Insustancial, pero disfrutable Un viudo reciente ve una casa que le gusta y la compra, por más que la casa venga con zoológico incluido, funcionando y derruido. El zoológico está quebrado, pero ¿alguien duda de que el nuevo dueño va a sacarlo adelante, aunque tenga tanta experiencia en el tema como Mauricio Macri en literatura marxista? La directora del zoológico resulta ser Scarlett Johan-sson, que no sólo anda soltera, sino que nomás conocerlo al tipo se ve a la legua que se le caen las medias. Para hacerla completa, por allí anda Elle Fanning, que en cuanto ve al reclusivo hijo del nuevo dueño de casa le tira los galgos. ¡Y todo resulta estar basado en una historia real! Pero uno no va a ver una película de Hollywood como quien mira un documental, sino para encantarse, maravillarse, pasar un par de horas en un mundo mejor que éste. En ese terreno, puede decirse que más allá de sus limitaciones y su naiveté (es una película para toda la familia, y no de las disfuncionales), Un zoológico en casa cumple y dignifica. ¿Poca cosa para Cameron Crowe, director de Casi famosos? Bueno, es temporada de fiestas y las fiestas no suelen ser de vacas gordas para el cine, así que tampoco es cuestión de andar poniéndose demasiado exigente. Un zoológico en casa es totalmente insustancial. De un día para otro, Matt Damon abraza la causa zoológica y larga todo. Todo es la escritura, que se supone que a eso se dedica. Podría ser oficial de la Fuerza Aérea, mecánico dental o cocinero thai: sería igual. La película parece no poder concebir una chica que no sea linda, soltera y bien dispuesta. La condición de viudo del protagonista no pasa del cliché: algunos recuerdos (en forma de flash-backs, faltaba más), algunas lagrimitas, la persistente negativa a volver a enamorarse. La rivalidad con el hijo, de manual (de manual de Hollywood). Las correspondencias entre el mundo animal y el humano, lo mismo (el tigre depresivo, básicamente). El malo –un inspector antipático, encargado de subir o bajarle el pulgar al remozado zoológico encabezado por Damon–, como salido de una de Disney. Los personajes están dibujados y eso es tal vez más notorio en los secundarios, la barra de empleados del zoo, que se supone deberían conformar un grupo hawksiano (algo que sí lograba Twister, para poner un ejemplo notorio), pero no tienen el menor relieve. Y sin embargo... Sin embargo, Un zoológico en casa tiene lo que toda película para toda la familia tiene que tener: buena leche, calor humano, personajes crédulos y bienintencionados, y un director tanto o más crédulo y bienintencionado. Para no hablar, claro, del genial Thomas Haden Church, ese Lee Marvin cómico que no necesita “hacer” de cómico, porque la comicidad la trae puesta (recordar la serie Ned and Stacey, la segunda George de la selva, Entre copas) y que aquí hace del hermano sensato del presuntamente alocado protagonista. No se trata simplemente de que los mejores chistes de la película estén en su boca, aunque eso ayuda. Haden Church es esa clase de actor a quien le basta aparecer en el plano para que uno ya se esté riendo. O, más precisamente, sonriendo: más que comicidad, el tipo genera una densa, continua, inquebrantable corriente de empatía, que no se interrumpe ni cuando desaparece.
Un lago con tiburones en tres dimensiones La misma clase de películas que antes compañías infinitesimales mandaban directo a video o a televisión ahora son lanzadas por las grandes compañías, con los bombos y platillos del 3D. Manteniendo, eso sí, los mismos actores de madera, los mismos personajes de cartón, la misma chatura corrugada. Es el caso de Terror en lo profundo, una de tiburones, a la que la capacidad de su director, David R. Ellis (el de Destino final 2, Celular, Snakes on a Plane), para drenar adrenalina de la nada logra realzar en los últimos tramos. Los protagonistas favoritos de las películas de terror de Hollywood de los últimos veinte años –un grupo de veinteañeros– van a pasar unos días de vacaciones en la cabaña lacustre de la familia de una de las chicas. Grupo estereotipado –una latina, un morocho, una conflictuada chica rica, un chico guapetón pero medio desvalorizado, una comehombres y un nerd–, los muchachos chocan, no bien llegados a la zona, con los estereotipos contrarios: un par de white trash de la peor calaña, con ganas de armar bardo en plan cosha golda. Estamos en Louisiana, zona de morralla blanca por excelencia. Además uno de los tipos fue novio de una de las chicas y no quedó nada conforme con eso de que años atrás ella le cortara el rostro. Literalmente: al huir de una situación de peligro, dejándolo solo, eso fue lo que la hélice de la lancha produjo en él. Falta que aparezcan los tiburones, todos dispuestos a dentellear lo que se les cruce. ¿Tiburones en un lago? Claro: alguien los llevó hasta allí, con las más retorcidas intenciones. Allí, cuando más se retuerce, entregándose finalmente al disparate argumental y dramático, Terror en lo profundo logra hacer diferencia por sobre la chatura televisiva en la que hasta entonces se había sumido. Adrenalina, crueldad y disparate son las aguas que mejor nada Mr. Ellis, quien cuando no dirige películas se gana la vida como doble de acción. Aunque se nota que los productores le frenaron ímpetus gore, algún toquecito alla Destino final sobrevive en alguna muerte convenientemente planificada y algún otro recuerda a Terror a bordo, por la perversa delectación con que los dientudos se lanzan sobre la gente. En sus peores momentos, Terror en lo profundo hace recordar a los enlatados televisivos de los ’80. Específicamente, a uno llamado Jail Bait. En los mejores, parece una de esas clase B (o C, o Z) que para esa misma época uno iba a ver al cine Lara, piojera cinéfila ubicada en Avenida de Mayo al 1200, donde ahora hay un banco.
Triángulo amoroso en una París amigable Mezcla de comedia frívolamente juvenil y melodrama de lágrimas, el film de Honoré recupera la tradición de la nouvelle vague. Marcada por un clima de canciones pop, la película respira espíritu lúdico, ganas de jugar con el cine y el espectador. El no sabe si la ama por su lindo par de nalgas, por miedo a la soledad, por azar, por pereza o por tratarse de “una mala costumbre”. Bien en la tradición de la nouvelle vague, Ismael manifiesta sus dudas en plena calle y de madrugada, mientras camina por una París eternamente amigable junto a su amada Julie. No lo piensa para adentro, sino en voz alta. Bien alta, afinando y acompañado por energéticos guitarra, bajo, piano y batería. Desde Una mujer es una mujer hasta Conozco la canción, Gotas de agua sobre rocas calientes, 8 mujeres y Corazones, pasando obviamente por Los paraguas de Cherburgo, la comedia dramática-musical es –por más que no se la haya reconocido debidamente como tal– todo un clásico del cine francés de la nouvelle vague & descendientes. Ejercicio de restauración nouvellevaguista, tras haber cerrado Cannes 2007 y el Bafici 2008, la entusiasta Les chansons d’amour se estrena, en Argentina, en medio del de-sierto cinematográfico de entrefiestas, con cuatro años de demora y en ese sistema poco amigo de definiciones visuales que es la proyección en DVD. Ismael es Louis Garrel, icono de la nouvelle vague desde que protagonizó Los amantes regulares, bajo la dirección de su papá Philippe. De allí viene también Clotilde Hesmé, reina de la fotogenia que aquí no hace de Julie sino de Alice, tercera punta del triángulo amoroso que forma con los otros dos. Julie es la rubia Ludivine Sagnier (Gotas de agua..., La piscina) y Chiara Mastroianni hace de su hermana, tal vez como cita indirecta al superclásico de Jacques Démy, por vía materna (Mastroianni es, como se sabe, hija de Catherine Deneuve). Como el Jean-Pierre Léaud de los comienzos, Louis Garrel pasa de la alelada circunspección a la mímica exagerada. Como en Una mujer es una mujer y tantos otros Godard, siempre hay un libro a mano para taparse la cara y asomar los ojos. Toda pared sirve para colgar la tapa de un disco o el afiche de alguna película, aunque ninguno de ambos tenga nada que ver con la película en la que están colgados. En este caso, News of the World, de Queen, y Nobody Knows, de Hirokazu Kore-eda. Para seguir con Godard, la secuencia de títulos es un desfile de puros apellidos, en un tipo de letra bien grande: Branco (por Paolo Branco, el legendario productor portugués que supo estar detrás de tantos Oliveira, Ruiz & Cía.), Honoré (Christophe, director de la película), Garrel, Sagnier, etcétera. En las dudas cantadas de Ismael resuena el que peut je faire, je ne sais pas quoi faire de Anna Karina en Pierrot le fou, y así siguiendo. Respetando también la tradición que se honra, Canciones de amor mezcla la comedia frívolamente juvenil con el melodrama de lágrimas (recordar Los paraguas de Cherburgo, Lola, Vivir su vida), a partir del momento en que algo trágico sucede, sin el menor preaviso. Escritas y compuestas por Alex Beaupain, las canciones son tan pop a la hora de expresar alegría, vacilación, ensimismamiento o la más desoladora tristeza. No se sabe bien si es así o se trata de pura predisposición personal, pero a este cronista se le hacen mejores las de la última variante. No por nada Beaupain quiere decir “bello dolor”. Bello dolor expresan los ojos tristes de Chiara Mastroianni, que desde un secundario logra generar en el espectador emociones primarias. Producto, seguramente, de esa suerte de condena a la soledad que su Jeanne parece arrastrar. El otro secundario que logra saltar a primera fila es Grégoire Leprince-Ringuet, adolescente que a fuerza de obstinación amorosa logrará sacar al protagonista de su heterosexualidad y su duelo. ¿Es Canciones de amor lo que suele llamarse “un mero ejercicio”? Ejercicio sí, posiblemente. Pero no tan mero, en tanto logra recuperar –no sin algún esfuerzo o sobreactuación, que en algún momento la hacen más parecida a El exilio de Gardel que a Rozier o Rohmer– aquello que la nouvelle vague tuvo en sus comienzos, y después nunca más (hasta llegar al último Resnais, al menos): espíritu lúdico, ganas de jugar con el cine y el espectador, energía que da la juventud. Juventud que no es de edad: monsieur Honoré, que es del ’70, tenía 37 cuando la filmó. Ni hablar de la edad de Rohmer a la altura de Cuentos de otoño o la de Resnais ayer mismo, cuando abordó esa insolencia de Las hierbas salvajes.
Exponentes terminales de la chambonería humana Allá por fines de los ’40/primera mitad de los ’50, las llamadas “comedias Ealing” (por el nombre de la compañía que las producía) impusieron un modo de abordar el humor negro con la mayor impasibilidad. El choque entre lo que sucedía –un tipo ambicioso queriendo asesinar a todos los miembros de una familia, en Los ocho sentenciados; una pandilla pretendiendo hacer lo propio con una encantadora pero no tan indefensa ancianita, en El quinteto de la muerte– y la forma en que los protagonistas reaccionaban a eso era la clave del efecto Ealing. Sobre ese modelo opera A Film with Me in It, film irlandés que –tanto como para traer ecos de la exitosísima Muerte en un funeral– se estrena aquí con el título de Cuatro muertos y ningún entierro. El título local será imaginativo pero no miente: cuatro muertos produce en cuestión de minutos, sin solución de continuidad y sin querer, uno de los protagonistas. Pero antes de eso, las presentaciones. Actor de aspecto entre desgarbado y mortuorio (es como una cruza de Goofy con Carca), cuando Mark (Mark Doherty, guionista de la película) se presenta a una prueba parece estar rogando que lo desaprueben. El derruido departamento de Dublín donde vive con su novia y las justificadas quejas de ésta por su inoperancia hacen de la falta de empleo un lujo que Mark no debería darse. Su amigo Pierce (Dylan Moran), que es –o quisiera ser– director de cine y guionista, tal vez podría escribir un papel para él. Eso, siempre y cuando sus problemas con el juego y la bebida le permitieran hacer otra cosa que ir al pub, perder plata en las tragamonedas o evitar hablar en grupos de rehabilitación. Mientras tanto, su hermano cuadrapléjico mira fijo a Mark, desde la silla de ruedas que alguien le instaló en medio del living. Hasta que un día todos los desarreglos del departamento de Mark se juntan –la lámpara que apenas cuelga del techo, un soporte de clarinete demasiado prominente, una estantería no muy firme–, con efectos insospechablemente deletéreos, dejando un tendal de cadáveres sobre el piso. Cadáveres humanos y animales. ¿Cómo convencer a la policía de que fueron cuatro muertes sucesivas pero accidentales? No, lo que hay que hacer es inventar una ficción más creíble que la realidad, y para eso está Pierce... que nunca en su vida escribió una buena ficción. A diferencia de Muerte en un funeral, que no trepidaba en recurrir a negros, enanos, ancianos y diarreas, Cuatro muertos y ningún entierro apuesta a reconvertir en comedia Ealing la clase de films británicos que allá por fines de los ’50/comienzos de los ’60 se denominaron, por su apego a un realismo doméstico tirando a depre, kitchen-sink dramas (“dramas del desagüe de la cocina”). En este caso es necesario entender por “comedia”, claro, una en la que los protagonistas tanto pueden torturar a una inoportuna mujer policía como intentar disponer, serrucho en mano, de algún cuerpo incriminatorio. El estilo cómico que se impone (por parte de Doherty, sobre todo) es el que los sajones llaman deadpan: un hieratismo alla Keaton o Stan Laurel, adecuadísimo para bajarle decibeles a lo macabro. El tono es, de hecho, sumamente amable. Tal vez, porque estos dos exponentes terminales de la chambonería humana despiertan más piedad o empatía que repulsión o desagrado. Aunque, pensándolo bien, fue la dejadez de Mark la que mató, a la larga, a buena parte de sus parientes, mascotas y conocidos...
La fe de los conversos El film de Michanie echa luz sobre un asunto infrecuente, desconocido para muchos, y expone una rica polifonía, que no requiere estar de acuerdo con todo lo que se dice. En un episodio de Seinfeld había un dentista, cuya razón para haberse convertido al judaísmo era poder hacer chistes de judíos sin ser acusado de antisemita. Nadie de quienes desfilan por Judíos por elección lo hizo por ese motivo o alguno parecido. Sin embargo, más de uno no tiene muy claras las razones que lo llevaron a hacerlo. Lo que sí está bien claro es la férrea voluntad de ser judío que muestran todos ellos. Tan férrea como para afrontar las duras pruebas de iniciación, que van desde la circuncisión y cambio de identidad hasta, en ocasiones, el cumplimiento de las obligaciones que atañen al judío observante. Incluidas las 613 leyes sagradas y las 39 proscripciones del shabat. Todo eso, previa comparencia ante el Tribunal Rabínico que evaluará sinceridad, condiciones y aptitud del postulante. Siempre y cuando éste no se emperre en hacerlo de acuerdo con el ritual ortodoxo: en Argentina, la conversión está oficialmente prohibida desde hace casi un siglo y “por toda la eternidad”. Aunque logren pasar aquí todas las pruebas, en Israel los conversos difícilmente sean aceptados como “socios plenos” de ese club. Aún así, los obstinados existen. Judíos por elección presenta a cerca de una decena de ellos, la enorme mayoría de ellos argentinos. Está el estudiante de derecho, amante de los idiomas, que le entró al judaísmo a partir de su fascinación por la tipografía hebrea. El que abandonó todo –país, profesión, familia– para terminar construyendo un techo santificado, de acuerdo con el ritual prescripto por la Torá. Los que se convirtieron, en cambio, junto con toda la familia: allí está el ex carnicero del Gran Buenos Aires, escuchando de boca del médico, junto al hijo mayor, cómo es eso del corte de prepucio. La chica que tuvo que mentirle al padre, diciendo que se iba a estudiar Ciencias de la Comunicación a Haifa, y allí se convirtió y se casó. El señor peruano que quiso hacerlo en tiempos de Sendero Luminoso, cuando los templos estaban cerrados en Lima. El que, no pudiendo convertirse de acuerdo con el rito ortodoxo, lo hizo a través de una corriente algo más liberal (paradójicamente llamada “conservadora”), para adoptar luego, por cuenta propia, el dogma jasídico. El que, siendo católico, cada vez que pasaba frente al templo de Córdoba y Libertad sentía “una vibración en todo el cuerpo”. La que nunca supo bien por qué, pero siempre se sintió atraída por todo lo que fuera judío. El que, habiendo conocido a un hombre que lo ayudó y resultó ser judío, se propuso serlo él también. Algo limitado quizá por su predominancia de “cabezas parlantes”, el primer mérito del documental de Matilde Michanie –filmado en Argentina e Israel– es el de echar luz sobre un asunto infrecuente, desconocido para muchos. Asunto que requiere además protagonistas interesantes, por sus inusuales dosis de determinación, fe (no sólo en sentido religioso), perseverancia y convicción. Si, tal como alguna vez observó el escritor humorístico Sholem Aleijem, ser judío no es cosa fácil, el documental de Michanie (realizadora de Licencia número uno, sobre la Tigresa Acuña) demuestra que volverse judío es aun más difícil. Algún rabino ortodoxo explica por qué el judaísmo no es para cualquiera, algún otro algo menos ortodoxo informa bajo qué condiciones eso es posible y está el rabino progre, que cuestiona y rebate la prohibición de conversión que rige en el país, instituida en los años ’20 del siglo pasado para evitar “infiltraciones”. El segundo mérito de Michanie es el de dejar hablar sin meterse o intervenir desde el off. De resultas de ello, Judíos por elección expone una polifonía que no requiere estar de acuerdo con todo lo que se dice, como cuando uno de los rabinos ortodoxos afirma que, de acuerdo con el mito, sólo el pueblo judío respondió al llamado de Dios. Tampoco hace falta estar de acuerdo con todo lo que se ve: la voz cantante tienden a llevarla aquí los hombres, con las mujeres escuchando casi siempre en silencio o sin salir de la cocina. Ahí puede pensarse, perfectamente, qué sentido tiene abrazar una religión que reserva ese lugar para la mujer. Judíos por elección permite hacerlo: no es una película que ejerza ningún proselitismo (como afirma un cartel inicial, en referencia al propio judaísmo), exponiendo, en lugar de ello, un mundo que está dentro de éste y se conoce poco y mal.
Desfile de estrellas antes de las fiestas Una celebrity en cada plano parece ser el principio rector de Año Nuevo, comedia dramática/romántica de fin de año que reúne a Michelle Pfeiffer con Zac Efron, Robert De Niro, Ashton Kutcher, Halle Berry, Jon Bon Jovi y así hasta el infinito (chequear ficha técnica, no alcanza el espacio para mencionar a todos). Por si fuera poco, la nueva película de Garry Marshall (el de Mujer bonita y Frankie y Johnny, que cada día parecen más lejanas) presenta, en sendos cameos, a Matthew Broderick, James Belushi, la hermana del director (la realizadora Penny Marshall), la hija de De Niro ¡y hasta el intendente de Nueva York! Año Nuevo es una de esas películas-control remoto en las que se puede zappear de una historia a otra, con una ciudad (la Nueva York más de postal) y una circunstancia (los festejos de fin de... este año) en común. Michelle Pfeiffer se da el mismo gusto que tantas lindas se han dado antes que ella y se seguirán dando: hacer de fea. De fea, morocha, solitaria y solterona. El último día del año, un hiperkinético cadete de su oficina (Zac Efron, el Troy de High School Musical, que cuando actúa también baila) le arreglará la vida, como un ángel guardián. Ashton Kutcher es una suerte de slacker misántropo, que odia las fiestas y se queda encerrado, en el ascensor de su edificio, con una chica que parece la hermana menor de María Laura Santillán (Lea Michele, de la serie Glee). Antes de rellenar un memorable vestido tubo de strass plateado, la rubia Katherine Heighl le pega un par de cachetazos a Jon Bon Jovi, disgustada quizá con el excesivo aliño de su peinado. Dos parturientas y sus maridos compiten para ver quién tiene el primer hijo del año, y ganar así 25 mil dólares de premio. Sarah Jessica Parker le prohíbe a la hija dar el primer chupón de su vida, en la medianoche del 31. La enfermera Halle Berry atiende al enfermo terminal Robert De Niro, cuyo último deseo es ver caer la esfera del Times Square, tradición neoyorquina que cuenta ya con casi un siglo de vida. En honor al nunca bien ponderado espíritu navideño (findeañero, en este caso), ni una sola de esas microhistorias –escritas por una señora llamada Katherine Fugate; ése es su apellido, y no una sugerencia del cronista– se priva de mejorar, redimir, aliviar o salvar a sus protagonistas. Como en Estados Unidos los buenos negocios no se suspenden por fiestas o feriados, los festejos en Times Square dan pie a tremendos chivos de Philips, Toshiba y Nivea. Que la bola se trabe a mitad de camino y no caiga se narra como si se tratara del cable rojo-cable azul de Armaggedon. La colombiana Sofía Vergara sobreactúa desaforadamente de latina ardiente, mientras que la rapidez de Hillary Swank para el ping pong verbal hace pensar que si las screwball comedies se siguieran haciendo, no habría screwball comedian mejor entrenada que ella. A su turno, Ashton Kutcher confirma ser el más perfecto galán nonchalant del cine contemporáneo, tal como poco tiempo atrás la gran Amigos con derechos permitía suponer.
Los mismos enfermos con más humanidad El realizador estadounidense retoma temas y personajes de Happiness, hasta con rasgos de humor: un humor no siempre tolerable. “Es tan hombre... me rozó el codo, nomás, y me mojé toda.” La de la confesión íntima no es una adolescente sino toda una señora, separada y con tres hijos. Tampoco se lo cuenta a su mejor amiga, sino a su hijo de doce años, que se queda perplejo frente a ella, en la cocina de casa. En la familia Mapplewood, la sexualidad no circula de una manera que los manuales de psicología infantil prescriben: papá Bill, que tiene prohibido visitar a sus hijos, acaba de salir de prisión, donde cumplió una larga condena por pedofilia. Si todo suena parecido a Happiness, es porque los personajes de La vida en tiempos difíciles son los mismos. Aunque no quienes los interpretan. Ganadora del Osella de Oro al mejor guión en la edición 2009 del Festival de Venecia y del Astor de Plata a la mejor actriz en Mar del Plata, La vida en tiempos difíciles (Life During Wartime, en el original) es en parte una secuela y en parte una variación de la película que a fines del siglo XX le regaló al cine uno de sus temas favoritos de la última década: la disfuncionalidad familiar. Secuela, porque transcurre diez años después y retoma los personajes de la anterior. Variación, porque si bien pasaron cosas (papá y mamá se divorciaron, a papá lo metieron en prisión, todos se mudaron de Nueva Jersey a Florida), los personajes siguen teniendo más o menos la misma edad. Si los actores son otros, también es otro –en parte, al menos– el que los mira. No es que para Todd Solondz la vida se haya teñido de rosa, pero lo cierto es que ahora no da la sensación de desearles lo peor a sus criaturas, sino de compartirlo con ellas. Y de buscar el alivio del humor, por cruel que sea. Sin ir más lejos, aquella escena en que mamá Trish (la maravillosa Allison Janney) le comunica sus humedades al pobre Timmy es tan enferma como desternillante. Desde ya que en más de una ocasión el humor-Solondz es intolerable o muy discutible. Por ejemplo, la escena en que Billy, hijo mayor y víctima, en el pasado, de las fantasías sexuales de su padre, se reúne con éste diez años más tarde, en una escena cargada de un dolor y emoción impensables. Salvo que detrás de Billy asoma un poster en el que un monito se coge a otro. Tras su separación, Trish se mudó a la soleada Florida, con la intención de rehacer su vida. Acaba de conocer a un hombre (Michael Lerner) que, como ella, quiere ser enterrado en Israel. Ah, sí: ahora uno se entera de que varios de los protagonistas son judíos. Intenciones parecidas a las de Trish tiene su hermana Joy (la británica Shirley Henderson, secundaria en varias Harry Potter), que también ha venido a parar a esa especie de gran Náutico Hacoaj que es Florida. Por mucho que haya luchado por superarlo, Allen, pareja de Joy (el personaje que en Happiness hacía Philip Seymour Hoffman, y aquí interpreta el morocho Michael Kenneth Williams) no puede evitar seguir haciendo llamadas obscenas, y ella acaba de descubrirlo. Detrás de Trish viene Andy, interpretado en la anterior por Jon Lovitz y aquí por Paul Reubens, el ex cómico infantil que, cuando todavía era conocido por el nombre de Pee-Wee Herman, fue arrestado por exhibiciones obscenas. ¿Pero cómo, no se había suicidado Andy, después de que Joy lo rechazó? Sí, pero aún muerto sigue confesándole su amor, con una expresión tan triste cómo sólo un ex payaso, como Reubens, es capaz de tener. Al mismo tiempo, papá Bill (Ciarán Hinds, en lugar de Dylan Baker) sale de la cárcel, acosado por sus peores fantasías. Y al pequeño Timmy, la proximidad del bar mitzvah lo llena de preguntas. Una de ellas es cómo y por dónde violan los adultos a los niños: otro momento intolerablemente Solondz. Con una atención por el cromatismo y los decorados infrecuentes en un realizador caracterizado por una deliberada rusticidad –colores artificiosos y decorados ídem, en representación de la América a la que el realizador prefiere llamar Genérica–, los seres-Solondz siguen siendo, básicamente, caricaturas. En algunos casos (la irritantemente aniñada Trish) más marcadamente que en otros (Bill, tratado aquí con respetuosa piedad). A veces, da la impresión de que son los actores los que les dan volumen. Algo notorio en el caso de la fabulosa Allison Janney (Mejor Actriz en Mar del Plata 2009) y de la no menos notable Ally Sheedy, que compone a una narcisa de manual con visceralidad de su autoría. No parece casual que la condición judía de las tres hermanas se haya transparentado. La película entera parece dudar, todo el tiempo, entre la Ley del Talión a la que en más de una ocasión se alude, la condena implacable al “pecador”, la burla al distinto (el hijo freak de Michael Lerner) y –ésta es la novedad– la posibilidad de perdonar al prójimo. Aunque sea un monstruo. Como tal vez lo sean todos, algo que en Happiness no parecía tan evidente.
Frenética y aparatosa El Gato entra a lo más parecido a un saloon que puede hallarse en la España del siglo XVIII (o XVII o XIX, o cuando sea que la película transcurre), se sienta a una mesa, les demuestra a los parroquianos que puede ser mil veces más rápido que ellos en el uso de la espada, los deja boquiabiertos y después recoge su copa y, en lugar de bajarse de un trago todo el jerez, le pega dos o tres velocísimos lambetones a la lechita que pidió. En sus primeras escenas, Gato con botas (por algún motivo, en castellano se estrena así, sin artículo) pinta para comedia de aventuras más o menos clásica, próxima tal vez a El Zorro (al fin y al cabo, quién le pone la voz al Gato si no Antonio Banderas) y con el protagonista como un Errol Flynn peludo, simpático y canalla. En el resto del recorrido, sin embargo, la primera entrega de la saga destinada a llenar el vacío (de dólares) que dejó la ausencia de Shrek va perdiendo esa identidad, para devenir una comedia de aventuras mucho más a tono con los tiempos del 3D. Esto es: más frenética que consistente, más pastichosa que coherente, más escrita que sentida, más aparatosa que eficaz. Pero –¡ojo!– ésa es sólo la opinión de este crítico, que a estar por las críticas del exterior juega este partido en franca minoría. Que el personaje extirpado a Perrault pintaba para robarle el show al ogro se supo desde su primera aparición, en Shrek 2, cuando –gato ladino– para que tuvieran piedad de él se puso a actuar de pobre gatito, temblando y abriendo bien grandes sus ojos de animé, logrando ablandar así un corazón de piedra. Siempre con Antonio Banderas dándole un tono como de ceceoso hidalgo español, el atigrado felino de sombrero, espada y botas siguió robando cámara en las dos Shrek siguientes, poniendo a punto de caramelo su show solista. Aquí está ese show, sostenido por el habitual batallón de guionistas y con dirección de Chris Miller, hombre del riñón de Dreamworks, que ya había estado al frente de Shrek 3 (no confundir con su homónimo, director de la magnífica Lluvia de hamburguesas). Alguna aventura había que darle al personaje –espadachín avispado y seductor–para ponerlo en acción. Aquí es una con porotos mágicos, una gansa dorada y huevos de oro, que lo hará enfrentarse con la cimbreante gatita Kitty Patasuaves (voz de Salma Hayek), una pareja de brutos de pueblo (voces de Billy Bob Thornton y Amy Sedaris, en copias subtituladas), una gansa gigante (que se comporta como Godzilla con plumas), la cría de ésta y... Humpty Dumpty. Sí, gracias al saqueo de literatura infantil que la serie Shrek autoriza, el huevo antropomórfico del que alguna vez se apropió Lewis Carroll es trasplantado aquí, no con buenos resultados. Para decirlo mal y pronto, despojado de la dialéctica de Alicia en el País de las Maravillas el huevo resulta un tipo bastante... No, no se hará ese juego de palabras, por demasiado obvio. Soso es un adjetivo posible, en todo caso. Hay una subtrama con flashbacks, en la que Gato y Humpty Dumpty eran amigos y uno traicionó a otro (o ambos entre sí), otra que cita a la habichuela gigante de otro clásico de la literatura para niños y una aventura que mezcla espacios, personajes y referencias. El resultado es el mish-mash habitual en los productos Dreamworks, con chistes que funcionan como inyecciones, personajes desarrollados más o menos a los apurones y mucho vértigo, cuestión de que nada de eso se note. Exhibida en copias 35 mm y 3D, Gato con botas representa un nuevo paso de gigante para el realismo antropomórfico ante el que parte de la animación contemporánea se rinde. Como si lo que se quisiera fuera disimular el carácter de dibujo animado que está en la naturaleza misma del... dibujo animado. Pero –otra vez la aclaración– recuérdese que todo esto no es más que la opinión minoritaria de un maldito aguafiestas.
Relaciones y transparencia La historia de un chico que se interna mar adentro con su padre y su abuelo pocos días antes de irse a vivir a Roma con su madre es como un islote ficcional dentro del océano documental sobre una zona de la Península de Yucatán. Transparencia. Si alguna impresión produce Alamar –ganadora del Premio a la Mejor Película en el Bafici 2010– es ésa. No sólo por las aguas color turquesa del Caribe mexicano, donde la primera película dirigida en solitario por el mexicano Pedro González-Rubio transcurre casi enteramente. En Alamar la transparencia es producto de la relación que la cámara establece con aquello que filma: lugares, personajes, relaciones entre ellos. No sólo entre los personajes sino, casi más, de éstos con los lugares que habitan. En verdad, si hay un verdadero protagonista en Alamar es esa zona de la Península de Yucatán que parecería puro mar. Mar adentro se internan un hombre de mediana edad, su hijo y el abuelo, para no hacer nada distinto de lo que el primero y el último de ellos hacen cotidianamente. Pescar, bucear, arponear langostas a mano, comer lo que pescan. El chico está por poco tiempo: son los últimos días con el padre antes de irse a vivir bien lejos con la mamá. El, la historia que gira alrededor de él, es como un pequeño islote ficcional en medio del inmenso mar documental que es Alamar. “Bañate si querés en la orilla, pero tené cuidado con el cocodrilo”, le aconseja el papá a Natan (libremente traducido al argentino en este texto) cuando el chico le pide permiso. Y hay un cocodrilo nomás asomando las mandíbulas, a metros de la orilla. Nadie se asusta, ni corre, ni se escapa. ¿Emblema de la comunión entre hombre y naturaleza que Alamar aspira a celebrar? No es el único caso. Otro notorio es el de Blanquita, la garza que aparece un día en el bote de Jorge y del abuelo (así sucedió en el rodaje; ver entrevista), picotea con toda confianza las cucarachas y otros insectos que padre e hijo le alcanzan y vuelve al día siguiente. Hasta que no vuelve. Tal vez sobrevalorando las potencialidades alegóricas de la situación, González-Rubio se muestra convencido, en alguna entrevista (no en la de aquí al lado), de que la desaparición de Blanquita anticipa la de Natan, teniendo en cuenta que el espectador no ignora que el chico está en Banco Chinchorro por un plazo breve. No parece que sea para tanto. Si lo fuera, lo interesante no sería esa pretendida simbología, sino antes bien la presencia real de la garza y su relación real con Jorge y su hijo, que la cámara capta en toda su espontaneidad. De lo otro que González-Rubio habla en alguna entrevista es de Dios. De la presencia de Dios que la naturaleza en plena potencia permitiría sentir. O intuir. O imaginar. No parece necesario creer en Dios, sin embargo, para percibir el modo en que Jorge, su padre y –producto de la transmisión de conocimientos padre-hijo– Natan interactúan con el ecosistema que los incluye. Ecosistema que, por muy virgen e intocado que luzca aquí, se halla en peligro, tal como un cartel final advierte. Con similar fluidez interactúan, al interior de la película, la línea de ficción que representa esa relación casi mítica, ancestral, entre padre e hijo (ver al respecto el juego de lucha libre al que ambos se entregan en un momento), y lo real que la cámara capta dentro de los límites del encuadre. Y fuera de él, ciertamente: si algo llama al fuera de campo en el cine es el mar. Esa interacción arranca a Alamar de un posible destino de National Geographic, del que la semilla de mito que González-Rubio planta la aleja. ¿Es Alamar una película machista y/o misógina, en tanto el padre representa la aventura y la madre, la falta de ella? Podría pensarse, más simplemente, que la naturaleza dividida de Natan, entre la ciudad y el atolón, entre lo civilizado y lo salvaje, entre el padre y la madre, representa la de todo ser humano. Es en tal caso en términos de representación cinematográfica donde más se siente la diferencia de trato: mientras que todas las escenas junto al padre, en Yucatán, transmiten una fuerte sensación de verdad, las del comienzo y el final, en las que se ve a Natan en Roma con su mamá, no dejan la misma impresión. Y ya que se habla de impresión, la del espectador local frente a la película se verá necesariamente disminuida. Difícil percibir la sensación de transparencia que se menciona al comienzo de esta nota frente a una proyección en DVD ampliado, como la de dos de las salas en las que Alamar se estrena, o, en el mejor de los casos, en blu-ray ampliado, como sucederá en una tercera sala.
Juventud, divino tesoro capitalista Tierra prometida para starlettes, políticos y vedettes contemporáneos, en el futuro la humanidad ha sido genéticamente programada para detener su envejecimiento a los 25 años. Todos lucen como de esa edad, algunos saben cuántos años deberían tener en realidad y muchos olvidaron cuándo los cumplen. La mala noticia es que, a partir del vigésimo quinto año, todo lo que queda por vivir son... doce meses. ¿Cómo se logra superar esa barrera? Acopiando años, horas o minutos en pago por determinados servicios o, lisa y llanamente, robándole al prójimo tiempo restante, mediante un aparatito que permite transferirlo de un cuerpo a otro. Como la justicia social escasea, hay inflación y los salarios están bajos. Claro que los resultados de esa política son ligeramente más despiadados que en el capitalismo salvaje tal como lo conocemos: llegar tarde al equivalente a un cajero automático, para cobrar una transferencia, puede representar la muerte instantánea (que sobreviene como un infarto) y lo mismo sucede si el café aumentó de precio y en la fábrica pospusieron el día de pago. El valor de cada uno está impreso en la muñeca, en forma de reloj digital y con el color del cuarzo: en esa impresión como de campo de concentración high-tech, cada minuto es un minuto menos. En esa sociedad, las diferencias de clase se miden en zonas horarias y el peaje para pasar de una a otra aumenta sideralmente, en la medida en que uno se traslada del ghetto a la ciudad de los ricos. Ese es el viaje que hace un operario llamado Will Salas (Justin Timberlake, con pocas ocasiones para lucir su sonrisa de dandy), con intención de vengar la muerte de su madre (Olivia Wilde, tres años menor que Timberlake en realidad) y aprovechando que un aristócrata decadente, harto de tener como cien años por delante, decidió dárselos todos a él. Llegado a New Greenwich, Will dará con el que parece ser el dueño de todo (Vincent Kartheiser, repitiendo su look de la serie Mad Men). Señalando a la chica que lo acompaña (Amanda Seyfried, que tiene no sólo ojos grandes), el ultra ricachón reflexiona, con la dosis de perversidad que sólo él es capaz de destilar: “Son tiempos confusos... ¿Quién será ella? ¿Mi hermana, mi hija, mi mamá o mi esposa?”. El resto es como la versión futurista de un thriller de persecución alla Hitchcock, con Will y la chica huyendo de la policía (guardianes del tiempo, se llaman aquí) y también de una suerte de patoteros mod que andan tras él, mientras intenta hacer algo de justicia en ese mundo cruel. Escrita y dirigida por el neozelandés Andrew Niccol (autor de The Truman Show, realizador de Gattaca y El señor de la guerra), durante más o menos media hora la premisa de El precio del mañana sostiene el interés. Hasta que se comprende que está basada en una operación tan simple y mecánica como la de sustituir dinero por tiempo. A partir de ese momento, la cosa tiende a tornarse algo redundante. Como además Niccol es un realizador más preocupado por la elegancia que por la tensión dramática, El precio del mañana se sigue con el interés parejo y distante de un sofisticado juego de video. Juego interesante, sí, pero nunca demasiado comprometedor.