Suspenso y espectacularidad en otra muestra de un gran cineasta “Ella sólo fue una víctima inocente de las circunstancias” afirmaba ingenuamente el conejo Roger en “¿Quién engañó a Roger Rabbitt?” (1987), al referirse al affair de su mujer Jessica. Esa ingenuidad, esa actitud naif conforma la base, muy sólida por cierto), sobre la cual se mueven los personajes de toda la filmografía de Robert Zemeckis. Una ingenuidad que coquetea fehacientemente con lo utópico, con las metas difíciles pese a tener todo en contra. Personajes de discursos simples contra los cuales los males de este mundo quedan expuestos y desnudos. Dicho de otra manera, los protagonistas de las películas de Robert Zemeckis son “buenos”. Gente buena, simpática, pero sin dejar de poseer cierta oscuridad. Ciertos grises que tiñen sus vidas. Desde Rudy, quien intentaba evitar que el lote de autos no caiga en manos de un despiadado empresario en “Autos usados” (1980), a “Forrest Gump” (1994), pasando por el Doc de la saga de “Volver al Futuro” (1985-1993), quien enfrenta el desafío de viajar en el tiempo, pero también la Jodie Foster de “Contacto” (1997), el Tom Hanks de “Náufrago” (2000), o el guarda de “El expreso polar” (2004), asumían sus razones de ser desde una pureza casi inmaculada, esa que revelaba las falencias de las miserias humanas. Sin ser la excepción, algo de “hacer lo imposible” está plasmado una vez más en éste espectáculo que se estrena esta semana: “En la cuerda floja”. Philippe Petit (Joseph Gordon-Levitt) está a punto de embarcarse en una aventura suicida: recorrer, en su altura máxima, la distancia que hay entre las Torres Gemelas usando sólo un cable de acero y una vara. ¿Por qué? Porque, como todos los personajes centrales de Robert Zemeckis, cree que es posible. Desde luego que habrá lugar para que éste narrador nato nos pueda emplazar como espectadores en el contexto histórico con lugar para una notable construcción de personajes. No sólo de Petit, sino de cada uno de los que conforman su entorno. Ese que lentamente se cierne sobre él. Con la premisa de entretener, el realizador va contando cómo se llega a semejante idea, y sobre todo por qué es absolutamente verosímil que ocurra. Este elemento va a ser la médula espinal para justificar luego una de las secuencias más espectaculares que el cine recuerde en mucho tiempo. En este punto, y para estar contada como está contada, se podría decir que esta producción asume el mismo tipo de compromiso con la hazaña que asumió el verdadero Petit allá por los setenta. “En la cuerda floja” funciona en todo su conjunto por la fuerza narrativa e interpretativa de un equipo que además se nutre de lo mejor de los efectos visuales, sin los cuales sería imposible contar la historia, aunque con éste artista detrás de las cámaras nunca se sabe. Lo dicho, difícilmente habrá espectadores que se olviden de la tensión, el suspenso y la espectacularidad de la cual serán testigos, pero además presenciar otra muestra de éste gran cineasta.
Hacer cine implica riesgos. Una empresa que comienza con una imagen tal vez luego se hace idea, más tarde guión, y por supuesto un enorme emprendimiento a partir de todos los engranajes que coexisten para construir un relato. Una obra de ingeniería que lejos de acabar cuando se termina la última toma, sigue en laboratorios, diseños gráficos, post producción, edición, marketing, difusión…todo para llegar al estreno. Y sigue después. Sigue con los festivales, los recorridos, notas, las entradas de las boleterías, y más adelante los lanzamientos en los formatos hogareños. Casi todas las obras andan por caminos parecidos. Es realmente gigante la puesta en marcha de un proyecto cinematográfico. Sí. El cine implica riesgos. De varios tipos. Jafar Panahi nos presenta “Taxi”, éste año precedido por una enorme serie de eventos que giran alrededor de su vida como artista y que, de alguna manera, lo entronan como abanderado de la libertad de expresión, pues hace cine en un país cuya “justicia” se lo ha prohibido. Es que desde hace más de veinte años el iraní viene construyendo historias y documentos que, como mínimo, denuncian los comportamientos, las costumbres, la desigualdad, la intolerancia y la crueldad de su propia sociedad. En especial la desigualdad de la mujer. Lo vimos en “El globo blanco” (1995), en “El espejo” (1997), ni hablar de “El círculo” (2000), y por supuesto en “Fuera de juego” (2006). Tanto revuelo causó que a sido perseguido, encarcelado y prohibido. Por eso, cuando en 2011 realizó y guardó el documental “Esto no es un film” en un pen drive escondido en una torta para ser estrenado en el exterior, con el cual ganó varios premios, Jafar Panahi incorporó a su figura características de mártir del cine. Expresión y libertad son dos palabras que le corresponden por derecho. Cuánto valor cinematográfico puede tener el colocar un par de cámaras en el tablero de un taxi para enfocar a los eventuales pasajeros, ya no es una cuestión que pueda analizarse con la misma vara que en otros proyectos. En todo caso hemos visto formatos televisivos que han explotado el recurso. Se llama Reality Show. O sea, el show de la realidad. El director, como si fuese una serie en la cual el ascenso y el descenso de un pasajero constituye de por sí un episodio, vuelve a retratar el comportamiento social de su país. Aparecen la violencia, la discriminación, el deseo de pena de muerte; todo con el realizador como testigo y cronista ya que es él mismo quien maneja el vehículo en cuestión. También es él quien va modificando la posición de alguna cámara para apuntar hacia el camino. Lo cierto es que desde el punto de vista del análisis cada uno de estos planos pierde su valor expresivo pero gana en contenido. “Taxi”, independientemente de la compaginación que moldea los diferentes “capítulos”, tiene la impronta de documental testimonial. No intenta pregonar a través de los eventuales pasajeros, sino más bien aceptar que hay personas que piensan así en su país y, por qué no, en cualquier lugar del mundo pues al suceder todo esto en un transporte existente en cada ciudad del planeta, el concepto del pensamiento social se universaliza. Hacer cine implica riesgos. Jafar Panahi los corre en toda su filmografía, y acá en “Taxi”… ¡Vaya si vale la pena subirse!
Estamos frente a un notable documental con título de tintes metafóricos. “Cuerpo de letra” hace un doble juego visual en su título. Por un lado, remite a la tipografía utilizada en las paredes de la ciudad y del conurbano al momento de pintar/escribir nombres y consignas políticas. Por el otro, a la dualidad de realidades entre quienes encargan esos carteles y quienes los pintan. Una promesa política puesta en la pared por quienes probablemente necesitan (y mucho) que se cumplan. Palabras gordas pero vacías en su interior. La fotografía de luz natural (o la que haya), la lente testigo, y una lejanía que pinta panorámicas nocturnas le dan vida al documental y a los dibujos. Ese cuerpo de letra tiene características de arte pop. De lectura fácil. Efímera. Y sin embargo perduran en las paredes de las calles, y principalmente rutas. A veces durante mucho tiempo independientemente de la vigencia del candidato. La realización de Julián d'Angiolillo sigue a un grupo de hombres nocturnos, furtivos, con código propio. Una parte de la “fauna” urbana conformada por todos nosotros y que, en este caso, vive de pintadas. “Cuerpo de letra” registra también el desgaste de los mensajes. Colores esfumados que marcan períodos de la vida del país. Pequeñas pinceladas decoradas por anécdotas técnicas o cotidianas. Una pintura de nuestros tiempos. Momentos intrigantes desde la imagen como esa cámara que se asoma al balcón mientras las luces de las linternas intentan varios metros abajo, al costado de una banquina, iluminar el trabajo. O un locutor de radio-parlantes grabando su aviso. Todo en la producción son pinturas de aldea, y eso hace de ésta realización un mosaico interesante para que el espectador agudice su capacidad de observación y tenga en su rincón de recuerdos algunas memorias del cuarto oscuro.
Fundido a negro. En letras de imprenta aparece una curiosa frase firmada por alguien cuyo nombre es no menos curioso: Tío Pepe, quien, así firma, y dice: "El gitano suele dividir el mundo en dos hemisferios asimétricos. Uno pequeño, en el que sólo cabe él y sus circunstancias. Y otro enorme, inmenso, que sólo puede contener a los Payos, es decir el total de las personas y cosas no gitanas". No podía ser más empática la primera imagen de “Vergüenza y respeto”. Tomás Lipgot comienza con un video hecho por una de esas empresas de imaginación limitada que se dedica, evidentemente, a filmar casamientos, bautismos, etc. Dentro de ese video se produce un encuentro (una dramatización de lo ya ocurrido en la vida real) entre familias gitanas. El jefe de clan o familia se acerca para pedir (en nombre de su hijo) la mano de su primogénita en una escena tan simpática como real. Una gran entrada que luego nos pondrá geográficamente en San Miguel, lugar en donde viven los gitanos. Lejos de lo que uno imagina (carpas, corrales y situación precaria vista en producciones de ficción), el mundo y las tradiciones gitanas se amalgaman entre el resto de casas y barrios. Los Calo, los Kalderash, los Lovaria, son tribus (así se autodenominan), las que se diferencian según los orígenes que tengan. “Vergüenza y respeto” hace del registro de conversaciones el arma principal para poder entender la fuerza, el tesón, y la convicción con la cual el hablar, las costumbres, y la idiosincrasia es trasladada de una generación a la siguiente. Las voces de los más viejos cuentan viejas historias. Gitanos nómades, que todavía quedan en Rusia y otros países del Este de Europa, se contraponen con los de España y la Argentina, que ya están asentados. Cuidar a los hijos, amar a la mujer, la virginidad de las hijas, "amor es una palabra larga y fuerte...La base de la humanidad es la familia... ...el hombre por querer ser más que la mujer y la mujer por querer ser más que el hombre han destruido el concepto de hogar..." son algunas de las frases fuertemente arraigadas en la cultura gitana actual, y el gen en donde nace el título de éste muy interesante documental con características de eslabón perdido perteneciente a la gigantesca cadena de etnias que inmigraron a nuestro país.
Tarde o temprano iba a ocurrir. Alguien del nutrido grupo de documentalistas en la Argentina tenía que abordar esta temática apuntando a alguien en particular. “La jugada del peón: el agronegocio letal” es un dardo directo a Monsanto, la compañía responsable del famoso Agente Naranja utilizado en una guerra (puntualmente la de Vietnam) y responsable directo de millones de muertes dada su composición. El arranque muestra la contradicción entre el discurso y la práctica, entre la publicidad y las manifestaciones en contra de la compañía que hoy fabrica semillas transgénicas, ya conocidas como “Frankenfood” (jugo de palabras entre Frankenstein y comida). , El texto cinematográfico va de una compilación de noticieros de Telesur Noticias, RT, HispanTV, etc que abarcan informes a nivel mundial a pasar por países de América Latina, y finalmente se instala en la problemática en la Argentina. Juan Pablo Lepore toma posición frente al temor que origina una empresa, como mínimo sospechosa, a la que prácticamente expulsaron de Europa (no del todo) y ha mudado sus intereses económicos a regiones en donde acuerdos millonarios con los gobiernos deja la potestad de las manifestaciones en contra, a un reducido grupo de argentinos con conciencia ecológica y verdadera preocupación por el estado de las tierra cultivables. La compaginación muestra a hombres y mujeres expuestos a los golpes de la policía y de la UOCRA mientras se inserta parte de la presentación del acuerdo del actual gobierno con Monsanto. Con la vehemencia propia de una militancia por la vida, y “jugando” su propia impronta a lo Erin Brocovich, el director de “Sin patrón, una revolución permanente” (2013) va instalando los distintos polos de la discusión sobre los cuales se abre el debate. De un lado los defensores del glifosato (producido por Monsanto y otras empresas), del otro los efectos cancerígenos, malformaciones, enfermedades congénitas, abortos espontáneos, y otros horrores a los que se suma la afirmación de la OMS, que luego de años, finalmente elaboró el informe que da cuenta de los efectos nefastos de los agroquímicos y las alteraciones genéticas de los alimentos. A lo largo de una hora cuarenta y entre letras del rock que alzan la voz “La jugada del peón: el agronegocio letal” va mostrando las virtudes de un producto cuyo estreno se sale de lo cinematográfico (hasta se podría decir que el montaje de Jessica Gherscovic es más televisivo por su dinámica de informe), en favor de una concientización fundamental sobre un tema que lamentablemente no tiene consecuencias inmediatas. “…me siento fumigado en un estado terrorista. Donde manda el dinero, mandan los fascistas…”, canta Perro Verde frente a la planta de Malvinas Argentinas, en la Provin cia de Córdoba. Es hora de que se escuche más fuerte.
Un profundo abrazo entre la vida, la música y el cine Año 2010. Avenida 9 de Julio, en Buenos Aires. Plena celebración del bi-centenario de la Revolución de Mayo. Acaso como si comenzara por el final (la historia se sigue escribiendo de todos modos) la curiosidad de la autora de ésta obra pasa por dos andariveles que a su vez están atravesados por el amor: El amor por la música, y el amor que subyace en una relación padre-hijo. Hay que decirlo, el apellido en común está cargado de arte y de historia para un lugar como la Argentina y una ciudad como Buenos Aires. Entra tanto contenido que hace falta decirlo dos veces. Por eso “Salgán Salgán: un tango padre-hijo”. La ventaja de tener un observador externo perteneciente a otra cultura, es que la avidez por satisfacer la curiosidad está teñida por cierto aire de inocencia que vuelve simples respuestas, las que de ser dadas por cualquier habitante local culminaría en un verdadero tratado de verdades absolutas. Tal es el caso de la norteamericana Caroline Neal, aunque éste no es su primer documental sobre el tango, ya tiene en su haber “Si sos brujo: una historia de tango” (2005, sobre la Orquesta Emilio Balcarce), supo tenerla con ojos curiosos, muy lejanos a su Virginia natal. Y mucho más joven, claro. Así, con mucha paciencia, parece haberse construido esta película. La necesaria para marcar el concepto de la distancia cuando se escucha “…la primera vez que lo ví a mi papá fue por televisión cuando tenía 7 años…”. El capricho del destino es además benevolente con la idea, pues Horacio Salgán y César Salgán tenían más de 18 años sin vincularse ni musical, ni personal, ni afectivamente. La distancia acrecienta todo. Lo bueno y lo malo. ¿Cómo hacer para achicarla cuando otro evento de la historia obliga al acercamiento? La cámara (y a veces la voz en off de la propia directora) hacen un seguimiento a ambos. Se los ve como si nada, o “como si todo” también. Porque el hijo escucha y participa cuando puede, el padre es la figura que es. Nada, ni el tiempo puede borrar eso. Hay momentos de intimidad memorable, como un tango jamás grabado que Horacio interpreta en el piano. El plano detalle de las manos en el instrumento registra para siempre la relación simbiótica existente en los genios de todos los tiempos. Un símbolo prefecto que luego es recompensado en el plano del hijo tocando en vivo. Más allá del foco universal puesto en la relación que un hijo quiere recuperar con su padre, “Salgán Salgán: un tango padre-hijo” no sería posible sin los Salgán, por carácter transitivo, sin la música. Se habla y se respira música en éste documental. Ahí donde el maestro dirige una orquesta, donde se charla sobre arreglos, y donde suena Buenos Aires en imágenes, es que la pieza cobra una dimensión aparte y tiene características de legado para las futuras generaciones, al igual que “Pichuco” (2014) o “Tata Cedrón, el regreso de Juancito Caminador” (2011). Si el cine, la vida y la música pueden darse un abrazo, éste es un gran ejemplo.
Un viejo maestro que no deja de dar lección de cine ¡Qué notable narrador es Ridley Scott! Nunca se pierde lo aprendido en la escuela, y con casi 78 años su pulso para contar una historia luce (se escucha y se ve) tan vital y creativo como desde los comienzos. En su cuarta incursión en el futuro y en el espacio, luego de “Alien, el octavo pasajero” (1979), “Blade Runner” (1982) y “Prometeo” (2012); el inglés de South Heals hace del drama, la aventura y el sub género de la supervivencia un combo en el cual el espectador es invitado cordialmente a vivir, reír, sufrir y emocionarse junto al protagonista de “Misión rescate”. Como lo indica la narrativa clásica, las primeras tomas son grandes panorámicas del bello, pero vasto, gigantesco y desolador, paisaje marciano. El lugar donde ocurrirá la mayor parte de la acción. En una misión de rutina (más para el cine que para la ciencia) en Marte. El científico Mark Watney (Matt Damon, de sólida actuación) sufre un golpe durante una cegadora tormenta de polvo y es dado por muerto por el resto del equipo que obligadamente debe abandonar el planeta rojo y emprender el regreso al nuestro. La tripulación en la nave y el comando en Houston están tristes y convencidos de la tragedia. Sin embargo, Mark está vivo y, como corresponde a la condición humana en la vida, y en el cine, dispuesto a todo para sobrevivir. Será el abanderado de la esperanza jugando a contrarreloj. El guión de Drew Goddard, el mismo de la notable “La cabaña del bosque” (2012), toma algunos elementos de la aventura clásica para contar esta suerte de Robinson Crusoe, pero centrando la capacidad de supervivencia en el conocimiento ciento, que por cierto funciona de maravillas en todo lo concerniente a la instalación del verosímil. De esta forma, la química, la matemática, y la física son los pilares sobre los cuales se apoyan las mejores posibilidades de seguir vivo. Pavada de campaña para hacer el secundario y terminarlo. Mientras tanto el director va agregando dosis magistrales de obstáculos y soslayos repartiendo el juego en forma de compaginación triangular. La acción va rebotando entre tres escenarios. En la Tierra, con el director de la NASA, Teddy Sanders (Jeff Daniels) y su jefe de misión Vincent Kapoor (Chiwetel Ejiofor) tratando de enviar ayuda; en la nave, con la comandante Melissa Lewis (Jessica Chastain) buscando manejar la sensación de culpa; en Marte, con un protagonista desbordando optimismo hacia la platea. Habrá un lugar destacado para las seguras nominaciones al Oscar por efectos especiales, sonido, compaginación, fotografía, etc, cosa a la que el realizador de ”Gladiador” (2000) nos tiene acostumbrados, pero siempre al servicio de contar la historia. Más allá de tener algunos de los grandes momentos de cine bien hecho de éste año, hay un elemento crucial en esta producción. Se ve pocas veces un ejemplo tan claro de cómo se puede utilizar uno de los factores que más estresan al ser humano promedio de hoy: el tiempo, no el paso del mismo, sino el apremio, la falta, la urgencia que genera. Esos son los elementos que juegan a favor del entretenimiento, la tensión y el ritmo. Eso es “Misión rescate”. ¡Qué notable narrador es Ridley Scott! Un viejo maestro que junto a otro, como Clint Eastwood, no paran de dar lecciones de cine.
Notable admiración por la libertad expresiva y un estupendo trabajo de Sarit Larry Notable recurso el del director Nadav Lapid (sobrevalorado aquí por el BAFICI cuando lo premiaron por “Policeman”, 2011) en los primeros 8 segundos de éste estreno. El pie ubicado en medio de la pantalla, sí, pero en el respaldo de un sillón con la cámara detrás del mismo en un encuadre con horizonte bajo, nos hace adivinar a alguien despatarrado mirando la tele. Cuando comienza un típico programa con panelistas, quien se incorpora es el esposo (Lior Raz). Al hacerlo, le pega un codazo a la cámara llamando a su esposa. Parece un error garrafal de principiante. Pero luego vuelve a ocurrir con otro movimiento del hombre. Esta vez se siente como un cachetazo. Es una toma subjetiva de Nira (Sarit Larry) pero también del espectador que recibe un golpecito despabilador para sacarlo del letargo. Un golpecito que ya es a propósito. ¿Lo hace el actor? ¿Lo hace el personaje? ¿El director? Tal vez sea el cine mismo que está pidiendo atención. Esta vez lo hace con “La maestra de jardín”. En ese comienzo vemos un gran poder de síntesis. Una escena que resume claramente el cuadro de situación. Él mira un talk show, ella lee poesía. El desinterés con el que cada uno ve lo que le muestra el otro plantea una necesidad en el marco de la resignación. Acaso cierta desazón frente a la vida en general, pero sin recurrir a diálogos o acciones que sobre explican. Se ve y se intuye una vida de pareja en la cual (tal vez desde siempre) los intereses van por lugares opuestos. Esta no es una pareja que se lleva mal. Se quieren, pero están en piloto automático. El problema, el conflicto, es interno. Pero todo esto que vemos en los primero cinco minutoes la tapa del libro. El contenido cala más profundo en la vida de esta mujer que trabaja en un jardín de infantes al cual asiste Yoav (Avi Shnaidman), un chico con, según ella, dotes naturales para la poesía. El niño entra en cierto tipo de trance y escupe versos que su niñera anota en un papel y luego guarda. Atraída por este talento, Nira asiste a un taller de poesía y cita como propios la prosa de su alumno ante la mirada crítica de sus compañeros y cierta admiración por el profesor del taller. La confirmación de su intuición la va involucrando cada vez más en la vida del niño, e iniciará un recorrido por su familia para despertar en alguno de ellos el deseo de fomentar y potenciar esta capacidad creativa de Yoav. “La maestra de jardín” trata sobre las carencias y sus universos paralelos, como la esperanza, por ejemplo, para hacerle un lugar a la redención. Nira y Yoav habitan el mismo planeta, pero uno hace y el otro crea. Habla del sufrimiento por la falta de realización personal, pero también la urgencia por estimular a las próximas generaciones a vivir fuera de los mandatos. “Es un poeta en una época en la que el mundo odia la poesía”, dice la maestra. Una muestra insoslayable de la riqueza del texto cinematográfico. “La maestra de jardín” juega a ser una (Nira), pero también a dejar que la subjetividad de la cámara contagie al espectador. Son varias, las tomas en donde la lente es, literalmente, la cabeza de la protagonista y en más de una oportunidad, pivotea para darle el marco que la rodea. Es como si Nadav Lapid deseara involucrar al espectador con el máximo alcance expresivo y de recurso que el cine pueda tener, empezando por una cámara que rara vez abandona la altura de un chico de cinco años, salvo en las subjetivas de la maestra pero que, en este caso, también se pone a la altura de los chicos. Hay algunas situaciones paralelas a la relación inevitablemente parasitaria que la maestra tiene con su alumno. Se podrían llamar sub tramas (la situación con dos hijos mayores, la falta de deseo sexual con su marido y el despertar de otros como consecuencia, etc.), pero en realidad son otros aspectos del personaje que conviven en su microcosmos y condicionan sus estados (o los potencian, según como se mire). Por supuesto todas estas elucubraciones no serían posibles sin el estupendo trabajo de Sarit Larry y su economía de recursos expresivos, en un papel que da para el lucimiento de gestos, ella elige una austeridad que le hace muy bien al personaje y a la historia. Una película con una notable admiración por la libertad expresiva, preciosa en su capacidad de explorar las emociones sin condenar ni juzgar la falta de sensibilidad en las personas aferradas a otros valores más mundanos y sistemáticos, pero sí con una mirada compasiva ante esa falta. El mensaje es esperanzador. Sólo hay que estar atentos… y leer.
Se extrañaba un poco esa ciencia ficción que partía de un avance científico que interpelaba al espectador en su moral y en su ética. Es decir: en una película en la que el objeto preciado es el resultado de un experimento de la ciencia, no se trata de saber si es posible realizarlo sino de si se debe realizar a riesgo de no poder controlar los resultados. Hacia allí avanza “InMortal” en sus primeros 20 minutos. Demian Hale (Ben Kingsley) es un multimillonario dueño de medio mundo en las finanzas. Lo tiene tod, excepto salud merced a un cáncer doble que está haciendo metástasis. En un encuentro con Albright (Matthew Goode) se vislumbra la cuestión cuando la conversación pasa a una pregunta que éste le hace a Hale: “Luego de tanta obra que has hecho en el mundo para la posteridad…¿te sentís inmortal?” Sucede que Albright tiene una changa interesante: tomar el cerebro (con sistema nervioso incluido) de quien lo pueda pagar e instalarlo en un cuerpo sano y joven. Hale accede y pasa del cuerpo de Ben Kingsley al de Ryan Reynolds. Vida nueva. Pero… hay una falla en el sistema y, como siempre, es la ética, aplicada a lo que el empresario (ahora Mark) no sabía, lo que revuelve el avispero, sobre todo cuando hay terceros involucrados. El problema de “InMortal” claramente no está en el contenido, sino en la forma. El director Tarsem Singh aplica un estilo narrativo que funciona de maravillas en el comienzo, pues es a través del trabajo actoral por donde transita el ritmo de la tensión. Tenemos un protagonista que sufre un verdadero dilema entre aceptar o no este primer paso hacia el futuro. Es decir, se necesita un cuerpo de otra persona. ¿Quién es? ¿Quién era? ¿Corresponde? ¿El deseo se puede volver codicia? Claro, esto lo vemos concretamente porque Ben Kingsley es de esos actores que entiende todo. Ryan Reynolds no. Entiende algo. Poquito, pero algo. Es correcto lo que hace y no se puede endilgarle una caída de la calidad de este producto porque lo que falla es el resto de lo que está escrito en el guión de David Pastor, quien no sólo se debe haber aburrido leyendo a Isaac Asimov y lo reemplazó por algún cómic, tampoco vio antecedentes cinematográficos que podían conjugar magistralmente drama y acción como la notable “Contracara” (John Woo, 1997), en la cual héroe y villano intercambiaban el rostro y cada uno iba consumiendo su antigua personalidad para cambiarla por la otra. Aquí ese dilema mora, que tan bien funciona como disparador hacia las preguntas en la platea, se diluye. Se transforma en un mero justificativo para pasar directo y casi sin escalas a la acción, y ya se sabe: al comenzar las piñas terminan las preguntas en esta vida y en el cine también. No se puede negar una buena técnica y un montaje correcto. Al final, “InMortal” era para comprar pochoclos y puede que aquél que no se siente en la butaca para hacerse preguntas aplicando el sentido común la pase bien. El otro, el que se quedó enganchado con la primera media hora (incluimos acá la secuencia en la cual Hale aprende a habitar el cuerpo de Mark), sufrirá por un lado el desconcierto de tener que abandonar lo más jugoso de la idea: el conflicto de dos conciencias en una misma mente. Y por el lado de la acción propiamente dicha, escenas en las que un tipo con un tiro en el brazo sale corriendo igual pese a estar amenazado, un cuerpo que a pesar de tener otro cerebro igual se acuerda de tomas de karate, manejo de armas, etc. Y así hasta el final. Suele pasar en Hollywood: importan directores interesantes pero con el requisito de tener que dejar la personalidad en la aduana y ponerse el chip de “Sí, señor productor” Tarsem Singh, director de “La celda” (2000) es una prueba concreta.
Si separamos la paja del trigo se puede hacer mejor pan y mejores escobas, de modo que empecemos por el título arbitrario: “Duelo al sol” se llama éste estreno. Ver a Michael Douglas en el afiche con semejante rile tira por la borda el western tal como lo conocemos. El título original es un juego de palabras: “Beyond the reach” se podría traducir como más allá del alcance (del tiro del rifle, de la vista, la mira telescópica, etc), pero también como más allá del reach, refiriéndose a una franja del desierto de Mojave caracterizada por enormes extensiones de valle desértico con escasa probabilidad de vida. Tome, el futuro espectador, esto último como lo más acercado a la propuesta que se ve en pantalla. Olvídese del duelo. No hay duelo. Lo que sí hay es un hombre de negocios, cazador y millonario (Michael Douglas) en busca de cierto animal para completar su colección. Hacia allá va con Ben (Jeremy Irvine), un experto guía de esa geografía, que lo conduce hacia el objetivo luego de recibir algún soborno ante la falta de licencia. Todo transita entre miradas de desconfianza y charlas sobre quién la tiene más grande. La presa está cerca. Pero algo sale mal. Un tiro se escapa hacia el estómago de un lugareño. Ese punto de giro en la trama desnuda de inmediato las miserias humanas y pone en cuestión la moral de estos personajes, con especial foco en el empresario, individuo con escasez de vergüenza y escrúpulos. “Duelo al sol” irá mutando de temática y de género un par de veces más. Arranca como una buddy movie, luego una de supervivencia, más tarde una de David contra Goliath (con honda incluida), para definirse por un thriller de psicópata asesino. Mutación que, por cierto, no le hace nada bien al guión, mucho menos al espectador. ¿Vio que hay que separar la paja del trigo? Porque el primer tercio, y casi la mitad del segundo, tiene elementos genuinos para atraer la atención a partir de un planteo simple e intrigante que, por la construcción de personajes con el poder de pasarse la pelota de la trama a gusto y piacere, remite a aquella fenomenal “The Hitcher” (Robert Harmon, 1986), con Rutger Hauer y C.Thomas Howell. No sólo por el estilo narrativo, sino por el clima generado con la fotografía de Russell Carpenter, y la música de Dickon Hinchliffe. Luego de esto, los personajes efectivamente se encaminan más allá del alcance de sus posibilidades, así como el director va más allá del alcance del verosímil. Elige el camino más fácil para cerrar su relato que es de un convencionalismo algo decepcionante. Si se sostiene hasta el final es por el oficio y el talento del actor de “Wall Street” (1987), nada más, porque Jeremy Irvine le niega a su personaje todo lo que esté por fuera de las acciones, los diálogos y el maquillaje. Es decir, justo cuando su trabajo actoral requiere lo que pone Douglas, Irvine (por falta de experiencia tal vez) se queda sin propuestas. Sin matices. “Duelo al sol” sobrevive en la cabeza del espectador más por lo que podría haber sido que por lo que es: un producto de consumo fácil. Tal vez era ese el negocio por el cual Michael Douglas (productor también) se la pasa hablando con alguien en China durante toda la película: distribuirla allá.