Que el mundo y la sociedad han cambiado mucho desde la década del ‘60 para acá es una verdad de Perogrullo, pero sirve como contexto para preguntarse por la falta de evolución de algunos personajes históricos más allá de la máscara exterior. La muñeca Barbie puede haber tenido una significancia muy diferente en la época en la cual fue creada. En la década del ‘60 seguía la estética de Jackie Kennedy, Marilyn Monroe y otras figuras icónicas. Claramente su tema era la moda. Hoy hay una buena parte de la sociedad intentando dar respuestas a lo que el juguete representa, y mientras tanto la nena de la empresa de juguetes Mattel tiene una franquicia millonaria, programa de tv propio y hasta películas que a veces no protagoniza con su nombre de fábrica. Algunas “actitudes” de la franquicia han sido cuestionadas e incluso combatidas. En especial en temas como la sobredimensión de la belleza femenina transformándola en objetivo obsesivo por parte de las nuevas generaciones de niñas, en muchos casos alentadas por sus propios padres. "Ser linda" se impuso a "ser" simplemente, respetando a rajatabla todas las tendencias de la moda impartidas desde revistas y programas cuyo contenido, lejos de colaborar en darle a la niña-adolescente-mujer el lugar que tiene que ocupar, la coloca en una posición de competencia vana por lograr ciertos cánones de belleza, status social, posición económica, etc. Da para largo el debate y la verdad es que uno debe poder aislar su ideología (como ejercicio de objetividad) para no teñir (aún más) la subjetividad con la cual se puede analizar una obra. “Que suerte pa’ la desgracia” cerraba el gran Pepe Biondi algunos de sus cortos televisivos, me tocó por segunda vez consecutiva decir algo sobre la nueva entrega de esta (saga no, es mucho) digamos serie: “Barbie:Super Princesa”. Lara (Barbie) está paveando con un aparato que la ayuda a volar. No sirve para nada esta secuencia, más que para intentar una dosis de humor o empatía y para que todo termine con ella colgada de un árbol mientras sus padres, lejos de mandarla siquiera a “su cuarto en penitencia” por todo el quilombo que hizo, le dicen que se cuide pues debe prepararse para la gran fiesta súper guachi-guau de alguna familia de sangre azul y… bla bla. Las dos hermanas de Lara andan y la siguen a donde vaya en sendas motonetas, con una fidelidad que ni los muchachos de la “12” tienen. La primita anda medio envidiosa. Guarda con ella. Mientras todo esto ocurre, alguien que habita en el palacio quiere hacer una fórmula química para HTYUDNSJK, y con eso KTRSFGUJÑÑÑOVTUKMA, y así ser el nuevo rey del lugar. Créame que fui más claro que la explicación del guión. La cuestión es que parte de ese experimento le cae a un gusano, éste se transforma en mariposa técnicolor (gracias Fito) y va a darle un beso a Lara para transformarla en una chica con súper poderes. Lo que faltaba. Ahora la nena anda volando por ahí haciendo más lío para arreglar líos. La sigue Ken, más estúpido que nunca. El famoso novio de Barbie está disfrazado de periodista y viene a ser una especie de “Luisa Lane” masculino de esta súper chica. Cinematográficamente hay una escasísima construcción de personajes, nada de lo que hace nadie está debidamente justificado, atento a que probablemente los responsables del guión dan por entendido que todo el mundo sabe quién es quién aquí. Por ejemplo, sabemos lo que hace el “villano”, pero no sabemos por qué, con lo cual todo está superficial y caprichosamente armado. Ni siquiera los diálogos sirven para profundizar nada. Lo único coherente es que Barbie (o Lara) sigue siendo la misma desde su creación hasta hoy. Por tratarse de un producto de animación, extraña ver que los personajes tienen apenas un poquito más de movilidad que las estatuas de la Isla de Pascua. En los tiempos que corren podría atribuirse a una cuestión presupuestaria, pero como a Mattel si algo le sobra es guita, sólo queda la opción más cercana a la realidad: hay displicencia y pocas ganas en esta producción. Deseos de facturar. Un combo de local de comidas rápidas en donde el sabor está lejos de la calidad.
Nick (Will Smith) es un estafador profesional que sabe todo lo necesario para hacer de su “oficio” un “arte”. Para las noticias policiales de cualquier matutino el tipo sería un punga cualquiera, pero lo hace con estilo, glamour, gracia y simpatía. El chorro adorable, en una palabra, que por supuesto tendrá en Focus la oportunidad de encontrar la horma de su zapato. O bien porque se mete con la víctima equivocada o porque encuentra en Jess (Margott Robin) una suerte de talón de Aquiles. Una vez consumado el primer encuentro, Nick sigue a Jess con el propósito de elevar su status de novata a experta, aunque un juego interesante de seducción va tomando buen color a medida que avanza el relato. Así como ocurrió con varias comedias del mismo planteo, como “Dos pícaros sinvergüenzas” (la de 1964 y la remake 1988), está el ladrón culto, refinado, vivo, apuesto y con mucha clase que toma a un discípulo de poca monta y lo convierte en su “pollo” para entrenarlo y enseñarle todo lo que sabe, y así perpetrar robos de todo tipo con el resto del equipo. Nick toma a Jess como su polla (menos mal que no estamos en España), un poco por diversión, sí; pero sobre todo porque se enamora de ella. Él no lo reconoce, pero todos los presentes en la sala lo sabemos. Focus debe su nombre a la traducción en español: foco. Según Nick, lo importante para tener éxito en esto de ser ratero es la focalización y la concentración en un punto, o en la mirada como factor de distracción hacia la víctima. En fin… El guión de Glenn Ficarra y John Requa mezcla un poco de la referencia anterior, con algo de acción muy medida y elementos de “Nacida ayer” (1993) y de “Sabrina” (1954) para proponer como resultado una película entretenida, cuyo gancho principal es la química entre los dos actores protagónicos y el humor. De hecho hay un diálogo entre ambos donde se citan ejemplos cinematográficos de lo que estamos viendo. Sigo. Es en ese carisma especial de Will Smith donde se apoya la mitad del producto. La otra pata depende de Margott Robbin que opone belleza, una sonrisa de publicidad de pasta dental, y algunos destellos de frescura que ayudan a construir lo que para el personaje de Smith sería una mujer “irresistible”. No vamos a ahondar en los detalles de por qué la acción se traslada de Nueva Orleans a Buenos Aires, porque entraríamos en el pedregoso terreno del verosímil, terreno que en éste caso está rodeado de un pantano de caprichos. Podría ser Buenos Aires o Maracaibo, da igual. – “¿Malbec?” - pregunta Nick en un bar. - “Es lo que toman aquí” - responde Jess. Es todo lo que se les ocurre a los directores. ¿Tango como parte de la banda sonora? Olvídelo. Si es por la música que suena en la calle pareciera que la acción tiene lugar en el centro de Costa Rica. Mejor quedémonos con lo que sí funciona. Además de la química en la dupla central, también están bien ajustadas la mayoría de las líneas de diálogo para lograr varios momentos de mucho humor. No sólo en el personaje de Nick, sino en el de su compinche Farhad (Adrián Martínez). Un gordito simpaticón con cierto grado de oscuridad en su impronta que no pasa para nada desapercibido en esta producción. “Focus: Maestros de la estafa” entretiene con buenos elementos y de paso repunta un poco el camino de Will Smith que venía de un par de resbalones. Para eso fue realizada.
Tal vez “Annie” sea uno de los pocos musicales en el que no aplica cuestionarse por la necesidad de revisitarlo, porque ha ocurrido un par de veces, desde su creación en 1976, tanto en cine como en TV (sin ir más lejos acá Cris Morena transformó la historia en un mega-éxito), y ni hablar del teatro en todo el mundo, algo similar a lo que sucede con “Los Miserables”. En todo caso está más cerca de la pregunta, y ¿por qué no? La fórmula funciona bien: Annie (Quvenzhané Wallis) es una huerfanita simpática (hasta cuando la retan sonríe) que anhela el regreso de sus padres, creyendo que estos van a volver algún día a partir de conservar la mitad de un medalla. Supuestamente ellos tienen la otra, por eso día a día va y se sienta a esperarlos en el cordón de la vereda frente a un restaurante. La niña tiene una "reclusión ambulatoria” en la casa de Hanningan (Cameron Díaz), una (pretendidamente) ex estrella de la música pop venida a menos, necesitada de la subvención del gobierno por albergar a ésta y otras niñas en la misma condición. En el interín de su espera se "topa" con Will Stacks (Jamie Foxx), un millonario con cierta aversión hacia los niños y a cualquier acto de bondad, aunque accede a realizarlos públicamente pues, además de cínico, está impulsando su carrera por la intendencia de la ciudad, rodeado de asesores no menos inescrupulosos (Rose Byrne y Bobby Cannavale). Quedará ver cómo el costado noble de su corazón es conquistado una vez más por la protagonista. Es un musical para toda la familia, o sea que es de esperar una impronta bien lavada y liviana de semejante dramón. Con lo dicho no hay nada que esperar en un género muerto y casi enterrado por la mala praxis de los últimos realizadores, con ejemplos poco felices como ”Nine” (2009), “Hairspray” (2007), casi toda la última versión de “Chicago” (2002), y ni hablar de “En el bosque” (2014), estrenada hace poco, demostrando que Rob Marshall es capaz de subestimar a cualquier público. Cómo será de chato y superficial el nivel que, por contraste, “Annie” sale bastante airosa en términos generales, y en varios rubros en particular. El primero, y más importante, es la dinámica narrativa. Will Gluck no permite que las canciones hagan decaer el relato, fundamental como premisa para aggiornar un género que, salvo por “La novicia rebelde” (1965), y un par de ejemplos más, no resisten el paso del tiempo. Luego, lo mejor de esta producción es no pausar la acción real en desmedro de los cuadros musicales. “Annie” fluye y se parece mucho, en el buen sentido, a la de 1982 dirigida por John Houston. El director se permite licencias que funcionan bien, aunque al principio parezcan meros golpes de efecto. Por ejemplo, el hecho insoslayable de tener una protagonista negra en lugar de la pelirroja; justificado en un gag muy bien insertado al comienzo en el cual, en plena clase una maestra, pide por “la otra Annie”. Los otros aciertos, con menos contundencia, pero no menos importantes, son: por un lado, la música propiamente dicha, con los dos o tres temas clásicos que se suman en versión "pop-Glee" a los nuevos y hace todo más “FM para chicos” del siglo XXI, en lugar de optar por la grandilocuencia tradicional. Por el otro costado está el elenco que si bien no brilla, se acomoda bastante bien a la protagonista, más allá de la sobre actuación de Cameron Diaz, y el poco talento de casi todos para cantar o moverse, pero en todo caso ni Albert Finney, ni Tim Curry, ni Carole Burnett cantaban bien tampoco. Era (y es) un elenco adulto girando alrededor de la frescura infantil, lo cual funcionaba bien por contraste puro. Como hace más de treinta años con Aileen Quinn, la frescura atorrante de Quvenzhané Wallis, nominada al Oscar hace dos años por “La niña del sur salvaje” (2013), es el eje por el cual se deja ver el atractivo inicial de la película y que por suerte se sostiene hasta el final. Lo dicho, el género está prácticamente condenado a los libros de historia, pero si hay una luz de esperanza esporádica habría que darle al realizador un guión original para a ver qué pasa. Mientras, ésta “Annie” entretiene bien.
La segregación racial, la desigualdad entre afroamericanos y sajones en Estados Unidos en todas las épocas, las consecuencias de un estado demagógico y negador de los derechos constitucionales, la lucha por la igualdad, la protesta pacífica. El tema racial está más vigente que nunca en Hollywood (cómo no estarlo con todo lo que sucede allí todavía con este tema) con producciones recientes como “El mayordomo” (2013), o la ganadora del Oscar el año pasado, “12 Años de esclavitud” (2013), a las cuales se suma “Selma: El poder de un sueño”, nuevamente con producción de Oprah Winfry, quién de alguna manera ya había comenzado esta gesta de concientización hace muchos años desde su rol de conductora, y luego en producciones cinematográficas con “Preciosa” (2009) como piedra basal, y la producción ejecutiva de Brad Pitt “Selma: El poder de un sueño”, la última nominada al Oscar 2015 estrenada en nuestro país, es la historia de cómo Martin Luther King (David Oyelowo) organizó, y eventualmente protagonizó, la marcha desde ese pueblito de Alabama al ayuntamiento de la ciudad de Montgomery, para protestar por la falta de aplicación del derecho al voto en ese Estado, con cierta connivencia de la Casa Blanca al entender que “no es momento” para reclamos todavía. Los muy interesantes primeros minutos parecen amagar a cuestionar el poder político, porque la introducción nos muestra al líder siendo reconocido con el premio Nóbel de la paz, además de la admiración general de todo el mundo. Con el personaje encumbrado, venerado y respetado por todo el planeta se produce una jugosísima conversación en el salón Oval. King y el presidente Lyndon Johnson (Tom Wilkinson) debaten sobre la aplicación inmediata de las leyes para dejar votar a los negros. Para el primero, el Estado nacional debe intervenir inmediatamente en el Estado de Alabama, gobernada en aquel entonces por George Wallace (Tim Roth). Al respecto el primer mandatario le pide tiempo, no es el momento, hay que esperar. Uno tiene el poder por ser el presidente, el otro por su influencia mediática. Un duelo realmente tentador que podría profundizar la teoría sobre el poder y su utilización, pero que luego se va diluyendo en favor de contar otras cuestiones. Primero mostrando la situación matrimonial y familiar de M.L.K. Es decir, como esta responsabilidad asumida al extremo entorpece el funcionamiento armónico con su mujer Coretta (Carmen Ejogo). Por otro lado, el hincapié que se hace en la interna entre los activistas de Selma y la gente de King construye un conflicto de intereses, pero aminora la fuerza narrativa. Por otra parte, algunos pasajes centrados en la actividad en Washington y los sobreimpresos con formato de informe de espionaje por parte del FBI, crean un fantasma omnipresente, pero casi exclusivamente para el espectador. Como si se quisiera subrayar un tufillo a impunidad y oportunismo político por parte de la institución comandada por J. Edgar Hoover, pero más desde la pantalla hacia fuera, con lo cual cada sobreimpreso está más cerca de un mero mensaje de texto que de un valor cinematográficamente narrativo. “Selma: El poder de un sueño” es una película conceptualmente discreta, bien realizada hasta donde da el poco oficio (en términos de experiencia) de Ava DuVernay, quien al no tomar riesgos respecto de la interpretación de la historia o del personaje que la protagoniza, se queda en la no despreciable instancia de llevar a buen puerto una nave que parece quedarle un poco grande. También es cierto que el elenco tiene puntos altos en David Oyelowo, Carmen Ejogo, Giovanni Ribisi y Tim Roth (aunque a éste último se le escapa el registro hacia el típico villano). Finalmente, el único acto conservador que se agradece es el no regodearse en las escenas de violencia, que las hay, y muchas. Por el contrario, la realizadora prefiere insertar imágenes de archivo y conjugarlas con las recreadas ficticiamente, otorgándole un rigor más contundente que un palazo sangriento a algún manifestante, como ocurría con la innecesaria crueldad de la última ganadora del Oscar. Había bronca de los realizadores por la falta de reconocimiento en las nominaciones, pero esta vez no hay discriminación, simplemente una obra valiosa en contenido pero realizada con manual de instrucciones.
Para quien escribe, Winnie Pu y Tinker Bell (junto con todos los que los rodean) son los personajes más insoportables, insulsos y vacíos de los estudios Disney. El caso del hada salida de Peter Pan es peor porque al tener todas la fisonomía de muñecas Barbie con alas, es decir, todas son bellas, cintura espigada, ojos claros, pelo de comercial de shampoo, etc, se da una suerte de discriminación por omisión. Hasta ahora en ´ésta saga no hay gordos, ni enanos, ni etnias (salvo algún hada negra u otra con pequeños esbozos de rasgos orientales). Fuera de los cánones de belleza de las hadas apenas si hay lugar para algún viejo o habitantes masculinos torpes o ridiculizados. Si este fuera el único problema, asumiendo que las niñas (y unos pocos varones) no prestan atención a estos detalles, vaya y pase. Pero los guiones tampoco ayudan y los diálogos tienen un vuelo bajísimo. Casi no ha habido conflictos en toda la saga, de manera tal que el cambio de director es la primera señal saludable que tiene “Tinker Bell y la bestia del Nunca Jamás”. Steve Loter, que también participa en el guión, corre al hada verde de la ecuación y se centra en otra del grupo, el hada de los animales. Hay un sonido gutural que se escucha en las tierras de Nunca Jamas, sobre ese sonido hay tejida una leyenda de un terrible monstruo destructor. Pero Fawn confía en sus dones para comunicarse con los animales y desconfía de lo que “otros” dicen. En esto de no juzgar al libro por la tapa comienza la construcción de una aventura dinámica que apunta al mensaje de no discriminar ni ser prejuiciosos. Al no olvidar que “Tinker Bell y la bestia del Nunca Jamás” debe ser ante todo una aventura, el realizador le imprime un ritmo mejorado respecto de todas las anteriores. El resultado es una suerte de resurrección de una saga que estaba agorada. Ya no ver a Tinker Bell y sus preocupaciones por como tiene el pelo, suma. Habrá que ver qué sucede con el resto.
Una de las grandes películas en lo que va del 2015, por su vitalidad y propuesta estética Alejandro González Iñárritu debe ser de los pocos directores en el mundo (en Argentina es tremendo) que predispone a la crítica a un estado de confianza ciega o de rechazo absoluto, y aún en este último caso se revela, en los que hablamos y escribimos sobre cine, cierto grado de saña, con la consiguiente e inevitable sensación (para quienes leen esas opiniones) que la obra puede gustar o no; pero no pasó desapercibida. Nada mejor pues… Nada mejor que el arte incomode. Cuando esto sucede, los adjetivos aparecen de forma inmediata. ¿Se cuenta una historia? Sí, claramente. Se puede simplificar bastante: En busca de una nueva oportunidad en su carrera, la reivindicación de su talento, y sobre todo el reconocimiento como actor, Riggan Thomson (Michael Keaton), otrora estrella del cine comercial que tuvo su apogeo al haber interpretado a un superhéroe (el del título), decide adaptar, actuar y dirigir un texto corto de Raymond Carver (1938-1988),“De qué hablamos cuando hablamos de amor” (1981), para estrenar con toda pompa y boato en un teatro de Broadway. Ambiciona la concreción de su “gran regreso”, de prender su estrella. Tal vez por eso la primera imagen de este drama con mucho humor irónico es la de un bólido incandescente en caída libre. Pero hay cuestiones mucho más profundas en ésta película. Múltiples Preliminarmente es fácil caer (y quedarse) en la superficie de la forma, capas de texto y subtexto que se van descubriendo a medida que transcurren las acciones, e incluso días después de verla. Es como escuchar “Set the twilight reeling” de Lou Reed, un disco que en la primera escucha parece una exacerbación de la distorsión, pero luego el oído agudo va descubriendo otras capas de sonidos, sutilezas de la mezcla sin las cuales la intención sonora no sería posible. Los cuatro guionistas, incluidos los argentinos Armando Bo y Nicolás Giacobone, escribieron la historia sobre un actor que no se da tregua en esto de la ambición. Un actor que comienza concentrado al punto de la levitación. Se aleja de su ser, para dejar entrar al personaje de la obra que intenta poner a punto. A la vez, su antigua estrella, el personaje que lo llenó de popularidad hace veinte años, le habla, lo pincha, pone el dedo en llaga. “¿Qué hacemos acá?” le (se) pregunta Bridman a Riggan. Querer (perdón, codiciar) la trascendencia en el mundo de la actuación lo coloca en una posición de rechazo ante el “tener que ser”. El ícono cultural que lo llevó a la fama se transforma en un némesis que lo persigue. Lo tienta. Intenta llevarlo al lugar de la comodidad, “hagamos la 4, y que se vayan a cagar” suena en su mente, y cada vez que esto ocurre los súper poderes de la popularidad le hacen creer en su poder de telequinesis. Los estados de ánimo por los que transita Riggan están condicionados por los encuentros esporádicos y reiterados con otras personas: tanto su hija Sam (Emma Stone) que salió de rehabilitación por drogas y ahora es su asistente, como su productor y mejor amigo Jake (Zach Galifianakis), como Mike (Edward Norton) un actor mediático asegurador de venta de entradas que ingresa al elenco a partir de un (¿accidente?), y el resto del elenco (Naomi Watts , Lesley, y Andrea Riseborough, Laura) conforman el universo motriz que justifican la razón de seguir adelante, con lo cual “Birdman”, o la inesperada virtud de la ignorancia”, trastoca las temáticas a abordar según el momento. Cada uno de los personajes funciona en el relato como una suerte de mojón en un camino hacia la (¿evitable?) autodestrucción. El hombre necesita enderezar su camino artístico. Buscar otras fronteras. Explorar otros lugares del mundo de la actuación. ¿Demostrar al mundo que no era sólo un actor comercial? Sí, puede ser eso también. Es él. Esta historia es sobre él, sus miedos e inseguridades lo han dejado en este presente. Al contrario de lo que puede suponerse, Riggan no desea volver al nivel de popularidad fácil que le regaló Hollywood, sólo desea confirmar que puede recorrer otros caminos en su profesión. La ambición se transforma en codicia, la generosidad en falta de escrúpulos, y la humildad se vuelve egocentrismo. El director decide contar todo a lo largo de dos o tres días en una acción continua, creando la ilusión de estar frente a una película de una sola toma secuencia. Con trucos de montaje a la vieja usanza, una suerte de homenaje a George Meliés (salvando las distancias temporales). La cámara no se detiene nunca. Hace un recorrido quirúrgico por los pasillos, camarines, telones, butacas, azoteas y ventanas. El trabajo de Chris Haarhoff en la steadycam y el de Emmanuel Lubesky en la fotografía tiene una estupenda coordinación que colabora con los climas teatrales de la película y se transforma en una radiografía visceral de ese teatro enorme. “Birdman” es como recorrer el esqueleto de un dinosaurio devorador de proyectos artísticos, cuya destrucción se reduce a la venta de entradas. En su interior habitan seres de todo tipo, pero son seres que sólo pueden habitar en ese lugar y en ese contexto. Muy lejos del afuera y muy cerca de una visión sesgada de la realidad. Esa burbuja dentro de la cual viven los artistas (de ahí el sub título “la inesperada virtud de la ignorancia”). Esto se complementa con la percusión de Antonio Sánchez en la banda de sonido. Sus golpes repiquetean en la mente de Riggan y en todo el entorno. Se detiene, avanza. La banda sonora late con los personajes. “Es fácil vivir sin enterarse”, decía la letra de John Lennon. Los habitantes de este microcosmos no pueden ver más allá de sus narices, a excepción de Sam que (a lo mejor) por venir de una rehabilitación por drogadicta tiene una pequeña luz de esperanza al reinterpretar la circunstancia de su padre con una mirada. Entiende los códigos, en especial esto de “irse de gira”. Brilla el elenco. Michael Keaton ofrece un personaje riquísimo en complejidad que por cierto (como sucede en el teatro) necesita del talento del resto. En especial Edward Norton y Zach Galifianakis. “Birdman”, o la inesperada virtud de la ignorancia, es una obra llena de vitalidad pese a la oscuridad del relato y su humor ácido. Con un director que se juega a fondo por su propuesta estética y su manera de narrar. Una de las grandes películas del año.
“Naomi Campbel” (nada que ver con la modelo) es una película que a priori trata una temática tan difícil como compleja a la hora de realizarla. Nicolás Videla y Camila José Donoso siguen bien de cerca los múltiples aspectos de la vida cotidiana de Yermen (Paula Dinamarca), una mujer nacida en el cuerpo de un hombre que, por supuesto, enfrenta grandes dificultades a la hora de poder lograr una operación de cambio de sexo. Este es el punto central y eje dramático, está diseminado como boyas a lo largo de la obra pues cada tanto el problema vuelve surgir, ya sea por conversaciones con un cirujano experto, charlas con alguna amiga, o entrevistas para participar en algún programa de TV. Mientras tanto, “Naomi Campbel” (el título es por una amiga de Yermen que se pone ese nombre) se bifurca en un montaje paralelo entre dos estéticas visuales. Por un lado, el filmado en HD muestra el día a día como empleada en un call center esotérico para tirar las cartas del Tarot (¡?), algún novio esporádico, o la soledad de su casa. Por el otro, se inserta cada tanto un (¿viejo?) registro que ella misma hizo con una cámara (se ve como si fuera de celular) en una (o varias) noches de alcohol o de día mostrando su lugar y su idiosincrasia. Aquí es donde aflora lo que no dice, o no se anima decir a todas luces y también esa sutil poesía de la decadencia. Confunde por momentos la intención de las imágenes. Hay cámara fija, cámara en mano, cámara ebria… no hay homogeneidad en algunos encuadres como para interpretarlos más allá del capricho. Se decide seguir a Paula a sus espaldas mientras camina por la calle. ¿Para qué? ¿Podría ser para no mostrarla de frente para que la vayamos descubriendo de a poco? No está muy claro pero, sea como fuere, hay momentos en los que el recurso se agota. Deja de contar o de tener lugar para la interpretación. Lo mismo sucede con el intercalado de cámara fija en algunos interiores. En las tomas en la calle la gente colabora ocasionalmente mirando a la lente, como si se hubiera pretendido registrar un dejo deliberado de acciones de gente común para ver si se logra mostrar que “la miran raro” a la protagonista. El problema es lo impredecible de este tipo de riesgos. Algunos miran a cámara, luego a ella. A otros no parece importarle demasiado nada de nada y la propuesta se desluce un poco. De todos modos, la naturalidad de Paula Dinamarca juega a favor. La claridad con la cual aborda cualquier situación hace creíble la ficción con estética documental, y allí es donde reside la mayor virtud. Por ella y por la nobleza de la intención de los directores de esta ópera prima chilena. “Naomí Campbel” sobrevive a la convención y se transforma en un digno exponente del ejercicio del retrato. Después de todo, si se discrimina o se teme a lo que no se conoce, nada mejor que la minuciosidad descripta aquí para dejar de hacerlo.
Se pudo ver hace poco más de una década atrás una película de Michael Apted llamada “Enigma” (2001), con Kate Winstlet y Dougray Scott, que efectivamente contaba como un matemático descifraba el funcionamiento de la máquina Enigma, utilizada por los nazis para cifrar sus movimientos estratégicos durante la Segunda Guerra Mundial. Más allá de las diferencias de rigor histórico, aquella “Enigma” era una de espionaje y acción, con algún ingrediente dramático que terminaba siendo la tangente por la cual todo se volvía difícil de creer. El cine vuelve a abordar esta historia, pero centrándose esta vez sí en la personalidad del genio matemático que logró construir una máquina para ayudar a resolver la cuestión. Se trata de “El código Enigma” que, con ocho merecidas nominaciones al Oscar, se estrena esta semana. La voz en off de Alan Turing (Benedict Cumberbatch) propone en el comienzo “prestar atención y juzgar después”. Estamos en el año 1952, y si bien el escenario es el de un interrogatorio policial, enseguida nos trasladamos a 1939. El joven se presenta ante el Comandante Denninston (Charles Dance) en Bletchley Park por una entrevista de trabajo. La inteligencia Británica obtuvo una máquina alemana llamada Enigma y buscan talentos en las áreas de lógica, matemática, etc, para poder descifrar el código con el cual los nazis transmiten sus estrategias, el que es cambiado religiosamente todos los días a la medianoche. Lo que Alan tiene de cínico, intolerante y antisocial, lo tiene de superdotado para desafíos como estos. Es un hombre de carácter singular, huraño, solitario y egocéntrico, que siente desafiado su intelecto al saber que esta máquina de encriptar mensajes de la SS es considerada invulnerable. A los efectos de vencer este escollo se arma un equipo de trabajo que, por supuesto, no se lleva bien con él, a excepción de Joan (Keira Knightley), quién por tener que trabajar a escondidas de la estructurada sociedad británica es la que más y mejor contacto tiene con Alan. En primer lugar es bueno alejarse del cuadro para ver el panorama completo. “El código Enigma” tiene dos aristas por las que se mueven los hilos dramáticos del argumento: por un lado, una impronta de película de espionaje donde el enemigo está omnipresente (más allá de las imágenes de archivo), y es la mente la que combate contra sí misma y contra el tiempo. Por otro, el drama de Alan Turing al vivir un presente que lo tiene señalado y condenado por ser homosexual, pese a haber salvado millones de vida. La construcción de la historia va y viene entre 1939, 1952 y la infancia del protagonista en el colegio, lugar en donde veremos el origen y la justificación de las aristas arriba mencionadas. La solidez de Morten Tyldum, demostrada en “Cacería Implacable” (2012), hace de su dirección un buen ejemplo de simpleza narrativa bien Hollywoodense que respeta los lineamientos generales del relato clásico. A esto le agrega la mano denota para manejar a sus actores. Este es un realizador que sabe dirigir un elenco, empezando por el trabajo de Benedict Cumberbatch. El actor inglés justifica con creces su nominación al Oscar. Primero, porque hace del estado de conciencia frente una historia que lo tiene muy expuesto, el elemento que le permite equilibrar sus recursos para no abusar de un papel cuyas características ofrece un gran nivel de tentación a la hora de mostrar lo que sabe hacer. Segundo, porque su Alan no tiene otra opción que ser el catalizador de todas las situaciones. Todo pasa por él y sin embargo su trabajo es tan comprometido que ayuda al espectador a meterse en la psiquis de un personaje, por el cual también transitan los estados emocionales del resto del elenco. Obviamente, también influye una dirección que no abusa de los planos cortos, es decir, no se regodea en la capacidad de su actor, y alterna los planos para mantener al personaje dentro de la historia. El momento de Alexandre Desplat como compositor de bandas de sonido es estupendo, y su versatilidad se percibe con creces en “El código Enigma”. Claramente esta producción no inventa nada, simplemente se acopla al enorme universo de historias atrapantes, tensas, y sobre todo muy bien contadas.
El mundo Bob Esponja vuelve a tener su chance en este tercer largometraje producido por Nickelodeon, una de los estudios de animación para TV más populares del planeta, que cada tanto refresca sus productos dándoles presencia cinematográfica, como Rugrats, por ejemplo. Bob Esponja fue creado por Stephen Hillenburg en 1999 y se convirtió rápidamente en un fenómeno masivo. Conceptualmente es uno de los tantos herederos de aquél show "ácido y cocainómano" de Ren & Stempy salido de MTV. Trazos gruesos, ojos lisérgicos, timing de stand up (mucho, cortito y al pie), y algunas pinceladas inspiradas en maestros como Tex Avery o Chuck Jones. La apuesta argumental no es distinta de cualquier episodio. En Fondo de Bikini está todo tranquilo. Bob Esponja está contento en su trabajo como cocinero en El Crustáceo Crujiente, cuyo éxito económico y culinario se debe a la fabulosa y ultra secreta receta de la cangreburguer que todo el mundo come ávidamente. En especial Patricio, cliente fanático. El dueño de la competencia es Plancton, quien al tener su negocio vacío urde, como siempre, un plan para hacerse de la receta de Don Cangrejo y ser el rey de las comidas rápidas. El problema es que el pirata Barba Burguer (Antonio Banderas) descubre un poder para cambiar la realidad de Fondo de Bikini, y se hace de la preciada lista de ingredientes obligando a Bob y sus amigos a salir del agua (y transformarse en personajes 3D) e interactuar en nuestro mundo. En este sentido el guión está dividido en dos partes claras, pero sin dejar nunca de lado los gags, bien combinados entre los diálogos y lo visual, en especial todo lo que sucede fuera del agua. “Bob Esponja: un héroe fuera del agua” se asegura el funcionamiento gracias a no moverse un centímetro de la formula televisiva. Sería como ver un episodio largo de la serie, pero con más acción y producción que la habitual. Es como si los guionistas hubiesen querido tomar poco riesgo en pos de no defraudar a nadie. El resultado es un producto entretenido que refuerza y subraya las virtudes del trabajo en equipo, aunque claramente la moraleja no es la especialidad de Paul Tibbit, director de todos los episodios y de los dos largometrajes anteriores pero, como tampoco es la intención, el espectador podrá ir simplemente a divertirse junto a los chicos.
Probablemente nadie recuerde en “St. Vincent” un solo fotograma, toma o secuencia donde se vislumbre un giro en la historia de séptimo arte (aunque el plano medio y contraplano cenital de los créditos es un gran ejemplo de epílogo con poder de síntesis), pero sí tendrá un lugar en la memoria de los espectadores que, como uno, aman el trabajo del actor y la dirección de actores en una obra cinematográfica. Es gracias a ellos que éste estreno empuja el pulgar hacia arriba. Vin o Vincent (Bill Murray) es hosco, huraño, fumador, ludópata, alcohólico, egoísta (ponga usted dos o tres adjetivos más en ésta línea y seguramente no se equivocará). (Sobre)vive en la casa que seguramente habrá podido comprar en tiempos mejores, y trata de meter algún acierto a los burros para pagar deudas, incluida la que mantiene con algún prestamista paciente pero firme allí, en el mismo hipódromo. Un gato parsimonioso y holgazán estilo Garfield (pero blanco), y la ocasional visita de Daka, una prostituta rusa (Naomi Watts), embarazada y de pocas pulgas, son su única compañía. Uno intuye en éste hombre, quedado en el tiempo, que si alguna vez estuvo en “el sistema” fue cuando estuvo casado, antes de conminar a su esposa a un geriátrico al cual, por supuesto, adeuda mucho dinero de cuotas atrasadas. Lo bien que le viene entonces la llegada de Maggie (Melissa McCarthy), mujer especialista en escaneos de alta complejidad, divorciada de su marido mujeriego y madre de Oliver (Jaeden Liberher), un niño de unos 9 años, brillante pero con poco barrio. El nuevo cuadro de situación obliga a Maggie a pedirle a Vin que sea el “niñero” de Oliver, mientras ella intenta reacomodar las cosas. Obviamente, el eje central será la relación entre el viejo y el joven, o entre la experiencia (aunque no sea la mejor) y la inocencia, o entre el perro viejo y el cachorro. Como sea, estamos frente a una “buddy movie”, o sea, el tipo de guión que confronta dos personalidades aparentemente antagónicas. Luego de los primeros minutos entre estos dos personajes se va vislumbrando una tendencia hacia la temática de las relaciones humanas, la tolerancia y poder ver en el otro más allá de lo evidente. Saber mirar al prójimo con un prisma distinto del de los prejuicios. Será Oliver quien transparente en Vincent las cualidades que él mismo no se molesta en resaltar, ayudado en todo caso por su afán de subrayar lo desagradable de una personalidad que está casi en guerra contra el mundo. Todo el elenco se destaca en esta ópera prima de Theodore Melfi, quien deja en claro, con mucha solidez, su habilidad para el manejo de los tiempos, para el humor, cierto ingenio y filo para los diálogos (sobre todo entre Oliver y Vincent), y una buena capacidad como director de actores. ”St. Vincent” es una comedia dramática, en todo caso con patina cuando se apoya en un costado moral, o en la deliberada intención de bajar líneas religiosas que empañan la naturalidad de esta agradable pintura sobre gente común.