Ciencia ficción que es demasiado real La película realizada por el canadiense Denis Delestrac expone con lujo de detalles los desvelos del ejército estadounidense en pos del control del espacio exterior. Y lo hace sin ceder al hippismo exagerado, el efectismo o el tono de panfleto. Desde sus inicios, una de las funciones del documental ha sido la pedagógica, informando al espectador de algo que no se conoce o se conoce poco o mal. Es el caso de Pax americana y la conquista militar del espacio, segunda entrega del ciclo “El documental del mes”, que estrena todos los meses una muestra del rubro. Aunque crucial, el tema abordado por el canadiense Denis Delestrac no es de los que llegan a primera plana. Se trata de la lucha por el control del espacio, que las superpotencias libran aquí y ahora. Teniendo en cuenta que un enfrentamiento armado en esa arena podría acarrear el fin de la vida sobre la Tierra, no es difícil advertir que no se trata de un tema menor. Pax americana tiene la virtud de exponerlo en todo detalle, sin confundir divulgación con banalización, información con meloneo o toma de posición con panfleto. “Por sobre todo”, exhibe como lema el escudo de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. De esa fuerza depende el llamado Mando Espacial de los Ejércitos del Aire, que no es un nombre de ciencia ficción, sino del ente estatal que coordina y supervisa la política espacial del imperio. Uno de los logros de este documental francocanadiense consiste en hacer ver que lo que hasta ahora se suponía de ciencia ficción es parte esencial de la política contemporánea. “Me parece perfecto”, declara un halcón del ejército estadounidense, cuando le informan sobre una gigantesca marcha globalifóbica. “Mientras ellos pierden tiempo protestando contra los misiles continentales, nosotros nos ocupamos de la guerra espacial.” Siguiendo la escolástica clásica, Pax americana cede la palabra a quienes sostienen que la amenaza a la paz espacial viene de China, Corea del Norte o Irán, para demostrar luego que la verdadera amenaza reside en la militarización del espacio. Militarización cuya vanguardia representan –obviously!– los Estados Unidos. Con testimonios de especialistas –a los que lamentablemente no se identifica mediante videograph, como si diera lo mismo lo que puedan decir Noam Chomsky, John Smith, un opinator cualquiera, un alto mando o un graduado de Harvard– y una estructura narrativa clara, prolija e informada, Pax... da voz a halcones y palomas (en ese orden, queda dicho), sin pecar de ingenuidades o hippismos. Se compara el rol que el espacio estelar tiene para las potencias actuales con el que el mar tuvo en los siglos XV o XVI, y se halla, en la estrategia por el control del high ground o terreno elevado, una continuidad que va de las guerras terrestres del pasado a las star wars de este siglo. Se cuestiona el dominio satelital global por parte de EE.UU., tanto como el carácter de “policía espacial” que ese país se arroga. Se despliegan abundantes testimonios del clásico mesianismo salvacionista con que la primera potencia mundial justifica y enmascara su política imperial. Desde el púlpito, un primado castrense da letra a un grupo de cadetes de la Fuerza Aérea, haciendo el elogio del emperador Augusto y equiparando la pax romana con lo que él mismo llama pax americana. “Es la más grande estafa en la historia del Departamento de Defensa”, dice alguien (¿quién?, maldito videograph), en referencia a la difundida idea de que países periféricos, representantes del “terrorismo internacional”, estarían en condiciones de poner en peligro la paz mundial. No son sólo palabras lo de Pax americana: basta ver un esquema de las llamadas “varas de Dios” para que la piel se erice. Ultimo grito de la moda militar-espacial imperial, las varas son barras de tungsteno diseñadas para ser arrojadas desde satélites, cayendo sobre la Tierra con un poder de aniquilación que es de imaginar. Que cualquier espectador pueda informarse sobre la existencia de una superarma del futuro, actualmente en fase experimental, prueba, por sí solo, el valor que un buen documental de investigación puede tener.
Política sexual en plan de comedia “Algo mal habré hecho”, se dice Estela, recién recuperada del desmayo que le ocasionó la súbita confesión de la hija. “Hace catorce años que soy lesbiana, mamá”, le largó de pronto la cuarentona Ruth en la cocina, tras un ligero apriete de mamá. Un poco después, Ruth concederá que los catorce años de lesbiana tal vez podrían estirarse a veinticinco o veintiséis, al tiempo que Estela pasa del período jurásico de su mentalidad a una fase más desarrollada de comprensión materna. Escrita y dirigida por la realizadora cordobesa Liliana Paolinelli, la acertada idea de tratar cuestiones de política sexual en plan de comedia se logra en Lengua materna sólo de a ratos. Lo que sí logra Paolinelli plenamente en su opus 2 (luego de Por sus propios ojos, 2007) es abordar la cuestión desde un punto de vista amplio, en el que no hay lugar para condenas express o alguna forma de intolerancia. Un primer y estimable logro consiste en bajar el asunto a tierra, evitando sermones, generalizaciones y bajadas de línea. Que Ruth (Virginia Innocenti) se haya pasado su entera vida amorosa sin que mamá Estela (Claudia Lapacó) se desayunara sobre su elección sexual habla de una larga historia de secretos, omisiones y fallos en la comunicación familiar, sin necesidad de diálogos explicativos. Que en la primera escena Ruth confiese, sin que Estela le pregunte, cuatro abortos de su hermana Carlota (Ana Katz), remite también a una pica fraterna que el desarrollo no hace más que confirmar. En la antideclamatoria visión de Paolinelli, ser lesbiana es una elección, no un paraíso: la pareja integrada por la empresaria gastronómica Ruth y la candidata política Nora (Claudia Cantero) no anda del todo bien. Incluyendo la presencia de una tercera en discordia (Mara Santucho, una de las Cuatro mujeres descalzas de Santiago Loza), con la que Nora tendrá más de un apronte caliente. Lo que funciona algunas veces sí y otras no tanto es el sentido del humor. Resulta todo un hallazgo una clásica secuencia de comedia de equivocaciones, en la que para investigar el mundo en que (supone que) se mueve su hija, mamá Estela va a un boliche gay en compañía de una vecina (la apropiadísima María Simone), fingiendo ser lesbianas y siendo tomadas por tales. Producto de la matizada observación de la realizadora, que Estela abra la cabeza no quiere decir que no se comporte como mamá pesada (cierta visita a la casa de Ruth y Nora tiene carácter de intervención, en el sentido militar del término) o como una desubicada absoluta (una borrachera, durante una cena, genera entre piedad y vergüenza ajena). Sin embargo, ciertas incursiones en el humor físico no resultan igualmente felices. Como el momento del desmayo, resuelto de un modo que lo asemeja a un mal gag televisivo. En términos de estilo, Paolinelli combina diálogos sobrescritos, que generan ping pongs sumamente teatrales, con una suerte de costumbrismo atenuado, pasando de la más cuadrada estética de plano-contraplano a fueras de campo que parecen salidos de una película experimental. Con parecida inconsecuencia, una escena en una clínica está encuadrada a gran distancia, cuando el resto de la película está filmada casi enteramente en planos medios. En términos de marcación actoral –rubro esencial, teniendo en cuenta que la puesta en escena tiende a descansar sobre el trabajo de las actrices–, lo de Claudia Lapacó orilla en más de un momento el unipersonal, mientras que a Virginia Innocenti no siempre se la nota cómoda con el tono ligero que se intenta imponer.
El extraño caso de Dr. Ben & Mr. Affleck Si la actuación de Ben Affleck luce afectada e impostada, su tarea delante de la cámara muestra la contracara: el director narra con nervio y sobriedad, sabe hacer cine de género y filma escenas de acción que son como clases magistrales del rubro. Hay dos clases de directores-actores. Están los que dirigen como actúan y los que no. Clint Eastwood dirige como actúa: seco, económico, sin desbordes o sensiblerías. Takeshi Kitano, lo mismo. Ben Stiller también. A la altura de su segunda película como realizador, puede afirmarse que Ben Affleck no dirige como actúa. Por suerte: Benjamin Geza Affleck-Boldt (tal su nombre completo) sigue siendo un actor espantoso. No hay más que ver Atracción peligrosa para confirmarlo. Se pasa la película entera posando de duro, careteando, haciéndose el lindo. Pero sucede que, oh sorpresa, del otro lado de la cámara este extraño caso del Dr. Ben & Mr. Affleck no se permite la menor pose o afectación. Va directo al corazón del asunto, narra con nervio y sobriedad, sabe hacer cine de género sin que la película se agote en eso, construye tensión durante dos horas y la compacta en escenas de acción que son como clases magistrales del rubro. Su ópera prima, Desapareció una noche (2007), lo mostraba como realizador a seguir, aunque la novela en que estaba basada tirara para abajo. Ahora, Atracción peligrosa (descabellada traducción local para el original The Town) lo confirma. Sigan a Affleck, es la consigna de aquí en más. A Affleck director, se entiende. Basada, como la anterior, en una novela (Prince of Thieves, de Chuck Hogan), Atracción peligrosa confirma la fidelidad que Affleck guarda, a la hora de narrar, con su ciudad natal. The Town es el nombre que se le da en Boston al barrio de Charlestown, donde “hay más robos a bancos y camiones blindados que en cualquier otra parte de Estados Unidos”, según informa un cartel inicial. Como en Cabalgata infernal (The Long Raiders, 1980), el primer robo que comete la banda liderada por Doug McRay (Affleck, con el pelo cortado estilo militar) y James Coughlin (Jeremy Renner, protagonista de Vivir al límite) no sale del todo bien, y eso tiñe las dos horas restantes de un prematuro aire de fatalidad. Está tan calculado y sincronizado como cualquier robo de verdaderos profesionales, pero ocurren dos cosas que van a traer cola. Nueva coincidencia con aquella obra maestra de Walter Hill, uno de los integrantes de la banda (Coughlin) se muestra peligrosamente adicto al gatillo fácil. Pero además toma la decisión de secuestrar a la gerenta de la sucursal, para después soltarla. La chica no vio nada: los secuestradores en ningún momento se sacaron sus máscaras. ¿O algo vio u oyó? En cualquier caso, la idea de McRay, de acercársele para ver cuánto sabe, se probará tan peligrosa como afirma el título de stock con que The Town se estrena aquí. Cine de género, la película de Affleck respeta tropos fijos del policial. Uno es que, claro, la relación entre McRay y la chica, Claire (Rebecca Hall, el bombonazo con pecas de Vicky Cristina Barcelona), no va a quedar en un simple cafecito, y eso suma riesgo al asunto. Otro son las dos líneas de relato paralelas, que atienden por un lado las internas dentro de la banda y por otro la investigación policial. Investigación que, encabezada por el duro, obsesivo agente del FBI Adam Frawley (Jon Hamm, de la serie Mad Men), va cerrando el círculo alrededor de ellos. Pero ése es sólo un esquema básico: como en Desapareció una noche, Affleck engorda el relato multiplicando subtramas. Por un lado está la ex del protagonista, Krista, a la que en algún momento el despiadado Frawley explotará en beneficio de la investigación (la rubia Blake Lively, junto con el propio Affleck lo más careta del elenco). Por otro, la relación entre Doug y su padre (el gran Chris Cooper), que, en prisión desde hace rato, funciona como espejo negro de su propio futuro. Y la que Doug sostiene con cierto florista muy pesado, que, contrariamente, lo remite al peor de sus pasados (y a quien el escocés Pete Postlethwaite le da un aire francamente ominoso). La clásica oposición entre el gangster de cabeza fría (McRay) y el de tiro fácil (su socio Coughlin) agrega leña al fuego y todo irá a parar a un último golpe, donde el botín es tan alto como el riesgo que se corre. ¿Que no hay nada nuevo aquí? El espectador de género sabe que lo que importa no es la novedad, sino la necesidad. Que todo lo que se cuenta luzca como necesario, aun siendo cliché. Que se lo narre con savoir faire y dientes bien apretados. Con cojones, digámoslo de una vez. Es eso y no los dobles, los tiros o los choques lo que hace de las escenas de acción de Atracción peligrosa las mejores que se hayan visto desde... ¿desde Fuego contra fuego? Sobre todo dos de ellas. Una es una persecución automovilística que –no por espectacular, sino por visceral– califica entre lo más alto del género. La otra es la larga secuencia final en el estadio de los Red Sox, construida con infinidad de centros de atención y líneas de fuga, homenaje de Affleck al equipo de la ciudad. Ah, sí, como el título original indica, The Town es, entre otras cosas, una película de barrio. Como las primeras de Scorsese. ¿Terminará Affleck, como “Ex corsese”, convertido en estrella de Hollywood? En este caso parecería tratarse, por suerte, del trayecto inverso.
Los criminales ya no son los de antes Los asesinos profesionales son fríos, metódicos y despiadados. Tan capaces de calibrar un arma durante semanas como de ejecutar de un tiro en la nuca a la mujer con la que pasaron la noche. Todo eso, siempre y cuando no se crucen con una tanita tetona. En ese caso se convertirán en románticos incurables, dispuestos a renunciar a todo e irse a vivir con ella. Si no se comparte esa premisa será difícil sintonizar con El ocaso de un asesino que, lejos de ser una comedia delirante –sería una posibilidad–, está narrada como el más serio de los dramas existenciales. Como si el protagonista de A quemarropa se hubiera extraviado en Pan, amor y fantasía, como si en Ultimos días de la víctima Luppi le hubiera regalado una rosa a Solita Silveyra en lugar de desmayarla de una trompada, como si fuera posible imaginar a George Clooney enamorado. El disparatado cruce entre thriller gélido y tarjeta romántica italiana no es, sin embargo, lo único que no funciona en una película que parecería padecer serios problemas de identidad. Basada en una novela del británico Martin Booth y coproducida por el propio Clooney, The American se estrena en Argentina con un título tal vez demasiado soplón. Pero es la propia película la que transparenta lo que sería bueno disimular, con traiciones que se ven venir desde las primeras secuencias y que el desarrollo posterior no hace más que corroborar. Tras dejar fuera de combate a un par de sicarios, el hitman Jack (Clooney) viaja de Suecia a Roma vía Munich, buscando refugio en el último rincón de la Tierra. Alguien lo quiere muerto y Castel del Monte, típica aldeíta de la montañosa región de Abruzzo, parecería garantizar una adecuada desaparición. Haciéndose pasar por fotógrafo, el ahora llamado Edward traba contacto con dos instituciones peninsulares: un cura y una prostituta. Obvio desde el nombre mismo, el padre Benede-tto (el veterano Paolo Bonacelli, que supo actuar en Salò y El misterio de Oberwald) intentará salvar su alma, con consejos y moscatos. Podría pensarse, entonces, que el alivio que dispensa Clara (Violante Placido, hija del actor y realizador Michele Placido) apunta al cuerpo. Y sin embargo no. Dirigida por el holandés Anton Corbijn, reputado especialista en videoclips (dirigió un montón de Depeche Mode y varios de U2, debutando en cine con el biopic Control, sobre Ian Curtis, líder de Joy Division), El ocaso de un asesino no ahorra clichés. El párroco es gordo, hedonista y tan bien intencionado como Aldo Fabrizi en Roma, ciudad abierta. A falta de uno, Clara responde, a su turno, a dos lugares comunes: la italiana exuberante y la puta buena y casamentera. Otro cliché, la tercera pata del triángulo se llama Mathilde y es un alter ego de Jack. Asesina profesional gélida y sexy, llega a Castel del Monte para que Jack le diseñe un arma de largo alcance. Hecha de deseo y sospecha, la relación entre ambos recuerda la que unía a Julia Roberts y Clive Owen en Duplicity. Pero sin pizca de humor. Fotografiada como para una revista de diseño, con una banda de sonido que cruza a Puccini con Bach y Patty Pravo y Clooney sobreactuando al Lee Marvin de A quemarropa, habría que ver si la desorientación es producto de la novela original, de un guión que no supo leerla o de un realizador que no dio en la tecla. En cualquier caso, mezclar humanismo rancio con thriller cerebral, costumbrismo for export con intriga sin intriga, tono gravemente existencial con pintoresquismo de tarjeta postal y diálogos ampulosos con resoluciones de ópera mal digerida son las armas más seguras para asesinar una película.
La saga interminable de un videogame Tal vez porque las leyes del mercado difieren de las de la vida, para la serie Resident Evil después de la extinción viene la resurrección. “La última de la serie”, mentía la frase publicitaria de Resident Evil: La extinción, tercera parte de una saga que empezó como única entrega ocho años atrás y ante la recepción de los fans fue cobrando sobrevida. Como la relación entre la publicidad y la verdad se parece a la que hay entre la verdad y las promesas políticas, después de “la última de la serie” acá está la siguiente. Total, nadie les va a andar reclamando a los especialistas de marketing que cumplan su palabra. Como los viejos seriales, Resident Evil 4 termina con un virtual “continuará”, que deja por la mitad una acción que la quinta parte sin duda completará. En verdad, la idea de continuum es pertinente, en tanto todas estas películas no difieren demasiado unas de otras. Producida, escrita y dirigida por el especialista en acción Paul W. S. Anderson, Resident Evil hace honor a su origen, que es un videojuego. Como en esa forma de entretenimiento, los saltos de un nivel a otro parecen determinados por una lógica mecánica, antes que dramática. Cambian los decorados, que son un mero fondo para la acción, y se suman peripecias. Pero los personajes y las acciones se mantienen iguales. Recuérdese: Alice (Milla Jovovich, en amazona sobreactuadamente dura) es de los pocos sobrevivientes de una gigantesca epidemia viral, ocasionada por negligencia de la corporación para la que ella trabajaba. La epidemia convirtió la Tierra en tierra de zombis, sólo en apariencia los peores enemigos. La globalifobia de la época impone que los representantes de la corporación sean infinitamente más letales que los bamboleantes muertos vivos. Dando el salto al 3D, Afterlife se abre en una Tokio de estudio, con Alice clonada por varias, disparando a cuatro manos contra el robótico dueño de la corporación y sus esbirros. Continúa con un breve exilio en Alaska, donde la heroína se reencuentra con un puñado de viejos amigos. Todos marchan a una Los Angeles devastada, donde los zombis pululan casi tanto como las starlettes, y finalmente van a parar a un barco de nombre engañosamente bucólico (Arcadia), cuya obvia condición de trampa moral sólo ellos parecen ignorar. Más allá de mínimas variantes, todo se reduce a lo que importa en un videogame: armarse hasta los dientes y tirarle con lo que se tenga a quien se cruce. Trátese de un asqueroso zombi, un asqueroso directivo de la corporación Umbrella o uno de los asquerosos mastines mutantes que en la última escena pela el más malo de los malos. El resto son “préstamos” de películas de John Carpenter (planeadores de Fuga de Nueva York, perros que se parten al medio como en El enigma de otro mundo), que incluyen también cuotas de cine de zombis, decorados futuristas, actores de segunda y mucho Matrix tardío, con artes marciales, congelados, efectos líquidos y esas balas que tienen la costumbre de viajar siempre agigantadas y en ralenti.
Saga nórdica, prototipos históricos Desde que a comienzos de los ’70 se dio a conocer internacionalmente con el díptico de Los emigrantes y La nueva tierra, el realizador sueco Jan Troell, hoy casi octogenario, mostró su predilección por las grandes sagas humanas, siempre ubicadas en un marco histórico identificable. El peligro de ese esquema es que los personajes funcionen, antes que como tales, como prototipos históricos. Es lo que sucede en Momentos que duran para siempre, producción de la que no dejó de participar ni un solo país nórdico (ver ficha) y que Suecia postuló, un par de años atrás, como candidata al Oscar. Narrada en dos tiempos, la película más reciente de Troell transcurre a comienzos del siglo XX, momento cuyas grandes líneas históricas la película se aboca a ilustrar. Narrada por una muchacha, Momentos... es un retrato familiar de la clase trabajadora, que se abre en 1907 y se cierra siete años más tarde. Son tiempos duros en Europa, y mamá Larssons debe ganarse la vida fregando pisos, mientras papá Sigfrid palea en las minas de carbón. Palea y apalea a su esposa Maria, cada vez que llega a casa pasado de alcohol: ya se sabe que la vida de una trabajadora suele más dura que la de un trabajador. Faltan unos años para la Revolución Rusa y algunos compañeros de trabajo de Sigfrid mentan a Kropotkin, pero no a Lenin: son años de socialismo y anarquismo, y Sigfrid se verá envuelto en alguna trifulca, que incluye una falsa acusación de asesinato y la consiguiente persecución policial. Mientras tanto y no contento con dejarle un ojo morado a la sufrida Maria, el señor Larsson pasa las tardes en compañía de alguna camarera. Tal vez para olvidarse de las escapadas y aporreos del marido, Maria rescata una cámara fotográfica ganada tiempo atrás en la lotería, probando que tiene buen ojo para el encuadre. Más le vale encontrar un escape a la dura realidad: estamos en 1914, los varones marchan a la guerra y algún poderoso parece paladear, con asombrosa antelación, las tempestades de acero que un par de décadas más tarde se abatirán sobre Europa. Como suele suceder con esta clase de películas, Momentos... trabaja sobre lo archisabido, el lugar común, trátese de las luchas obreras de principios del siglo pasado, la emigración europea, la sensibilidad femenina, la postergación de la mujer, el maltrato masculino o la superación por el arte. Todo ello, narrado desde la tranquilizadora distancia de una tercera persona, en este caso una de las hijas de los Larssons. Los personajes encajan en ideas previas como palomas en sus casilleros y otro tanto hace la narración, al servicio de un guión al que se ajusta como quien se ata a un destino indeleble.
Una sosa batalla de recelos Hasta hace unos años, Andreas Dresen aparecía como posible recambio para Doris Dörrie, que a mediados de los ’80 inoculó, en el cuerpo habitualmente severo del cine alemán, dosis inéditas de humor y frescura. Eso mismo es lo que algunas películas de Dresen –como Grill Point (2002) o Verano en Berlín (2005)– respiraban. Más allá de su posible cálculo comercial, el sexo de la tercera edad que sostenía a la muy exitosa Nunca es tarde para amar (2008) le daba todavía algún filo al cine de este nativo de la ex Alemania oriental. Desvaída muestra de cine-dentro-del-cine, Whisky con vodka, su película más reciente, muestra en cambio con el filo romo a este realizador más que cuarentón. Cuando Otto Kullberg se cae en medio de una escena, los productores, algo preocupados, piden al realizador Martin Telleck que busque un posible reemplazo para la veterana estrella, tan célebre por su talento como por sus borracheras. Telleck se decide por el actor de teatro Arno Runge, unos años menor que Kullberg y sin la menor experiencia cinematográfica. La idea de filmar una versión doble de la película, haciendo rodar cada escena a Kullberg y luego a Runge, se probará demasiado extrema para el ego del veterano, generándose un espeso clima en el set. Si a eso se le suma que Runge no tiene mejor idea que coquetear con las dos partenaires de Kullberg (la cincuentona que supo ser su amante, y la veinteañera con quien a aquél le gustaría tirarse una canita), todo está dado para una de esas batallas de celos y recelos que sólo un set de rodaje puede prohijar. Whisky con vodka –título que alude a los licores favoritos de Kullberg y Runge– se queda a mitad de camino de casi todo. No es lo suficientemente graciosa como para ser una eficaz comedia frívola. No dice nada sobre el cine, los actores o el sexo en los rodajes que no se haya visto antes en La comedia de la vida, La noche americana o S. O. B. Tampoco sobre las relaciones entre el actor de teatro y la estrella de cine, o sobre la leyenda vieja y alcoholizada (asunto mucho mejor desarrollado en una comedia como Mi año favorito). Los actores no tienen el aura o carisma que deberían, aunque el veterano Henry Hübchen más o menos zafe. La película que filman, una comedia erótica de época que transcurre en un balneario tipo Lido de Venecia, invariablemente fotografiada a través de densos filtros de color azafranado, debería ser “audaz” (el protagonista va a la cama con madre e hija), pero es entre sosa y kitsch. Casi tanto como la película que la contiene.
De cómo echar por tierra una buena idea La película tiene un único protagonista, que despierta en el féretro en el que fue enterrado vivo. En esas condiciones, y rodado en tiempo real, el film genera suspenso, pero el remate es una ocurrencia frívola. A lo largo de más de un siglo, al llamado “cine de entretenimiento” no le tembló la mano a la hora de emprender las más arriesgadas experimentaciones narrativas. Hubo una película rodada sin otro corte de cámara que el impuesto por los cambios de rollo (Festín diabólico, de Hitchcock, 1948), una sin un solo diálogo (El ladrón, 1952), una filmada toda en subjetiva (La dama del lago, 1947), una toda dentro de un bote (Náufragos, de Hitchcock), otra narrada por un muerto (Sexto sentido), otra con la cronología invertida (Memento), varias que suceden en tiempo real y así. A esa serie de osadías, Enterrado, curiosa desde su propia gestación (es española, pero hablada en inglés), le suma un par más. La película del orensano Rodrigo Cortés tiene un único protagonista y transcurre en tiempo real, dentro del féretro en el que aquél fue enterrado vivo. En esas condiciones de total estrechez figurada y literal, Enterrado logra generar tensión, identificación, suspenso y emoción. Hasta que al director no se le ocurre mejor idea que rematarla con una ocurrencia tan frívola, que amenaza con reducir algo que es mucho más que un mero ejercicio de estilo en un chistecito cruel. En el comienzo es la oscuridad. Oscuridad total, durante un tiempo que parece eterno. Una respiración ahogada primero, gemidos desesperados después. La llama de un zippo deja ver a un tipo amordazado y metido en una mortaja de madera. Por suerte tiene las manos libres: si no, no habría película. Se arranca la mordaza, encuentra un celular y empieza a usarlo, pidiendo rescate. Las luces del zippo y la pantalla iluminada del celu permiten que el espectador vea qué pasa. Las conversaciones por celular informan quién es el enterrado y cómo fue a parar allí. Se llama Paul Conroy, es camionero y su empresa lo mandó a Irak. El convoy en el que se desplazaba fue atacado y de ahí en más no supo más nada, hasta que se encontró dentro del ataúd. En algún momento, un llamado le pone plazo y precio a su vida. Si no consigue 5 millones de dólares en 90 minutos, lo matan. Fijado el plazo empieza la carrera contra el reloj, contra la falta de oxígeno, contra la claustrofobia y contra la lógica: ¿Qué posibilidad de salvación puede tener un tipo enterrado en algún lugar en medio del desierto, a años luz de casa? El opus 2 de Cortés (su ópera prima de 2007, una comedia negra llamada Concursante estaba protagonizada por Leonardo Sbaraglia) no iría más allá del ejercicio de estilo, de no ser por el modo en que trabaja los mecanismos de identificación. El guión, escrito por un tal Chris Sparling, parte de una premisa próxima a la artificiosidad de El cubo, compartiendo con películas como El juego del miedo la idea de un manipulador que maneja al protagonista a distancia. En este caso, uno de los secuestradores, que se comunica con él vía celular, y al que la voz del español José Luis García Pérez le da un tono de árabe de caricatura. Que el malo esté pintado con trazo grueso no le quita factibilidad a la retorcida idea de que la víctima se grabe a sí misma con el celu, para difundir el video vía YouTube o Al Jazeera. Que el protagonista no sea un soldado sino un simple contratista civil, que esté muerto de miedo, que descubra en qué situación está al mismo tiempo que el espectador, que lo que encuentre del otro lado de la línea sean contestadores automáticos, mensajes grabados, musiquita de espera, necedad burocrática e inhumanidad empresarial: todo ello permite que el espectador se ponga en el lugar de Conroy. Todo eso y la visceral actuación de Ryan Reynolds, que hasta a oscuras es capaz de transmitir la más convincente desesperación. Cortés les saca hasta la última gota de jugo a los precarios elementos con que cuenta, sirviéndose de ellos para hacer crecer la tensión y la identificación. Ayudado por una admirable fotografía de Eduard Grau y una partitura bernardhermanniana de Víctor Reyes, Cortés se muestra como un narrador que tiene lo que hay que tener. Pero no todas las decisiones de Cortés parecen acertadas. En un par de momentos eleva la cámara hasta una posición imposible, para mostrar los bordes del nicho. ¿Para qué, si justamente la película obtiene su fuerza del encierro? En otro se deja tentar por una serpiente que en Indiana Jones sería graciosa y aquí es innecesaria. Más cuestionables son, en términos de ética narrativa, una tramposa fantasía del protagonista y sobre todo el remate, versión dark de las joditas de Tinelli. Si el pifio echa por tierra (con perdón por el símil) todo lo anterior, o si aun así lo que hubo hasta allí valió la pena, es algo que este crítico no está en condiciones de decidir por el momento.
El aprendizaje en una aventura clásica aggiornada En tiempos de pirateo generalizado y descargas masivas de Internet son escasas las películas que aún pueden llevar mucha gente a las salas. Unas que todavía lo hacen son las infantiles, porque el cine sigue siendo una buena salida familiar. Otras, las de gran espectáculo, formato reacio a reducciones. Finalmente, las tridimensionales, porque hasta ahora no había televisores 3D (habrá que ver qué pasa de ahora en más). El ideal del productor masivo sería, por lo tanto, una película de gran espectáculo para niños, en 3D. Esa película es La leyenda de los guardianes, que al estar basada no en una novela sino en las tres primeras de una saga, le suma un plus a la ecuación soñada. Si a ésta, que acaba de estrenarse en Estados Unidos, le va bien, quedan doce novelas más para sacarle el jugo. Será plata ganada en buena ley: basada en una serie escrita por una tal Kathryn Lasky, la película aggiorna la aventura clásica, de un modo que Las crónicas de Narnia no han sabido hacer hasta ahora. Y Harry Potter, sólo cuando cae en buenas manos. “Las viejas historias nos permiten aprender de ellas”, sermonea el papá de Soren en la primera escena. Cine de aventuras metalingüístico, La leyenda de los guardianes es una vieja historia que reivindica las viejas historias. El héroe, llamado Soren, está más cerca de La isla del tesoro o Peter Pan que de su tocayo Kierkegaard: con búhos o lechuzas por protagonistas, toda posible angustia existencial se sublima lanzándose en picada. Tal vez por una malalechosa asociación con las brujas, aquí las lechuzas –bichos pacíficos y preciosos, en la realidad– son malas y los búhos son buenos. Soren es un búho, como su hermano Kludd y su hermanita Eglantine. Raptados por unos lechuzones, a miles de kilómetros de papá y mamá, los tres se dividirán para siempre entre las buenas y malas causas. ¿Negro y blanco? Ya se dijo que La leyenda de los guardianes remite a la aventura clásica para niños, y ese no es un género que abunde en grises. Con animación digital a cargo de Animal Logic –firma que tuvo a cargo la de Happy Feet–, la idea de una épica protagonizada por aves da por resultado búhos y lechuzas trompeándose con las alas, tirándose patadas voladoras con las patitas de atrás y entrelazándose en tomas dignas de 100 % lucha. La relación que la película establece con los mitos es indecisa. Soren se sorprende cuando el héroe de su infancia le hace saber que si hizo la guerra, fue contra voluntad. Un par de escenas más adelante, sin embargo, el muchacho (perdón, pero todo es tan antropomórfico...) se convence de que los mitificados relatos de guerra que el papá le contaba eran tan ciertos como documentales del mundo animal. Igualmente contradictoria es la oposición entre el héroe mítico, veterano curtido que no cree en romantizaciones, y un segundo padre sustituto de Soren, cuya visión mistificadora la película remacha con música celta. Guerreras de raza blanca, manchadas de rojo alusivo, las lechuzas son lisa y llanamente nazis. Se consideran “puras”, hacen culto de la fuerza, tienen a los débiles por raza inferior y un discurso de su líder, en acto masivo, parece salido de El triunfo de la voluntad. Brusco viraje del realizador Zack Snyder, cuya 300 glorificaba la fuerza brutísima. En términos visuales, Snyder invoca cielos color durazno y borrascosas noches nevadas a las que el 3D da relieve, reservando para algunas batallas el típico “efecto Matrix”, de ralentis, congelados y accelerandis. Más allá de contradicciones e inconclusiones, La leyenda de los guardianes funciona porque cree en lo que narra, poniendo la técnica al servicio del relato y el relato al servicio de la aventura. Aventura clásica, de esas que involucran aprendizaje, lealtad y héroes de ojos bien abiertos. Y no sólo porque sean búhos.
Por un conservadurismo audaz Fenómeno cultural desde el momento de su estreno, esta celebración de la causa queer terminó resultando un éxito masivo en Estados Unidos. Así como, desde ya, se puede afirmar que es una de las primeras candidatas firmes en la carrera del Oscar. Una de las últimas provocaciones de Fogwill consistió en oponerse al matrimonio gay. El finado provocateur justificaba esa oposición en la que tenía por el matrimonio en general, al que consideraba una institución profundamente conservadora. Más allá de la obvia condición de boutade, de la brutal generalización que la sostiene y de su chueca perspectiva (por paradójico que sea, terminar en un embudo conservador no le quitaría a la legalización del matrimonio gay su condición de conquista histórica), lo cierto es que Mi familia podría usarse como nueva prueba de la cualidad profética que nunca nadie le negó al autor de Los pichiciegos. Como si se tratara de la versión queer de algún melodrama conservador de los ’50, la película de Lisa Cholodenko utiliza una aventura extramatrimonial para refrendar el voto por la institución familiar, en contra de la tentación adúltera. Que papá y mamá sean aquí mamá y mamá no cambia nada la defensa que la película hace de esa institución. Lo cual no quiere decir que la película no ayude a la causa queer. Tampoco que no sea buena. Audaz, incluso, en sus propios términos: ninguna película conservadora está impedida de serlo. Lógico fenómeno cultural desde el momento de su estreno, un par de meses atrás, en Estados Unidos, a esta altura se habló y publicó sobre Mi familia (título tan soso como el original, The Kids Are All Right) lo suficiente como para que todo el mundo sepa más o menos de qué va. Joni (Mia Wasikowska, la Alicia de Tim Burton) y Laser (Josh Hutcherson, el chico-maravilla de El mágico mundo de Terabithia), hijos del matrimonio integrado por Nic (Annette Bening) y Jules (Julianne Moore), deciden conocer al hombre cuyo esperma permitió, veinte años atrás, que ellos nacieran. Saben que la idea no entusiasmará mucho a mamá Jules. Mucho menos a mamá Nic, la más estructurada de las dos. Pero la curiosidad es mayor que el recelo y rápidamente dan con Paul (Mark Ruffalo), ecoempresario californiano soltero, de aire entre amable y distraído, con quien se genera una instantánea simpatía mutua. Cuando se enteran, Nic y Jules reaccionan con astucia, invitando a Paul a cenar e ignorando que el tipo terminará poniendo a prueba no sólo su matrimonio, sino la estabilidad familiar, al hacer aflorar grietas que estaban apenas debajo de la superficie. Como si se tratara de un psicópata naïf, Paul dará a cada miembro de la familia, así como al descuido, lo que le estaba faltando. A Joni, que acaba de terminar el secundario y está por marchar al college, le da calidez y comprensión. A Laser, un modelo distinto a los que conoce. A Nic, obstetra tensa y responsable, le permitirá revivir los tiempos en que tenía a Blue, de Joni Mitchell, por credo y paraíso. A Jules, que tiene algo de adolescente tardía, le dará con todo, si se permite la expresión: tras veinte años de convivencia, el sexo con Nic viene mustio y desvaído. Hello!, exclama Jules, en éxtasis, al ver el pene erecto de Paul, como el sediento ante el agua en el desierto. Si el agua que le andaba faltando a Jules era el sexo o el pene es la pregunta-bomba que a Cholodenko, que es lesbiana, le divierte tirar. Hasta ese momento, Mi familia se plantea como comedia. Comedia familiar, comedia de situaciones, comedia erótica, comedia post-Stonewall (como High Art, ópera prima de la realizadora) y post-California de las flores (como Laurel Canyon, la anterior de Cholodenko, editada aquí en video). De allí en más será melodrama. Si la demasiado calculada inscripción genérica le da a Mi familia un aire definitivamente convencional, los giros a contrapierna que la realizadora practica la sacan de allí. La literalidad con que Nic y Jules calcan roles tradicionalmente reservados a marido y esposa es sumamente provocativa, en el sentido fogwilliano de la palabra; la brusca bajada a tierra de la familia no convencional, también. Que mamá y mamá estén inquietas porque el hijo podría ser gay entra dentro de la misma línea de provocación, tanto como la salida del closet de enfrente que Jules experimenta al conocer a Paul. Que en el set se respiraba un clima de máxima libertad (una suerte de fumadero general, se diría) lo testimonian las actuaciones, todas ellas explorando todos los registros. Pero ese contagioso aire de relax, esa libertad verdadera que el guión y en cierta medida la puesta en escena se permiten durante largos tramos, irá a dar inapelablemente a la condena moral del intruso, la repulsa por la aventura extrafamiliar y la restauración matrimonial que el gesto final subraya, como para que no haya lugar a dudas. Tal vez por eso esta campeona de lo queer terminó resultando un éxito masivo en Estados Unidos. Así como, desde ya, una de las primeras candidatas firmes en la carrera del Oscar. Va a ganar varios premios, se puede ir anticipando.