Un policial negro sin concesiones virtuosamente filmado Con qué entusiasmo podrán los amantes del cine negro recibir este estreno, y si bien su título original “El incidente en el Hilton Nilo” lo sugiere la (no tan) caprichosa traducción “Crimen en El Cairo” nos conecta directamente con el género. 2011. Egipto. Calles convulsionadas socialmente por protestas contra el dictador Hosni Mubarak en la época en la cual comenzaban las primeras grescas y manifestaciones con violencia por parte de una sociedad absolutamente oprimida y al borde de la desesperación. Hay hambre, hay violencia, no hay trabajo, pero sobre todo hay una tremenda corrupción. Esto se ve en el inicio desde la casa de Noredin Mustafá (Fares Fares), un policía lejos del ideal de hacer cumplir la ley y con una pasmosa avidez por hacerse rico lo más rápido posible. Es “dueño” del barrio en donde patrulla con su partenaire, uno de esos sórdidos vecindarios en donde la miseria, la basura y las coimas son la metáfora perfecta de un porvenir completamente desesperanzado. Eso como contexto socio-político-económico pero, por otro lado, en esos primeros ocho, diez minutos una mucama sudanesa (Mari Malek) del famoso hotel del título es testigo del asesinato de la cantante Lalena (Rebeca Simonsson) del cual participan dos personas. Una de ellas es Hatem Shafiq (Ahmed Selim), un millonario con toda la plata proveniente de mundo de la construcción y que además es miembro del parlamento en el actual gobierno. Como detective Noredin es asignado al caso, aunque no dura mucho su investigación ya que dados los involucrados es cerrado y caratulado como suicidio. Pese a estar inmiscuido y ser absolutamente conocedor y participante del engranaje de corrupción en el cuerpo de policía del cual su tío es el comisario, algo del orden del sentido de lo injusto se despierta en él y se potenciará cuando aparezca Gina (Hania Amar), una bella mujer (no hay género negro sin ellas), modelo, cantante y amiga de la víctima, con deseos de saber qué pasó, o al menos dónde está. El director sueco Talik Sareh se mete de lleno en el género. “Crimen en El Cairo” es un policial negro virtuosamente filmado pero que además tiene una connotación adicional que lo distingue de la famosa y clásica forma de emplazarlo. El contexto social y político está como una especie de personaje omnipresente y remite a los thrillers políticos que el mítico Costa-Gavras supiese plasmar en su época, empezando por “Z” (1969) y “Estado de sitio”! (1972). Son tan bien aprovechados todos estos recursos narrativos para contar la coyuntura, que bien podría considerarse a la corrupción como un personaje metafísico, y a todos los personajes masculinos de esta película como los vehículos para corporizarla. El guión se ocupa de menoscabar de a poco en las capas del poder, pero la habilidad del realizador no sólo reside en su escritura sino en su forma. Desde el manejo de la información visual y verbal, hasta el crecimiento de la tensión a medida que se va destapando la olla y el caso involucra a gente cada vez más poderosa. Párrafo aparte para la compaginación de Theis Schmidt, no sólo por el ritmo que le imprime al relato sino por la intuición para dejar respirar los planos sin agotarlos. De esta manera le saca el jugo al gran trabajo de la dirección de fotografía de Pierre Aïm, en especial por el notable contraste natural entre el día y la noche en los exteriores, sin que por la utilización de los elementos naturales se pierda sordidez, algo que ya habíamos visto el año pasado en “La comunidad de los corazones rotos” (Samuel Benchetrit, 2015) Todo esto, sin dejar de lado en ningún instante el motor impulsor del protagonista (y de la trama) para asumir los riesgos que asume. Noredin, mediante los cuales va descubriendo que no sólo el caso se le puede ir de las manos, sino uqe también se le está escapando su nueva e incipiente forma de ver el mundo, en especial cuando se da cuenta de la razón para no querer estar tan solo. La presencia y solidez de Fares Fares recuerda a las improntas de hombres duros, secos, de pocas palabras y rostros golpeados, que tenían Lino Ventura o Jean Paul Belmondo. Sin dejar de ser un relato de corte clásico y de ritmo narrativo punzante correspondiente a éste siglo, “Crimen en El Cairo” tiene el poder de enganchar al espectador, aun tratándose de una geografía, un idioma y una realidad que parece muy lejana (en su aspecto externo) al mundo occidental, pero donde la impunidad en todas las capas societarias se transmite al espectador en forma de impotencia. Como un callejón sin salida en donde todos estamos condenados porque si bien el lugar en donde ocurre todo esto no parece destinado a lo venturoso, Talik Sareh parece decir que en realidad la negrura del sistema gana y prevalece mientras el alma humana se niegue a querer salir de la ominosa prisión de la codicia.
Otra secuela. Otra más. Empezando por el concepto básico de caer en la inevitable repetición se debe pensar muy bien el tema de las secuelas antes de hacerlas, aun cuando la intención primaria sea la de hacer dinero fácil. Es cierto que en Hollywood todo parte de una premisa dictada por la boletería, y en este aspecto la decisión de seguir adelante con las continuaciones de productos exitosos debería ser, al menos, honesta con su público. Además, claramente no es lo mismo la saga de Harry Potter, taquillera por donde se la mire pero a su vez basada en siete libros respaldando su continuidad; que las 6 “Locademia de policía”, también taquilleras pero basadas sólo en la recaudación y malos libretos que nunca justificaron su continuidad. “Ocean’s 8: Las estafadoras” se inscribe en este segundo grupo. Ya en la segunda no había más nada para contar de los personajes involucrados en robos hiper, profesionales con el gancho de un elenco multiestelar, y sin embargo se llegó a una tercera. La necesidad de una cuarta es todavía menos justificada desde su contenido, pero coincidente con la conformación de un súper elenco. Claro, en tiempos de reivindicación de los derechos de la mujer las campañas #Me Too, #Ni Una Menos, y el final del discurso de Frances McDormand en la última entrega de los Oscars (en el cual reclamaba garantía de inclusión femenina en los proyectos), el hecho de contar con una banda de estafadores integrada únicamente por mujeres hace sonar todo muy oportuno y a la vez oportunista y forzado. Siguiendo los pasos del difunto Danny Ocean (George Clooney) su amada Debbie (Sandra Bullock) acaba de salir de prisión pero, no obstante, decide llevar a cabo uno de esos imposibles robos de joyas. En particular un famoso collar de Cartier que, obviamente, puso mucha plata como sponsor. Así nacerá la banda integrada por las actrices Cate Blanchett, Anne Hathaway, Mindy Kaling, Sarah Paulson, Awkwafina, Rihanna y Helena Bonham Carter. Por supuesto estará el momento del reclutamiento, la planificación, y la cuenta regresiva hasta el día del robo. Justamente las películas de este estilo, que suelen estar cortadas por la misma tijera, apuntan a lo mismo: captar la atención y la empatía del espectador por los ladrones. Es decir, nos enamoramos de los delincuentes. Hay algo entre la picardía y lo romántico provocado por esas personalidades que deciden ir contra el sistema, y que siempre resulta seductor a partir del magnetismo del elenco, el ritmo narrativo y los elementos de la comedia dosificados con la tensión misma que genera la ejecución del golpe. Salvo esto último, el guión de Gary Ross nunca logra nada de lo anterior. Es extraño viniendo del hombre que escribió “Quisiera ser grande” (Penny Marshall, 1988), o la gran”Alma de héroes” ,que también dirigió en 2003. Por el lado del elenco no hace falta resaltar el talento de todas, y sin embargo solamente Awkwafina parece haber entendido el código e intenta algo diferente del resto que cae en una letanía alarmante. Una actitud hasta displicente que resalta la gran diferencia entre ser y hacerse el canchero. Tal vez por eso la música de la banda de sonido (en el mismo tenor de las anteriores) se escucha exageradamente resaltada, como si nos avisara del estado de ánimo con el cual tenemos que abordar la siguiente escena. Ahora bien, supongamos que uno estuvo en un mal día y todos estos conceptos sean muy subjetivos; lo innegable del libreto es la ausencia de conflicto. Hay apenas un esbozo del mismo, un anuncio que se evidencia pero nunca se desarrolla: el deseo de venganza que subyace detrás de este plan, sin embargo, el director no planta elementos psíquicos ni morales que se ofrezcan siquiera como contradicciones para poner a los personajes principales en una disyuntiva y así, “Ocean’s 8…” termina siendo la historia de un afano de joyas en cuyo desarrollo sucedieron un par de cosas, que casi casi salen mal. Como secuela es intrascendente al no lograr una verdadera conexión con el universo planteado en las tres anteriores, y como producto es un estereotipo. De lujo si se quiere, pero estereotipo al fin. Hay algunas pinceladas de humor entregadas por virtud de las actrices, y tal vez un par de micro escenas bien logradas, además de despliegue escénico, pero sólo eso. Aburre este estreno. No hay nada peor para un cine que está pensado para entretener.
La primera imagen de archivo nos devuelve a 1991. Ante una pregunta de su entrevistadora, Chavela Vargas responde “¡A dónde vas! En estos tiempos, más que saber de dónde vienes es mejor saber a dónde vas”. Luego la veremos dejar el alma cantando “Vuelve Soledad” y posteriormente, en una entrevista a sus 71 años que obrará como eje de ida y vuelta entre el pasado con material de archivo y ese presente con todo el histrionismo de una artista que por su brío, su espíritu de lucha, su combate constante al status quo y al machismo y su talento ha dejado una huella imborrable. “Chavela era decirle NO a toda la coquetería de las cantantes que movían la cabecita para cantar que viva el agua de horchata” Dirá una de las entrevistadas. Y es una de las intenciones claras de Chavela: dejar claro que el suyo era un canto desesperado del alma herida. Los testimonios de la cantante Tania Libertad, la compositora Marcela Rodríguez, y otros tantos, contarán por su lado la historia de la artista, la cantante y actriz de la época de esplendor del cine mexicano, y también de la formación de uno de los tándems musicales más importantes de la historia: la de ella junto a José Alfredo Jiménez y sus rancheras, componiendo para la voz desgarradoramente carnal y verídica de Chavela Vargas, una voz que de haber nacido en Estados Unidos hubiese hecho parecer que Janis Joplin salió de Festilindo. Pero, por otro lado, los testimonios de su abogada, de Pedro Almodóvar y de alguna ex pareja, más los fragmentos de “La soldadura” (1951), sirven como botón de muestra de la presencia y personalidad que la costarricense tenía (una impronta a lo Tita Merello) que sirvió para erigirse como el emblema de otra lucha. La lucha contra la homofobia que en este estreno comienza a despuntarse a partir de los veinte minutos en el segmento que narra el encuentro en los años ’40 con Frida Khalo. He aquí entonces las dos aristas de éste documental pensado y dirigido por Catherine Gund y Daresha Kyi que, como ocurría con Mercedes Sosa: La voz de Latinoamérica (Rodrigo Vila, 2014) no hay un sólo espectador que no salga del cine teniendo un pantallazo general de Chavela Vargas como artista y como la mujer, cuya figura se erige como paradigma de la rebeldía de la mujer en un mundo machista y cruel, así como también de su fuerza y lucha por la igualdad de derechos. “Chavela” ha de ser vista entonces como un producto narrativamente convencional, pero absolutamente esclarecedor y emotivo. La música, huelga decir, es otra gran protagonista, y pese a haber quedado afuera la intensa y breve relación con Joaquin Sabina (quién le dedicó, en la letra de “El boulevard de los sueños rotos, uno de sus mejores textos), vale la pena citarlo: “quién pudiera reír, como llora Chavela
Divertido torbellino de acciones y emociones bien dosificadas En 1996 el cine catástrofe nos sorprendía gratamente con un relato tradicional dirigido por Jan de Bont, el gran director de fotografía de, por ejemplo, “Duro de matar” (John McTiernan, 1988), y director de la trepidante “Máxima velocidad” dos años antes. Realmente no quedaba mucho más para decir en este sentido, y cualquiera de las que vino después adolecía de originalidad o directamente devenía en guiones burdos como excusa para una orgía de efectos visuales sin sentido. Esta película arranca con un calco de la primera secuencia de la que hacíamos referencia antes, lo cual no es un buen presagio. Año1992. El Huracán Andrew agarra justo a un papá y sus dos hijos tratando de escaparle. No lo logran, y los dos hermanos son testigos de cómo el padre vuela por los aires (¿Hacían falta nubes formando una calavera?) 25 años después Will (Toby Kebbell) se volvió experto en meteorología, lo notamos como espectadores porque en menos de ocho minutos le repite mil veces a todos los personajes con los cuales se comunica que la tormenta que se viene es lo más grande que se haya visto jamás. Por ejemplo, tres veces se lo dice a su hermano Breeze (Ryan Kwanten), quién se niega a evacuar la comarca rural en donde vive. Mientras todo el pueblo sale a mejor destino, Perkins (Ralph Ineson) y Casey (Maggie Grace) entra. Ambos van al frente de un convoy de camiones llenos de guita para incinerar. 600 millones de dólares que ya están viejos pero, por una de esas casualidades que se explicarán luego, el sistema de quemado no funciona, como se ve el horno de la originalidad no estaría para bollos. Sin embargo, el guión y la dirección nos llevan hacia otro lado para evitar el plagio a Twister (1996)y se convierte en una prpduccioón de robos en el contexto de la peor tormenta de la historia. De los dos caminos posibles para estos casos Rob Cohen (que de acción y despliegue de producción sabe un montón) elige el de la aventura por sobre la explotación del drama personal detrás de las razones del robo, es decir que elige la forma que mejor sabe manejar porque de lo contrario hubiese sido pretencioso. Por eso es que todos, desde los buenos a los malos, entran en el universo de lo esquemático y los trabajos actorales logran el equilibrio justo en el finísimo hilo la fina línea entre el estereotipo exagerado y el tránsito natural dentro del género. Por supuesto el espectador deberá hacer las concesiones necesarias, pero una vez enganchado verá que ha valido la pena pese a algunas torpezas de forma (el corte de ruta al principio, la primera persecución, etc).” Huracán categoría 5” es una producción de robos hecha y derecha. Es más, se jacta de serlo y está repleta de momentos preciosamente filmados, pensados y coreografiados merced a un montaje vertiginoso, incluso en los pocos momentos de transición, ya que la idea es un crecimiento paulatino y paralelo entre las circunstancias, el del asalto, y el de la torment que claramente se convierte, por definición, en un personaje más que dispara peligro contra ambos bandos. No suelen mencionarse por su carácter injustamente anónimo, pero vaya el aplauso para todos los dobles de riesgo que participan. Su labor en este film es superlativo. De igual manera para un equipo técnico que bajo las órdenes del realizador, logran lucir su trabajo sin que se convierta en la estrella o sea, a favor de la historia, y así las falencias a las que hacíamos referencia quedan minimizadas para riqueza del espectáculo. Es más, puede que en esta definición final caigamos en alguno de los mismos e insoslayables lugares comunes que tiene este producto: Esta película es un divertido torbellino de emociones de principio a fin.
¿Ser o Parecer? Esa es la cuestión. El cine de animación de otras latitudes del planeta, fuera de Estados Unidos que pretende ser de audiencia masiva, anda en pleno debate para encontrar la fórmula que llene la billetera. Bastante pedregoso es el camino cuando en pos de ese objetivo se pierde la identidad artística, el gen creativo y la sana inquietud que lleva a romper esquemas para caer simplemente en burdas imitaciones. El estreno de la alemana “Luis y sus amigos del espacio” es un claro ejemplo, teniendo en cuenta que veintiocho años atrás dos de sus directores, Christoph Lauenstein y Wolfgang Lauenstein, se llevaban el Oscar a mejor corto animado por una pequeña joya llamada “Balance” (1989). Compare el lector esa pieza de poco más de siete minutos filmada con la técnica Stop Motion (si la busca en YouTube como “Balance Short Film” la encuentra fácilmente), con este estreno y verá lo que le digo. Del tercer co-director, Sean McCormack, conocemos “¡Uyyy! ¿Dónde está el arca?” (2015), aburrida película que desembarcó hace dos años por estas costas. No es que no se pueda contar por enésima vez la relación que establece un niño con alguien del espacio exterior. Sigue siendo poderoso ese vínculo entre la pureza del ser humano y su relación con lo distinto como mensaje antidiscriminatorio. El punto es cómo se logra y si realmente hay una intención de transmitir algo con eso o, como en este caso, apuntar a la máscara exterior y que los chicos coman pochoclos. Tres extraterrestres bastante torpes aterrizan en nuestro planeta destrozando su nave y viéndose ante la dificultad de adaptarse a un nuevo ambiente pero, sobre todo tratando, de volver a casa. En la pequeña comarca rural vive Luis, quien con sus problemas de cambio de etapa en su propia vida tiene bastante aunque. por supuesto. tendrá un anclaje importante cuando se encuentre con ellos. ¿La resolución estética del diseño? Uno tiene un ojo, el otro dos, el otro tres y parecen salidos de las sobras de bocetos que Pixar tiró a la basura cuando lanzó Monsters Inc, en 2001. Se pueden convertir en lo que quieran como para pasar (digamos) desapercibidos, y por supuesto se meterán en bastantes líos. Ni hablemos de la esquematización de los humanos que rodean a Luis, ni mucho menos de la obviedad de sus actitudes frente a la sospecha de que “algo raro pasa”. Un producto que no cae del todo gracias al timing del montaje y a algunos gags que funcionan bien y estiran la sonrisa un rato hasta que llega el siguiente, pero por supuesto no alcanzan para sostener un relato demasiado obvio y poco sutil para disfrazar la intención comercial.
No se trata ya sólo de la franquicia más grande, costosa y recaudadora de la historia del cine, sino también de cómo logra reinventarse y ofrecer opciones narrativas sin traicionar el universo creativo al cual pertenece. Sin embargo, en este sentido puede haber puntos altos y bajos, como en todo bah. Por eso quedó un gran signo de interrogación al quedar elegido Ron Howard para dirigir “Han Solo: una historia de Star Wars”. Está claro que al responsable de “Un horizonte lejano” (1992), “Una mente brillante” (2001) y “Apollo” 13 (1995) le sobra pasta de narrador, pero el ingreso de J. J. Abrahams desde “Episodio VII” (2015) a esta parte sacudió todo el universo de Star Wars y adquirió tintes más modernos en el pulso y la tensión dramático-narrativa que tenía hasta ahora. Se respira un aire de tensión épica distinta, efectista incluso, por lo cual en este caso, siendo el protagonista de la historia uno de los personajes más icónicos de toda la saga, la designación del director podría asumirse como riesgosa; como un paso al costado de las nuevas propuestas. También es cierto que los guionistas son los originales de hace casi de cuarenta años: Lawrence Kasdan y George Lucas (a los que se suma Jonathan Kasdan) ¿por qué no iban a buscar un director en la misma línea? La trama tiene a Han Solo (Alden Ehrenreich, lejos del carisma natural propuesto por Harrison Ford en su momento) de muy joven, bastante antes de unirse a la rebelión contra El Imperio y, si se quiere, un poco más idealista que el contrabandista antihéroe que conoceremos después en el sentido de estar, por ejemplo, dispuesto a unirse al ejército para ir en rescate de su novia Qi’ra (Emilia Clarke) de la cual lo separan al principio. De ahí en más será cuestión de ver cómo conoce y se une con su fiel compañero Chewbacca (Joonas Suotamo) y en qué circunstancias puede lograr su objetivo. De desertor pasará a pirata junto a una banda comandada por Beckett (Woody Harrelson), con quienes debe tratar de conseguir un elemento altamente explosivo para entregarlo al villano de turno, Dryden Vos (Paul Bettany), aliado con los que están formando El Imperio. Al entrar a un bar galáctico y sumarse a un juego de naipes galácticos, con música galáctica de fondo, también conocerá a Lando Calrissian (Donald Glover), en una escena que bien puede ser una suerte de sinécdoque de la impronta de este estreno: “Han Solo: una historia de Star Wars” es un western hecho y derecho con todos los elementos del mismo, y hasta con alguna vuelta de tuerca al final, pero claramente una de cowboys (en el espacio). Esa decodificación no es para nada difícil con escenas como las ya mencionadas, y en este punto uno se pregunta sobre las ventajas de llevar esta historia hacia ese registro en contraste con el relanzamiento de la franquicia. Es más, esta película es tan “ochentosa” como “El regreso del Jedi” (Irvin Kerschner, 1983), o sea con menos espejitos de colores que las últimas entregas pero más aferrada al relato tradicional. De hecho algunas escenas se hacen lentas y hasta innecesarias. Por supuesto que para algunos fanáticos será una forma de atar cabos en la vida de Han Solo, aunque estos tengan matices de diferente factura y de calidad opuesta. Por caso, el primer encuentro entre Han y Chewbacca es notable y muy gracioso. Todo lo contrario al momento en el que “nace” el famoso apellido, usando como excusa una traducción al español de la palabra alone (faltaba Deadpool rompiendo la cuarta pared al grito de: “¡esto es pobreza de escritura de guión1”). Globalmente estamos frente a un producto entretenido que trata de hacer equilibrio, apoyado en la misma proporción entre la ansiedad generada por conocer cómo aparece la figura de Han en toda la saga y un relato que apenas logra estar a su altura. Es eso. Una historia más.
Irreverencia y desfachatez de un personaje que invita a reirse de todo Sin dudas de todo el universo Marvel ésta era una de las secuelas más esperadas. Hace dos años la irrupción en pantalla grande de “Deadpool”puso sobre el tapete no sólo la discusión sobre lo esquemático de los superhéroes, sino también de la conveniente barrera moral que los atraviesa en función de lograr una calificación ATP en las salas del mundo. Claro, todo al revés e hilarantemente contradictorio de lo que se supone lógico sólo podía salir de la mente de un argentino. Pues bien, el personaje creado por Rob Liefeld y escrito por el porteño Fabián Nicieza sale una vez más al cruce de todas las convenciones. “Deadpool 2” retoma todo lo dejado por su antecesora y redobla la apuesta en todos los rubros del guión. Relato en off, humor negro (negrísimo a veces), crítica ácida a la historieta, a Marvel (en conjunto con su competidora directa DC Cómics), a sus respectivas adaptaciones, y desde ya una verborragia exacerbada con la consecuente ruptura de la cuarta pared, haciendo cómplice, compinche y amigo, al espectador. El factor sorpresa con el que contaba la primera no deprime en absoluto a este estreno poque quién se acerque al cine a verla irá a buscar más de aquella propuesta con lo cual no se espera “sorpresa” alguna. Dolido por la muerte de su novia, Wade Wilson / Deadpool (Ryan Reynolds) quiere matarse a toda costa y de la manera más dolorosa posible, sin conseguirlo, claro. Mientras, desde este presente (llamémoslo explosivo) nos retrotrae seis meses en el tiempo para que entendamos porqué arrojará un cigarrillo dentro de un tanque de nafta con él acostado sobre el mismo. Ese flashback servirá para ajustar algo más la historia del personaje y su dolor por el asesinato de su novia (la bella Morena Baccarin). Desde ese momento, dos subtramas se van desprendiendo para converger mejor en el tercer acto: por un lado, está Russell (Julian Dennison), un chico mutante, gordito y bastante resentido (razones le sobran) con el director del correccional de menores mutantes (disfrazado de instituto). Por el otro, Cable (Josh Brolin), un soldado del futuro que, emulando a Terminator, viene a liquidar a alguien que influirá para una debacle total. No faltarán los aliados de X-Men, a los que Deadpool entra a regañadientes como “aprendiz”, y tampoco un sinfín de referencias, situaciones y gags bien construidos que harán delirar a los fanáticos. El guión de Rhett Reese, Paul Wernick, y el propio Ryan Reynolds, no deja lugar a dudas: al igual que la primera, ésta es una comedia satírica sobre los superhéroes apoyada en la tremenda personalidad de uno de ellos que no se declara como tal. Al contrario, desde la construcción en el texto es, en el mejor de los casos, un antihéroe. La factura técnica es impecable en todos los rubros, y hasta se deja llevar por la creatividad del humor ácido que maneja el guión. En todo caso podría achacarse un abuso de algunos recursos narrativos, pero para cuando esa sensación llegue a algunos espectadores menos fanáticos la película habrá logrado su cometido de entretener y sacar una buena dosis de carcajadas. Deadpool es irreverencia y desfachatez en estado puro de un personaje que invita a reírse de todo.
Los primeros minutos de este estreno presagian sin eufemismos la catástrofe: la superficialidad con la que se tratará el tema y la tonelada de edulcorante a masticar a lo largo de casi dos horas. Una eternidad, dado el concierto de obviedades expuesto en el guión de Elizabeth Berger, Isaac Aptaker y Becky Albertalli. Resulta increíble que hayan necesitado tres guionistas para una historia que parece escrita por estudiantes de primaria. En off, Simon (Nick Robinson) empieza a contar (y el director Greg Berlanti a mostrar al mismo tiempo) que “mi vida es normal, como la tuya”. Sonamos. No hemos escuchado la primera decena de palabras y el texto asume la definición de “normalidad” con el espectador en forma arbitraria y, por supuesto, pensada para que no pensemos. Dicho en tono empático, eso sí. Vive en una linda casa en los suburbios, tiene padres comprensivos, (Jennifer Garner y Josh Duhamel), una hermana que ama, (Talitha Eliana Bateman) y tres mejores amigos Leah (Katherine Langford), Nick (Jorge Lendeborg Jr.) y Abby (Alexandra Shipp) que lo quieren y contienen. Va a un taller de teatro, buen pibe, buen estudiante… ¿Y el conflicto? También es anunciado sin sutilezas: “soy gay y no sé cómo decirlo”. Seis minutos de película y ya sabemos todo lo que va a pasar en esta “normalidad” de “Yo soy Simón”. Con el problema de Simón anunciado así, es difícil querer seguir el hilo. Su voz en off sobre explica todo, subraya hasta detalles sin importancia. La única línea bien escrita y compaginada está dentro de la introducción: “¿Por qué ser heterosexual es lo predeterminado?”, seguido de un montaje en el cual varios chicos y chicas confiesan serlo ante sus padres horrorizados. Qué interesante hubiese sido desarrollar eso precisamente. Pero no. Para colmo el contexto socioeconómico tampoco es un problema, es decir todo ocurre en un lugar en el cual la gente no se pelea, no hay desocupación, ni guerra, ni protestas. Nadie toca bocina o cruza en rojo, los extras que pasan por la calle sonríe, nadie choca con el auto, ni un punga hay que al menos le afane la billetera. Ningún compañero de Simón se droga ni es alcohólico, el preceptor es más bueno que un Teletubbie. En fin. Ante la ausencia total de conflicto, más que el problema anunciado, no queda otra que esperar a ver cómo hace éste chico para salir del armario. El escapismo es estar en contacto con un bloggero que parece tener el mismo problema y sirve como anclaje emocional. Nada más. El resto son montajes con música pop y risas de comercial de gaseosas para tratar el tema de la identidad sexual con una liviandad pasmosa. Se puede entender como una incursión en la temática LGTB pensada “para toda la familia” pero no es excusa para escribir mal y dirigir peor.
Con tanto revival poblando las pantallas del cine y de la televisión es lógico que cada país tenga un momento para golpearse el pecho y decir acá estoy. En el caso de Japón, luego de los relanzamientos de “Caballeros del zodíaco” y “Dragon ball” en 2015, y “Pokemón” el año pasado, le tocó el turno al acaso más viejo de los mangas en términos de popularidad generacional. Mazinger Z fue creado en 1972 por el gran Gô Nagai, y si bien ha tenido otras versiones cinematográficas, al igual que ocurre con las otras franquicias, no tienen solución de continuidad. Al menos no con un eje argumental central que prepare al espectador para esperar la próxima entrega como sí ocurre con las franquicias norteamericanas. Por las dudas, el guión de Gô Nagai y Takahiro Ozawa se ocupa de hacer una pequeña introducción para poner a todo el mundo en tema. “Mazinger Z: Infinity” comienza narrando los tiempos posteriores a la última guerra contra el mal. Es época de paz ahora y la energía fotónica (arma principal en pugna desde su descubrimiento) está en buenas manos. Pero los villanos de siempre, incluidos el Barón Ashura y el Conde Decapitado comandados por el Dr Infierno, tienen el poder de controlar al Mazinger Infinity, un robot diez veces más grande que nuestro héroe, con el objetivo de conquistar una dimensión paralela y borrar nuestro planeta de la faz de la tierra porque, sencillamente, “los humanos no merecen vivir aquí”. Esto despertará a un aletargado Koji Kabuto, convertido a investigador científico y figura mediática, para volver a manejar el robot más grande del mundo en defensa de la humanidad, con ayuda de una especie de “médium” de inteligencia artificial y, por supuesto, los amigos de siempre y claro, su amor de toda la vida. Teniendo en cuenta una historia que evidentemente se condice con las utilizadas desde siempre para éste personaje, es raro que haya largos tramos sin acción. Sí, sirven para construir el estado emocional de los personajes, pero casi cuarenta minutos sin ver al robot de marras suena demasiado extenso porque la característica fundamental de Mazinger Z ha sido siempre la aventura y la lucha cuerpo a cuerpo. Siguiendo con el guión, a pesar de la buena intención de los mensajes ecológicos, estos están forzosamente insertados en el mismo. Como quien grita algo de desde atrás de la multitud, es decir en lugar de decantarse por virtud del desarrollo del relato la moraleja es interpuesta como un panfletito quitándole por ende su valor intrínseco. Para balancear estas situaciones, en el costado positivo están: los personajes que el fanático quiere ver (hasta Afrodita en forma de muñeca coleccionable), la mística del robot intacta, un conflicto amoroso entre el deber cumplir o elegir lo personal y, por supuesto, una vez que arranca definitivamente, hay acción para tirar para arriba. Como en todos los ejemplos anteriores, “Mazinger Z: Infinity” está hecha para los fans de toda la vida y para captar la atención de las nuevas generaciones ávidas de conocer más a fondo la cultura pop de sus padres. Todos ellos seguramente no saldrán defraudados.
Uno desconoce qué tan popular es en estas latitudes la novela “Una arruga en el tiempo”, escrita a principios de la década del ‘60 por Madeleine L'Engle. Sí, lo es, en Estados Unidos, y desde hace mucho tiempo, de manera tal que una adaptación por parte de los Estudios Disney seguramente habrá generado mucha expectativa. Claro, al no tener una referencia concreta de su impacto social, sólo queda leerlo antes, por curiosidad, y luego ver la película. Sin tener en cuenta la fidelidad de la adaptación podemos decir que estéticamente “Un viaje en el tiempo”, tal su título vernáculo, es a nuestros días la película más “El mago de Oz” que se haya visto en mucho tiempo, es decir, desde el punto de vista de la concepción general, como si se hubiese filmado hace cincuenta o sesenta años y guardado en un armario desde entonces para estrenarla hoy. Con ese nivel de inocencia es lógico que los gestos de sorpresa de los tres chicos protagonistas superen ampliamente a lo que el espectador ve en la pantalla. Como si estuviesen fuera de registro, pero vayamos al grano. Luego de la corta introducción, que muestra el amor reinante en la familia, Murry avanzamos cuatro años más adelante, y nos encontramos con el dolor de mamá Kate (Gugu Mbatha-Raw) y sus dos hijos, Meg (Storm Reid) y su hermanito de seis años Charles Wallace (Deric McCabe), por la literal desaparición de papá Alex (Chris Pine) cuando este investigaba (junto con mamá) el fenómeno de “teserear” (llamémoslo experimento físico-cuántico mejor) para tratar de descifrar los enigmas del cosmos. El primer cuarto de hora será justamente para hablar del dolor, especialmente a través de Meg que está atravesando el cambio a la etapa adolescente con padecimiento de incomprensión adulta, acoso de sus compañeras de colegio, y enamoramiento de un chico incluidos en el combo. De pronto, de la nada, sin instalación previa y sin explicación, se aparecen tres seres mágicos (o entes, o hadas, etc): la señora “Qué” (Reese Witherspoon), la señora “Cuál” (Oprah Winfrey), y la señora “Quién” (Mindy Kaling). La idea es llevar a los hermanos y al pibe lindo de quien ella gusta, Calvin (Levi Miller). que justo pasaba por ahí, de ir a buscar al papá. No hay casi presentación de estos personajes, simplemente llegan. Listo. Y los chicos asumen su presencia con bastante naturalidad. La búsqueda ocurre en el lugar descubierto por Alex, una suerte de paraíso ubicado en el desdoblamiento del espacio-tiempo y al cual se llega “encontrando la frecuencia y dejándose ser uno mismo” (¡bueh, ponele!). “Un viaje en el tiempo” sigue la premisa de transmitir un mensaje a favor de la unión de la familia, la diversidad (mamá es negra, papá blanco, Charles se adivina de rasgos latinos), y tratar de ser uno mismo, ser un guerrero defensor de la esencia. Este mensaje será repetido varias veces en esta aventura que descansa mucho más en el texto que en la acción, tal cual lo hacían productos del estilo como “El mago de Oz” (1939) o “Laberinto” (1986) y “El cristal encantado “(1982), ambas de Jim Henson. Un gran recorrido por una vasta extensión sorteando algunos peligros o vicisitudes que en la mayoría de los casos dejan una lección aprendida. Es probable que el público más chico pueda sorprenderse y aprovechar mejor esta aventura, si es que no se aburren de tanto parlamento. Por lo demás, tanto el registro actoral como la puesta suenan y se ven autoconscientes de no querer ser una gran producción de alto potencial dramático ni de efectos especiales, pero a esta altura del partido, uno se pregunta si le conviene esa impronta. La taquilla tendrá el veredicto