El grand guignol más excesivo y brutal Furioso y extenuante, el nuevo film del director de Crimen ferpecto alegoriza sobre España toda, atravesando su historia y poniendo en escena buena parte de su iconografía. Si en la caligráfica y convencional Los crímenes de Oxford el habitualmente bulímico Alex de la Iglesia jugaba por un rato el papel de realizador que cumple y cobra, con Balada triste de trompeta da la impresión de gritar a los cuatro vientos que está acá otra vez. Lo hace hasta quedarse afónico. Si el suyo fue siempre un cine-paella, que rebasaba la olla y se servía en porciones como para tres, su película más reciente es la de un cocinero que, tras recibir una mala noticia (¿la generalizada indiferencia para con su película o plato previo, tal vez?), les tira la paella a la cara a sus comensales/compatriotas. Furiosa y extenuante, Balada triste de trompeta se propone alegorizar sobre España toda, atravesando su historia, poniendo en escena buena parte de su iconografía y haciéndoles decir a uno de sus personajes: “Este país no tiene remedio”. Para cumplir con lo que se propone, el realizador de El día de la bestia ancla en sentimientos como la humillación, el sometimiento y la venganza, tal como había hecho en Muertos de risa, La comunidad (su otra “alegoría española”) y Crimen ferpecto. Tan binaria como la primera de ellas, Balada triste de trompeta (ganadora de sendos leones a la dirección y el guión en Venecia 2010, gran perdedora de los últimos Goya) empieza con republicanos y nacionales masacrándose durante la Guerra Civil y salta luego al año 1973, cuando el protagonista conoce a su Némesis. Javier (Carlos Areces) parece un chico triste y tímido ya en las primeras escenas, cuando presencia la leva forzada de su padre-payaso (Santiago Segura, volviendo a filmar con su amigo/enemigo después de El día de la bestia y Muertos de risa). De grande, Javier será el payaso triste, el que no hace reír a los niños, el clown al que los otros le pegan. Cuando en el circo conozca a Sergio (Antonio de la Torre), brutal como un torero borracho, Javier habrá encontrado la horma de su zapato. Rubia sexy y pareja sadomaso de Javier, Natalia (Carolina Bang) cumple el papel de zapatera prodigiosa, la punta de un triángulo que apunta al exterminio mutuo. Se supone que Javier y Sergio, enemigos jurados, representan a España. De allí el catálogo de referencias históricas: Guerra Civil, noticieros de época, un actor que hace de Franco, Raphael (el título de la película cita un tema suyo), Gaby, Fofó y Miliki, la voladura del auto de Carrero Blanco por la ETA. ¿Será entonces Natalia España misma? La alegoría no sólo es gruesa, sino sumamente resbalosa, tanto en términos de política de género como de política a secas. La mujer es presentada como un ser veleidoso, acomodaticio, potencialmente traidor, así como izquierdas y derechas quedan igualadas, en lo que bien podría ser un equivalente hispano de la teoría de los dos demonios. Grueso es todo, en verdad, en Balada triste de trompeta. Basta que la novia no le festeje un chiste para que Sergio la trompee, la patee y finalmente la penetre, de pie y por detrás, aplastando sus tetas contra una vidriera. Entre los sacudones, Javier llora, agachado, su humillación y su deseo. ¿Habrá que sorprenderse cuando, unas escenas más adelante, Sergio arrastre a Natalia de los pelos y le dé al otro reiteradamente con una maza de kermesse? ¿O del “segmento primitivo”, en el que Javier, desnudo y enchastrado de estiércol, se come un ciervo crudo y es perseguido por un jabalí, en medio de un bosque? ¿O de su conversión en payaso-monstruo asesino, mediante aplicaciones de soda cáustica, cortes autoinfligidos y planchazos sobre las mejillas, con una plancha encendida? Sí, ya sabemos que la cosa está jugada al grand guignol más excesivo. No por nada las transcripciones de El fantasma de la ópera, Santa sangre, Carrie y todo Brian De Palma, Tarantino y un largo etcétera. Pero el grand guignol suele ir de la mano con el sentido del humor, por negro que sea, y Balada triste... es, más allá de mínimos descansos cómicos (un enanito de circo que se catapulta contra los muros, Javier reclamando su osito de peluche), una película viciada de seriedad y autoimportancia. Nada queda, aquí, del cineasta lúdico de Acción mutante y El día de la bestia, del humorista de Muertos de risa y Crimen ferpecto: éste De la Iglesia tiene algo para decir y lo dice con la sutileza de Sergio y su maza.
Cuidado con el síndrome de la segunda mitad Originalmente titulada Horrible Bosses, Quiero matar a mi jefe confirma que cuanto más complaciente se pone la corporación Hollywood, con mayor virulencia el género comedia se hace cargo de las broncas, animosidades, desbarranques y transgresiones que el cuerpo social fermenta. En este caso se trata de honrar uno de los más nobles y legítimos deseos del ser humano. Deseo reforzado, en la medida en que los que un día deciden pasar a la acción son tres tipos, cada uno de ellos con su propio jefe horrible para asesinar. Dueña de una de las premisas más compartibles por la humanidad entera, esta muy negra comedia arranca a todo vapor, tiene magníficos personajes, notables actuaciones y buena cantidad de momentos muy altos. Sin embargo, termina cayendo presa de lo que podría llamarse “síndrome de la segunda mitad”, virus que a la larga impide, a algunas de las más arriesgadas comedias estadounidenses contemporáneas, parecerse a lo que prometen. Empleado jerárquico con ambiciones, Nick (Jason Bateman) debe padecer a uno de esos sádicos que usan su poder como arma de humillación. Kevin Spacey le saca todo el jugo a la repulsividad del tipo, a partir de una escena de presentación francamente genial, verdadera clase magistral de cómo manipular, torturar psíquicamente, triturar al prójimo. Empleado de una compañía química, Kurt (Jason Sudeikis) tiene un jefe angelical, amoroso, inconcebible (Donald Sutherland). El problema es el hijo y posible sucesor del jefe, cerdo tan carente de escrúpulos como pasado de rivalidad, revoluciones y testosterona. Con una calva y una barbita candado que lo hacen irreconocible, la deformación a la que se ha sometido Colin Farrell recuerda lo de Tom Cruise en Una guerra de película. La escena en la que el tipo arrasa con todas las formas de civilidad habidas y por haber, barriendo con embarazadas, negros, discapacitados y contaminados (por los desechos tóxicos de su propia firma), pelea con la de Spacey el trono de Gran Escena Biliar de la Temporada. ¿Hubiera soñado acaso el Almodóvar más negro a Je-nnifer Aniston como dentista-abusadora sexual, pretendiendo voltearse a su asistente (Charlie Day, tercer damnificado) sobre el cuerpo inerte de la esposa, a la que acaba de dormir con anestésico? ¿Hubieran imaginado los Farrelly al viejo amigo de los tres, ex empleado de Lehman Brothers, que se gana unos pesos como masturbador pago de parroquianos de pubs? ¿Hubieran concebido los Coen al falso hit man de Jamie Foxx, contratado para enseñarles cómo cometer no un crimen perfecto, sino tres? Ese personaje es lo último extraordinario que sucede en Cómo matar a mi jefe. A partir del momento en que los tres protagonistas (cifra clave para la comedia “de hombres” estadounidense, parecería, después de ¿Qué pasó ayer?) se ponen en campaña para deshacerse de sus jefes, lo que hasta entonces chorreaba veneno se vuelve una comedia policial-negra del montón, con tres torpes y tontos tipos de clase media comportándose como tales. Problema serio, en tanto desbarata la identificación sobre la cual toda la película pivoteaba. El otro problema de fondo es que la película parece olvidarse de sus “malos”, que son los que le daban sabor y color.
El terror viene en tamaño pequeño Remake de un telefilm de los ’70, muy considerado entre los más exquisitos del cine fantástico, el debut del australiano Troy Nixey se anima con unos temibles homínidos que la película, de modo muy clásico, siempre esconde entre sombras. En el cine fantástico y de terror, por algún motivo que habrá que investigar, lo pequeño siempre da bien. Véase desde The Devil-Doll (Tod Browning, 1936), con sus minúsculos autómatas, manejados por el científico loco de turno, hasta las dos primeras Jura-ssic Park, en las que dos especies distintas de microdinosaurios daban más miedo que todos los T-Rex habidos y por haber. Considérese, desde ya, El increíble hombre menguante, una de las grandes obras maestras del cine de ciencia ficción, así como los Gremlins de Joe Dante. Recuérdese cierto célebre episodio del telefilm Trilogy of Terror (1975), en el que un feroz talismán africano intentaba asesinar a su dueña. Agréguese otro gran episodio de otro telefilm, más reciente y menos conocido (Nightmares & Dreamscapes, 2006), en el que unos soldaditos de juguete le hacían la guerra sin cuartel a un turrísimo William Hurt. Si de soldaditos se trata, cómo no mencionar los de Pequeños guerreros, también de Joe Dante. Añadir los minirrobots de Minority Report y hasta los de la primera Transformers, las agresivas cucarachas del mejor episodio de Creepshow y hasta los habitantes del País de los Enanos de Gulliver, y se terminará conviniendo que cuando se inviste de un poder inverso a su tamaño, en cine lo pequeño es siempre hermoso. A esa pequeña gran tradición vienen a agregarse, ahora, los homínidos de sótano de Don’t Be Afraid of the Dark, remake del telefilm homónimo de los ’70, muy considerado entre los más exquisitos del cine de terror, aunque casi desconocido por el público general. Hasta que aparecen los monstruitos, todo es rutina aquí. Un arquitecto (Guy Pearce) y su segunda esposa, decoradora de interiores (Katie Holmes), se trasladan temporalmente junto con Sally, hija de él (Bailee Madison), a una impresionante mansión del siglo XIX, que están reformando. Notable ilustrador, el antiguo dueño de la mansión falleció un siglo atrás, tras la misteriosa desaparición de su hijo. Un día, los nuevos huéspedes descubren un sector vedado de la casa, donde la niña se aventurará, atraída por susurros que pronuncian su nombre. Entonces... Producida y coescrita por Guillermo del Toro, dirigida por el hasta aquí desconocido realizador australiano Troy Nixey y con Marco Beltrami sirviendo unos énfasis musicales alla Bernard Herrmann, No le temas a la oscuridad se anima (en todo sentido) con la aparición de estas figuras, que son como ranas peludas con patas de araña y rostros esqueléticos. O murcielaguitos sin alas y con joroba, si se prefiere. Se los describa como se los describa, es su aspecto, sumado a la costumbre de alimentarse de huesos y dientes de niños y a su probada capacidad de llevar a la gente a la locura (de todo ello informa un eficaz prólogo), lo que los vuelve temibles. En verdad, la apariencia de estos bicharracos (el bicharraco, una especialidad de Del Toro: recuérdense el de Cronos, las cucarachas mutantes de Mimic, los seres fantásticos de El laberinto del fauno) apenas llega a entreverse bastante avanzada la película. De modo muy clásico, Nixey los esconde entre sombras, los disimula con una luz permanentemente penumbrosa, los semioculta entre patas de muebles. Hay una escena muy divertida durante una multitudinaria cena empresarial, cuando uno de los homínidos viene en busca de Sally y la obliga a patear bajo la mesa, y finalmente viene la debacle de rigor, cuando los bichos juntan coraje y tratan de llevarse a todo el mundo puesto, consiguiendo alguna victoria de peso. Desde ya que puede verse a estos seres como manifestación inconsciente de lo mal que lleva Sally la separación de sus padres y la presencia de su nueva mamá. O, si se prefiere, como antiguos anfitriones que –al estilo El fantasma de Canterville o Beetlejuice– dan la guerra, para que la modernidad no termine expulsándolos de la vieja mansión. Pero no son esas interpretaciones, ni tampoco las referencias a Arthur Machen (escritor del círculo Lovecraft), las que dan la sal a No le temas a la oscuridad, sino la simple presencia de esos bichos feos, raros y malintencionados. Pero en el fondo simpáticos, como corresponde a todo monstruo que se precie.
La vuelta al mito de origen (del mono) Filmada con la más pulcra elegancia y puesta bajo el signo de la corrección zoológico-política, la película dirigida por el británico Rupert Wyatt funciona como precuela de la primera de la serie (la de 1968) y cuenta cómo empezó todo. Cuando George Lucas inventó el truco de la vuelta al origen (en Episodio 1, La amenaza fantasma), a medio Hollywood se le prendió la lamparita. De allí en más hubo, entre otros regresos a franquicias rendidoras, los de Batman inicia (2005), Superman regresa (2006), Star Trek (2009), X-Men: Orígenes - Wolverine (2009) y X-Men: Primera generación (2011). Ahora le toca a El planeta de los simios viajar hasta donde todo empezó. Séptima de la saga, contando la remake de Tim Burton, Planeta de los simios: (R)Evolución narra el momento y el motivo por el cual los monos se volvieron más inteligentes que los hombres, así como también el surgimiento como tal de César, líder de los superprimates. Esto quiere decir que (R)Evolución funciona como precuela de la primera de la serie (la de 1968) y, a la vez, como suerte de versión alternativa de la tercera (Escape del planeta de los simios, 1971) y cuarta (Conquista del planeta de los simios, 1972), que narraban el nacimiento, crecimiento y liderazgo de César. Que vaya a saber si es el mismo, u otro que se llama igual. Como manda el zeitgeist post-Alien, ahora venimos a enterarnos de que una empresa tuvo la culpa de todo. Más precisamente, un laboratorio farmacéutico, especializado en genética. Se llama Gen-Sys y convendrá retener el nombre: una coda intercalada entre los títulos finales anuncia que esto no ha hecho más que (re)comenzar. En los muy asépticos gabinetes de Gen-Sys, el Dr. Rodman (James Franco, repuesto del ataque de estatua que le agarró en la noche del Oscar) ha venido desarrollando un compuesto cuya finalidad es la de curar el Alzheimer. Tiene sus razones para hacerlo: su padre (John Lithgow) sufre de esa enfermedad. Como buen científico de ciencia ficción, el Dr. Rodman podrá tener las mejores intenciones del mundo, pero no está a salvo de las metidas de pata: además de reparar el deterioro neuronal y expandir la inteligencia, queda por ver si el compuesto no incentiva la agresividad. Y si sus superiores, llevados por el afán de lucro, no empeoran las cosas. Obligado a exterminar a la monada entera tras el colosal desastre ocasionado por una mona inyectada, el sensible Rodman atina a rescatar a un chimpancé recién nacido, a quien el padre, lector de Shakespeare, pondrá de nombre César. Shakespeare releído, ¿pero también la Biblia? ¿O no puede verse acaso al despiadado superior de Rodman como nuevo Herodes? ¿Y no está llamado César a ser algo así como el Mesías de los monos? Un Cristo revolucionario, en tal caso, teniendo en cuenta el sesgo que tomará su liderazgo. Filmada con la más pulcra elegancia (tanto en términos narrativos como estéticos, (R)Evolución debe más a la qualité que al pulp) y puesta bajo el signo de la corrección zoológico-política, en casa de los Rodman (reforzados por la más bella veterinaria del mundo, encarnada por la india Freida Pinto) la película dirigida por el británico Rupert Wyatt se toma todo el tiempo necesario para hacer que el espectador sienta, en relación con César, la misma clase de profunda empatía que el chico de E. T. establecía con su verdoso huésped. Con César y con un pobre y cansado orangután, viejo mono de circo con quien confraternizará, cuando le toque ir a prisión y (R)Evolución se convierta en una de cárcel. No por nada el diseño de los monos –digital y basado en el sistema de captura de movimiento, al estilo Avatar– insumió buena parte de los esfuerzos de producción. Más convincente de grande (Andy Serkis se consagra, después del Gollum, como el mayor especialista en bestias parahumanas del cine moderno) que de chico, cuando se le nota demasiado la cuna digital, no es casual que la cámara busque reiteradamente los ojos de César. Se advierte allí una inteligencia, un paso por delante de la de sus congéneres. Inteligencia que le permitirá conducir la revuelta. Sí: Shakespeare, la Biblia, E.... y Espartaco. Tras un comienzo presto y un intermedio quizá demasiado moderato, el tercer movimiento de (R)Evolución es un allegro vivace, en el que no por romper todo se pierde el carácter (tal vez excesivamente) impecable que signa la película. Se oyen ruidos en los árboles, caen las hojas sobre las calles de San Francisco. Pero no porque sea otoño: junto con ellas caen sobre los espantados humanos hordas de gorilas, chimpancés y orangutanes, con toda la razón del mundo para haberle dicho basta a la especie (hasta entonces) dominante. Esa razonabilidad del levantamiento hace juego con la impecabilidad estética de esta séptima El planeta de los simios, poniéndola más del lado de lo civilizado que de lo salvaje. Lo cual es perfectamente lógico, teniendo en cuenta –lo sabemos, por las anteriores– que a lo que esta revolución se dirige es a dar un salto cualitativo, que haga de estos pobres monos, explotados y desorganizados, una sociedad más civilizada que la del hombre.
Otro cuento de hadas Si tenés más de 50 y te echan del laburo, anotate en un buen curso de oratoria. Eso propone esta película producida, dirigida, coescrita (junto con Nia Vardalos, la de Mi gran casamiento griego) y protagonizada por Tom Hanks. La segunda que dirige, luego de ¡Eso que tú haces! ¿Puede alguien dudar de que el bueno de Tom (que para algo es estrella de Hollywood, y encima produce y dirige la película) va a empezar el curso con poca labia y la autoestima machucada y va a terminar aplaudido por sus compañeros y levantándose a...? Bueno, mantengamos cierta incógnita, aunque la comedia romántica debe ser el género con menos suspenso en la historia de la humanidad: en nueve y medio de cada diez casos, basta juntar al protagonista masculino con la estrella femenina (Julia Roberts, en este caso) para saber cómo termina todo. ¿Se le puede reprochar a Larry Crowne semejante solución al problema del downsizing? No: no es una de Ken Loach, sino una comedia romántica. Un cuento de hadas, por lo tanto. No sólo eso. Tiene además el suficiente tino (o tal vez se trate de irresolución) como para que el protagonista no salga del curso con la salida laboral asegurada, dejando así ligeramente desanudado el último moño del paquete. El problema de Larry Crowne no pasa por su escasa predisposición al realismo, sino por su crudeza. Crudeza no en el sentido de ir sin miramientos al hueso del asunto, sino en uno mucho menos metafórico: esta película está cruda, le falta cocción. Lo cual es toda una paradoja, teniendo en cuenta que el personaje de Hanks se pasó veinte años trabajando como cocinero en la marina. Y bueno, que se joda por enrolarse en la marina. Hasta los buenos chistes suenan poco convincentes en Larry Crowne. Suenan escritos. Lo mismo sucede con las escenas, los personajes, los diálogos: todo parece más un ensayo, en el que los actores se juntaron para “pasar letra”, antes que una película adecuadamente cocinada, macerada y servida. Todo tiende a la falsedad, a lo escasamente creíble. Algunas cosas, más que otras. El grupo de bikers que inopinadamente invita al cincuentón square a sumarse a sus filas parece salido de Al maestro con cariño. La compañerita de estudios de Larry, improbable suma de motoquera, estudiante de economía y ángel guardián, la chica que en aquella película trataba al maestro con cariño. El profesor japonés de economía, que hace chistes de los que ningún alumno se ríe, parece un involuntario comentario autoirónico y autoconsciente. Y así. El único personaje “armado” como tal es el de Julia Roberts, a diferencia de los amacchietados secundarios y hasta el de propio Hanks, que de a ratos parece un secundario en su propio película. La Roberts es aquí una connaisseur de Shakespeare, obligada a dar clases de oratoria, para sobrevivir, en un college privado que funciona como una empresa (lo más impresionante de la película, sin duda). Encima, la chica (que ya no es tan chica) carga con un marido horrible, motivo por el cual luce precozmente avinagrada, ahogando las penas en toda clase de mezcladitos. ¿Un personaje raro para la chica de la sonrisa olímpica? Sí, puede ser. Pero como puede suponerse, ya le va a dar el guión razones para desplegar la sonrisa a pleno, confirmando que en el rubro fotogenia, la mujer bonita sigue sacándoles varios cuerpos a todas esas chirusas que andan queriendo arrebatarle la corona.
En las fuentes mismas del terror El gran hallazgo de la película es el de reducir el miedo cinematográfico a su más pura esencia. Esta vez son las sombras mismas las que adquieren un poder letal. Lástima los subrayados metafísico-religiosos que terminan destiñendo la premisa central. En un medio como el cine, basado en la pura dinámica de luces y sombras, es lógico que se recurra a ellas para dar miedo: desde pequeños sospechamos que en las sombras se esconde algo de temer. Curiosamente, lo que hasta el momento no se le había ocurrido a casi nadie es hacer de las sombras la fuente misma del terror, la encarnación del mal y no su mero reflejo. Ese es, sin duda, el gran hallazgo de La oscuridad: el de reducir el miedo cinematográfico a su más pura esencia, animar de un poder letal las sombras inanimadas. No lo que está detrás de ellas, sino ellas mismas: detrás de las sombras aquí no hay nada. El de La oscuridad es uno de esos comienzos ejemplares para el género –como los de tantos episodios de La dimensión desconocida, como el de la genial El pueblo de los malditos–, por el modo claro, sencillo y rotundo en que se subvierte la normalidad cotidiana, instalando en un instante el súbito imperio de lo desconocido, lo inexplicable y aterrador. Un proyectorista de cine (el gran John Leguizamo) sale de su cabina en medio de una función, va a tomar algo al barcito del shopping y cuando vuelve se produce un apagón general, producto del cual tanto las butacas de la sala como los pasillos quedan regados de montones de bultos de ropas, sin nada adentro. What the fuck?, pregunta el tipo, y lo mismo se pregunta el espectador. Al mismo tiempo, un movilero de televisión (Hayden Christensen, en cuya radical asepsia facial muchos quisieron ver la razón del hundimiento de Star Wars) se levanta de la cama, encuentra todas las luces apagadas, baja por la escalera los veintitrés pisos de su edificio y sale a la calle, donde halla los mismos bultos de ropa, vacíos de gente. El movilero, el proyectorista, un chico negro cuya mamá desapareció y una paramédica (Thandie Newton, en su habitual show de lágrimas y mocos) terminarán recluidos en un barsucho que cuenta con grupo electrógeno propio, mientras afuera las sombras se devoran todo. Sentir una profunda inquietud, terminar pegando un salto en la butaca, nada más que porque desde uno de los bordes del cuadro una mancha gris, etérea y difusa se extiende casi hasta alcanzar a un cuerpo humano es una de las mayores refutaciones que el reciente cine de terror le haya dado al reciente cine de terror. Nos explicamos: frente a la irrefrenable tendencia a asustar mediante los más aparatosos procedimientos sonoros-visuales-digitales, que siempre, inevitablemente, apuntan a materializar la fuente del miedo, a hacerla explícita, a cosificarla, La oscuridad demuestra, con la más espartana simpleza y economía de medios, que nada de todo aquello hace falta ni está bien encaminado. Que siempre dará más miedo lo sugerido y sospechado, lo apenas atisbado, que el monstruo feo, bruto y malo. Vayan a hacérselo entender a los cráneos de Hollywood, que en este preciso momento estarán aprontando efectos de última generación para el tanque de terror de la próxima temporada. Escrita por un tal Anthony Jaswinski y dirigida por el prolífico Brad Anderson (cuya película más lograda, El maquinista, se editó aquí años atrás en DVD), el problema de La oscuridad es que no logra estar a la altura del radical back to basics que la sostiene. El desarrollo de personajes es escaso, y encima la inexpresividad de Christensen y la hiperexpresividad de Newton arman una mescolanza dramática de primera agua. Además, las licencias con respecto a la premisa básica son mayúsculas: en el sótano de un barcito cualquiera funciona un generador casero, instalado allí por vaya a saber qué freak de la supervivencia; el motor de una camioneta enciende mágicamente, aunque por el corte de energía no hay motor que funcione, y el sol brilla de pronto una mañana, tras suponerse que se había apagado para siempre. Si con todo esto no bastara para desteñir la premisa central, allí están los subrayados metafísico-religiosos para terminar de hacerlo. Sin embargo y con todas esas contras, hasta último momento, cada vez que las sombras se ciernen sobre uno de los personajes, cada vez que se oye el siseo de la evaporación humana, el espectador siente el inconfundible estremecimiento que produce el cine de terror, cuando apunta un único y simple dardo sobre el blanco justo.
Un organismo vivo La línea maestra del film es Caldini mismo, a quien Di Tella filma con la clase de distancia afectuosa que se mantiene con alguien que se quiere, pero a quien se teme quebrar. Descartada por demasiado literal la opción del documental sobre leñadores chaqueños, el título de la nueva película de Andrés Di Tella puede llevar a imaginar un film hecho de cortes secos y brutales, en el que cualquier prolijidad habrá cedido su lugar a una violencia de las formas. No hay nada de eso en Hachazos y de hecho no es fácil advertir por qué Di Tella le puso ese título a su opus 7 en el largometraje, presentado en abril pasado en el Bafici y estrenándose ahora en el Gaumont y malba.cine. Hachazos tiene un protagonista y ese protagonista es un verdadero personaje. Se trata de Claudio Caldini, mítico prócer del cine experimental en la Argentina. Tras una época de oro en los ’70, de Caldini se supo poco y nada, de tal modo que Di Tella, que lo tiene por un maestro, partió en busca de su sombra un tiempo atrás. Pero no para develar qué había detrás de esa sombra, como lo haría un documental crasamente periodístico, sino para internarse en ella. Si algún corte abrupto hay en Hachazos, son los que el propio Caldini parece haberse dado a sí mismo en el curso de su vida, hasta fragmentarse en mil pedazos. Pedazos que Hachazos reconstruye, pero como sin proponérselo. La película tiene un tono casual que es muy Di Tella. En algún momento de Hachazos, conectando con el formato de diario personal que el realizador viene cultivando –desde antes incluso que las notoriamente “en primera persona” La televisión y yo y Fotografías–, Di Tella cuenta cómo y cuándo conoció a Caldini. Fue en 1976, poco después de marzo y a propósito del rodaje de un corto en el que Marta Minujin era enterrada a paladas, en bikini. Los títulos finales, rustiquísimos cartelitos hechos a mano, consignan a un Di Tella menos que veinteañero como uno de los que paleaba desde fuera de cuadro. Pero el cartel no dice “Palean”, sino “Arrojan la barbarie”. La relación entre el arte de vanguardia y la política en la Argentina de las últimas décadas es una de las líneas (línea tangente, quebrada, de trazo casi al agua, como todas las de la película) que Hachazos desarrolla. Pero la línea maestra es Caldini mismo, a quien Di Tella filma con la clase de distancia afectuosa que se mantiene con alguien que se quiere, pero se teme quebrar. Tomando algún mate en la quinta de Moreno donde trabaja como cuidador, Caldini cuenta que tenía un miedo pánico de quebrarse, allá en los ’70, cuando la cosa empezó a cobrar temperatura, cuerpos y vidas en Argentina. Se quebró en la India, donde había huido durante la dictadura, buscando seguramente alguna clase de salida espiritual (el documental no lo dice, pero quien va a la India no va en busca de chicas, playa o trabajo) al brete en el que se hallaban, él y el país. Caldini tuvo un brote, tuvieron que internarlo en Nueva Delhi, no sabía quién era ni cómo se llamaba. “Por qué mi nombre no soy yo”, canta Javier Martínez, pero no durante el relato de Caldini: Hachazos no redunda, asocia. “Encima, por un error de lectura de mi DNI, los médicos me llamaban Edmondo, y yo no sabía quién era ese tipo”, recuerda Caldini. No hay película de Di Tella que no tenga humor. Aunque esta vez sean apenas hachazos sueltos: el largo, circunspecto, apenas cicatrizado Caldini no es el chistoso Torcuato Di Tella de La televisión y yo o la exuberante protagonista de Montoneros, una historia. “Cuando volví estuve mucho tiempo sin trabajo, llegué a vivir en treinta y seis lugares distintos en poco tiempos”, cuenta Caldini, cuyo exilio de sí mismo el trabajo de quintero parece haber empezado a suturar. “Porque hoy nací”, canta ahora Javier Martínez. Imposible saber con certeza hasta qué punto a Caldini le pasa lo mismo. Di Tella no lo fuerza a ninguna clase de confesión, juego de la verdad o catarsis. Hachazos no es una investigación, es un diálogo. Como parte de ese diálogo, el personaje hasta puede resistirse a hacer lo que el director le pide. Al final (no por nada la imagen de una mudanza, un viaje, un tránsito), Caldini sigue siendo un enigma. Si los films de Di Tella suelen caracterizarse por un modo de representación que por la ausencia de asertividad podría definirse como “tentativo”, Hachazos es, posiblemente, la consumación de ese modo. Nunca se sabe bien a dónde va y uno simplemente se deja llevar por sus largos y cadenciosos planos secuencia, que parecen marcar el tiempo de una espera, un pausado ritual de (re)conocimiento. Planos llenos de aire, seguidos de otro plano que es siempre una incerteza. Más que una película, un cuerpo que respira, que piensa en voz alta. Un organismo vivo.
Un rompecabezas con final inesperado Aunque no esté tan logrado como su debut, no faltan virtudes en el segundo film del realizador de Plan B. El nudo es la compleja trama que arma un alumno para enredar a su maestro. Ganadora del Premio Teddy al Mejor Film de Temática LGTB en la última edición del Festival de Berlín, en Ausente el realizador Marco Berger (Buenos Aires, 1977) vuelve a problematizar el vínculo homosexual, tal como había hecho en su ópera prima, Plan B. En ambos casos, Berger, autor de los guiones de sus películas, pone ese vínculo en el marco de una pequeña conspiración. En Plan B, un tipo bastante psicopatón se hacía pasar por gay para levantarse al nuevo novio de su novia y destruir así la relación entre ambos. Ahora, en Ausente, para curtirse a su profesor de Educación Física, un alumno de cuarto año de la secundaria urde toda una serie de engaños, rozando la trampa, el acoso y la extorsión. No sólo la situación es más inquietante, sino que también el tono de Ausente es decididamente más oscuro que el lúdico, luminoso film previo. En verdad, Plan B era una comedia y Ausente es, en el más estricto de los sentidos, una tragedia. Lo cual no quiere decir que sea un film del todo logrado, manteniendo su interés tal vez en un plano más potencial que real. Fotografiada en digital de alta definición, desde un primer momento se impone, en Ausente, una sensación de “gato encerrado”. Chico de colegio privado, durante una clase de natación, Martín (Javier de Pietro) alega sentirse mal, por lo cual su profesor, Sebastián (Carlos Echevarría), lo lleva a un hospital. Lo revisan, no tiene nada, dice no tener la llave de su casa ni forma de comunicarse. Sebastián lo “aguanta” un rato en su departamento, invitándolo luego a pasar la noche. Alguna vecina metida y el encargado del edificio, que los ve irse juntos a la mañana, ponen el condimento paranoico. En la escuela, revelaciones mínimas pero inesperadas terminarán de complicar la situación, con la lógica persecuta por parte del profesor. De allí en más la cosa no hará más que escalar, incluyendo un brutal golpe de guión y algo parecido a una revelación final, de ésas que obligan a ver la película entera por un espejo retrovisor. Ausente no se parece en nada a Plan B. Allí donde había ambientes barriales, naturalismo y rusticidad, ahora hay una zona residencial, uniformes de colegio privado, departamentos de fría elegancia minimalista. De modo concordante, también la fotografía es “fría” y despejada. Cierta brumosidad propia del digital está aprovechada en sentido dramático. La puesta en escena fragmenta el espacio. Esto, que se hace evidente en una escena introductoria enteramente construida en planos detalle, no parece gratuito. Lo que se muestra a ojos del espectador es un rompecabezas visual al que siempre le faltan piezas (contraplanos que no están, desenfoques, fueras de campo), y eso sucede también en términos dramáticos. El espectador va descubriendo la trama que arma Martín (está magnífico el debutante Javier de Pietro) a través de los ojos de Sebastián. Tal vez esa suerte de gran subjetiva justifique que la película vaya destapando las cartas de Martín, pero se guarde las de Sebastián... hasta la escena final. En cualquier caso, se trata de una estrategia narrativa que le deja al espectador pocas cartas en la mano –para continuar con la metáfora de naipes–, quitándole chances de participación. Como a su vez el tono tiende a ser excesivamente grave y reconcentrado, con apenas un par de bienvenidas disrupciones, Ausente se ve siempre desde una distancia entre contenida y enrarecida. Enrarecimiento que incluye un buen grado de artificio (difícil saber si buscado o no), con situaciones entre forzadas y difíciles de creer (toda la trama que arma Martín, un roce improbable en casa del profe), así como algunas desconcertantes decisiones estéticas. La música, fundamentalmente. El recargado sinfonismo y el énfasis dramático de Pedro Irusta (solicitado, sin duda, por Berger) no tienen la más mínima relación con el desdramatizado minimalismo imperante. ¿Funciona acaso ese ostentoso desfase? ¿O, por el contrario, distrae? Más allá de esas dudas y cuestionamientos –a los que desde ya debe sumársele un golpazo de timón tan crucial como difícil de admitir–, no se comprende por qué todas y cada una de las figuras femeninas (la novia de Sebastián, interpretada por Antonella Costa; la de Martín; una vecina; una empleada del colegio) son tan irremediable y parejamente tontas. ¿Tal vez porque así las ven los protagonistas? De ser así, ¿por qué hacer esa asociación entre homoerotismo latente y misoginia galopante? También en ese punto parecería haber, como en otros (más allá de una buena cantidad de detalles estimables y hasta logrados), cierto grado de confusión o de capricho, cuestiones no del todo bien resueltas, algo que tal vez escapó de control.
Irse o quedarse, ésa es la cuestión Irse del país o quedarse es el eje que organiza Güelcom. Que esa disyuntiva fuera actual hace diez años, pero no ahora –curiosamente, lo mismo sucedía con Amor en tránsito, estrenada a comienzos de año–, obliga a ver esta comedia romántica como artículo vintage (como se usa decir ahora), o como rom-com (como dicen los sajones) lisa y llana. Esto es: un cierto mecanismo, basado en ciertos motivos fijos y atemporales, a los que no hay coyuntura (la de irse del país o quedarse, por ejemplo) que haga variar. Tal vez sea el mero empeño en encastrar cada pieza en un tablero preexistente el que más afecta a Güelcom. Como si el tablero y las piezas fueran el juego en sí, y no los instrumentos que sirven para jugar a algo. Opera prima en la dirección de Yago Blanco, que cuenta con antecedentes como camarógrafo, Güelcom es lo que puede llamarse “comedia palermitana”. Mariano Martínez es Leo, un psicólogo (sí, Mariano Martínez hace de psicólogo) al que un día su pareja, Ana (Eugenia Tobal, que en el programa de TV Los Unicos también anda enredada con Martínez) le avisa que se va a probar fortuna a España, como cocinera. Leo no quiere irse, la decisión trae serias discusiones, se separan mal. Sobre todo él. Cuatro años más tarde, Ana viene de visita y poco después llega Oriol, su novio español (Chema Tena). Al mismo tiempo también vuelve por unos días una pareja amiga, a quienes el grupo de viejos compinches (que integra, entre otros, el matrimonio compuesto por Peto Menahem y Maju Lozano) les prepara una ceremonia de casamiento. Ceremonia en la que Ana y Leo tendrán participación especial, ella como cocinera y él como presentador. Eso quiere decir que aunque no quieran (¿o sí quieren?), deberán volver a verse. El suspenso sobre si Leo y Ana van a volver a juntarse es más un “supongamos que no es obvio” que otra cosa. Pero en diez de cada diez comedias románticas es así, así que eso no puede reprochársele a ésta. Más allá de que imaginar a Mariano Martínez como psicólogo también requiere de un fuerte juego de suposición, y de que Tobal parece no poder sacarse de encima los modismos de Barrio Norte, química entre ambos hay. Hasta ahí, pero hay. Peto Menahem hace reír aunque no haga o diga nada, Maju Lozano tiene sonrisa de comedia, algún comic relief funciona (el muy colgado “rolinga” de Nicolás Condito) y algún otro, no tanto (la amiga wild card de Eugenia Guerty). Con el novio español no se entiende muy bien qué pasa (a Ana, su presencia la incomoda tanto que por un rato da la sensación de que eso de que son novios es pura mentira) y la paciente histericona (Agustina Córdova) que se quiere voltear al analista importa poco. Hay, sí, un personaje buenísimo: el terapeuta de Gustavo Garzón, un narciso mil veces más siniestro que el siniestro terapeuta que el propio Garzón había hecho unos años atrás en cine: el de El fondo del mar, de Damián Szifron. ¿Y entonces? Y, eso, que algunas piezas encajan mejor que otras, que todo está bastante agarrado con alfileres y nada demasiado desarrollado, que cuando se la ve no se siente vergüenza ajena y que lo que sí se siente, todo el tiempo, es que todos los intervinientes quisieron hacer una comedia romántica como las de afuera y lo lograron. Que eso sea un mérito o una meta en sí es otra cuestión.
Ese encanto de los relatos clásicos Todo en la película del realizador de Lost remite al modelo inaugurado por su célebre productor. Y funciona... hasta el final. ¿Cómo hacer para que una superproducción de género sea algo más que una muesca en la tabla de recaudaciones? Hasta ahora, J. J. Abrams había dado tres posibles soluciones. La primera fue la de Lost, donde tiraba abajo el edificio de la lógica racionalista, con bombazos de puro imprevisto. La segunda, la de Misión: Imposible III, donde reducía el género a la esencia misma: tratándose de cine de acción, chorros de adrenalina. La tercera, la de Star Trek, donde regresaba al origen, apretando al mismo tiempo el botón de refresh. En Super 8, y a partir de un guión propio, Abrams hace algo parecido, pero más, al replicar, de modo más o menos literal, un modelo clásico. En este caso, el que Spielberg impuso para la ciencia ficción, desde Encuentros cercanos del tercer tipo hasta La guerra de los mundos, parando en E.T. e incluyendo películas no dirigidas pero sí producidas por él, como Gremlins o Los goonies. No por nada es Amblin, la compañía de Spielberg, la que produce Super 8. Felicidad y decepción: después de demostrar, durante la mayor parte del metraje, que ese modelo no tiene fecha de caducidad, el final de Super 8 es uno de esos pifffs con los que un globo no muy bien atado se desinfla de golpe. Pero todo empieza muy bien. El plano de apertura es un alarde de puro lenguaje visual, al estilo clásico. Una grúa desciende sobre una fábrica del pueblito ficcional de Lillian, Ohio, mientras se sobreimprime el año: 1979. La grúa se acerca a un cartel, en el momento en que alguien suma uno más a la cifra de accidentes mortales de trabajo. Para que esa cifra se vuelva drama, hay que cortar e ir a una casa de familia, donde tiene lugar un velorio. En el velorio, un grupo de chicos sub-14, amigos del dueño de casa, intercambian bromas de humor negro, hablan de cierta película que están por filmar. El modelo Spielberg: un grupo de chicos conociendo el mundo, el pueblito del interior como representación americana, una familia rota, cinefilia implícita, fluidez clásica, el inminente salto a la aventura. El protagonista se llama Joe y se apellida Lamb: cordero. Como sus amigos, está por perder la inocencia. Para hacerle burbujear las hormonas está Alice, la chica más linda de la escuela (como en Somewhere, vuelve a brillar Elle Fanning, hermana menor de Dakota), a quien ese Spielberg en miniatura llamado Charles (siempre obsesionado por los “valores de producción”) acaba de traer al rodaje, porque “en toda película tiene que haber una historia de amor”. Detalle interesante, Charles es obeso, pero no cumple el papel del gordito bolú: es un gordo piola, mandón incluso (una imagen de los créditos finales lo muestra como William Castle, director clase-B que también era gordo, piola y manipulador). Segundo detalle interesante, el protagonista no es el director de la película, sino apenas el maquillador: un segundón. Hay equipo. Aunque ninguno de ellos brille como solista, el de Joe y sus amigos funciona, porque Abrams sabe ponerse a su misma altura. Posmodernos avant la lettre, la berretada que filman en súper-8 es una de zombies, pero con un detective privado llamado Romero. Signo de los tiempos: en el cine estadounidense de fines de los ’70, citas y homenajes cinéfilos abundaban. De pronto, en medio de la escena del beso, que filman en una estación de tren abandonada (todos se descogotan, mirando cómo besa Alice), el azar se abre paso en plan bestia. En lugar de venirse abajo un avión, como en Lost, hay un descarrilamiento que es un efecto dominó de calamidades, con explosiones y pedazos de tren volando para todos lados, de modo interminable. En medio del megadesastre, Joe y sus amigos encuentran una pieza como de Rasti. Pero Rasti de otro mundo, con piezas que se mueven solas. Aparición de lo sobrenatural, militares tan malos como los funcionarios y médicos de E.T., un padre al que el peligro y la aventura llevarán a recomponer la relación con su hijo: modelo Spielberg, completado. ¿Y el monstruo, qué pito toca en todo esto? Esa es la pregunta que el propio Abrams, guionista de la película, parece no haber sabido del todo cómo contestar. Tal vez porque un monstruo à la Alien se escapa un poco del modelo. El problema no es que la aparición del bicho se dilate –esa es una opción clásica–, sino que su lisa y llana relación con la trama parece pegada con alguna de las viscosidades que le chorrean de la bocaza. ¿Qué tiene que ver con los rastis? ¿Cómo vino a parar a la Tierra, qué hace acá? ¿Por qué o para qué secuestra gente? Algunas de esas preguntas admiten respuestas más factibles que otras, pero lo cierto es que el bicharraco no termina de justificar su existencia en la película, quedando como un colado en su propia fiesta. Y así no hay fiesta que termine bien.