Una gran poetiza gana en el cine reconocimiento en una obra sensible con estupendo trabajo actoral “¿Pero y los himnos?” Pregunta Emily. “Eso no es música,” contesta su tía en medio de un concierto, horrorizada además porque en el escenario hay una mujer cantando. Un simple botón de muestra de la forma elegida por el director Terence Davis para aproximarse a Emily Dickinson, la poetisa de Nueva Inglaterra que hizo de su trabajo una oda a una perseverancia oscura y llena de anhelos de vida, cuyas luces se fueron apagando con el fragor de las respuestas a sus preguntas sobre la muerte, el tiempo, o el transitar por la vida. Ya en los primeros siete u ocho minutos hay tres situaciones en las cuales se pinta de cuerpo entero a una joven colegiala dispuesta cuestionarlo todo, y muestra sus garras intelectuales frente a los mandatos, empezando por los religiosos, siguiendo por los políticos, y luego por los familiares, aun con un padre de ideas y mente abierta. Hoy le gritarían progre por la calle, en aquella época podía ir preso. Si bien a priori puede parecer esquemática, de narrativa tradicional y de recursos previsibles, hay muchos elementos, si el espectador está dispuesto a descubrirlos, que contradicen esa primera impresión. Justamente, abrazando uno de los preceptos la escritora que decía “aborrecer lo obvio”, lo literal de la aparición de los poemas se vuelve menester, y hasta podría decirse que las palabras suenan a la música que rondaba por la mente de la gran artista. Lo mismo sucede con la dirección de arte y la fotografía. Hay tomas en donde todo parece frío pese a estar en plena luz del día y en verano, pero claro, la idea es llegar al alma de la poesía de Dickinson y para ello fue necesario este retrato en donde el sufrimiento interno está disfrazado por una sonrisa que va deteriorándose a medida que pasan los años. De alguna manera esto también define la enorme sensibilidad de “Una serena pasión” para adentrarse en los cuestionamientos, contradicciones, y carencias de la protagonista. Acaso también haya sido el motor generador de esos poemas desgarradores y ciertos. El estupendo trabajo de Cynthia Nixon, a años luz del insulso personaje de la serie “Sex and the city”, es un traje a medida para desplegar técnica pura de actuación frente a cámara, porque si bien el guión es cronológico el grado de afectación del personaje encuentra un perfecto equilibrio para no desbandarse hacia lo melodramático. El mundo de la poesía tiene un gran exponente en este estreno, y ciertamente Emily Dickinson tiene en el cine el lugar que se merece.
¿Otra vez el Hombre Araña? Tres lanzamientos distintos en quince años con un total de seis películas a razón de 2 por lustro. Que a Hollywood no le importa nada y hace todo para contentar a los fans no es ninguna novedad, aunque para el cine sea lo peor de lo mejor. Será vano intentar encastrar esta media docena de productos. Sam Raimi llegó a la tercera, y luego vuelta a empezar. Peter Parker cambió de Tobey McGuire a Andrew Garfield para (otra vez) decir: “Había una vez un estudiante que lo picó una araña que le concedió poderes… y que Mary Jane y el tío Ben y la tía May, etc” ¿Y ahora? Bueno, parece que Sony tiene los derechos de este cómic, pero Marvel logró incorporarlo al universo de Los Vengadores. Más precisamente en la última entrega de “Capitán América: Guerra Civil” (2016). Ahí aparecía, pero en la voz y el cuerpo del pibe Tom Holland. Por eso, y sólo por eso, tenemos otra vez al Hombre Araña frente a las butacas. La única diferencia sustancial de “Spider Man: De rgreso a casa” es la construcción del personaje principal. Los seis guionistas, diferencias creativas mediantes, intentan dos cosas: la primera, es insertarlo en el universo ya mencionado. Arrancamos desde que el edificio de Tony Stark (siempre bien Robert Downey Jr.) es destruido por el villano que Loki había soltado en la primera de “Los vengadores” (2012) pero, a la vez, hay una referencia a “Capitán América: Guerra Civil”: “el otro día le robé el escudo”, le cuenta Peter a su mejor amigo en el colegio. Con lo cual hay un defasaje en el armado de la “historia” que venimos siguiendo, o como mínimo resulta confuso. Lo segundo que intentan, y esto sí les sale bien, es hacerse cargo de que Peter Parker tiene sólo 15 años, y como tal tiene todas las dudas, vergüenzas, tribulaciones, miedos e inquietudes de un chico de su edad, más allá de los súper-poderes. En esto se centra lo más interesante. Apadrinado por Iron Man y Happy (Jon Favreau), al chico se le asigna un traje a medida, pero a la vez se le exige que se quede en el colegio y con bajo perfil. Lo dijo JFK: “Ante un gran poder viene una gran responsabilidad”, o algo así. En este sentido “Spider Man:De regreso a casa” bien puede ser una comedia sobre el cambio de etapas (o coming of age como le gusta importar a la crítica vernácula), y como tal funciona a la perfección. La complicidad con su mejor amigo, la timidez frente a la chica más linda de todas, charlas sobre video juegos, campeonatos intercolegiales (de matemáticas), el baile de graduación, etc. Todos son grandes temas en la vida de éste adolescente muy bien interpretado por Tom Holland, quien le da carisma, pero también algo de torpeza genuina e inocencia alternada con tener que hacerse responsable de las buenas y malas decisiones. Sobre este eje transita la película con un villano de turno, interpretado por Michael Keaton, que trata de traficar armas artesanales hechas con los restos de chatarra que se roba del último ataque extraterrestre ya mencionado. La vuelta de tuerca respecto de este personaje no sólo es graciosa, sino que invita a seguir de cerca la dualidad de su comportamiento. Las escenas de acción son decentes. No mucho más. Las hemos visto de mejor factura en cualquier otra entrega de Marvel, en especial en el uso del CGI. Y mejor no entramos en detalles con la escena del Ferry, porque es tan espectacular como inverosímil. Hay una sensación a “una de cal y una de arena” en este estreno, pero si en verdad esta va a ser la construcción del personaje, sólo queda rogar que le vaya bien y la sigan con este, porque si hay otro relanzamiento dentro de cinco años, aviso: no cuenten conmigo.
No es que desde el afiche, el título y el elenco principal, uno sienta que se va a descubrir la pólvora, porque todo tiene un tufillo a esquemático, realización clásica, vuelta de tuerca que se viene venir a kilómetros, etc. Sin embargo uno hace la concesión. Entra a la sala dispuesto a redescubrir el código por enésima vez y dejarse llevar porque después de todo las figuras principales siempre son garantía de buenos trabajos. Mae (Emma Watson) anhela con entrar a trabajar en una de las empresas líderes del mundo virtual, ese al cual en mayor o menor medida pertenecemos todos. Su ingreso representa una suerte de realización personal y profesional porque, lo sabemos, la red de redes era, es, y será el futuro. El capo de todo esto es Bailey (Tom Hanks), una suerte de hombre visionario con impronta de Steve Jobs que tiene al mundo subyugado por su capacidad, inteligencia y sagacidad. “El círculo” entra en su propio vicio a partir de este momento en el cual todo parece un cuento de hadas por partida doble. Primero, porque es el descubrimiento de la otra cara de la moneda, lo que se esconde detrás de la fachada, ergo, el disparador del factor peligro que convierte a este estreno en un thriller convencional, bien manejado en términos de suspenso y pulsión dramática, pero convencional al fin. Segundo, porque la temática, actual, interesante y necesaria, debe dejarle paso al espectáculo, y por ende lamentablemente pierde profundidad. La información, quién la maneja, cuánto realmente creemos estar en control, la privacidad, son algunos de los tópicos que aborda el guión y lo hace bastante bien en la primera mitad de la película. En ese tramo, toda la información entregada al espectador va construyendo de a poco el estado de vulnerabilidad de la protagonista (y de todos nosotros por carácter transitivo) como para dimensionar a un benévolo mundo virtual que si se vuelve en contra puede ser implacable. Todo puede sostenerse también gracias a un elenco principal muy sólido. Tom Hanks hace creíble cualquier cosa a esta altura. y Emma Watson va por buen camino en pos de tratar de hacer olvidar diez años de Hermione en la saga de Harry Potter. Luego ocurre lo dicho. En “El círculo” el apuro por resolver el thriller quita poder de reflexión aun cuando sea innegable la capacidad de tener al espectador un rato entretenido.
Después de lo que “Mininos” (2015) hizo en la taquilla mundial no debe sorprender una nueva entrega de la franquicia que le dio origen. En la Argentina es la película más vista en la historia de la boletería, o al menos desde 1997 cuando apareció la nueva forma de contabilizar las entradas. “Mi villano favorito 3” es, entonces, una nueva entrega de todo este universo. Desde la primera en adelante los guiones no hicieron otra cosa que ocuparse de hacer reír con un humor absolutamente físico. Piñas, cuetes, sopapos, explosiones, caídas, porrazos, son los caballitos de batalla a los que se suma una gestualidad propia de algunos elementos teatrales, como la máscara neutra y el clown. Hacer reír con estas herramientas es el propósito casi exclusivo de la saga pero, claro, tiene que haber una historia justificativa porque no se puede sostener esa propuesta por sí sola durante cien minutos. En los estudios Illumination el chiste está por encima de todo, razón por la cual se diferencia, en cuanto a contenido y profundidad, de los estudios Pixar (hay un gag con dos peces muy parecidos a Merlín y Nemo). En la primera (2010), Gru (Steve Carell, doblado por Andrés Bustamante) es un súper-villano-orgulloso-de-serlo que quiere hacer una de esas trastadas de gente muy, muy mala, como muestra de superioridad, incluso hacia su madre. Es acompañado por estos supositorios amarillos ya conocidos como Minions. Al descubrir a tres huérfanas que ablandan su corazón, el malo aprende a ser bueno. En la segunda parte (2013), conoce a Lucy (Kristen Wiig doblada por Andrea Legarreta) como antagonista, pero se sabe cómo termina esto, así que la familia se agranda. ¡Ah! es acompañado por las grageas amarillas conocidas como Mininos, que ya amagan con tener mayor presencia que los protagonistas porque, hay que decirlo, son muy graciosos. En “Mi villano favorito 3”, Gru y Lucy pierden su trabajo como agentes del bien al perderse el primero de capturar a Baltazar Brat (Trey Parker doblado por Jay de la Cueva). Este villano, mezcla de Michael Jackson con Lionel Richie, es lejos lo mejor de esta tercera parte. Protagonista de chico en una serie de TV Hollywood, le corta la carrera al crecer su acné. Ahora quiere hacer pedazos a la industria que lo puso en las luminarias y luego le dio la espalda. Sabemos que el contenido no es el fuerte, de modo que todo quedará en eso, en la anécdota que construye al villano. En el ínterin Gru recibe el llamado de su hermano gemelo Dru (mismo actor y doblajista del primero), cuya existencia ignoraba. Vuelve a aparecer la madre así que la familia se agranda más aún, y es acompañada por los tampones amarillos llamados Mininos, que en los tres casos de “Mi villano favorito” tienen un guión aparte. Pasaron de sub producto a producto principal a fuerza de carcajadas, o sea tienen que estar. Ahora, nobleza obliga, si quitamos estos personajes de los tres guiones la historia se cuenta igual. No hay argumentación más que la de formar una familia y aceptar a todos los miembros; pero no es una base sólida como para dar lugar a emociones ni nada. Hay tantos gags como referencias al cine, la tele, y la música de la década del ochenta. Desde imágenes a lo lejos a famosas muletillas como la que espeta Baltazar. “Adoro cuando un plan se concreta”, célebre frase acuñada por George Peppard en la serie “Brigada A”. El mismo personaje ataca con un Cubo Mágico o con un mini-moog que arroja compases de “Dinero por nada”, de Dire Straits, en forma de ondas sonoras expansivas que lo dejan a uno desnudo, asalta un barco con chicle y los pasos de “Bad”, de Michael Jackson, o arma una pelea de pasos de baile contra Gru al son de “Into the Groove” de Madonna. Más ochentoso, échele Soda Stéreo. Estamos frente a una máquina de escupir billetes (“Minions 2” está anunciada para 2020) a la cual se puede atribuir la autoconciencia como forma honesta de sacar carcajadas, y su continuidad dependerá de que los millones de espectadores que la verán no terminen, como sucede con todo tipo de moda, aburriéndose con la misma fórmula.
Propuesta inteligente para una lectura antropológica del comportamiento humano ¡Qué gran noticia ésta película! Lamentablemente las reglas de la industria hacen menester dos aclaraciones en una. Estamos tan acostumbrados a los esquemas y la clasificación de géneros que si no avisamos antes con una nota a lo mejor alguien se pierde el verdadero valor de esta pieza. Primero: Para los fanáticos ávidos del terror fácil, sustos falsos con estridencias de la banda de sonido y giros finales que instalan secuelas innecesarias, es importante aclarar que, pese al horror que retrata, “Viene de noche” no es "una de terror" a la que la industria los ha acostumbrado. He ahí el desafío. Segundo: Para los espectadores renuentes al cine de terror como género, cabe aclarar que este estreno es de los que utilizan los elementos básicos del mismo para re-significarlos en algo mucho más profundo. Si el grotesco es la extrapolación de la comedia, el terror lo es del drama y aquí es donde todo se vuelve significativamente más poderoso. He ahí el desafío. Hace nada más que dos años el director y guionista Trey Edward Shults irrumpió con “Krisha” (no estrenada aquí, pero vale la pena buscarla), y ya daba cuenta de ser un artista que reconoce la caja, pero piensa fuera de ella. La idea de este estreno parece un desarrollo posible de una de las reflexiones más célebres del pensador Ortega y Gasset en su obra “Meditaciones sobre el Quijote”: “Yo soy yo y mi circunstancia. Si no la salvo a ella, no me salvo yo” Partiendo de esta premisa, el joven realizador se despacha con un tremendo, poderoso y reflexivo ensayo sobre lo primitivo del hombre. La introducción, en efecto, parece una de terror. Un anciano en horribles condiciones físicas entrega su vida a manos de su propia familia para luego ser quemado en una fosa. Algo pasó en el mundo, una peste tal vez. Algo que es casi inevitablemente contagioso y mortal. Lo suficiente como para tener que soportar el sacrificio de seres queridos. Nada que no se haya visto en las de zombies, por ejemplo. Sólo que a medida que avanza el relato nos damos cuenta que estamos frente a un "aquí y ahora" cuyos antecedentes no importan demasiado dada la gravedad del presente. Esta es la primera razón por la cual es aconsejable evitar anticiparse a lo que va a suceder, porque el sentido de este guión no es precisamente transitar los lugares comunes. Esos que uno da por sentado que van a ocurrir. En un ejemplo perfecto del manejo de la información, el espectador intentará (y el director lo sabe) adelantarse inútilmente hasta darse cuenta que no tiene sentido por lo cual necesitará de su poder deductivo para entender la coyuntura. El escenario es una casa grande, en medio de un bosque en una zona estilo El Bolsón (Provincia de Río Negro). Luego de la introducción la familia queda reducida a Paul (Joel Edgerton), Sarah (Carmen Ejogo) Travis (Kelvin Harrison Jr.), y el perro. La casa está casi totalmente tapiada con maderas como para evitar que nadie entre. Sobre todo de noche. Algunos elementos de la escenografía nos cuentan que estamos en este siglo (computadoras, aparatos electrónicos, vehículos), pero a su vez el hecho de estar apagados habla de su inutilidad. Lo que sea que haya pasado obliga a cuidar la energía, el agua y los alimentos. A dosificarlos y reciclarlos porque ya no son tan fáciles de conseguir sin arriesgar la vida que, por cierto, parece haber retrocedido un siglo y medio. No sólo en la renuncia tácita a un estilo de vida, sino también a la ya primitiva conformación de roles familiares en los cuales el hombre es el ser supremo, el que provee seguridad y toma las decisiones, mientras que la mujer acompaña y los hijos crecen bajo ese modelo. Por supuesto que la circunstancia obliga a modificar el orden establecido de antaño por uno nuevo, con nuevas reglas y nuevas consecuencias si se las infringe. El guión tiene una virtud adicional en el punto de vista. La acciones duras son llevadas a cabo por Paul con anuencia de su mujer, pero claramente el eje dramático se centra en Travis, porque es desde su mirada en donde encontramos la crítica a un sistema cruel y despiadado cuya determinación remite a lo más básico del espíritu humano. Ese que no reconoce ninguna virtud a menos que haya algo a cambio, ningún tipo de igualdad a menos que haya beneficio material, y ningún indicio de piedad. La única esperanza, como siempre, está en las futuras generaciones, parece dar a entender el guión. Travis es un chico de 17 años que ha visto demasiado horror en su corta vida, y pese a eso el instinto básico lo muestra inquieto. No puede dormir. De noche deambula por la gran casa con una lámpara en su mano, acaso porque no logra, como sí lo hacen los adultos, dormir tranquilo en medio de tanta incertidumbre. “Viene de noche” debe su título a este estado constante de tensión que justamente crece cuando el ser humano duerme, cuando el ser humano se encuentra en su estado más vulnerable. La mirada adolescente interpela, desde su inocencia, a una humanidad deshumanizada. Especialmente en el segundo acto en el cual aparece otra familia que busca (como todas) una mano solidaria. La convivencia dispara otra reflexión sobre la construcción de la confianza en el otro. ¿Hasta dónde conviene confiar en el prójimo? parece preguntar el texto. Es notable como Trey Edward Shults logra una película de suspenso en la cual los villanos son la paranoia, la desconfianza, el destrato, la indiferencia y el miedo. Muy lejos de zombis, vampiros, monstruos o fantasmas. Los seres humanos estamos cada vez más preparados para construir y hacer crecer el miedo al afuera, al otro; perdiendo de vista que en realidad el peor de los horrores es justamente la naturaleza de nuestra especie. Al centrar el noventa por ciento del desarrollo en esta idea, el director nos saca de la necesidad del relato tradicional. Si se quiere, esta obra no tiene un principio ni final formal. Como si estuviésemos frente a un momento que es consecuencia de algo que pasó antes y a su vez será causa de lo que se viene, por ser esta una de las intenciones principales de “Viene de noche” La atmósfera circundante es el factor extra que compone el contexto. La extraordinaria dirección de fotografía logra amalgamar los dos universos contrapuestos (el adentro y el afuera; el día y la noche, etc.). Lo mismo sucede con el diseño de sonido (aprovechando también los silencios) y la dirección de arte que ayudan a meternos de lleno en este clima opresivo e insoportable. Casi que podemos oler la madera de esa cabaña, sentir el viento, escuchar el ruido que hace un plato al apilarse después de la cena. Todo conforma una obra que se anima a desairar los esquemas y proponer una lectura antropológica del comportamiento humano, dejando en evidencia lo peor. Acaso para poder cambiarlo.
El hacer gala durante tanto tiempo de la corrección política establece, a fuerza de repetición, una suerte de radiografía de la idiosincrasia de un pueblo o de un país. Por eso es muy difícil encontrar en el arte cinematográfico hollywoodense algún ejemplo de interpelación al sistema, o al menos a una parte de él. No está ni bien ni mal, dependerá en todo caso de lo que cada uno va a buscar cuando entra al cine. Por ejemplo, “Un don excepcional” tiene chances de ser una crítica al sistema educativo, una denuncia social respecto del trato que se dispensa a personas con características sobresalientes, una mirada ácida sobre los mandatos paternos (o maternos por caso), y hasta una aguda observación sobre la pasividad judicial frente a casos especiales. Sin embargo todos estos temas, presentes en esta historia, conforman simplemente un contexto sobre el cual se apoya el personaje central, acaso mostrado como “víctima” del mismo. Mary (Mckenna Grace) es una niña de siete años prodigio en matemáticas y resolución de cálculos, además de un notable manejo dialéctico “no acorde” con su edad. Su papá (Chris Evans) lo sabe, pero tiene una postura frente a esta circunstancia que consiste en enviar a su hija a una escuela pública con la intención de verla crecer en un ámbito más cercano al mundo real. Todo lo contrario a lo que piensa la abuela (Lindsay Duncan), quien insiste en meter a la niña en una institución para superdotados. En definitiva, uno está más preocupado por la parte afectiva que el otro. A estas posiciones antagónicas se le agrega una tercera pata dramática que no sólo es la falta de la madre (fallecida hace poco), sino la influencia que su ausencia ejerce en el accionar de todos. En la dosificación de la información sobre este último personaje es donde el director hace relucir su oficio para jugar con la pulsión de su película, y por ende la capacidad para mantener al espectador entretenido y pendiente de la suerte de Mary. Es eso y el trabajo de esta pequeña actriz lo que justifica la corrección política y algunas escenas edulcoradas, no por el guión sino por el magnético carisma que ella desborda. Bueno, ok. Lo admitimos. En “Un don excepcional” la música, las apariciones de Octavia Spencer como si fuese una especia de hada madrina, y la escena del abrazo al atardecer son postales preciosas que chorrean miel y a la vez, en este caso, se agradecen.
Obra inolvidable de notable sencillez narrativa y conmovedora humanidad ¿Cómo hacen? Porque uno debe preguntarse cómo hacen. Artistas como los hermanos Dardenne, Michael Haneke, Adolfo Aristarain (¿Qué están esperando los productores locales para ponerle un billete para que dirija?) o en este caso Ken Loach son verdaderos cronistas de nuestro tiempo. Su cine está tan cerca de la gente común, y tan sensible a las problemáticas cotidianas, que parecieran vivir al lado de los personajes que retratan, como si fuesen vecinos ocasionales. Tal vez como los grandes escritores su poder central está en la capacidad de observar a las personas, estar permeables a sus padecimientos, alegrías, frustraciones, y finalmente poseer la sensibilidad suficiente para hablar de eso con el lenguaje de la imagen. El esperado estreno de “Yo, Daniel Blake” viene con la Palma de Oro en Cannes 2016, razón de más para ir al cine corriendo, pero además porque se trata de un nuevo opus del director de “Tierra y libertad” (1995), “El viento que acaricia el prado” (2006), “Como caídos del cielo” (1993) o “Riff raff” (1991). Casi cincuenta años hablando de la clase trabajadora sin estridencias, sin partidismo. y con total compromiso por el espejo que ha construido. Lamentablemente para la humanidad y afortunadamente para el cine, Ken Loach sigue vigente. Daniel (Dave Jons) es un trabajador de oficio. Del tipo de oficio que obliga a poner el cuerpo más que la cabeza. y muchos años de eso hacen mella en el estado físico. Un diagnóstico lo obliga a tomarse una licencia lo cual no tiene nada de extraño, sino fuese porque de este pequeño hecho nace una lucha impotente contra la burocracia de un sistema preparado para excluir y dilatar la paciencia. A la carencia individual, el guión le adosa un segundo personaje. Katie (Hayley Squires), una madre soltera con dos hijos que también anda pululando en busca de una oportunidad que le dé un poco de respiro frente a la circunstancia. ¿Qué circunstancia? Tiene hambre. No tiene para comer. Evidentemente, el secreto no está en la anécdota en sí, que en definitiva es el disparador, sino en la forma. La notable sencillez con la cual el director narra su historia es la gran estrella de “Yo, Daniel Blake”. Una escena lo pinta como hombre común. Llegando a su casa le echa en cara a un adolescente la forma en que éste saca la basura. Pocas veces se ve tanto poder de síntesis para retratar la falta de don de convivencia en sociedad, y es que todo es así en esta obra maestra. Si bien es cierto que los males comunes son polos (no tan) opuestos que se atraen, el hecho y la forma en la cual Daniel y Katie se encuentran también habla del destino y de la predisposición a la solidaridad. Ken Loach es un hombre tan preocupado por el presente (o por cómo el pasado se replica en él) que se apoya en los planos cortos de sus personajes, pero con el suficiente aire como para que las emociones fluyan en el trabajo actoral. Nosotros no conocemos a los dos protagonistas sólo por lo que dicen, sino porque los podemos observar en su estado natural como si estuviésemos tomando un café en un bar, y ellos nos contasen lo que les está pasando con ese mismo nivel de exposición. Un estupendo trabajo de la dirección de fotografía ayuda a contextualizar. Si algo ha logrado el maestro Robbie Ryan es el indispensable clima de decepción general, pero confiando en un retratista que se ocupa minuciosamente de alejarse del panfleto y de evitar alzar las banderas de la clase trabajadora para poder acercarse aún más al factor humano. Es inolvidable “Yo, Daniel Blake”. Entonces, ¿Cómo hacen estos tipos para hacer todo bien? Puede haber muchas razones. Tal vez la que más cierra es que realmente creen que el cine, como arte, debe siempre funcionar como el reflejo fiel y honesto de lo que pasa y nos pasa en el mundo.
Con tantas adaptaciones que Hollywood está haciendo de series de todas las etapas de la televisión, uno podría pensar que estamos frente a un rescate nostálgico, un rescate emotivo si se quiere, obviamente apuntado al corazón de los espectadores que vivieron la época en la cual cada una de estas series hizo furor. Lo curioso es que, salvo algunas excepciones, las emociones predominantes de este rescate son el asco y la bronca. “Los Dukes de Hazzard” (Jay Chandrasekhar, 2005), “Hechizada” (Nora Ephron, 2005), “Los vengadores” (Jeremiah Chechik, 1998) o el espanto mayor, “Chip's” (Dax Shepard, 2017), estrenada este año, y que todavía provoca pesadillas, Incluso a miembros del staff que debieron irse a hacer el Camino de Santiago para recuperarse. La visita esta vez es a los años ‘90, a una de las peores series de todos los tiempos: “Baywatch”. Aquella entrega semanal no sirvió para otra cosa que prolongar la carrera de David Hasselhoff y lanzar las de algunas figuras como Pamela Anderson. La excusa es la misma que se presenta aquí: un grupo de salvavidas de una playa que se toman su oficio tan en serio que los impulsa a investigar crímenes, tráfico de drogas, etc. Inverosímil desde su planteo inicial, el espectador deberá hacer lo posible para conceder todo su intelecto. Mitch (Dwayne Johnson) es el fornido y musculoso "teniente" de CJ (Kelly Rohrbach) y Stephanie (Ilfenesh Hadera) en un comienzo que los encuentra reclutando nuevos integrantes del equipo. Uno de los candidatos entra con palanca del gobierno, se llama Matt (Zac Efron) y viene de ser campeón olímpico de natación. Aquí es donde entramos en la típica comedia de dúo antagónico que termina queriéndose luego de pasar por varios problemas serios. El mayor de estos problemas no es la ola de asesinatos, tampoco la "competencia" con la policía; ni siquiera el enfrentamiento con la peor villana de la historia en términos de construcción de personaje y actuación. El gran antagonista de “Baywatch” es el guión. Seis tipos escribieron esto: Jay Scherick, David Ronn, Thomas Lennon, Robert Ben Garant, Damian Shannon y Mark Swift. Nos permitimos mencionarlos para oficiar de salvavidas ante la posibilidad de que vuelvan a escribir. Pese a todo esto hay algo innegable: la química entre Dwayne Johnson y Zac Efron funciona por contraste y registro actoral. Es gracias a ellos, y su manera de acomodarse al código propuesto, que nos encontramos con momentos rescatables. El resto es una sucesión de exabruptos, a cual más desagradable, que no buscan otra cosa que probar hasta donde el espectador es capaz de sostener su mirada en la pantalla sin sentir nauseas (la escena de la morgue basta como botón de muestra). Claramente “Baywatch: Los vigilantes de la playa” tendrá su público. y si hay algún nostálgico que necesite conectarse con la época en la cual veía la serie a lo mejor se encuentra con algún rostro conocido. De ahí al cine (incluso el industrial) hay un abismo infranqueable.
Una red maquiavelicamente tejida para atrapar al hombre moderno Por más estacional que pueda ser el tema de una obra cinematográfica, por más aciertos que pueda tener la anécdota a contar respecto de la actual coyuntura hay algo, inherente al sello de cada artista, que hace trascender el hecho en sí más allá del presente. El estilo rompe fronteras y universaliza la cultura de manera tal que cualquiera puede verse reflejado en los dilemas planteados. Tal vez Ken Loach, cuya “Yo, Daniel Blake” se estrena dentro de poco, sea uno de los retratistas sociales más importantes de nuestro tiempo, como lo fueron los grandes autores del neorrealismo italiano y sin dudas Kim Ki Duk hace lo suyo en el cine asiático. Nam Chul Woo (Seung-bum Ryoo) es un pescador de Corea del Norte que vive casi al borde de la frontera con Corea del Sur. Sólo un puñado de planos, tan sutiles como llenos de contenido, sirven para contar la realidad de esta familia, o mejor dicho como vive esa realidad. Según de donde provenga el espectador podrá pensar que esta familia tiene lo que le corresponde o que carece de ello. En esta ambigüedad de percepción de lo cotidiano es en donde el director se apoya utilizando un solo personaje central. Así como el Alien es el personaje que Ridley Scott utiliza para describir el instrumento del mal, este pescador es el títere de los sistemas. Y vaya radiografía la que ofrece “La red”. El bote sufre una avería y nuestro protagonista, que nada quiere saber con el país del sur y su forma capitalista, termina en la otra orilla acusado de espía e interrogado de todas las maneras posibles para lograr su confesión. A partir de allí se produce el gran contraste que opera en el espectador de una manera particular. Todos los que vean esta obra pertenecen y tienen su opinión sobre los sistemas políticos que rigen el mundo, razón de más para entender la intención del director detrás de su criatura. Nam (llamémoslo por su primer nombre) será el animal de costumbres que refleja lo que el tiempo hace con las ideas políticas con las cuales se crece. El hombre no quiere mirar. Va voluntariamente con los ojos cerrados para no caer en la influencia capitalista, y si bien esto es el dibujo esquemático de la brecha que las formas de gobierno ejercen sobre los ciudadanos luego descubrimos otras capas que operan peor. Detrás de evitar la sociedad de consumo hay un miedo espantoso a las consecuencias que habrá a su regreso. Nam dice amar a su país y claramente daría su vida, pero también le tiene terror. Cuando vuelve a su país comprobamos algo parecido aún cuando su único deseo es volver a pescar para darle de comer a su familia. La red que él utiliza para su oficio sirve para que los peces queden atrapados y no puedan escapar y como siempre hay un pez mayor (aunque sea metafórico) la gran red de la cual Nam (ni ninguno de nosotros en realidad) no puede escapar, es la que está desde hace años pensada, preparada y maquiavélicamente tejida (si me permite el eufemismo) para atrapar al hombre moderno. En este punto Kim Ki Duk toma la brillante decisión de abrir los planos dejando al protagonista desamparado en medio de toda esa libertad que paradójicamente quiere y necesita escapar. No importa si es una concurrida calle, o el medio de un lago, los sistemas están listos para hacer sentir al hombre muy pequeño como para tener un grado de importancia. Ahí es donde aparece el humor ácido, corrosivo hasta la dualidad. El guión tiene la lucidez de poner al hombre con su circunstancia, a los efectos de mostrarle que fue él mismo el constructor de todo este entramado político, razón por la cual, la geografía de la acción podría ser cualquiera en distintas épocas de los enfrentamientos ideológicos de la historia de la humanidad. De seguir por este camino, no hay mucho por hacer más que repetir la historia que se ha llevado millones de vidas parece decir el mensaje del texto de “La red”, y si se puede cambiar empezará por fortificar los afectos y la familia. Hay esperanza de todos modos. Lo dice el mensaje de esa estupenda y conmovedora escena del final.
Estamos acostumbrados ya al Hollywood industrial. Desde siempre en realidad porque está claro que no tiene par en ningún lugar del mundo. Conocen muy bien el negocio desde la conformación de una persona en estrella mundial a la construcción de las grandes producciones que luego usan como estandartes icónicos de un tiempo. Es decir, no hay marketing como el de la industria yanqui. Si no hay ideas nuevas hay que reciclar las antiguas. Las muy antiguas si es posible porque los derechos intelectuales están regalados. En la puerta de este nuevo siglo los asesores aprendieron muy bien la idea de los nuevos universos, y de como éstas pueden retroalimentarse sin necesidad de ir en busca del público. Marvel, DC Comics, “El señor de los anillos”, “Star Trek” y ni hablar de “Star Wars”. ¿Y por qué hablamos de estos gigantes si lo que se estrenó es “La momia”? Simple: ahora se les ocurrió armar una nueva legión que va a juntar a varios de los personajes fantásticos que otrora eran de la propia Universal Studios. Es cierto que andaban juntando polvo en las estanterías de algún sótano, pero la idea de juntarlos a todos como si fuesen La Liga de la Justicia parece como mínimo forzada. Los antecedentes inmediatos de este híbrido son “La liga extraordinaria” (Stephen Norrington, 2003) que juntaba en un mismo guión improbabilidades como Tom Sawyer con el Capitán Nemo y Allan Quatermain. La otra es “Van Helsing” (Stephen Sommers, 2004), en la cual nacía esta idea de ahora, pero en una sola película con Drácula, el monstruo de Frankenstein, El hombre lobo y el personaje del título. Y no estaba nada mal aquella, por su nivel de autoconciencia. Adivine qué estudio la produjo. Al término de “La momia” quedan varias preguntas coyunturales porque claramente la versión de 1999 con Brendan Fraser era muy superior en todo, incluida la taquilla. Tanto fue así que aquella disparó dos secuelas más. Era claro el mensaje: estos personajes que ya no asustan a nadie, si son llevados por el lado de la aventura a lo Indiana Jones, funcionan, y funcionan muy bien. Con todos estos antecedentes: ¿Por qué no fueron por ese camino? ¿Por qué Tom Cruise? ¿Cuál es el aporte con que la momia sea mujer? Estas preguntas no surgirían si fuese entretenida, pero la realización integral del casi debutante Alex Kurtzman solemniza demasiado un guión que pide a gritos más humor. Ese factor que bien dosificado no impide ni el vértigo, ni la tensión, ni el suspenso. No hay dudas sobre lo tecnológico. En ese sentido mucho de este estreno tiene con qué deslumbrar al espectador, que seguramente encontrará su ideal en un público más adolescente que nostálgico. El argumento es conocido: por circunstancias fortuitas (esta vez amparadas en el contexto de una operación militar a 1600 kilómetros de Egipto), Nick Morton (Tom Cruise) encuentra la tumba–prisión de Ahmanet (Sofia Boutella), cuyo espíritu calza una maldición en Nick que lo va a tener simbióticamente relacionado con ella que, por supuesto, intenta volver a la vida para hacer mucho mal. En estos dos personajes recae la estructura dramática de toda esta producción, lo mismo que ocurría con Lon Chaney Jr. Boris Karloff, Bela Lugosi o Edward Van Sloan en las piezas clásicas. El carisma de Tom Cruise no termina de funcionar aquí, pero tampoco ocurre con la química entre Sofía Boutella y, llamativamente, mucho menos con Annabelle Wallis, que en definitiva es donde se insinúa la historia de amor que apoya el guión. Sí es interesante la presencia del Dr. Jeckyll, que en la solidez de Russell Crowe encuentra una forma de balancear la escasa dirección de actores. Evidentemente habrá que ver si la franquicia encuentra progresión hacia rumbos más amables, mientras tanto queda la anécdota de una aventura solemne.