Uno de los grandes documentales del 2015 Con todos los temas pueden hacerse documentales. Obras que pongan blanco sobre negro en algunos temas, aunque a veces queden parcializados porque no hay “derecho a réplica”. Es más, se podría decir que hasta no hace poco la palabra documental estaba bañada por un halo de solemnidad indiscutible. Probablemente sea, por el deseo de registrar la realidad, uno de los géneros cuyo contenido pocos perderían el tiempo en cuestionar. Por esta y otras razones, los documentalistas realizan una tarea doble a la hora de abordar sus proyectos: satisfacer su curiosidad y abrazar la idea de tener un disparador que puede derivar en cualquier otra cosa. Con esta última premisa, Alejandro Fernández Mouján, antropólogo y director de ésta realización, tiene en sus manos una preciosa propuesta intrínseca en las imágenes de “Damiana Kryygi”: No quedarse quieto frente a las varias preguntas que surgieron al descubrir en un museo los restos de Damiana, una chiquita nacida a fines del siglo XIX (así la llamaron en ese tiempo) en la comunidad Aché, la que fue trasladada de su lugar de origen a Buenos Aires y, posterior a su muerte, se convirtió en objeto de estudio antropológico (vaya paradoja que deja instalada éste estreno), por gente de acá y de Alemania. Cuerpo en un país, cabeza en el otro. La riqueza del documental en cuestión deja ver, es cierto, la historia per sé. Cada uno puede suponer, por intuición, que los jefes de las comunidades originarias de cualquier lugar del mundo, todavía mantienen en sus tradiciones ancestrales el conocimiento necesario para ser enciclopedias vivas de la historia de su pueblo. Y allí va Alejandro Fernández Mouján con su cámara, su enorme sensibilidad por lo que cuentan las imágenes, y un inextricable deseo de balancear las cosas. Reivindicar, reparar, dignificar, honrar y respetar al otro. ¿Hacer justicia? Puede ser también. Veremos entonces un gran recorrido supra significado desde el punto de vista de la obra, porque la idea es ver cómo y cuál es el camino del regreso de esos restos a su lugar de pertenencia. Los encuadres (en especial los de exteriores) cuentan, la música está elegida, y también cuenta, la fotografía abraza un concepto hegemónico con buena claridad de las limitaciones de los planos. Por eso es menester que el espectador se deje llevar por el recorrido; porque es la esencia misma de la inquietud de indagar más allá de lo que propone la vista y el conocimiento previo. En este sentido, la película parecería ser un spin off (film o serie que se desprende de su núcleo original) de “El Etnógrafo” (2013). Hemos dicho varias veces esta frase cambiando el año y el título, pero resume bien la intención de este comentario. “Damiana Kryygi” es uno de los grandes documentales de 2015.
Efectivo y oscuro mapa del corazón humano La liberación del asesino de sus padres provoca en Dwight (Macon Blair) el deseo de venganza inmediata, pues presa del dolor por la masacre se había abandonado a una vida de vagabundo. La noticia funciona como el accionar de un gatillo en esos primeros cinco minutos de planos medios y planos detalle con buen poder de síntesis. “Cenizas del pasado” cuenta con un guión trabajado (uno imagina varias reescrituras) en función de un solo personaje, que a lo largo de su periplo sufre varias transformaciones acorde va obteniendo información (ya sea para constatar o rectificar lo que sabe, tanto él como el espectador). De pordiosero a hombre de acción concreta, de cazado a cazador, de tristeza a ira, de débil a fuerte, y así. Todos estos estados emocionales son aprovechados al máximo por partida doble: en el caso del responsable de la obra, Jeremy Saulnier, para darle a su historia un par de giros narrativos y de contexto, en lugar de quedarse con una trama de venganza, el oriundo del estado de Virginia pone una gran lupa en el aspecto psicológico del personaje, que además le da espacio para tirar un par de líneas sobre la famosa enmienda constitucional cuna del aval de portación de armas de fuego. Hay tres o cuatro escenas tan bien logradas en cuanto la generación de atmósferas de tensión (la del baño al principio, la de jugar a curarse como Rambo, la incursión en casa ajena con cámara en mano) que bien pueden instalarse como mojones de alto nerviosismo, combinados a veces con humor corrosivo, de ese que tan bien manejan los hermanos Cohen. Cabe mencionar que el director, vivo como el hambre, se las ingenia con todos estos elementos para esquivar el bulto a la credibilidad. Ocurre a los 31 minutos de película, luego de un diálogo entre el Dwight y su hermana (otra escena gris y angustiante). En ese momento se dan los indicios necesarios para entender que si se le da importancia sólo a lo que puede resultar inverosímil o poco creíble, ya pasó a un segundo plano. De nuevo, todo es gracias a una mirada posada más profundamente en el comportamiento humano (bestial, primitivo, impulsivo, animal) que en la acción propiamente dicha. Es más, cualquiera podría suponer un guiño actual a varias tragedias griegas, y no estaría lejos de una buena analogía. Hablábamos de un doble aprovechamiento. En el caso de Macon Blair, el actor protagónico, se puede ver un gran trabajo. Estupendo en la composición de un personaje altamente generoso para el lucimiento de quien sepa habitarlo. Al contar con un realizador de notable capacidad para generarle a Dwight una atmósfera opresiva y sin escapatoria, la interpretación podría transitar caminos sinuosos, pero no es este el caso. Cuando a Dwight le duele alguna parte del cuerpo se ve, cuando está angustiado se ve, y así con el miedo, la resignación, etc. Desde la dirección de fotografía y la música se remite a aquellos climas que bien supo pergeñar Alan Rudolph en los noventa. Lo bien que le hacen a “Cenizas del pasado” estos dos rubros que, junto con todo lo mencionado anteriormente, nos entregan una pequeña joyita. Un pequeño y efectivo mapa del (oscuro) corazón humano.
Una sátira que hace las delicias de cualquier espectador Sabrá disculpar el lector si me extiendo, pero cuando se encuentra una aguja en un pajar… La única forma de establecer la importancia de “Casa vampiro” dentro de la historia del cine de terror, en particular de las películas de vampiros, es yendo muchos años atrás en el tiempo. Es desandando un camino en el cual vamos pisando un par de baldosas del registro audiovisual y experimental de Jack Ass y Gran Hermano como estandartes del formato “reality show”, luego por las de sagas de terror erigidas como “found footage” (con “Actividad paranormal” -2007 y secuelas- al frente) y luego siguiendo el camino hacia los inicios. Allí encontramos el falso meta-montaje entre VHS y super 8 de “El proyecto Blairwitch” (1999), más atrás el gran resumen de Tom Holland que fue “La hora del espanto” en 1985, el relato tradicional con las de Christopher Lee y Peter Cushing a la cabeza, y finalmente un regreso al expresionismo alemán con “M” (1931) y “Nosferatu” (1922) como baluartes pero, ojo… no sea atolondrado que de todo esto hay brocha gorda por un lado y pinceladas por otro. La comprensión global del concepto de éste estreno se halla también relacionando épocas, códigos, cánones culturales estrictamente cinematográficos y, por supuesto, el viejo y querido concepto de sátira que tenía “La danza de los vampiros” (1966) del gran Roman Polanski. Si aquella obra maestra del género podía hacer mofa tanto de la situación política-económica del momento, como de la mitología vampírica acorde a lo visto hasta ese entonces (que era mucho y variado), este hallazgo neozelandés planta con fuerza un sólido mojón en la historia del cine, tal cual como hiciera la memorable “¿Y…donde está el piloto?” con el cine catástrofe, allá por 1980. Podríamos decir que hasta “Entrevista con el vampiro” (1994) y el “Drácula” de Francis Ford Coppola (1992) se mantuvo a flote el tono romántico-terrorífico que la novela de Bram Stoker ostentaba. De mediados de los noventa a esta parte no hubo forma alguna para que las películas de chupasangres mantuvieran su status de emblema del cine del terror (un par de excepciones al margen). Por el contrario, sagas como las de “Blade”, “Inframundo”, y “Crepúsculo” terminaron por quitarle a los vampiros cualquier atisbo de de generación de miedo en pos de productos que se conformaron poco más que con la máscara (colmillos y base blanca de maquillaje incluidos), buena técnica y, claro, excelente recaudación. Por otra parte, desde fines de los ‘90, el realismo en el género del terror se convirtió en el factor preponderante para la instalación del verosímil, que ya quedó demostrado, no puede sostenerse desde el guión si es que existe tal cosa a juzgar por lo visto en los últimos años. Luego, el registro de falso documental pasó a tener la potestad de la credibilidad en desmedro del verdadero valor de un libreto trabajado a conciencia. Nacieron entonces sagas como “Actividad Paranormal” y otros engendros que, aun teniendo la chance de sostener todo con registros de cámaras de seguridad, o de una única cámara en mano, se contradicen con encuadres adicionales que nunca fueron propuestos. “Casa Vampiro” hace de la dirección integral de los neozelandeses Jemaine Clement y Taika Waititi, lo mismo que Polanski en su momento: tomar absoluta conciencia del lenguaje actual del cine de terror, de la existencia mediática del elemento del reality, de las cabezas parlantes a la hora de instalar la verdad por sobre la realidad, y finalmente una burla ex profeso a la cantidad de cámaras utilizadas; sin olvidar ni dejar de rescatar (homenaje a Murnau incluido) la médula espinal del drama vampírico: la condena a la eternidad. En éste estreno la combinación de vampiros (con varios siglos entre sí de existencia) la convivencia en la misma casa durante años y la inclusión de una “víctima moderna” en esta particular comunidad, hacen de esta sátira una delicia. No sólo para los fanáticos del género; sino para cualquier espectador que entiende (los adopte para su gusto personal o no) los códigos con los que esta producción se maneja. Conviven en esta casa varios tipos de vampiros: uno mudo de 800 años, que parece hermano de Nosferatu (¿hace falta aclarar?), otro del siglo XIX, tratando de lidiar con su impronta renacentista, y finalmente otro del siglo XX con toda la paranoia propia. El más viejo, muerde a un humano de hoy. Moderno. De la era de internet pero con la misma dosis de abstracción de alguien que no tiene idea de que está vivo. Es más, para él todo empieza a tener más sentido estando muerto. O NO muerto, para ser más exactos. Esta convivencia y el formato en el que está concebida cinematográficamente construyen una de las grandes comedias satíricas de nuestro tiempo. Sobre todo para el espectador que capte de inmediato en nivel de idiotez que reina en los personajes. Unos por contraste con el nuevo siglo, otros porque no les importa el concepto del paso del tiempo más que el posible presente. “Casa Vampiro” funciona a la perfección porque desde el principio acepta su autoconciencia, y si todavía hay espectadores que en su época vieron, entendieron y rieron con La danza de los vampiros pero además nunca dejaron de lado los exponentes posteriores de las obras cinematográficas sobre vampiros, se convertirán, probablemente en fanáticos renovados de la idea del estudio del cine como icono cultural. Esta producción rescata por sobre la broma calcada de “Escenas famosas” (llámese la saga de Scary Movie), un profundo entendimiento del lenguaje contemporáneo. La combinación de actores es simplemente superlativa. Todos acusan recibo de la sátira, pero también del absurdo dentro de la ficción. Los actores de esta realización tienen a su favor el manejo de la naturalidad. Uno bien puede salir del cine y creer que estos tipos son reales, aún dentro de un registro absurdo potenciado por pequeñas pinceladas circenses que bordean agradablemente lo insólito. Ojalá los espectadores del género del terror puedan darse el lugar para verla en los pocos cines en la que se estrena. Así será más fuerte el impacto para poder exigir, de la sátira y del terror algo a la altura de éste estreno.
Barnizada por el tema de que la unión hace la fuerza (y la desunión la destruye), tal vez la autoconciencia sea la mayor virtud de “Avengers: Era de Ultron”. Pretende recaudar mucho dinero, es puro merchandising, vienen dos más en camino, etc, pero siempre el eje principal de su existencia es ser un producto entretenido, con mucho humor y mucha acción. Todo esto se cumple con creces. Con una secuencia inicial que remite a la persecución de las motos aéreas de Star Wars: El regreso del Jedi (1983), en pleno bosque y con muchos árboles como obstáculos fundamentales, la segunda parte de Los vengadores muestra a todos en plena forma tratando de llegar a un furtivo laboratorio experimental, donde se lleva a cabo una investigación para lograr que el cetro de Loki sirva como big bang de la creación de un ser superior (el del título). Así, bien a las patadas, piñas, escudazos y martillazos, Thor (Chris Hemsworth), Hulk (Mark Ruffalo), Viuda Negra (Scarlett Johansson), Iron Man (Robert Downey Jr.), Capitán América (Chris Evans) y Hawkeye (Jeremy Renner) se abre paso para llegar allí. Irónicamente, es de la mente científica de Tony Stark y Bruce Banner, que Ultron (voz de James Spader) cobra vida. En principio nace con la buna intención de ayudar a la humanidad pero luego, cobrando fuerza intelectual, parece razonar sobre la necesidad de exterminar a los superhéroes. Como aliados, aparecen dos interesantes personajes: los hermanos Pietro y Wanda Maximoff, o sea Quicksilver (Aaron Taylor-Johnson) y Bruja Escarlata (Elizabeth Olsen). Es importante destacar que si bien hay cierto incremento de oscuridad en esta secuela, la veta dramática que da en el blanco es la relación entre Hulk y Viuda Negra al servir esta última como el elemento que serena a la bestia. Le da paz. Saca lo mejor de él. El costado más humano. Esta subtrama dentro de un guión básico ayuda a construir este universo que se percibe cada vez más sólido. Las secuencias de acción y efectos especiales suben la apuesta en todos los rubros, empezando por una compaginación vertiginosa que no da tregua. Está claro que sino estuviéramos en éste siglo sería casi imposible hacer esta franquicia de superhéroes. Todo está orquestado para seguir mucho tiempo, cada detalle está cuidado y planificado con precisión de cirujano. Es que a la hora de pensar en la taquilla, Hollywood pone toda la carne al asador. Esta vez funciona muy bien.
Ya hemos hablado de éste tipo de producto. Imágenes documentales al estilo de National Geographic, pero utilizadas por el equipo de Alistair Fothergill (director) y Mark Linfield (productor, a veces también codirige) como excusa para construir un guión a partir de recortes arbitrarios y deliberados de la realidad y del comportamiento animal. Lo hizo con “Leones de Africa” (2011), “Chimpancés” (2012) “Osos” (2014), y ahora con “El reino de los monos”. La fórmula es bastante simple, porque todos estos animales viven en grandes grupos, manadas, etc. El hombre se ha encargado de estudiarlos para humanizar su comportamiento. Ha clasificado los animales en especies y dentro de ese universo ha logrado endilgarle estructuras básicas de organización. Así, hay estratos sociales, status, el más fuerte, el más débil, el macho dominante, otro más joven que quiere tomar su lugar, quien come primero, quién después y, claro, toda una nueva generación de simpáticos cachorros que aprende todas estas cosas. Con imágenes impactantes registradas con cámaras digitales que dejan ver hasta la fórmula química del agua en cada gota, la excusa para el guión calcado de todas las anteriores producciones de Disneynature, se posa en la vida de los macacos e incluye posesión territorial en un viejo templo de la selva de Sri Lanka, lucha de clases, una madre que va a “cambiar la historia” y un hijo que va a aprender varias lecciones. Ya que esta producción también apunta al público infantil las preguntas siguen vigentes: ¿Está bueno humanizar el comportamiento de las especies animales? ¿Está bueno mostrar que el tigre es “malo” y los monos son “lindos” y “buenos” parcializando y recortando la apreciación e interpretación de los ecosistemas? Para los productores de ésta serie de realizaciones la respuesta está clara. Falta que decida el espectador.
¡De pie, el maestro se retira! Un gigante de la animación japonesa Hayao Miyazaki, uno de los gigantes de la animación japonesa, inspirador y norte entre varios de los genios de hoy, incluida la cabeza creativa de Disney / Pixar, John Lasseter, deja de filmar a los 74 años, regalándonos otra obra maestra junto con “El viaje de Chihiro” (2001), por la cual ganó un Oscar en su categoría, la extraordinaria “Nausicaä del Valle del Viento” (1984), y “El Increíble castillo vagabundo” (2004). Todas nutridas por un imaginario sin límites, una soberbia concepción visual y, desde el punto de vista de la narrativa con imágenes, poesía pura. El maestro elige para su retiro una historia real, emparentadísima con la propia. Jirö Horikoshi tiene problemas de visión. Su condición le impide ingresar como piloto de avión. Esos aparatos inventados por el hombre que conforman y disparan su fantasía. En contrapartida, lejos de la depresión, se convertirá en uno de los diseñadores aeronáuticos más importantes de la historia, con particular incidencia en la Segunda Guerra Mundial. Hayao Miyazaki se aparta cabalmente de la idea de una película biográfica y de los diálogos pedagógicos o sobre explicado. Su texto parece subrayar la existencia de lo fantástico y sobrecogedor en las cosas más simples. Se deja llevar por la potencia de las imágenes, y hasta un arco iris parece tener tintes épicos. “Se levanta el viento” es una carta de amor a la vida, los logros, los sueños, las metas inclaudicables y el respeto por la historia. La propia y la ajena. Una obra imperdible: para los amantes del cine de animación, sí; pero sobre todo para los amantes del buen cine.
Séptima película de Paul Thomas Anderson (en adelante PTA). Un director lineal (con partes sinuosas pero lineal al fin) en términos narrativos; pero de los más exquisitos exploradores de los recovecos mentales de sus personajes y por carácter transitivo del ser humano. Desde la butaca sus relatos parecen por momentos perder el hilo central, como vimos en “Magnolia” (1999) o en “Embriagado de amor” (2002); o irse por las ramas como en “Petróleo sangriento” (2007) o “The Master” (2012). Pero sólo parecen… Cada elemento, referencia geográfica, contextualización de época y cada acción de sus criaturas encontrará tarde o temprano la debida justificación, que además dará un peso específico a sus conflictos internos. De esos conflictos se nutren las historias que cuenta y no necesariamente porque los explique. Algunos están implícitos y se adivinan con sólo ver como hablan o caminan sus personajes (Tom Cruise en “Magnolia”, Daniel Day Lewis en “Petróleo sangriento”, todo el elenco de “Juegos de placer”, 1997). En “Vicio propio” se da una comunión de esas que se celebran mucho tiempo: un libro del gran novelista Thomas Pynchon, heredero lisérgico de la Generación Beat, se adapta por primera vez al cine y encuentra en Paul Thomas Anderson (segunda vez que no filma un guión original propio) su media naranja, su crema del café. Algo así como Mario Puzo–Francis Coppola. Después de ver este acercamiento uno ya imagina (entusiasmado) “Vineland” o “La subasta del lote 49” como proyecto en conjunto. Ninguna obra de éste realizador baja de las dos horas y cuarto como promedio. Estadísticamente no significa nada, pero da la casualidad que ninguno de sus personajes es precisamente un monumento a la transparencia, y paradójicamente es en esa opacidad en la cual se especializa en bucear tomándose el tiempo que considera rico y necesario (vuelva a ver “The Master”, sino). “Vicio Propio” se instala en 1970, en una imaginaria playa de California. Entramos en un cambio de década con la inexorable desaparición de los ideales hippies de los cuales sólo queda la cáscara y la forma de hablar, vestirse, escuchar música y drogarse. Se acerca el fin de la guerra de Vietnam, irritan los discursos de Nixon y, como nunca, la sociedad norteamericana se ve inmersa en un cambio modelo cultural que a la fuerza quitó varias capas de un conservadurismo ensombrecido por los asesinatos del clan Manson. Como siempre las grandes ciudades están a la vanguardia de estos cambios y Los Angeles está ahí, instalada en la burbuja. En esa burbuja de gente de plata, de dealers, de aturdimiento artístico, inmerso en fumaderos, y una autoridad policial instalada en la mano dura bien derecha. Allí, en los confines de poderes tanto en la “cúpula” como en el “sótano” de la cuidad, se mueve “Doc” Sportello (Joaquin Phoenix). Doc es un detective de esos descriptos por Raymond Chandler o Dashiell Hammet; con la misma oscuridad pero descalzo y de día. Se mueve como pez en el agua en cualquier estrato. Un día aparece Shasta (Katherine Waterston), un viejo amor de Doc que le pide ayuda para encontrar a su actual novio misteriosamente desaparecido. Por ese inexplicable amor que todavía siente, por no poder soltar la imagen de esa mujer que le movió la estantería, el detective inicia el derrotero para encontrar a Mickey Wolfmann (Eric Roberts, un pope de los bienes raíces, de esos que uno no quiere conocer. No será fácil el camino. La película está narrada, sí; pero no por el protagonista, como suele suceder, sino por una conocida del mismo. Como si el espectador tuviera frente a sí a un soplón que va lanzando chimentos. “Vicio propio” posee una impronta de comedia mezclada con el policial negro, pero sobre todo un argumento en el cual los ‘70 y su magia ácida son el catalizador por definición de cada uno de los escenarios visitados por Doc. Es un tour por el lado B de la sociedad. Esa que casi nadie ve ni quiere ver. En ese camino irán apareciendo personajes singulares que impactan directamente en los giros argumentales de la historia. A la manera de micro escenas diluidas en sus extremos, iremos conociendo a distintos personajes y la electricidad que se provoca entre ellos. Bigfoot (Josh Brolin, impecable), una especie de gurú del fumo, o el abogado Sauncho Smilax, esq (Benicio Del Toro) quien se transformará en el proveedor de información necesaria para concatenar los hechos siguientes. PTA propone el ritmo de “Al borde del abismo” (1946) pero no siempre funciona convenientemente. La electricidad que se genera entre Doc y el resto tiene un chispazo y luego se diluye, otorgándole cierta arbitrariedad a cada micro escena, lo cual contribuye negativamente porque el espectador asimila que el primer impacto es por ver qué famoso está haciendo un cameo en lugar del personaje que éste encarna y que aporta a la trama. Salvo por eso y algún subrayado innecesario en la banda sonora, estamos frente a otro exponente del buen cine de autor que parte de la mente de uno de los mejores directores de cine de esta época.
Desde el afiche uno intuye que “Home: no hay lugar como el hogar” va a parecerse o tomar elementos de muchas películas, empezando por “Lilo Stich” (2002). Aquella también era sobre la relación entre una niña y un extraterrestre cuyo lado interno de las orejas era del mismo color que éste nuevo alien. Una referencia directa como para no andar intentando descubrir la pólvora. Oh (Jim Parsons –doblaje de Luis Gerardo Méndez-) es un extraterrestre algo torpe e inocente (mezcla de malvavisco con fantasmita del Pac-Man) que vive, al igual que todos sus pares, bajo el incuestionado mandato del Capitán Smek (Steve Martin –doblaje de Humberto Solórzano-). Un líder que llegó a tal posición por el sólo hecho de haber sido el mejor a la hora de salir corriendo frente a la amenaza de otra raza que viene persiguiéndolos. En una introducción brillantemente sintetizada, la voz en off de Oh nos va explicando que este es el mejor día de la vida por haber encontrado un planeta (el nuestro) en donde poder esconderse del enemigo.“Nosotros mejorando la vida de los humanos”, cuenta mientras vemos como todos los terrestres son “amablemente” extraídos de sus viviendas (esto es, sin violencia pero también sin resistencia) y puestos en guetos. Luego, las ciudades son ocupadas por estos simpáticos bichos que hacen todo esto siguiendo las indicaciones del Capitán; convencidos de estar mejorando nuestra calidad de vida e ignorando por antonomasia que su accionar es una ocupación, una invasión a la fuerza (de gravedad). Tip (Rihanna -doblaje de Danna Paola-) es una nena que gracias a su gato (no pregunte, acéptelo) no es abducida y queda sola, añorando con hacer lo posible para encontrar a su madre. Oh, por su parte, se siente ninguneado por sus “complanetarios”. No encaja. No logra ser aceptado. Para colmo todo se desmadra al enviar un comunicado (un mail) anunciando su fiesta de inauguración de su nuevo departamento terrestr, con tanta mala suerte que el mensaje sale hacia toda la galaxia, incluyendo hacia el enemigo. Obviamente esto lo transforma en el extraterrestre más buscado del planeta, con lo cual tenemos ya dos fugitivos que terminarán encontrándose y teniendo que compartir transporte y aventuras. Desde la imagen hay tantas referencias a la filmografía de Steven Spielberg que el desafío sería encontrar cuál de sus películas (como director o como productor) no aparece mencionada. Las más evidentes son “Encuentros cercanos del tercer tipo” (1977) y “Volver al futuro” (1985). La realización de Tim Johnson, cuyo mejor trabajo fue “Hormiguita-z” (1998), aquella de la hormiga neurótica con la voz de Woody Allen, nunca pretende ser otra cosa que una invitación a comer pochoclo y reírse, lo cual no está mal, sólo que si se descuida o se omite el análisis del texto puede caer, por ejemplo, en un nivel de inconsciencia peligroso a la hora de leer el subtexto: ¿No hay consecuencias por privación de la libertad u ocupación ilegal? ¿El poder de mando se gana, se obtiene, o se merece? ¿El que no se adapta a una forma queda afuera? ¿La impunidad no se castiga? Es decir, el afán de sólo entretener lleva al guión de Tom J. Astle y Matt Ember y Suzanne Buirgy Mireille, basados en el libro de Adam Rex, a una llamativa falta de análisis. Otros temas sí tienen lugar y son bastante directos. El anclaje emocional y de valores en la familia, poder accionar al reconocer errores y, sobre todo, las bondades de aprender a enfrentar los problemas en lugar de huir de ellos. “Home: no hay lugar como el hogar” se apoya casi exclusivamente en los personajes de Oh y el Capitán Smek. Allí es donde se puede adivinar el trabajo más minucioso en cuanto a diseño, dinámica de movimientos, líneas de diálogo (algunas son realmente muy cómicas) y timing para la comedia. El nuevo producto de Dreamworks tiene todo para entretener. Es como el chicle, como el pop de las canciones de Rihanna. Fácil, rápido y efímero. En mayor o menor medida los gags, el ritmo y las canciones están acordes con esta época vertiginosa, pero también hay pausas para buscar la emoción o bajar líneas básicas sobre las ventajas de vivir en Estados Unidos y ser norteamericano. No serán los chicos los que abran el debate, ellos simplemente la van a pasar muy bien en el cine.
Obra que funciona por un director que sabe cómo moverse en el mundillo que retrata Lo hemos dicho antes. Cuesta creer que en un país como el nuestro haya tan pocas ficciones que giren en torno al fútbol, siendo éste el deporte claramente más popular y más arraigado en nuestra cultura. También es cierto que casi nadie mira para el lado del deporte a la hora de escribir guiones, independientemente del nivel de producción en términos económicos. Haciendo trabajar las neuronas como una usina a punto de estallar, quien escribe recuerda: los documentales “Amando a Maradona” (2005), un documental sobre fútbol “no afiliado a la AFA”, cuyo título se me escapa (2012), “Mujeres con pelotas” (2013) y “La bandera más larga del mundo” (2013). Por el lado de la ficción, una joyita llamada “La despedida” (2012) en la cual actuaba el “rifle” Pandolfi, “Metegol” (2013) y “Papeles en el viento” (2014). Podríamos considerar el agradable corto “De cómo Hipólito Vázquez encontró magia donde no buscaba” (2013), incluido en “Historias Breves 8”, o la memorable secuencia de la cancha de Huracán en “El secreto de sus ojos” (convengamos que ya estamos buscando debajo de la alfombra). También hubo un documental sobre “Garrafa” Sanchez y otro sobre Argentinos Juniors, nunca estrenado No hay vuelta que darle, los números son contundentes. En una cinematografía vernácula que desde hace más de una década supera ampliamente la barrera de los 120 estrenos anuales (promedio) entre circuito comercial y alternativo en todo el país, la pelota y todo lo que gira a su alrededor económica, social, política y culturalmente ha sido directamente ignorado por guionistas y cineastas. ¿No hay historias para contar? Se habla de “leyendas”, de “gloria”, de “gestas deportivas” al referirse al anecdotario de cada club ¿Y los guiones? Es increíblemente paradójico que una de las películas más exitosas de la historia de nuestro cine (“Metegol”) esté dirigida por alguien a quien el fútbol resulta casi indiferente: “De fútbol no sé nada, no me interesa” ha dicho alguna vez el gran Juan José Campanella. En fin, a este escaso número se suma una pequeña gema, otra aguja en el pajar: “El 5 de Talleres” que por suerte se estrena esta semana. El fútbol aquí no es un mero contexto; sino un gran protagonista de la historia. El “patón” Bonassiolle (Esteban Lamothe) es un 5 aguerrido, temperamental, calentón, ídolo del club, líder nato y capitán del equipo Talleres de Remedios de Escalada de la división B Metropolitana, que está en pleno campeonato por el ascenso a la B Nacional. Un referente del plantel dentro y fuera de la cancha (peleando los sueldos de todos) que al comienzo de un partido es expulsado de la cancha por juego brusco. A la salida del estadio tiene tres encuentros (un hallazgo de poder de síntesis narrativa): fuera de campo recibe el cariño de un hincha, dentro del plano los saludos de su novia (Juieta Zylberberg) y de su papá (César Bordón), y en contra plano otro hincha (de espaldas, anónimo) que reclama más “huevo”. Es el universo anímico que rodea su vida. Al recibir ocho fechas de suspensión, el “patón” se encuentra por primera vez con tiempo para reflexionar, tiempo que junto a otros factores lo determinan a decidir su retiro del fútbol. La película de Adrian Biniez tiene, entre sus mejores aciertos, el saludable deseo de contar una historia con la ausencia de un conflicto “tradicional”, centrando la tensión dramática en el planteo existencial del protagonista. No parece costarle tomar esta decisión (más allá de las opiniones de su entorno). Su problema no es el miedo a extrañar el pasado, sino qué hacer con su presente. Terminar el secundario o comprar una guitarra, o formar una banda son las opciones que se presentan como “ciclo no cerrado” y “sueños truncos” respectivamente. El tiempo es tirano cuando no alcanza para hacer todo, pero lo es aún más cuando no se sabe qué hacer con él. Nada es casual en éste guión que se adivina con varias versiones o modificaciones (o sea, bien trabajado). Para empezar, la posición que Bonassiolle ocupa en la cancha es en el medio. El lugar en donde se define la tenencia de la pelota (y de las decisiones). Es quitarle la oportunidad al rival y capitalizar eso en favor de su equipo. El cinco que batalla, ayuda a la defensa y provee al ataque. Esa claridad de oficio funciona en oposición a su vida de civil. Por eso tampoco es casual que esta historia ocurra en el fútbol del ascenso. Es la categoría que está justo en medio de las cinco del fútbol argentino. Sufre carencias presupuestarias y de otra índole. Un paralelo con una clase media en decadencia de oportunidades pues el “patón” tiene, como casi todos los jugadores de las categorías inferiores, un segundo trabajo como fumigador. Una propuesta que crece por su auto conciencia de la sencillez y por una dupla actoral cuya química es de lo mejor visto en los últimos años en nuestro cine. Esteban Lamothe y Julieta Zylberberg ofrecen un naturalismo tan auténtico que parecen venir de una prolongada convivencia real antes de filmar esta película. A ellos se suma un gran César Bordón como el padre y un notable trabajo de Néstor Guzzini como un director técnico a lo Caruso Lombardi, pero sin el humo. “El 5 de Talleres” funciona de principio a fin por un director que sabe cómo moverse en el mundillo que retrata. Es como si hubiese nacido en el barrio, pero además tiene un ritmo narrativo que distribuye con efectividad los momentos de transición para darle mejor autonomía a un relato que entretiene y atrapa de principio a fin. Adrian Biniez mete al espectador en este contexto y no lo suelta hasta que la historia está contada. Perdón, muy bien contada.
Una curiosa mezcla de estilos podrá ser una definición acercada a la idea detrás de “Las enfermeras de Evita”. Está por verse si esa mixtura le conviene o no en función de la historia real que éste documental quiere contar y acaso reivindicar. Cuatro señoras (a las que hace referencia el título) están sentadas frente a cámara mientras la voz en off de Carlos D’agostino, extraída de una vieja edición de Sucesos Argentinos, va metiéndonos en tema. Mientras miran fuera de campo aparecen sus “versiones jóvenes” es decir, cuatro actrices vestidas de enfermeras que, en una muestra de teatralidad muy básica se colocan detrás de las protagonistas reales (una de ellas parece tentada de risa). Esta primera toma tiene como propósito “avisar” al espectador de los tres pilares que a lo largo de poco más de 80 minutos serán el sostén estético y de contenido: realidad testimonial, material de archivo y ficción en el género musical. Hasta animación en stop motion habrá. Así conoceremos los relatos de María Eugenia Álvarez (descubrió la vocación en un hospital), María Luisa Fernández (la menor de siete hijos de inmigrantes españoles), Lucy Rebelo (llegó a la argentina en 1937) y Dolores Rodríguez (la menor de ocho hermanos a quien llevaron de a poco a la vocación), cuatro de las cientos de enfermeras que pasaron por la escuela de enfermería fundada por Eva Perón, el Policlínico Perón, los trenes de Perón, el himno de las enfermeras, cuya letra por supuesto incluía a Eva Perón… Se podría confundir con una intención panfletaria si se analiza superficialmente, pero lo cierto es que esta parte de la historia Argentina se escribió bajo el emblema casi exclusivo de las icónicas figuras. Aislarse deliberadamente de este contexto sería un error histórico pero, desde este mismo lugar la inclusión de números musicales bajando línea en su letra se parece más a la adoración fanática que a la reivindicación. Estos números musicales están grabados en blanco y negro (¿para amalgamarse con el archivo?) casi siempre en un mismo escenario y con encuadres estrambóticos que parecen decididos solamente por no tener a la gente cantando frente a una cámara fija en lugar de pensar su capacidad narrativa. Quedan lindos, lo mismo que las escuetas coreografías de Yanina Bolognese (parecen algo contenidas). En contrapartida, el canto y la música son impecables. Dan ganas de ver más trabajos de Gaby Goldman y Marcelo Kotliar; pero haciendo un musical en serio porque en el caso de ésta producción fílmica tienen tanto de buena realización técnica como de inconexión. Las cuatro actrices cantando son a la historia de la enfermería lo que “Annie”(1982) a la situación de orfandad. La diferencia es que el musical de John Houston (o su reciente remake) pretende (y lo logra) ser una comedia musical cuyas canciones son parte fundamental y homogénea del relato. Esto no ocurre en la obra de Marcelo Goyeneche. En ningún momento logra una justificación más que por el hecho de mostrar que puede hacerlo bien. Ni hablar de los momentos en que fragmentos del clásico ”Dios se lo pague” (1948) dejan de ser una anécdota querible para transformarse en una intención melodramática. Esto y las tres o cuatro canciones provocan hasta desconcierto. “no sé quién puede desearle el mal” reza uno de los versos del número sobre la muerte de Evita. Poco a poco todo va siendo licuado. Lo que se dice en las entrevistas es montado con material de archivo para subrayarlo (la escena en el auditorio en donde se estudiaba, por ejemplo, que encima tiene a una actriz “en personaje” sentándose por ahí) ¿aporta a la historia que se quiere reivindicar? Por momentos parece que los relatos sobre la época por parte de las cuatro sirven más como copetes para el archivo que como testimonio contundente, consecuentemente la solidez del texto se va diluyendo. Está la palabra de alguna especialista en el tema, imágenes como la asunción de Ramón Carrillo en el ministerio de salud, la situación edilicia de antaño montada con la actual, o sea, hay material antiguo repetido cientos de veces y otro muy pocas veces visto como el terremoto en Ecuador o el entrenamiento de las enfermeras. Pese a todo “Las enfermeras de Evita” logra una progresión que eventualmente (gracias a esas voces sabias, cansinas, fuertes y convencidas de las protagonistas) conmueven. Dejan su huella en el documental. Es en definitiva un homenaje a estas mujeres comprometidas que pusieron (tal vez sin saberlo) una de las piedras basales originarias del reconocimiento de los derechos de la mujer.