Pregunta retórica sobre la dualidad de las definiciones que buscan explicarlo todo Los elementos que componen una obra cinematográfica y sus diversos usos a lo largo de los años han logrado, a fuerza de repetición de ideas y guiones, acuñar la frase “está todo inventado”. No obstante hay artistas que pensando fuera de la caja y rompiendo moldes de vez en cuando demuestran todo lo contrario. Richard Linklater es uno de ellos. No necesariamente por los años que le tomó concebir “Boyhood, momentos de una vida”. Si bien es la primera película estrenada con este concepto de planificación, no es la primera vez que se hace. David Carradine estuvo años filmando “Mata Hari”, con él y su hija como protagonistas, hasta su muerte en 2009. Nunca se terminó, pero la idea era contar la vida de la bailarina-espía. Por otra parte, Richard Linklater mismo abordó la historia de un hombre y una mujer a lo largo de dieciocho años con la trilogía “Antes del amanecer” (1995), “Antes del atardecer” (2004) y “Antes del anochecer” (2013), pero con una sutil diferencia respecto del estreno de esta semana: no había una intención a priori de hacer secuelas. Era más bien algo lúdico el hecho de visitar de vez en cuando a estos personajes para ver en qué andaban. Mason (Ellar Coltrane) y Samantha (Lorelei Linklater) son hijos de Mamá (Patricia Arquette) y Papá (Ethan Hawke) que están separados. A lo largo de la obra veremos cómo el entorno familiar, en especial el de una madre casi analfabeta y con muy mala puntería para elegir pareja, afecta para bien o para mal la vida de estos chicos. Como el creador del destino de los personajes que es, el guionista va digitando las diferentes circunstancias que atraviesan todos durante una docena de años. A su vez, pequeñas dosis de cambios en los contextos socio-político-económico se presentan como un marco omnipresente en la vida de esta familia rota. Las dificultades serán muchas, las mudanzas también. Hay como un aire a renovación cada vez que las sutiles elipsis temporales dan paso a un nuevo episodio, como si pudiéramos retomar la historia mientras los pensamientos van rumiando las imágenes anteriores. Llegará un momento en el cual la sensibilidad sale a flor de piel desde la butaca. Es la clara capacidad del espectador para empatizar con los personajes, pero además es por el irrefutable hecho de haber sido testigos presenciales del crecimiento real e imaginado de todos los que pasan frente a cámara. Esa, precisamente, es la clave de “Boyhood, momentos de una vida”. No el uso del tiempo, sino el paso del mismo. Andrei Tarkovski renegaba a veces del montaje. Consideraba que ya el hecho de cortar una toma implicaba un recorte de la realidad. Para él, el espectador tiene una versión parcial, muy parcial de la realidad retratada en el cine pues lo sucedido en toma ya era pasado, luego, los planos deben llenarse de tiempo en lugar de acortarlos con el montaje. Análogamente, Linklater utiliza un concepto emparentado, pero con el elemento del envejecimiento del actor como muestra cabal del paso del tiempo. Es decir, para el autor de “Stalker” (1979) el montaje es a la realidad lo que para Linklater son los trucos de maquillaje al envejecimiento, o mejor dicho a la maduración, porque es la vida desde el punto de vista de Mason desde su niñez en adelante lo que el realizador intenta (y logra) retratar. Los años vividos pesan en los personajes de “Boyhood…” porque pesan en las personas que los interpretan quienes, sin embargo, deben salir al set con la mente puesta en la evolución de sus roles, logrando así un hecho artístico único en la historia: Ponerse en la piel de un personaje a lo largo de 12 años, entregándole el cuerpo y lo que sea que el tiempo haya hecho con él. Por ejemplo, Ethan Hawke pasó por más de 15 personajes entre mayo de 2002 y agosto de 2013, período en el cual se filmó la película, pero cada año debía volver a la cabeza del papá, entender la transición y retomarlo desde el punto siguiente. Hacia el final, el director suma un poroto más cuando durante unos segundos logra cerrar un ciclo generacional. Un eslabón sumado a otros tantos anteriores en la vida del ser humano transformando su película en una gigantesca pregunta retórica sobre la dualidad de las definiciones que se buscan para explicarlo todo. ¿Cuál es el sentido de todo esto? si la historia se repite, ¿sentido tiene vivirla? Si vivimos el momento, o si el momento nos vive a nosotros, serán sólo algunas de las múltiples cuestiones a resolver. Mientras tanto, “Boyhood, momentos de una vida” desborda ingenio, creatividad y buen cine.
Los dramas románticos no parecen tener dificultades para aceptarse como tales. La premisa de sus historias parten de dos o tres axiomas elementales que sustentan los entramados: El amor existe; siempre hay que darle una oportunidad al amor; el amor todo lo puede, y así por el estilo. Una vez elegido el tono los escritores habrán de imaginar quienes serán los personajes, que características tienen que justifican sus estados actuales y cuáles serán los eventos tendientes a juntarlos, separarlos, o eventualmente ambas cosas al derecho o al revés. De todos modos, para funcionar en cine, el casting es fundamental. Esto dicho en términos generales, por supuesto. “El último amor” ubica a dos personas en París: El Sr. Morgan (Michael Caine) es un octogenario viudo, solitario, y con cierta tendencia a querer terminar su existencia en este planeta; Pauline (Clèmence Poèsy) es una joven con menos de la mitad de su edad cuya vocación es la de ser instructora de baile. Ambos están atravesados por cierta desazón respecto de la vida en general, y del hecho de estar acompañados en particular. Por supuesto las convenciones indican que sus caminos se tendrán que cruzar. La premisa de la que parte Sandra Nettelbeck para contar su historia es la de saber que ambos están solos, se necesitan mutuamente, pero además se complementan como si fueran piezas de un Tetris. Hasta aquí no hay más intención que la de contar cómo dos personas aprovechan la circunstancia de conocerse para re-descubrir las razones de sentirse vivos. El problema surge cuando, al intentar ser literal con la adaptación de la novela de Francoise Dorner, la narración sufre desajustes por la inclusión de situaciones (un conflicto a nivel familiar de Pauline) o personajes (el de Gillian Anderson, como Karen Morgan) que terminan desviando el foco de atención, o simplemente no aportando nada como subtrama a una película que en apariencia no lo necesita. Por otro lado, una banda de sonido almibarada propone estados de ánimo en lugar de delinearlos, con lo cual parte del trabajo actoral queda decorativo. A este respecto, la química entre Clèmence Poèsy y Michael Caine es, por lejos, lo que mejor funciona, y acaso la virtud más importante de “El ultimo amor”. Por lo demás, presenciamos una historia simple que no pretende ser más de lo que es, y en esta austeridad de ambición queda la anécdota de ver un cuento correctamente narrado.
Sabrán disculpar si me plagio a mi mismo en este comentario, pero viene a colación del estreno de “Annabelle”. El año pasado se estrenó una de las mejores producciones de terror del último tiempo: “El conjuro” (2013). El primer párrafo de aquella crítica era el siguiente: “Hay algo extraño en la apertura de “El conjuro”, algo que parece presagiar un desastre, pero a la vez confunde y por suerte va por el camino contrario. Tres adolescentes están sentados en un sillón compareciendo, prácticamente, frente a un grupo de adultos. Cuentan algo que los asustó. Para una película de terror, y para los amantes del género, el relato es tan inverosímil como ridículo…” El recuerdo bien vale, porque “Annabelle” llegó para confirmar que todos esos temores iniciales podían ser ciertos. Como si fuera un guiño al mal gusto, como si el guionista Gary Dauberman hubiera sabido que íbamos a citarlo, el comienzo es calcado del de “El conjuro”. La misma situación, sólo que esta vez en lugar de focalizarse en otro segmento de la historia de los Warren, el guión nos lleva a conocer el origen de esta muñeca. Todo empieza cuando John Gordon (Ward Horton) se la regala a su esposa Mia (Anabelle Wallis) quien, a pesar de tener esa cosa bien vestida pero de horripilante apariencia, se pone chocha ante la mirada incrédula de su marido… y de toda la platea. Pero como sobre gustos no hay ley escrita, sigamos. A la señora le gusta, y ¿quién es uno para andar dando correctivos? La coloca en una estantería mientras la cámara se acerca con música tétrica. No vaya a ser que algún espectador desprevenido no haya visto el afiche y no entienda que algo malo va a pasar. Y pasa algo malo… además de que la película sigue proyectándose. Sin comerla ni beberla, Mia es atacada por sus vecinos, un hombre y una mujer adoradores del diablo que se meten en la casa. Cuando vea esta escena ni se le ocurra interpretar las imágenes porque no hay metáforas, ni simbolismos, ni elipsis. A pesar de un plano conjunto de ambas casas y del marido entrando en la de al lado por la puerta principal, usted nunca sabrá cómo llegaron los vecinos a meterse en la propia. La magia del cine, ¡vaya uno a saber! Si es por esto, “Annabelle” parece dirigida por Mandrake, porque este será sólo el puntapié inicial de una antología del ridículo y del inverosímil. Por si fuera poco, hay que aguantar, en la misma escena, al atacante clavando un cuchillo en la panza embarazada de Mia. Si al menos el camino hubiera sido apostar por el morbo total estaría justificado, pero la cosa no pasa de ahí. Antes de morir, el alma de la vecina "entra" en la muñeca. ¡Basta!, no me pregunte. Entra. Creer o reír. En algún momento algún personaje piadoso le contará al público que a veces el mal se posesiona de algunos objetos. Todo lo inherente a lo estético logrado en “El conjuro”, está absolutamente abandonado aquí. La dirección de arte es apenas un derivado, los efectos visuales son comunes, la banda de sonido directamente anuncia todo y abusa de la percusión para lograr el sobresalto fácil, y la fotografía tiene, sólo por momentos esa tendencia a los colores secos que tanto ayudaban a construir los ’70. Raro, porque aquí el realizador John R. Leonetti fue el director de fotografía de la anterior. El elenco cumple. Es loable ver como se esfuerzan para no romper en carcajadas ante líneas como la del fantasma de la vecina: "Me gustan tus muñecas", dice. o la propia Mia cuando, en un destello de piedad hacia quién escribe, pone en palabras la inevitable conclusión: "Hay cosas que pasan que no se pueden explicar".
Bocanada de frescura animada por originalidad e impronta personal En tiempos de pocas ideas la calidad y la inventiva causan sorpresa. Un recorrido histórico, útil para valorar las raíces, las tradiciones y el traspasamiento generacional, es sólo una las varias virtudes de “El libro de la vida” que se instala en el podio de las tres mejores de animación de esta temporada vernácula, junto con “Las aventuras de Peabody y Sherman” (2014) y “Frozen, una aventura congelada” (2013). En la primera escena un grupo de chicos revoltosos de la primaria hacen lío frente a un museo de historia. Se muestran agresivos entre sí y para con su entorno, poco tolerantes e irrespetuosos. Primero por belleza, luego por presencia; son abordados por una empleada del establecimiento quien dándoles un calificativo de especiales a los chicos los conduce a un ala secreta del museo donde conocerán una vieja leyenda (seguramente con algo para aprender). Según ella, antiguamente se creía que más allá de la vida el universo se divide en dos: La tierra de los recordados gobernada por La muerte (Kate del Castillo), y la Tierra de los olvidados, a cargo de Xibalba (Ron Perlman, doblaje de Miguel Ángel Ghigliazza) Ambos sectores son mantenidos en equilibrio imparcial por El hombre de cera (Ice Cube, doblaje de Gerardo Reyero). Los “dioses” observan, se divierten. Posan su atención en Manolo (Diego Luna, doblaje de Ángel Rodríguez), Maria (Zoe Saldana, doblaje de Sandra Echeverría) y Joaquin (Channing Tatum (doblaje de José Gilberto Vilchis). Son amigos desde la infancia con el deseo de aventura y adrenalina como factor común pero, además, los chicos comparten sendos enamoramientos de su amiga. Frente a la tentación, La muerte y Xibalba apuestan a ver quién se queda con la niña, y para ello cada uno otorga una virtud a su protegido con la que crecerá a lo largo de los años. Alguien hace trampa persiguiendo intereses non sactos, lo cual se ofrece en el guión como el pilar oculto de la subtrama que aporta valores adicionales. “El libro de la vida” está protagonizada fundamentalmente por muñecos en cuyas figuras se adivina una vida tan expresiva como sólida, apoyadas por una gran construcción de los personajes principales y secundarios. Nada parece librado al azar en esta producción de Guillermo del Toro que tiene como director a Jorge Gutiérrez. Claramente hay una apuesta estética, no sólo hacia el diseño de los personajes, sino también a la abundancia de los colores, en especial en la tierra de los recordados. El manejo carnavalesco de varios pasajes refuerza la idea central de que no hay nada malo con la muerte y, en todo caso, la vida se propaga, se prolonga, hasta que los vivos deciden olvidar a los que ya no están. La música de Gustavo Santaolalla, además de destacar mundos o estados de ánimo, se perfila como una de las mejores del año con camino derechito a alguna nominación al Oscar. El cine animado industrial recibe con ”El libro de la vida” una gran bocanada de frescura y acaso la ineludible percepción de estar frente a una obra original con estética e impronta personal, lo que no está dado exclusivamente por lo visual sino por un profundo arraigo a las tradiciones y leyendas mexicanas, empezando por algunas referencias al Popol Vuh y otras obras precolombinas. Tal vez para los menores de ocho años podría resultar algo extensa en su duración y, por qué no, de cierta complejidad en la interpretación semántica del texto. Nada que un tío no pueda explicar con paciencia, pero en definitiva se trata de un entretenimiento imperdible.
Guión y realización compactas, con un elenco sin fisuras y una atmósfera agobiante Qué linda sensación para el cinéfilo cuando sabe del estreno de un director al cual viene siguiendo. Uno puede ver a lo largo de su filmografía cuales son los temas que ha abordado, y acaso ser testigo de las pequeñas obsesiones del artista en cuestión. En el caso de David Fincher los últimos años lo tienen como un fanático empedernido de la investigación con “Zodíaco” (2007) como baluarte principal. Además, aquella en particular fue la demostración cabal de cómo el espectador, frente a una obra, ve lo que quiere ver o va en la dirección contraria a la propuesta a pesar de las evidencias planteadas desde la acción. “Zodíaco” parecía contar la historia de un asesino serial, pero en realidad el tema era a qué punto se puede llegar cuando la búsqueda de la verdad (en especial si se tiene por vocación, como en el periodismo) se transforma en obsesión, peor aún si crea una dependencia emocional. Algo parecido le sucedía al escritor de “La chica del dragón tatuado” y, por qué no, al desahuciado socio del creador de Facebook en Red Social. Amparado en el infalible axioma de “todo espectador quiere saber quién lo hizo y por qué”, en ese orden,. El director nos trae su décimo largometraje como para darle una vuelta más al asunto de averiguar cosas. Para no entrar en las capas subterráneas del guión de Gillian Flynn, basado en su propio libro, digamos que “Perdida” es la historia de un matrimonio con más apariencias que realidades. Nick Dunn (Ben Affleck) es un escritor reconocido y de buena posición económica. Luego del llamado de un vecino acude a su casa para descubrir que su mujer Amy (Rosamund Pike) ha desaparecido. Cosas rotas y manchas de sangre son algunos indicios que tomará la detective Boney (Kim Dickens) para iniciar el procedimiento policial a fin de saber qué es lo que pasó. “Perdida” abre con una escena clave: mientras escuchamos el pensamiento de Nick, “quisera abrirle la cabeza y saber qué piensa”, vemos a una hermosa y sonriente esposa. Luego el relato abre y se cuenta desde dos extremos. Uno es un diario íntimo de Amy que va construyendo la relación entre ambos; el otro es el presente del marido y cómo éste y los medios de comunicación masivos van tomando la situación a medida que los indicios se van solidificando. Ambos extremos son emocionales, pero se van superponiendo en la mente del espectador para que éste también haga su juego de ajedrez a medida que la entrega de la información va trabajando sobre el morbo y los prejuicios, porque hay algo muy claro en todo esto: nada es lo que parece y nadie está exento de usar una careta. Todos estos elementos funcionan en este gran guión como listones de un cerco en el cual los protagonistas, más que quedar atrapados, caen en su propia red. En especial cuando la prensa entra en acción como elemento crucial de la trama, para lo cual el texto cinematográfico juega a citar a Sartre con aquello de que “el infierno son los otros” en el momento en que Nick o Amy toman la posta en la opinión pública blandiendo estrategias por televisión. El realizador entiende la importancia fundamental de contar con buenos actores. Las tres actrices, Rosamund Pike, Kim Dickens y Carrie Coon, como la hermana de Nick; ofrecen trabajos superlativos, dignos de nominación al Oscar, algo que suele suceder en la filmografía de Fincher. Respecto de Ben Affleck, ya sabemos que no es un gran actor, pero cuando está bien dirigido aparecen destellos interesantes. Por su construcción narrativa, con la compaginación de Kirk Baxter, la generación de atmósferas agobiantes (una vez más lo de Trent Reznor y Atticus Ross con la banda de sonido es espectacular), y la notable fotografía de Jeff Cronenweth, sumados a la capacidad del conductor de esta orquesta para dosificar la información en función de la sorpresa a medida que se sacan más trapitos al sol, “Perdida” va trocando de un drama a un policial y se convierte en uno de los grandes entretenimientos del año.
Así, sin ningún tapujo ni escrúpulo se mueven algunos personajes en el mundillo del cine. También es verdad que en materia de originalidad el que esté libre de plagio que arroje la primera hoja A4. Pero una cosa es saber tomar elementos vistos u oídos para reformularlos o redefinirlos, y otra muy distinta es, en cine, hacer una película casi calcada de otra sin tener al menos el decoro de anunciarla como remake. ¿Se acuerda de “Twister” (1996)? Jan de Bont presentaba una narración clásica en la cual Bill Paxton y Helen Hunt eran una pareja a punto de divorciarse, pero que todavía compartían la misma pasión y adrenalina por cazar tornados, en función de poder instalar en uno de ellos una sistema con micro-satélites que, desde el mismo ojo de tormenta, fueran capaces de transmitir señales claras para estudiar y prevenir estos fenómenos meteorológicos. En medio, obviamente, estaban ellos reconstruyendo sus vidas en el contexto opuesto o sea, la destrucción. Sólida historia con grandes efectos especiales al servicio de la misma. El guionista de “En el tornado” copian las dos o tres capas más superficiales de su progenitora; marco geográfico parecido: presentación del “villano” a la Tiburón (1975); personajes queribles; y, por supuesto, la espectacularidad de los efectos visuales, especiales, CGI, etc. Nada más. Desde el punto de vista de los personajes, tenemos tres vértices por los cuales la historia da comienzo. Por un lado, Gary (Richard Armitage) es el padre de dos hijos adolescentes encargados de filmar la ceremonia de egresados del colegio. Donnie (Max Deacon) anda tras Kaitlyn (Alycia Debnam Carey). una bella estudiante que debe terminar su tesis audiovisual o repite el año. Claro, se salen del evento para ir a filmar una fábrica abandonada en la cual Donnie tratará de “facturar”. En la otra punta están los cazadores de tormentas comandados por Pete (Matt Walsh) y Allison (Sarah Wayne Callies), quién como subalterna quiere al menos una buena predicción de presencia de tornado para evitar la cancelación del proyecto con su consiguiente despido, pero además para poder volver con su hijita tras meses de ausencia. Finalmente, la tercera pata no aporta absolutamente nada más que una excusa para el humor con dos tarados que intentan a toda costa captar un video utilizando el espíritu de Jackass para subirlo a YouTube, ser famosos y conseguir chicas. Adivine lo que pasa cuando se enteran que el tornado más grande de la historia va hacia Silverton, su pueblo. Podría haber sido esta una propuesta interesante, pero queda en lo anecdótico. El director, Steven Quale, tiene una de cal y una de arena. Si el guión de John Swetnam (copiado y todo) tuviera en los personajes consistencia como aquella de los ‘90, al menos no se vería en la posición de recurrir al melodrama para darle peso dramático. Luego, ante la casi ausencia de conflicto no le queda otra que recurrir a sus pergaminos como asistente de James Cameron y supervisor (brillante) de efectos especiales de “Avatar” (2009), y convertir a los rubros técnicos en la verdadera y casi exclusiva estrella de “En el tornado”. Todas las secuencias del viento llevándose puestos, techos, árboles, camiones y Boeingss son sencillamente espectaculares. El trabajo es digno de la pantalla grande pues su efecto sobre la platea será abrumador. Aquí es donde, tal vez, la parafernalia para mostrar la fuerza del viento justifica el precio de la entrada y uno puede quedarse con imágenes inolvidables. Si la vara estaba alta, aquí se supera con creces. Lástima que todo eso vaya en desmedro de lo principal: narrar una historia. Para bien o para mal, se pasa volando.
Propuesta distinta que va y viene entre la comedia agridulce y el humor insólito Hay algo en “Yo, mi mamá y yo” que excede el hecho cinematográfico, más allá de un planteo visual netamente teatral desde la forma y el contenido: la capacidad para desnudar el alma y los sentimientos a partir de la revelación del pasado, sus consecuencias en el presente, y la certeza del futuro de una persona. Este despojo de preconceptos para referirse a sí mismo convierte a la obra, por el acto de generosidad de su creador, en una referencia ineludible a la hora de lidiar con los tabúes generados por las actitudes de una sociedad (con la familia como botón de muestra) teñida por los prejuicios que conforman la discriminación. Guillaume Gallienne, miembro estable de la Comédie Française, aborda un texto en primera persona (luego va variando) para narrar su vida enfocada hacia el costado prejuicioso que tuvo que soportar por parte de su familia primero, y por todos los entornos por los que pasó después. La escena inicial lo tiene a él a punto de salir a escena en lo que se adivina una obra teatral. Ya en esos primeros minutos las referencias a su madre, por la cual siente una adoración obsesiva, contrasta con el trato que esta, personificada por el propio Gallienne, le dispensa. Así entramos en un código de teatro del absurdo en donde la exacerbación de las situaciones nos pone en la necesaria práctica de entrar en el juego. Muchas de las situaciones son hilarantes al punto de olvidar que es Guillaume quien atraviesa por todas estas situaciones. La propuesta remite de inmediato a aquella “El rey de la comedia” (1973) donde Robert De Niro quería triunfar en el mundo del Stand Up con una rutina, tan brillante como cruel, sobre su propia vida. La diferencia está dada por los manejos de los tiempos. Es como sí desde el guión literario hubiera un coqueteo con todos los tiempos cinematográficos, en especial un tiempo abolido en donde los personajes entran y salen aportando realidad a la imaginación (la escena en la cual el protagonista se sumerge en el mundo de las películas sobre Elisabeth “Sissi” de Wittelsbach, emperatriz de Austria y reina de Hungría, inmortalizada cinematográficamente, en 1955 y 1956 como “Sissi”, encarnada por Romy Schneider), o imaginación a la realidad (las sesiones de terapia, por ejemplo). El texto, autobiográfico por si hace falta aclararlo, atraviesa momentos hilarantes, y de los otros, los que ponen una pausa brusca a la risa que trabajan una sana incomodidad en el espectador. En especial cuando se aborda el período de la pubertad en el cual se produce una gran cantidad de definiciones en la personalidad, incluyendo la sexualidad. En este punto es donde, deliberadamente, los diálogos y las situaciones juegan con el morbo y lo que cada uno proyecta sobre el personaje para intentar clasificarlo. Este juego es el más interesante de una película sostenida casi exclusivamente por la actuación de Guillaume Galliene y su muy creativa forma de narrar su historia que, por cierto, también funciona como una manera de expulsar los fantasmas del pasado y hacer catarsis. “Yo, mi mamá y yo” es una propuesta distinta que va y viene entre la comedia con sabor agridulce y el humor insólito. Gran novedad desde Francia. Enhorabuena.
Rica aproximación cultural a través de un inteligente entretenimiento Un breve resumen indica que “Los caballeros del Zodíaco” es un manga (historieta) japonés lanzado en 1986, latente hasta 1990. En esos cuatro años hubo una adaptación animada (en animé) televisiva en la cual se amplió un poco la historia, la cual tuvo además cuatro largometrajes estrenados en plena publicación del cómic. Luego hubo un revival, en el 2004, también en formato animé. Diez años después tenemos éste relanzamiento: “Los Caballeros del Zodiaco: La Leyenda del santuario”. El cómic (y la serie de TV) narraba las aventuras de cuatro caballeros (o “Santos”) que luchan y protegen a la diosa Athena, quien reencarna en forma humana con el nombre de Saori Kido. Obviamente ella es la elegida para combatir las fuerzas del mal que tiene varios nombres y variantes a lo largo de la saga. La diosa, cuyos poderes son revelados a su debido momento, tiene a estos cuatro aliados con poderes cósmicos basados en alguna de las constelaciones pero que, en definitiva, tienen que ver con las virtudes de los elementos fundamentales (agua, tierra, fuego, etc.) El atractivo fundamental siempre fue el de poder combinar sabiamente los personajes de mitologías tan disímiles como la griega y la escandinava, con gran dosis de acción y personajes sólidamente construidos con bases dramáticas inspiradas en los conflictos de los dioses, y en virtudes como la fidelidad y el honor contrapuestas con el egoísmo, las ansias de poder y la traición (casi en ese orden) A casi 30 años de la creación de Masami Kurumada esta producción presupone un reinicio por partida doble. Primero, debido al abandono por completo del animé clásico para pasar a una estética tridimensional cuyo colchón es la presencia exclusiva de CGI para su diseño. Segundo, porque, por suerte, los guionistas Kaito Ishikawa y Masami Kurumada (con casi 61 años) van por el camino más inteligente de todos: proponerse no dejar a nadie afuera, en particular aquellos que no tengan ni la menor idea de la existencia de estos personajes. ¡Vaya si funciona esta idea! Desde el punto de vista del diseño de arte, la película tiene un evidente poder visual que casi no da respiro. Las escenas de acción, junto a los decorados, le dan un tinte épico en cada batalla, y de vez en cuando, reaparece ese humor ridículo (a veces descolgado) que caracteriza al manga. Hay, como suele pasar cuando hay poca seguridad en el producto, un exceso en la banda sonora con pasajes demasiado subrayados lo cual resulta un poco agobiante. De todos modos, estamos frente a otro evento cultural como ocurrió con el estreno de “Dragon Ball” este año (visto por casi medio millón de espectadores). Seguramente el éxito está asegurado no sólo por los fans, sino por cualquiera que se sume sin temor. Todo está explicado en forma dinámica, aunque también se guardan secretos para los más ortodoxos, quienes se irán del cine con nuevos aportes al argumento clásico. Puro entretenimiento.
El imaginario de Terry Gilliam vuelve a ponerse a prueba. No debería ser así porque tal imaginario ya superó con creces todas las pruebas posibles. Así como sucede con Wes Anderson, el mundo cinematográfico creado por ex integrante de los Monthy Python ya tiene fisonomía propia desde “Los aventureros del tiempo” (1981) a esta parte. Sin tener en cuenta lo realizado en los ’70, porque casi todo fue con el grupo cómico, es posible que según el género haya diferencias y debamos agrupar “Los aventureros…” junto a ·Las aventuras del Barón de Munchausen” (1990) y “Los hermanos Grima” (2005). En otro concepto estético estarían “12 Monos” (1995) y “Brasil” (1985). Justamente de esta última, el estreno de hoy, “Un mundo conectado”, vendría a ser de este grupo aunque un par de escalones abajo. Porque no es en lo visual en donde Gilliam se pone a prueba en forma constante, sino en qué hace con todo ese universo. La primera imagen es la de una especie de agujero negro espacial que se va fundiendo hasta entrar en la cavidad craneana de Qohen Leth (Christoph Waltz). A éste hombre lo vemos obsesionado con dos cosas: Poder conseguir por parte de la empresa monopólica (se da a entender) un certificado que le permita trabajar desde su domicilio. De esta manera puede atender el ansiado llamado del cual vive pendiente para que le respondan sobre el significado de su existencia. Su otra obsesión es descifrar “El teorema cero” (tal el título original), teorema que irónicamente probaría que la existencia no tiene ningún sentido. Semejante propuesta comienza a tener algunas pinceladas jugosas e interesantes al presentarse ante el espectador. Estamos en un futuro en el cual la publicidad digital proyectada en la pared persigue a los transeúntes con sus argumentos de ventas. Los autos son diminutos, de consumo rápido. Los valores espirituales están prácticamente ausentes y deteriorados. Qohen vive en una iglesia adquirida a bajo precio por su estado de dejadez. La sociedad se volvió adoradora del consumo rápido. Hasta el sexo o el psicoanálisis se dan en forma virtual. El contacto se perdió. Es así, que rara vez el realizador inglés se quede con sólo un tema de conversación. Desde el vamos este planteo de ciencia ficción filosófica no es nuevo ni para el cine ni para este director. De alguna manera, esta hermana boba de “Brasil” va por ese camino. Hay una cuestión a tener en cuenta: esta es la era de la comunicación y sin embargo este futuro planteado en el guión no parece poder abarcar el concepto o lo hace en forma “amesetada”. Como si mostrar una sociedad convertida en “emoticons” multicolores fuera igual de trascendente que la cuestión metafísica. El texto de “Un mundo conectado”, al revés de las citadas anteriormente, colisiona contra la dirección de arte, por ejemplo en el hecho de que el protagonista habla de sí mismo en tercera persona del plural, mientras trata de integrarse en una fiesta cuasi lisérgica que muestra formas y códigos del futuro. Sería coherente si no fuera porque esta distopía no parece buscada, sino una consecuencia de la falta de los engranajes necesarios para amalgamar el discurso con la imagen. Todo parece ser. De a ratos la sensación es la de estar viendo las sobras de alguna cena. Viejos bocetos de proyectos rejuntados y redefinidos para la ocasión. De todos modos, estamos frente una filmografía conceptual. Mucho se perdió también en la espantosa proyección de prensa con asqueroso sonido, incomodidad en la sala, etc. Es posible que una segunda visión aclare mejor un panorama que se presenta por momentos confuso, por otros con exceso de vertiginosa información. Terry Gilliam no deja de ser un ilusionista nato que da su versión del mundo globalizado con esta fábula. Para ver y debatir.
Sé que debo escribir sobre cine, pero llegados a este punto es necesario aclarar las ideas y ordenarlas un poco para poder ver el bosque que tapa el árbol. La literatura de ciencia ficción pensada para adolescentes está teniendo algunas dificultades con la originalidad, y en un par de casos (“El huésped” -2013-, “Soy el número 4” -2011- , la colección de “Crepúsculo” completa – 2008, 2009, 2010, 2011-) para plantear lecturas profundas sobre ellos, al menos algo que vaya un poco más allá de si está bien o no enamorarse de alguien distinto o las tribus urbanas determinadas sólo por su forma de vestirse. Es increíble que no haya una oleada de juicios por plagio a esta altura. En el caso de la ciencia ficción futurista el escenario se plantea luego de algún evento apocalíptico (se rompió el sol, se tiró la bomba, etc.) y con una sociedad eminentemente violenta que intenta volver a organizarse empleando métodos poco democráticos. O los autores, presionados por los ceros del cheque, pierden la brújula en la mitad del segundo libro, o simplemente la idea está agotada. Algunos salen bien, claro, pero cuando pasa eso ¿quién puede ceder ante la tentación de seguir escribiendo a cambio de una islita en la Polinesia? ¿Se imagina si se escribiera hoy “La naranja mecánica”? ¿Cómo hace Anthony Burguess para explicarle al editor que ya está? Que es un sólo libro. Ni a palos podría enfrentar a la caja registradora. Terminaría firmando para escribir “La banana a pedal”, “La sandía eólica” y el final de la saga se desdoblaría en dos: “Aguante la mandioca: la fruta es mentira” y “Aguante la mandioca 2: el retorno del melón digital”. Si tomamos los planteos básicos de “Divergente” de Verónica Roth, “Los juegos del hambre”, de Suzanne Collins, y “Maze Runner”, de James Dashner, por mencionar las sagas más exitosas entre el público joven, todos se parecen en algo, o al menos tienen el mismo esqueleto. Futuro desesperanzador, la humanidad (en especial los adolescentes) está dividida en grupos según sus “aptitudes”, y los chicos puestos a prueba con distintos experimentos ya sean para convertirlos en algo más de lo que son, para ensayar sistemas de gobierno o para prolongar a los detentadores del poder. Por alguna razón casi implícita se clasifica a los pibes estilo Jardín de infantes. Salita verde, amarilla, azul, etc. También son aislados o separados en grupos comunes. Como se ve, no abundan las ideas nuevas. Lo que sí abundan son adaptaciones cinematográficas de libros que se venden por millones, razón por la cual no alcanza con uno. Hay que escribir cuatro o cinco más y, por supuesto, al último hay que desdoblarlo en dos películas. Si no, no vale. Se estrena “Maze Runner: correr o morir”. El autor lo ha definido como una cruza entre “El señor de las moscas” (1990) y “Lost” (serie TV 2004/2010), pero esto es cierto en la epidermis de la historia. Se parece a otras cosas en las capas más profundas. En la primera escena, Tommy (Dylan O’Brien) es subido a la superficie en un ascensor. Llega confundido, amnésico y mal dormido, a una suerte de chacra rodeada por cuatro paredes gigantes, cada una de las cuales ostenta unas compuertas. Cuando decimos gigantes es en serio. A ojo de buen cubero estamos hablando de 30 ó 40 metros de alto. No hay adultos en éste lugar. Sólo chicos varones de una edad promedio de 15 años. Hay un líder al que todos siguen, y están divididos en grupos según sus….. ¡Adivinó! Aptitudes, igual que en “Divergente” (2014). Así tenemos a los corredores, los granjeros, los constructores, etc. Pero esto no importa mucho porque todo se focaliza en los corredores que día a día salen al laberinto para tratar de trazar un patrón que les permita saber qué hay más allá. Miguitas no pueden dejar porque a la noche se cierran las compuertas y dentro del laberinto quedan los Penitentes, Una mezcla de arañas mecánicas con bofe de vaca, muy malas por cierto. Siempre hay un elegido. Esta vez Tommy, que pese a su condición reúne valores como coraje, sentido común, osadía y curiosidad. Suficiente para comenzar la aventura y “desordenar” el orden establecido por los chicos en ese lugar en donde hay reglas a cumplir a rajatabla. De todo el grupo se desprenden Newt (Thomas Brodie-Sangster), un chico con habilidades físicas; Miho (Ki Hong Lee), un corredor, Chuck (Blake Cooper), casi un niño al que asignan el seguimiento de Tommy, y Gally (Will Poulter), típico malcriado con más músculo que cabeza. Por supuesto nadie sabe nada. El espectador se irá enterando de todo a medida que el protagonista pueda averiguarlo. La supervivencia durante una noche en el laberinto, con rescate del líder Alby (Aml Ameen) incluido y el envío de sopetón de Teresa (Kaya Scodelario), una chica, la única, del grupo, serán los disparadores para acelerar la aventura. Tommy tiene pesadillas recurrentes con imágenes en un laboratorio, las mismas que ella. Allí estará la respuesta pues. Es indudable la calidad de factura de “Maze Runner: correr o morir”. Todo funciona acorde a la millonada que costó y nada está puesto por azar. El debutante Wes Ball agarró el fierro caliente de la dirección con mucha solvencia para amalgamar los rubros técnicos en los cuales la banda sonora y la composición digital se llevan los mayores aplausos. El elenco cumple con creces, en especial el chico Blake Cooper. En cuanto a la fidelidad como adaptación, los guionistas Noah Oppenheim, Grant Pierce Myers y T.S. Nowlin, dejaron de lado a los fans ortodoxos y se tomaron varias licencias de mayor o menor envergadura, como por ejemplo la forma en la que Tommy y Teresa se comunican Por supuesto que todo queda abierto para la siguiente entrega (de cuatro novelas más y una sexta parte que se está escribiendo), mientras tanto este buen entretenimiento funciona y entretiene.