palabras ceden el terreno a las imágenes progresivamente. La escena de Doña Pilar, sola, en una sala de cine, es todo un síntoma de la desaparición de un espacio social, un paraíso perdido tal como reza el título de la primera parte. En cambio, la oscuridad es reemplazada en la segunda parte por el verdadero paraíso, el territorio del cine silente, un campo de claridad fotográfica y de absoluta libertad donde la música (atemporal, como en los grandes films) y las diversas capas de sonidos ponen el acento en la potencialidad de una película que no necesita de las palabras indefectiblemente. Las intervenciones del narrador son, en todo caso, como intertítulos. Es por ello que el film revitaliza una forma que se cree muerta y lo hace con amor (contando una historia de amor).
Dios salve a Hitchcock Decían que 2012 era el año de Hitchcock. La realización de dos películas centradas en momentos cumbres de su creatividad (The girl y este bodoque) animaron tal hipótesis y a juzgar por los resultados hay que decir que hubiera sido mejor dejar las cosas como estaban. Ninguna de las dos aprovecha la riqueza del director. La primera puede ampararse en el hecho de que es un telefilm; la segunda no tiene excusa. Sacha Gervasi hace una película horrible que no logra captar ni por un segundo el clima de las obras del maestro y sólo se concentra en si miraba o no a las rubias con las que trabajaba (¡como para no mirarlas!) o en desnudar aspectos “misteriosos” de su personalidad. En realidad, se enfoca en los vericuetos durante la filmación de Psicosis pero nunca escapa a la archiconocida teoría del conflicto central: el héroe que se enfrenta a los obstáculos y finalmente triunfa frente a sus adversarios. El presupuesto que la sostiene es verdaderamente básico e inoperante: creer que lo más interesante es el amarillismo que se puede explotar a partir de las contradicciones de un artista. Se suma así a una larga tradición de películas condenadas al olvido. Por otro lado, se insiste sobre una de las ideas más inútiles de la historia de este arte, es decir, la actuación mimética. La interpretación de Hopkins (que desde Lo que queda del día, nunca volvió a actuar bien) está al borde de lo insoportable (más cerca de Aldo Camarota que de Hitch). Los rasgos físicos son tan ridículos como sus movimientos, y la voz impostada carece de cualquier rasgo de verosimilitud. Por otro lado, la opción estética de colores chillones, más cerca de la publicidad que del cine, no suman nada respecto de Psicosis y de los aspectos visuales fotogénicos en blanco y negro del clásico film. Uno se pregunta cuál es el móvil que opera detrás de esto y la única respuesta que se me ocurre pasa por considerar el lado más elemental del voyeurismo, aquel que se nutre de las llamadas biografías no autorizadas o los escándalos de E! Entertainment Television. La supuesta reivindicación que muchos quisieron ver de Alma Reville, su mujer, una montadora excepcional, en la piel de Helen Mirren, no es más que un ápice de inspiración en medio de un camino plagado de signos faranduleros. Es esta clase de películas las que reivindican cierta mirada de psicoanálisis burdo y hacen honor a libros como el de Donald Spoto, Alfred Hitchcock, la cara oculta de un genio, tendiente a reivindicar aspectos biográficos cuyas páginas se reducen, más allá de datos interesantes, a que al director le gustaban las rubias y sufría por ello. Frente a esto, casi como un acto de resistencia, me atrevo una vez más a disfrutar un libro que celebra el séptimo arte, El cine según Hitchcock, de alguien que amaba la profesión de director, Francois Truffaut. Y por supuesto, recomendar unas cuantas veces más las películas del maestro inglés para invertir mejor el tiempo.
Vamos juntos a la par Puede que a las películas de Paul Thomas Anderson le sobren minutos pero jamás ideas como para justificar su condición de autor cinematográfico, sin caer, claro, en la araña fantasmal que dicha noción suele atraer. Allí están los films para confirmar una serie de rasgos temáticos y formales que lo posicionan como uno de los directores norteamericanos más originales e interesantes de la actualidad. The master no es sólo una exquisita galería de actuaciones memorables sino una suerte de depuración estética respecto de trabajos anteriores, a la vez que una enriquecedora lectura de la tradición, con mirada propia. De sus relatos corales, donde la figura de grupo operaba con fuerza en tramas novelísticas abiertas (Hard Eight, Boogie nights, Magnolia) al estilo de un Robert Altman, pasamos a la actualización de la comedia absurda de un Jerry Lewis (Embriagado de amor), como a esa especie de megalomanía característica en el Erich von Stroheim de Avaricia (especialmente visible en Petróleo sangriento), hasta esta última producción, deudora, en más de un sentido, del cine de John Huston (siempre presente en los rezagados del éxito, fuera de tiempo). Pero si algo comparten las dos últimas es el recorte de un par de personajes para dejar como fondo siempre la idea de grupo. The master se basa en el líder de la cienciología, esa secta de elite que le saca dinero a las estrellas hollywoodenses; lejos de someterse a los designios de lo biográfico o de la contextualización histórica explicada (apenas se filtran algunos datos a través de radios), Anderson se concentra principalmente en la relación que el personaje de Seymour Hoffman sostiene con un inadaptado, un fuera de ley y de todo orden establecido, interpretado magistralmente por Joaquin Phoenix. Luego de un prólogo acelerado por el montaje de imágenes poderosas (recurso caro al director), la película nos embarca en la particular afinidad de estos dos seres que parecen predestinados a ser las dos caras de una misma moneda, como si se conocieran de toda la vida. Ahora bien, desde un principio, el mismo vínculo de atracción/repulsión que mantendrán se traslada al juego del director con el espectador, capaz de quedar subyugado por las hipnóticas imágenes en pantalla pero sin lograr una empatía absoluta con los personajes. En este sentido, la habilidad de Anderson radica en construir una poética de distanciamiento en la forma en que mira (y nos muestra) a sus criaturas como en la música que elige para acompañar los tramos que parecen ser de mayor tensión. A esto hay que sumarle la duración por momentos extendida de cada plano, o los efectos de repetición en los duelos dialécticos y corporales a base de tortuosos interrogatorios, propicios para generar una sensación de incomodidad aún cuando la estética visual sea deslumbrante. En relación al conflicto, hay un tenaz descentramiento, basado en líneas de fuga narrativa emparentadas tal vez con el movimiento de las olas en ese mar irresistible del comienzo o las huidas en moto por el desierto en una instancia culminante de la historia. Que el conflicto no sea el centro es la manera de insistir con el conocimiento mutuo de los dos personajes en un trabajo notable sobre lo vincular: la sensorialidad animal de uno frente a la conflictiva espiritualidad del otro. No hay espacio para la razón en este encuentro; ambos son embusteros: uno con los tragos que prepara, el otro con la falsa prédica. Comparten las prácticas impulsivas, improvisadas, y tienen también su encanto hacia los demás, hasta el preciso momento en que develan su extraño proceder (dos escenas memorables al respecto: Phoenix como fotógrafo que desata su violencia contra un cliente y Seymour Hoffman derribando el mito de sus ideas de líder sectario ante una curiosa Laura Dern). La relación maestro/discípulo es retomada por Anderson en The master como si fuera la resultante de fuerza irracionales, predeterminadas, y escenificada en el encuentro de palabras y cuerpos hasta límites casi inaceptables. La cámara enaltece a los personajes con contrapicados, mantiene la distancia para los juegos afectivos y se acerca para sus contiendas verbales como físicas, pero jamás los desprecia. Por ello, es una mirada atenta, que nunca suelta al espectador, sin necesidad de manipular explícitamente. No obstante, más allá de la riqueza en el armado de climas como en la construcción de los personajes, existe un componente residual ligado a la sensación que deja el film y que se liga con la naturaleza del dispositivo cinematográfico en tanto mecanismo capaz de generar marcas oníricas. The master pertenece a esa clase de películas donde la tensión entre el registro de lo real y el rasgo alucinatorio conviven en el mismo campo, al punto que ciertas formas visuales y sonoras quedarán insertas en las retinas/oídos por largo tiempo. Un misterio, difícil de explicar, que se vivencia con las grandes obras.
Pensar el cine (Atención: se revelan detalles decisivos de la trama y de su resolución) No es casualidad la elección del título para esta reseña, perteneciente a un lúcido y enriquecedor análisis de Alan Badiou sobre “El cine como experimentación filosófica”; tampoco es azarosa la relación que se pueda establecer entre Haneke y la filosofía, a juzgar por su filmografía y la atenta observación que hace de los comportamientos sociales contemporáneos. Es por ello que pensé su último film, Amour, en función de algunos conceptos del pensador citado, ya que la película plantea desde el vamos “una situación filosófica”, es decir, “una relación entre términos que, en general, no mantienen relación alguna”. ¿Cómo entender sino los actos de amar y de matar como posibilidad conjunta? No hablamos aquí de la mitología romántica trágica del acto en cuestión; hablamos sí de una pareja de ancianos burgueses encerrados en una casa y de la decisión crucial de uno de ellos frente a la enfermedad del otro que pondrá los pelos de punta a más de uno, sobre todo por la forma en que sucede. Pues bien, dicha elección nos conecta indefectiblemente con el terreno de la especulación filosófica, puesto que nos pone ante la dolorosa realidad de que un acto individual en circunstancias especiales puede ser determinante ante las leyes del matrimonio y lo que dicta la sociedad e incluso la religión, y lo que es más escandaloso, puede ser también un acto de amor. Bienvenida la discusión, entonces. Desde el principio, Haneke juega con esta idea de aparentes irreconciliables. La primera escena muestra movimientos de gente que entra a los golpes y que descubre un cadáver. Inmediatamente, aparece el título a secas, en ese contexto de ruidos y de muerte. Es parte de la planificación moderada de un montaje casi invisible que prepara el camino de un largo flashback para que volvamos a mirar esa primera escena. Eso ha sido siempre el cine del director austríaco: una invitación a mirar y a decidir. Sus recursos parecen confirmar un homenaje no exento de admiración a Bazin y a Hitchcock. Del primero tomará la cuestión de la ambigüedad en la representación de lo real (el plano final de Caché, como la escena en la ópera para introducir la pareja protagónica en Amour, son elocuentes al respecto); del segundo, actualizará la moral de una decisión y el papel crucial del espectador frente a lo que ve (recordar Benny’s video o Funny games). La decisión del protagonista en el film que nos convoca no está libre de ambigüedad y pertenece, a priori, a un gran dilema humano. Sin embargo, Haneke no magnifica el conflicto y deja, en todo caso, que los sentimientos exacerbados corran por parte de quienes miran, atentos, en una posición privilegiada que la cámara acentuará para ellos en desmedro de los personajes, cerca del piso, a fin de que entendamos cómo la situación se vuelve cada vez más aplastante para ellos. Ante la carencia de exteriores, la casa se transforma en un espacio asfixiante donde los objetos culturales y su implacable comodidad devienen en una progresiva inercia alarmante frente a la enfermedad corporal. ¿Qué es lo que queda cuando los amantes ya no están? Cosas. Como en el maravilloso final de El eclipse de Antonioni. Nada es claro en el cine de Haneke. Dos o tres palabras, gestos o actitudes, sacan a relucir la punta de un témpano. Durante una comida, el personaje de Jean-Louis Trintignant (extraordinario) dice: “Tengo muchas historias que todavía no te he contado”; a lo que replica su mujer (extraordinaria también Emmanuelle Riva): “No me digas que en la vejez vas a arruinar la imagen que tengo de ti”; “¿Y cómo es mi imagen?” pregunta el anciano; “Eres un monstruo a veces…pero eres amable”, concluye ella. El diálogo es una postura sobre el matrimonio, desdramatizada pero cruel; “el amor es el silencio que viene después de una declaración” dirá Badiou y la escena concluye precisamente con un silencio de muerte, el mismo que será más terrorífico minutos después. Nuevamente la convivencia de opuestos aparentemente irreconciliables: amar sin dejar de ser un monstruo. Otro aspecto a destacar es el tiempo, su tratamiento. El director estira el tiempo y nos introduce en una especie de inmovilidad, que no es otra que la de la degradación corporal, una lentitud que se sostiene con los planos fijos, con encuadres precisos, recursos que espantan a todos aquellos críticos que hacen de la velocidad un culto y se angustian ante la falta de pirotecnia audiovisual y narrativa. Son llamativos los comentarios que se ocupan de acusar a Haneke de cruel y sádico, o calculador, como si la vida pudiera ajustarse indefectiblemente a cajoncitos genéricos desprovistos de miradas inquietantes antes que exaltaciones prefabricadas. Por el contrario, Amour invita a pensar el cine como dispositivo de representación y de identificación con el espectador, a la vez que instala un problema filosófico a través de una decisión cuyo límite parece ser el dolor y una pregunta: ¿es justa la elección del personaje en ese espacio donde ya no hay ley? ¿Tiene que ver el acto en cuestión con la historia que le cuenta previamente a su mujer o con los pedidos de ésta al enterarse de la enfermedad que la acosa? Como en la humanidad, el amor y la crueldad son posibles en una misma habitación.
La salvaje inocencia No es conveniente indagar demasiado en las ideas sobre clase y sexo que tiene la directora Anne Fontaine, un tanto esquemáticas a juzgar por algunos de sus antecedentes cinematográficos (Cómo maté a mi padre, Nathalie X, Cocó antes de Chanel). Sin embargo, la diferencia aquí está en que elige el camino de la comedia para hacer más digeribles sus planteos esquemáticos y los resultados no están del todo mal. El buen pulso narrativo de la película y los picantes duelos dialécticos entre los protagonistas justifican, tal vez, su visionado. Isabelle Huppert es la típica gélida burguesa insoportable que se dedica a la exhibición de obras de arte y vive con André Dussolier, como si de un contrato se tratara, y el hijo de ambos. Todo se transforma a partir de la irrupción de Benoit Poelvoorde, el padre de un amiguito del nene, un ente que subvierte el glaciar de la familia. Las frases que el personaje utiliza son directos y certeros ataques sin filtro hacia los lados más oscuros de una vida abundante en lo material pero carente de vitalidad. La comedia parte de lugares comunes: la figura del insoportable (estereotipo del bruto gracioso), los enredos de parejas y los intercambios verbales filosos; su estructura es también totalmente convencional, basada en los mecanismos de desequilibrio y reparación. A diferencia de las comedias clásicas, aquí no queda nada más que lo que la superficie muestra. No obstante, ciertas líneas de diálogos son durísimas y perturbadoras, a la vez que sacan sin anestesia a relucir las miserias humanas, sin desenfado. Las bufonadas, al respecto, de Poelvoorde son eficaces, simpáticas y hacen justicia frente a la pose francesa de los intelectuales a los que decide molestar. El poder de desacralizar los juicios de valor y de bajar a tierra las pretensiones de esos otros artistas acomodados hacen del mismo un personaje empático al instante, con ciertas frases que quedarán en lo mejor del año: un ejemplo es “¡yo me hago una paja con mi alma! Pero me preocupa la suya”, cuando la Huppert lo acusa de tener alma de grosero y de alcohólico. Entonces, lo mejor de esta comedia aparece en los jugosos diálogos que los personajes mantienen para marcar sus diferencias, mientras que lo peor gana terreno en la última media hora de falsas reparaciones igualitarias. Aquí, el costado salvaje del protagonista queda relegado por la inocencia (también salvaje) de la directora para caer en el camino de la complacencia amorosa. De todos modos, Mi peor pesadilla es esa clase de películas que pueden disfrutarse como cuando uno se permite alguna licencia gastronómica. Eso sí, una dosis excesiva puede resultar perjudicial para la salud.
La mirada oficial Son difíciles los análisis centrados en la modalidad de documentales sobre músicos, y más aún si uno ama las canciones que nos dejaron. No es mi caso con respecto a Bob Marley y al reggae, uno de los estilos más bastardeados y banalizados por generaciones. No obstante, sin ser un seguidor, jamás negaría su talento. Es así que me acerqué a Marley sin demasiada expectativa. Los antecedentes del género muestran, en términos generales, una admiración incondicional sin puntos de vista confrontados o una apología del desastre basada en la idea romántica del artista que se destruye a sí mismo. Son pocos los que salen airosos (me atrevería a decir que los de Scorsese sobre Dylan y Harrison son dos ejemplos contundentes). La mirada de la película de Kevin Macdonald sobre Marley se construye desde un marco oficial, dada la abrumadora presencia de testimonios de familiares (algunos participaron como productores) y amigos. Si bien representa una ventaja por la cantidad de archivos inéditos aportados, por otro lado no logra despegarse de una cierta hagiografía casi inevitable en esta clase de retratos. Lo interesante es que lo anterior no es una constante y sí se pueden destacar momentos valiosos. Entre ellos, la evolución musical del protagonista. Hay aquí una cautivante revisión de los Wailers en los sesenta y de cómo se fue definiendo el estilo posterior. También, el análisis sobre su conflictiva condición de mestizo en la Jamaica de entonces y las contradicciones que surgen cuando se pega el salto a la fama. Como otros artistas, Marley fue utilizado en los setenta por intereses políticos de pandilleros más que ideólogos (algo similar le ocurrió a Lennon). El director alterna las canciones con hermosas locaciones bien captadas en sus ambientes y el montaje posibilita una narración fluida. El didactismo cumple a la hora de referirse a cuestiones en torno a la religión rastafari, a los prejuicios de la industria musical y a los tensos vaivenes de la banda. También hay una escena que merece destacarse porque es un punto central en esta clase de documentales. En un determinado momento, se les da a los parientes auriculares para que escuchen la canción Cornerstone luego de aportarles información sobre su contenido. La resignificación evidenciada en sus miradas es también la de los espectadores cuando escuchan las canciones de cualquier músico en el contexto de una sala y las vuelven a considerar desde otro punto de vista gracias a la habilidad del director. Extraño momento que es, a criterio personal, lo mejor del film. Sin embargo, hacia el final (cuando los minutos empiezan a pesar) el film cae en los laudos que había tratado de evitar y en algunos golpes bajos (siempre será discutible cuando se muestran fotos de personas enfermas). Entonces aparece un interrogante que bien podría formularse al respecto: ¿la película se trata de una confirmación de lo sabido o de un aporte enriquecedor? La respuesta la tendrán los incondicionales a Bob.
La soportable levedad de ser… gangster Los ilegales es una película tibia. Mantiene algunos de los rasgos genéricos de los films de gangsters reconocibles fácilmente por los espectadores (narración en primera persona, contexto de la ley seca, ascensos y caídas) y cumple con una serie de convenciones estéticas y narrativas como para pasarla bien un rato. No tiene otra pretensión más que la liviandad y, forma parte de una tendencia que será visible acaso con el pasar de los años: la retroalimentación con las actuales superproducciones seriales de televisión. Aquí, la década del 30 es aggiornada para una teleplatea que pueda aceptar como concebible aquello que, para entonces, era imposible moralmente: el triunfo de los que transgreden la ley. Dentro de la actualización, la música de Nick Cave fortalece ese rol aportando un toque “cool” y melancólico. Por ello, el interés de esta historia de los hermanos Bondurants dependerá de las expectativas de los aficionados al género en cuanto a rupturas y continuidades frente a la tradición. Y es en este punto donde el guión de Cave (a partir del libro de Matt Bondurant) coquetea con algunas variaciones simpáticas que lo llevan a una especie de western crepuscular a partir de la inclusión de signos tales como desplazar el ámbito dramático de la ciudad al condado, privilegiar los paisajes abiertos y escenificar contiendas entre tipos rudos desaliñados contra otros galanamente vestidos. El gesto, por momentos, parece desbarrancarse hacia el ridículo. La estampa fina y afeminada de Guy Pearce (una especie de Bob Geldof en The Wall) confirma lo anterior (definitivamente, para elegantes cabrones, me quedo con el cinismo de Nucky Thompson), además de relegar a otro personaje mucho más interesante, interpretado por Gary Oldman. La prolijidad y el tránsito hacia la comodidad vencen. Allí donde ciertas decisiones argumentales podrían ponerle un poco de pimienta a determinadas situaciones (algún golpe maestro hacia la mitad, digno ejercicio de las series con las cuales este film dialoga), encontramos convalidaciones narrativas y tranquilizantes amorosos, propios de la medianía en el que se mueve el imaginario cinematográfico industrial americano. El film, en este sentido, se queda a mitad de camino siempre; lo hace con un punto de vista indefinido como para lograr empatía con el supuesto héroe (Jack, que tampoco es un antihéroe), en las escenas violentas y en las de amor, poco jugadas. Es en estos momentos donde se torna un ejercicio prescindible de ver más allá de un disfrute de prolijidad cinematográfica.
Suleiman y seis más Está comprobado que, en general, los films colectivos funcionan cuando son regidos por un patrón estético/ideológico (Lejos de Vietnam, RoGoPag) en circunstancias especiales; aquellos que caprichosamente giran en torno a una ciudad como motivo aglutinante suelen ofrecer un valor que no supera la medianía. Además, confirman los defectos y las virtudes de los directores involucrados. Esta película dividida en episodios según los días de la semana no es la excepción: Del Toro, como realizador es un buen actor; Noé y Medem perdieron el rumbo hace tiempo; Trapero, Cantet y Tabío, la fuerza, y Suleiman es un genio. El viaje hacia La Habana no comienza de la mejor manera. El lunes le toca a Benicio Del Toro con la historia de un joven actor gringo extraviado en el “exotismo” cubano, una especie de antihéroe en busca de sexo. Sus intentos infructuosos no estarían nada mal si el director no los arruinara con los colores chillones forzados, propios de una publicidad, y con un final tan convencional como espantoso (ya adivinan ustedes seguramente con quién se topará el protagonista cuando no consiga una “chica”). Trapero elige para el martes a Kusturica en su pose predilecta. El serbio no escatima en alcohol, vive borracho y le provoca dolor de cabeza al ingenuo guía que debe acompañarlo a los actos protocolares y que resulta ser un músico excepcional. El argentino filma mejor pero la historia es muy lavadita (a pesar de que la escribieron cuatro) y cae en el mismo ideologema que el anterior corto y algunos venideros: hay que salvar a los cubanos y llevarlos para otro lado. La visión, por otra parte, no sale de enfatizar signos recurrentes tales como la música, el sexo y el alcohol pero de una forma digerible para espectadores turistas. El miércoles es el peor día. La tentación de Cecilia se llama el bodoque de Medem y eleva a la enésima potencia los defectos destacados. Un empresario español alojado en el lujoso Riviera quiere llevarse a una hermosa negra a triunfar a Madrid (en realidad primero desea acostarse con ella). Todos los lugares comunes del multiculturalismo aparecen en esta especie de bolero escenificado, a la vez que ratifica la mirada etnocentrista una vez más: salvemos al pobre pueblo cubano; los europeos han venido a llevarlos a la meca del capitalismo. Por suerte llega el jueves y las postales ceden el lugar al gran Suleiman y un nuevo homenaje al mudo en su pose de Nosferatu mezclado con Tati. Es el único que no recurre al exotismo y la gracia está dada por la naturaleza del personaje, por su estatismo, su mutismo, entre tanto movimiento y palabras. La mirada es de extrañamiento, de rituales que se repiten en su andar por zonas laterales de La Habana, donde el sujeto (prolongación de la cámara) observa detenidamente a personajes solitarios frente al mar. Mientras todos se van de joda en los otros cortos, éste recorre un zoológico (¡!), se pierde en el hotel y muestra su incomodidad en un lugar que no le pertenece (aunque no le quita una profunda curiosidad) ni del que logra entender la conducta jocosa de los habitantes. Pero más allá de esto, el otro punto interesante es cómo maneja a través de la ironía (y hasta con un ejemplo de montaje intelectual) el aspecto ideológico sin recurrir a palabras: con sólo mirar una estatua de Arafat y escuchar los discursos por televisión de Castro en el cuarto de hotel, Suleiman parece confirmar el carácter icónico de los líderes antes que sus acciones. Sin duda, el episodio vale el tiempo invertido en ver la película. El viernes es el turno de un Noé perezoso, quien no parece estar a gusto con el encargo. Sus visiones infernales, violaciones en tiempo real y rostros reventados por matafuegos no tienen lugar en una ciudad como La Habana, así que el joven se resigna con reemplazar la luminosidad diurna por la noche de los rituales ancestrales a través de una adolescente lesbiana a la que los padres someten a un ritual de purificación. Como propuesta no está nada mal, pero todo se concentra en una escena con el hechicero y su habano (¡!) sacando “los demonios del deseo”. Eso. Nada más. Destacable, eso sí, el montaje de sonido del japonés Ken Yatsumoto. Juan Carlos Tabío se ocupa de establecer un intertexto con el horrible episodio de Medem puesto que aparecen personajes ya vistos, en una modesta historia del peor costumbrismo que concluye con el argumento de la otra y reitera el bolero pegajoso que suena de fondo. El domingo le toca a un Cantet livianito. El director francés se circunscribe a un espacio social más acotado para resaltar el valor comunitario de los vecinos ante el pedido de una anciana quien ha soñado con la virgen. La virtud está en la frescura de los “no actores” sin recurrir a diálogos impostados. Un cierre moderado. Es Italo Calvino el que escribe en Las ciudades invisibles que “no se debe confundir nunca la ciudad con el discurso que la describe”; a pesar de ello, será siempre más potente el relato de quienes estuvieron en esta hermosa ciudad que este mosaico convencional, a menos que se disponga de un rato para mirar algunas buenas postales.