La última oportunidad del hombre murciélago para salvar a Ciudad Gótica Se cierra la trilogía de Christopher Nolan sobre el héroe enmascarado quien esta vez deberá enfrentar a Bane, su más peligroso oponente. Un resultado brillante que le da una nueva dimensión a este complejo personaje. La reinvención de la saga de Batman a cargo de Christopher Nolan es sin lugar a dudas uno de los fenómenos cinematográficos de los últimos años y El caballero de la Noche asciende, un digno cierre para la trilogía, aun cuando la intensidad de la extraordinaria El caballero de la noche parecía difícil de igualar. Para apreciar la dimensión de lo hecho por Nolan no está de más recordar que cuando Tim Burton se animó con el héroe del comic con Batman (1989) y Batman vuelve (1992), el oscuro universo pop trazado por Burton no sólo funcionaba sino que se creía definitivo. Y efectivamente, tuvo que pasar casi una década y media para que Nolan –Memento, Noches blancas, El origen– encarara el desafío de contar desde el principio la tragedia del atormentado héroe vertebrado. El resultado fue brillante porque el director británico le dio una nueva dimensión a un personaje complejo como Bruce Wayne, desolado para siempre por la muerte de sus padres, y le inyectó un lectura política a la saga, una visión amarga sobre el estado de las cosas que se tradujo casi bíblicamente como una sucesión de pestes corporizadas en diferentes villanos sobre Ciudad Gótica, una metrópoli devastada por el crimen y la ambición, en estado de putrefacción moral y merecedora del castigo divino. Ocho años después de que Batman se hiciera cargo de la muerte de Harvey Dent –una mentira con el propósito de conservar el poder simbólico del fiscal de Distrito, en una ciudad que necesitaba desesperadamente un ejemplo moral–, Wayne está recluido en su mansión, deprimido y en bancarrota hasta que primero la aparición de Selina Kyle (Anne Hathaway, como una ambigua Gatubela que oscila entre el bien y su conveniencia), y sobre todo del villano Bane (Tom Hardy), forjado en el dolor y miembro de la Liga de Asesinos comandada por Ra's al Ghul (Liam Neeson), lo obligan a reponerse. La fría temeridad de Bane, el más peligroso oponente al que tuvo que enfrentarse Batman –con su compañero de siempre, un personaje reescrito que adquiere una dignidad que nunca tuvo en la pantalla–, refuerza la idea de toda la saga, en tanto el villano enmascarado, detrás de su discurso de igualdad de oportunidades frente a la opulencia de los ricos y poderosos, tiene como fin último la desaparición de Ciudad Gótica, que el héroe de negro apenas puede defender. El paralelo que establece continuamente la película con la actualidad es innegable y una vez más Nolan logra contrabandear un discurso amargo y crítico sobre el momento histórico que le toca vivir, nada menos que desde el corazón de Hollywood. Su mirada sobre el mundo es devastadora y la épica de un personaje tan rico y de múltiples facetas como Batman, es apenas un vehículo para aclarar escena por escena, secuencia por secuencia, que apenas un puñado de hombres, enmascarados o no –Wayne, el comisionado Gordon, el mayordomo Alfred, el CEO Fox– no alcanzan para frenar la decadencia del imperio. Casi como un western clásico, acaso A la hora señalada, tal vez esa ciudad no merezca ser salvada.
Humor sobre tiranos aggiornados Del actor de Borat, ahora llega el despiadado gobernante de la República de Wadiya, General Almirante Aladeen, que viaja a los Estados Unidos para su programa de armas nucleares "más o menos" secreto. Antes de sumergirse en consideraciones de cualquier tipo sobre la película, hay que señalar que aunque Sacha Baron Cohen vuelve a ponerse a las órdenes de Larry Charles (como en Brüno y Borat), El dictador es una creación del actor británico, lo que significa que para bien o para mal, su impronta irreverente y el humor punzante, un poco infantil y otro tanto crítico de las instituciones, se encuentra presente en cada uno de los momentos del relato. Esta afirmación podría suponer que la tercera película “de” Cohen –esta vez sobre un tirano africano–, daría pie para toda la batería de incorrección política de la que es capaz, desde el guión escrito en colaboración con Alec Berg (Curb your Enthusiasm, el programa de Larry David, creador junto a Jerry Seinfeld de la serie homónima), hasta el incuestionable timing que demuestra para la comedia como intérprete. Sin embargo, el film da todos los indicios de ser un relato contenido, que la incorrección llega hasta cierto punto y se frena en esa frontera difusa construida por los intereses corporativos, los estudios sobre el impacto en la audiencia y los meandros de la exhibición. Esta hipótesis se refuerza por el precedente de Brüno, que Sony Pictures decidió no estrenar comercialmente y envió directamente a DVD. Así, el despiadado conductor de los destinos de la República de Wadiya, General Almirante Aladeen (Baron Cohen), se ve obligado a viajar a los Estados Unidos para defender su posición en las Naciones Unidas sobre el programa de armas nucleares que lleva adelante más o menos en secreto. Pero allí es remplazado por un doble que digitado por su tío Tamir (Ben Kingsley), con la intención de que firme la primera constitución del país africano y de esta manera, la gloriosa Wadiya comience a transitar las bondades de un estado democrático. Mientras que la torpe conspiración sigue su curso, Aladeen lleva su particular estilo de vida a Nueva York, donde conoce a Zoey (Anna Faris), una activista ecológica, que lo introduce en las bondades del progresismo naif ante el estupefacto tirano. Por momentos extremadamente tonta, en otros efectiva en la sucesión de gags moderadamente incorrectos, la película no logra superar a la desopilante Borat, se ubica varios escalones debajo de la revulsiva Brüno, y de esta manera se convierte en un producto a medio camino, apenas un divertimiento con una lectura inteligente sobre el orden mundial. Pero liviano e inofensivo.
Recursos que apenas dan susto Primero son los ruidos, los objetos que se mueven solos, las llamadas telefónicas, las luces que se prenden y apagan solas y el largo etcétera que conforma el combo de los fenómenos que en la historia del género fueron acumulándose a fuerza de repetición, película a película, para dar cuenta de que se está frente a una presencia extraña que claro, aterroriza a los habitantes de un lugar. En este caso se trata de una casa habitada por un padre que perdió a su esposa en un accidente, una hija adolescente y un niño. Es decir, la conclusión inicial es que la mujer ausente es el espíritu/fantasma que tiene a maltraer a los tres personajes. Después es la instalación de todo tipo de aparatos –detectores de movimiento, cámaras y todo el kit necesario para descubrir presencias extrañas– a cargo de un grupo de científicos, primero incrédulos y después incorporados de lleno a la pesadilla que vive la familia. El film dirigido por Carles Torrens, con el guión y la producción de Rodrigo Cortés (Enterrado) se propone desde el principio ser algo así como el relato definitivo del género, transitado por Actividad paranormal, REC y El proyecto Blair Witch, sólo para nombrar algunos títulos más o menos recientes. El resultado es irregular, en tanto la ambición de la película de abarcar todo se traduce en una suerte de catálogo de los recursos utilizados desde siempre para crear situaciones inquietantes y más o menos inexplicables, con elementos como el sonido, las inevitables sombras, levitaciones rutinarias y demás, que por supuesto son registradas por una cámara en mano que se supone le da tensión al relato, y así se desprende que se llega al miedo, que en este caso no supera la categoría de susto. El mismo que se puede lograr con un buen “¡Buuu!” lanzado con convicción y sentido de la oportunidad.
Ruido y silencio entre dos mundos El segundo film de Fabián Fattore no disimula su postura minimalista donde los silencios del personaje central (Sosa) se cruzan con el ruido de la ciudad y de los parroquianos del bar donde él trabaja. Pero ese carácter austero y despojado de la puesta en escena nunca incomoda ni aparece como gratuito como elección estética. Al contrario, la cámara sigue a Sosa en su pensión, hablando con una vecina y su pequeña hija, yendo a su lugar de trabajo y practicando boxeo en un gimnasio, acaso su escape frente a la soledad que lo identifica frente a los otros. Un cuadro que representa un malón actúa como interrogante del personaje. En ese retrato hay movimiento, energía, nervio, frente a la aparente pasividad de Sosa, sólo disimulada en sus ejercicios boxísticos. En el bar, otros solitarios se reúnen para recordar viejas épocas y para expresar las frases de manual del peronismo histórico. Sosa los observa pero jamás participa de esas añoranzas, su tiempo es el presente, el meditabundo, el silencioso, el que busca una razón de ser para su rutina. Malón, subrepticiamente, es una película política que jamás enfatiza su tono, ocultándose en ese pudoroso contraste entre el personaje central que sólo observa y quienes lo rodean en el bar recordando la historia del país a través de las victorias y derrotas del peronismo. Pero Sosa tomará una decisión y con su bolsito de gimnasio al hombro, concurrirá a una marcha de la militancia de estos días. Seguirá sin decir una palabra rodeado de la multitud, pero está allí mirando, descubriendo un lugar de pertenencia. Al llegar al bar se establecerá un mínimo diálogo con su empleador, una de las voces eufóricas del bar, que lee el diario y le pregunta cómo anduvo la marcha. Sosa le dirá que estuvo muy bien, en tanto el otro reparará en su rutina de añoranza sobre la vieja política. Película de contrastes, con un excelente trabajo de sonido, a Malón se la puede definir como un acabado ejemplo de cine minimalista político. De la política de estos días.
Relato desflecado que remite a cine viejo Ema (Ana Celentano) está agonizando en la cama de un hospital pero a pesar de que está en coma, inexplicáblemente le cuenta a su nieta quién fue su abuelo Juan (Jean Pierre Noher), un ventrílocuo que varias décadas atrás se ganaba la vida como artista de variedades en un cine y estaba obsesionado con una marioneta de porcelana. Los detalles del calvario de ese personaje oscuro despiertan el interés de la niña y sobre todo de su madre Clara (María Socas), que desconoce quién fue su padre. Desde ese momento la historia transcurre entre el malestar del presente de la nena y su mamá, que intentan reconstruir la historia familiar, y los largos flashback, donde se expone la triste existencia de Juan –que incluye un crimen nunca resuelto– y la relación que tuvo Ema y con una fantasmal niña, que no solo es físicamente similar a la que será su nieta en el futuro, sino que guarda una alarmante semejanza con la muñeca que lo acompaña en sus agobiantes jornadas pautadas por la miseria. Había una vez un cine argentino –allá, en un período que abarca desde los lejanos ’70 hasta buena parte de los ’90–, un cine que tenía mucho que decir sobre la atormentada alma humana, cargado de significados, consciente de su importancia trascendental. Pues bien, ese nutrido grupo de películas, con poquísimas excepciones, fue el responsable de que se instalara la idea de que los films nacionales eran decididamente malos. Las voces de Pablo Torre (El amante de las películas mudas, La cara del ángel, La mirada de Clara), de Leopoldo Torre Nilson hijo, remite a ese cine viejo, hinchado de importancia, incomprensible, con una puesta pesada que confunde importancia con solemnidad, a los que le suma ciertos toques sobrenaturales que no hacen más que agregar elementos sin resolver a un relato de por si desflecado.
Comedia retro con lectura política Lasse Hallström dirige este film sobre la relación que se establece entre un tímido científico, interpretado por Ewan McGregor y la representante de un jeque árabe, personificada por Emily Blunt. Anacronismo sin vueltas. Allá por los lejanos ’80 el sueco Lasse Hallström sorprendía con su cálida visión de la infancia según contaba en El año del arco iris. Luego vendría una filmografía despareja, ya lejos de su país natal y producido por los Estados Unidos y Francia. En los inicios de la década del ’90 volvería su nombre a las grandes ligas con ¿A quién ama Gilbert Grape? y dos estrellas embrionarias como Johnny Depp y Di Caprio, y ya en este siglo, la comedia Chocolate, con la hermosa Juliette Binoche, no podía disimular su tono empalagoso y de formalismo qualité. Películas industriales, menores y mayores, actores prestigiosos y géneros diversos constituyen la obra de Hallström, que a través de Un amor imposible reitera las sostenibles fluctuaciones de una carrera ciclotímica. Entre el título original y Un amor imposible no hay parecido alguno, ya que el primero refiere al tema de la película y al lugar donde se desarrolla la historia, en tanto el segundo, alude a la trama romántica que se establece entre el tímido científico que encarna Ewan McGregor y la representante de un jeque árabe que personifica Emily Blunt. Como comedia romántica Un amor imposible no acusa demasiados logros, ya que el efecto es menor, sólo expresado a través de una banda de sonido donde sobresalen docenas de violines estentóreos. Por su parte, la lectura social también es superficial: el film de Hallström sólo aborda de forma lateral las relaciones entre el capitalismo salvaje del Primer Mundo y el poder económico de los árabes, refugiándose en explicaciones didácticas y sin interrogante alguno. En realidad, esa ausencia de centro es aquello que perjudica al relato, que peca de una transparente ingenuidad. Pese a estos reparos, Un amor imposible es un nuevo déjà vu que la aproxima a otros films estrenados este año, como La fuente de las mujeres y El exótico Hotel Marigold, en cuanto a narrar una fábula sin demasiadas pretensiones donde se entremezclan subtramas con dosis similares de comedia, drama y una mirada coyuntural no demasiado comprometida con aquello que cuentan las imágenes. Como ejemplo de un cine híbrido y de corto vuelo, Un amor imposible se destaca sólo por un par de escenas románticas de la pareja central, confirmando su anacronismo sin vueltas y su autoconsciente mirada näif que recuerda al cine clásico. Tal como si se estuviera mirando una comedia romántica del Hollywood de los años cincuenta o de décadas anteriores.
¿Sueñan los ingenieros con humanos? A 33 años de la filmación de Alien, el mismo director encaró la producción de una precuela que retoma muchas de las preguntas que no no fueron explicadas en ese film ni en las siguientes películas de la ya legendaria saga. La legendaria nave de carga Nostromo que investigaba una señal de socorro de una colonia ubicada en un planetoide desolado, los túneles cavernosos diseñados por el artista plástico Hans Rudolf Giger, la baba asquerosa impregnándolo todo, los rostros de los cadáveres en una última mueca de terror, los huevos humeantes a punto de vomitar sus crías letales, y sí, el bip-bip de los aparatos que registraban una presencia que no debería estar allí pero estaba y que de pronto se descolgaba de un techo o salía del piso para almorzar con su formidable doble mandíbula a los pobres infelices de turno –que hay que decirlo, tampoco debían estar allí– mantener alguno vivo en función incubadora y claro, combatir y a la vez coquetear con la sensual Ripley, en bombacha y dispuesta a arruinarle el banquete. Desde sus comienzos en 1979, la saga de Alien sentó las bases de un universo terrorífico plagado de criaturas perfectas, bellamente siniestras en su cometido de masacrar a todos los seres humanos que tuvieran a mano e intentando llegar a la Tierra para continuar la tarea a gran escala. El responsable fue Ridley Scott, un director que recibió el encargo de Alien - El octavo pasajero, que tres años después hizo nada menos que Blade Runner (1982) y abandonó la ciencia ficción. Hasta ahora. El origen del depredador perfecto –cuerpo casi blindado, sangre ácida– siempre fue un enigma y Prometeo viene a ser el comienzo de una respuesta que aunque Ridley Scott afirmó una y otra vez que no se trata de una precuela, seguramente se extenderá por un par de películas más hasta enlazar, cronológicamente hablando, con el primer título de la saga. Unos cuantos años ante de que el bicho hiciera su aparición triunfal desde el vientre del oficial Kane en El octavo pasajero, la nave de exploración Prometeo llega a un planeta con un grupo de científicos comandados por doctora Shaw (la sueca Noomi Rapace, bien lejos de la Lisbeth Salander que compuso para la saga Millennium), en busca de los orígenes de la humanidad. Shaw cree que unos seres de una civilización infinitamente avanzada, “Los ingenieros”, fueron los creadores de los seres humanos, mientras como en un mantra circular, allí está la poderosa corporación con sus ocultos intereses que financia el viaje representada por la fría Meredith (Charlize Theron) y el inquietante androide David (Michael Fassbender, el crítico de cine de Bastardos sin gloria) y los tripulantes que acompañan de mala gana por apenas un sueldo. El grupo descubre a una criatura gigantesca, uno de los ingenieros –que remite al traje espacial fosilizado con un agujero en el pecho que encontrarán en el futuro la expedición del Nostromo–y luego se topan, por así decirlo, con otra de las creaciones genéticas de estos seres, infinitamente más letales y que por lo visto, tampoco respetan a sus creadores. Con una fuerte línea argumental que apunta al pecado de la manipulación y la soberbia sobre los que juegan a ser Dios, Prometeo sienta dignamente las bases de la precuela y como todo buen adelanto, incita la curiosidad del espectador sobre qué pasará en las siguientes entregas. Nada mal para una saga que en poco más de 30 años parecía que había dado todo de sí.
Una actriz tan frágil como una estrella Michelle Williams interpreta magistralmente a Marilyn Monroe en este film dirigido por Simon Curtis. La historia, basada en un libro de Colin Clark, se centra en la época en la que el escritor conoció a la diva de Hollywood. Para el momento que fue convocada por Laurence Olivier para protagonizar El príncipe y la corista (1957), Marilyn Monroe había hecho un puñado de películas –La comezón del séptimo año, Cómo pescar a un millonario, Los caballeros las prefieren rubias–, estaba casada con el famoso dramaturgo Arthur Miller –luego del beisbolista Joe Di Maggio, el guionista Robert Slatze y James Dougherty, un militar–, pero por sobre toda las cosas, se había convertido en un producto hollywoodense, atiborrada de pastillas para soportar la fama, la falta de afecto y la soledad. En ese contexto, Monroe llega a Inglaterra en el pico de sus inseguridades para trabajar con Olivier, el actor y director británico formado en la maciza escuela shakesperiana. Mi semana con Marilyn, basada en el libro homónimo de Colin Clark, se centra en el período en que como asistente de dirección, el joven Clark (Eddie Redmayne) estuvo en contacto con la estrella en el set, la adoró en cada una de sus equivocaciones, la consintió en su legendaria falta de puntualidad, se encandiló cuando vio la magia que podía lograr frente a la cámara, pero además, fue testigo de su intimidad, de la devastadora fragilidad de Norma Jeane Baker que ya no podía desprenderse del traje de Marilyn. Para el desafío de explorar una faceta desconocida de Marilyn, el director Simon Curtis contó con la extraordinaria Michelle Williams, en un trabajo lleno de matices que alumbra la fragilidad del personaje. La interpretación de Williams (La isla siniestra, Blue Valentine - Una historia de amor, Secreto en la montaña) es tan brillante, que al igual de lo que pasaba con la propia Marilyn, cada vez que aparece en pantalla el resto de los actores –principalmente Kenneth Branagh que compone a un envarado Olivier– se convierten en objetos opacos, apenas cabezas parlantes que enhebran el relato, un engorroso compás de espera hasta que Marilyn/Williams se hace presente. Pero también, la notable performance de Michelle Williams no hace más que resaltar la intención del film, que se propuso y logró dar cuenta de la extraordinaria actriz que fue Marilyn Monroe, casi un acto de justicia histórica después de que por décadas fue considerada apenas como un objeto sexual. En ese sentido no está de más recordar lo que dijo Billy Wilder sobre Marilyn, a la que dirigió, aborreció y amó en Una Eva y dos adanes, inmediatamente después de El príncipe y la corista: “Era el infierno, pero valía la pena.”
Tres mujeres con un futuro ahí afuera La multipremiada opera prima de Milagros Mumenthäler narra la historia de tres personajes, en una sola locación, obligados a construir una salida posible a la pérdida y la ausencia. Intimista y personal apuesta argentina. Desde el principio mismo, la apuesta de Abrir puertas y ventanas es arriesgada: tres protagonistas, una sola locación y el desafío de contar el crecimiento de cada uno de los personajes, que se ven obligados a la incertidumbre de construir un futuro posible desde la pérdida y la ausencia. De llegar los más indemnes posibles al mundo adulto. Sin embargo, Milagros Mumenthäler logra su objetivo con una infrecuente madurez narrativa para una opera prima que entre otros premios, el año pasado se alzó con el Leopardo de Oro en el Festival de Locarno y con el Ástor de Oro en Mar del Plata. Marina (María Canale), Sofía (Martina Juncadella) y Violeta (Ailín Salas) crecieron sin padres y la única referencia a la mirada y a la contención adulta proviene de Alicia, la abuela fallecida hace poco. La película centra su mirada sobre ese instante extendido de un verano agobiante, del paso del tiempo, del tránsito entre el duelo de las tres chicas, de la convivencia sin un árbitro para los pequeños conflictos cotidianos y el afuera cargado de desafíos que inevitablemente cada una de ellas va a tener que transitar. Mumenthäler va construyendo la atmósfera de capas opresivas que la mayoría de las veces puebla la casona y algunos momentos luminosos entre las tres hermanas a través de la dosificación de la información, con una puesta elegante y elusiva, que acentúa el encierro a partir de algunas pocas referencias que siempre está fuera de campo pero que acentúan el conflicto que se desarrolla puertas adentro. Y es esa falta de elementos para reconstruir el pasado de las chicas es lo que hace más curiosa y fascinante la búsqueda de la unicidad de cada uno de los personajes, un trío que lo será para siempre, aun cuando se separen. Los conflictos derivados de los ánimos cambiantes, los celos, la competencia, la carga erótica que se dispara a partir de la cercanía de un joven vecino (Julián Tello), son todos elementos que dan cuenta de un verano melancólico pero fundamental, que en el futuro las hermanas recordarán como un instante decisivo. En ese sentido Abrir puertas y ventanas es un relato que en muchos momentos se equipara con los climas intimistas de la obra de Lucrecia Martel y en menor medida con Celina Murga, es decir, Mumenthäler dialoga de igual a igual con el mejor cine argentino de los últimos años.
Un mundo menos peor, sin prejuicios La última obra del prestigioso director Aki Kaurismäki ganó un premio en el festival de Cannes del año pasado y ahora llega a nuestro país. Una mirada lúcida y sensible sobre el problema de la inmigración ilegal en Francia. Desde el comienzo mismo del cine existen todo tipo de películas en un amplio abanico que abarca a las extraordinarias, las ordinarias, las genialidades y las miserables, pero pocas que puedan entrar en la categoría de films felices. De esa hipotética lista forma parte El puerto. Presentada en el Festival de Cannes del año pasado y ganadora del Premio Fipresci de la crítica, el film de Aki Kaurismäki (Luces al atardecer, El hombre sin pasado) es una obra maestra que, como siempre en el director finlandés, centra su mirada en la problemática político-social, esta vez desde la inmigración ilegal africana en territorio francés. El drama de los desesperados que llegan a la opulenta Europa para construirse un futuro está contado a través de Marcel (André Wilms), un hombre ya mayor que en el film se sugiere que en el pasado fue escritor y que en el presente se gana la vida como lustrabotas en el puerto, y con las pocas monedas que logra reunir día a día vive dignamente con Arletty (Katy Outinen), su mujer, que arrastra una enfermedad terminal que oculta a su esposo. La apacible vida de Marcel, que parece satisfecho con su existencia, se divide entre el escaso trabajo, su hogar y un bar del barrio que alberga unos cuantos personajes curiosos, se trastoca cuando encuentra a un niño africano –“¿Estoy en Londres?”, le pregunta con el agua a la cintura al sorprendido Marcel, que almuerza en una escalinata en el puerto–, que llegó hacinado al país con otros miserables en un contenedor y escapó de las autoridades de migración. A partir de allí, Marcel da refugio al niño que intenta llegar a Inglaterra para reunirse con el resto de su familia, elude a un policía (Jean-Pierre Darrousin) en plan de film noir y divertidamente desproporcionado para la búsqueda de un indocumentado, mientras cuida a su mujer sin saber que está gravemente enferma. Y poco a poco, en ese barrio apartado de casitas bajas y gente humilde, empieza a surgir la solidaridad, el amor por el prójimo y una humanidad a prueba de los cinismos más blindados. Narrada en un tono de cuento de hadas, El puerto pone en aprietos la tarea de describir la felicidad que produce cada uno de los instantes que está en pantalla, donde las mejores cualidades del hombre emergen libres de todo prejuicio y cálculo, donde el humor, los homenajes a glorias del cine francés como Jean-Pierre Léaud y Pierre Étaix, conviven sin dificultad con la necesidad de retratar a varios, muchos personajes nobles que trabajan, se enamoran y hacen suyas las causas perdidas pero que creen justas.