Si no es una moda estamos frente a una increíble coincidencia, dada la cantidad de películas que hemos visto en los últimos dos años abordando, de una u otra manera, el tema de la vejez. De 2012 a esta parte pasaron por la cartelera porteña: Por un lado “Amour” (2012) con un tinte extremadamente dramático, y por el otro “El exótico Hotel Marigold” (2012), “¿Y si vivimos todos juntos?” (2011), “Rigoletto en apuros” (2012), y “La sublevación” a nivel local. En el medio, entre estos dos grupos, estaría “La esencia del amor”. Arthur (Terence Stamp) es un hombre hosco, adusto, casi solitario si no fuera porque todavía convive con su esposa quien diagnostican con una enfermedad terminal. Marion (Vanessa Redgrave) es lo contrario a su esposo, llena de vida, de buen humor y con ganas de seguir adelante con el coro local en el que participa para poder competir en un evento nacional. Claro, necesita ayuda para poder ir a ensayar y aquí es donde dos formas casi opuestas de lidiar con las vicisitudes se juntan a pesar de ambos. Eso sí. Esto puede distanciarlos pero nunca separarlos. Arthur y Marion se aman. Cuando “La esencia del amor” empiece a sonar melodramática, el espectador deberá recordar que esta es la historia de él. De cómo Arthur debe cambiar la forma de encarar el resto de su vida si quiere reconciliarse con el mundo. La realización le suma a este desafío dos subtramas leves para rodear el tema principal: la tambaleante relación que Arthur tiene con su hijo y su nieta, y el desarrollo del evento del coro geriátrico que sirve en más de una oportunidad para descomprimir la tensión dramática frente a la enfermedad, aunque en realidad luego tendrá otra preponderancia en la vida del protagonista. Esta subtrama no es el evento en sí, sino una mirada a la vida de Elizabeth (Gemma Atherton) una maestra de música en sus veintipico de años que coordina a los ancianos porque los quiere, porque ama lo que hace pero sobretodo porque tiene dificultades para relacionarse con gente de su generación. Allí, en el coro, encuentra personas “que la escucha y le importa lo que hace” Para llevar adelante un guión que transita más o menos por un andarivel predecible, como sucede con las referencias anteriores, es necesario un elenco que resalte con su talento los desniveles de algunos diálogos. Vanessa Reagrave y Terence Stamp (que curiosamente no trabajaron juntos hace como cuarenta años porque el se negaba a cantar) le dan el tinte ideal a sus personajes. Ella con un registro muy natural, y él manteniendo esa rigidez que alguna vez lo llevó a interpretar algún que otro villano. La dirección de Paul Andrew Williams no escatima en lágrima fácil, pero hay en ello una segunda intención que es la de aportarle al protagonista las razones para ratificar su personalidad que a su vez sirve para darle el lugar a modificarla para reconciliarse con la vida. “La esencia del amor” no pretende ser más profunda de lo que es y en eso reside su mayor virtud, además del talento de un elenco que lleva todo a buen puerto.
Ante la repulsión que me provoca Jackass y todos sus antecedentes radiofónicos, televisivos y cinematográficos, es difícil mantener cierto grado de imparcialidad. De última sería más fácil decir: si le gusta Jackass vaya, y si no quédese en su casa. No voy a hacer catarsis, de todos modos intentaremos algo más constructivo. El diccionario de la RAE tiene dos definiciones para “humorismo”: 1. Modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. “Jackass: El abuelo sinvergüenza” (junto con la serie de MTV, más lo hecho anteriormente para cine), no entra en la primera definición porque ninguno de los dos elementos centrales de la realidad que posee el guión resaltan el lado cómico de nada. Al contrario, la vejez (con sus dificultades) o el abandono infantil (podríamos incluir el choque generacional abuelo/nieto) son tomados como objeto de burla, además de ser usados tramposamente para abusarse de la confianza, la compasión, la solidaridad o la incredulidad de la sociedad. ¿Y si aplicamos la segunda definición? 2. Actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Encajaría muy relativamente. Uno entiende que, en lo suyo, el equipo detrás de éste proyecto es profesional y busca la diversión del público, aunque la propia tenga prioridad. Sin embargo no son chistes, tampoco imitaciones. Si tomamos a la parodia como una imitación burlesca y a la sátira como una composición que intenta mofarse de algo, “Jackass: El abuelo sinvergüenza” podría entrar en esta variante, pero cinematográficamente hablando los argumentos son más endebles aún. Se le ponga el disfraz que se le ponga, Jackass es un conjunto de cámaras ocultas. Salvo los protagonistas, Johnny Knoxville, Jackson Nicoll y algunos cómplices, el resto no sabe que la situación está preparada. Así, los espectadores / televidentes se dividirán entre los que disfrutan riéndose de lo que le pasa a los demás y los que no. Esta variante de humorismo registra su antecedente más lejano, en 1976 cuando el sudafricano Jamie Uys se despachó con “Esta loca, loca gente” registrando con cámaras ocultas distintas situaciones prefabricadas, como por ejemplo dos clientes en la barra de un restaurante que pedían el mismo plato. El falso recibía uno repleto, el verdadero uno casi despojado de comida. En otra, la cámara registraba de lejos la reacción de una persona que caminando por la vereda era seguida en fila por otras seis. La secuela fue en 1983. Gran éxito cuando salió en VHS y llegó a manos de Marcelo Tinelli que lo copió hasta el hartazgo en los noventa, Mario Pergolini también. En ambos casos se grababa una realidad alterada cuya gracia residía en ver el estado de la alteración, furia y enojo de una persona mientras viajaba de vacaciones, o viendo como le destrozaban el auto “por accidente”. Pero no son los únicos antecedentes de humor tramposo. Aquí, en Argentina, el Dr. Tangalanga se la pasó grabando conversaciones telefónicas con víctimas a las cuales insultaba de arriba a abajo mientras las sometía a situaciones de reclamo, por momentos muy violentas. Si ver o escuchar lo que le pasa en la vida real a una persona resultaba un éxito, no fue extraño ver nacer los reality show como los conocemos hoy con Gran Hermano a la cabeza. Jackass le agregó el elemento de la autoflagelación a la que se sometía el propio Knoxville con segmentos tristemente célebres, como cuando se somete a entrar en un baño químico y darlo vuelta en la altura. Este espanto fue un éxito de audiencia. Volviendo al estreno que me ocupa, “Jackass: El abuelo sinvergüenza” es uno de los “sketchs” del programa televisivo al que se decidió convertir en noventa minutos cinematográficos, disfrazados de un supuesto argumento en el cual el viejo enviuda (felizmente para él) y acepta llevar a su nieto al Estado donde vive el padre desempleado, adicto y abúlico. El nieto es un chico regordete y desfachatado. Sin filtros para decir lo que piensa o contar algunas cosas. Veremos situaciones en las cuales, por ejemplo, el niño habla de su mamá fumadora de crack en una sala de espera frente a la estupefacción de los presentes, o al abuelo jugando en un bar como hábil practicante de flutulencias, obteniendo como resultado final estrellar sus excrecencias contra la pared.. Un primor. Mas allá de los gustos personales, al intentar mechar estos momentos en una historia como para darle coherencia, Jackass traiciona un poco su propia fórmula en la que el desorde de las propuestas y la corta duración de las mismas eran las armas principales para que la cosa funcione. El abuelo y el buen trabajo de Johnny Knoxville no alcanzan para sostener una propuesta que por definición no tiene otro remedio que repetirse, volviendo todo tan reiterado y predecible que atenta contra los remates muchos de los cuales, los adivinamos apenas empieza la escena. Hablar de dirección sería injusto con la profesión. Mas que dirigir Jeff Tremaine coordina lo que sucede frente a las cámaras. En todo caso el mayor mérito lo tiene el equipo de maquillaje liderado por Steve Prouty y Tony Gardner con el trabajo hecho para lograr el abuelo y alguna que otra prótesis. Creo no dejar nada en el tintero. Ahora sí puedo decir: si no le gusta Jackass, no se moleste.
El comentario no se presenta fácil, créame. Pero trataremos de llevarlo a buen puerto. ¿Cómo entrar en tema para comentar “En el camino” si el lector no leyó el libro en el que se basa? En principio, aclarando que de no haber leído nada de Jack Kerouac ni de la Generación Beat, lo más probable será sentirse en la butaca como sapo de otro pozo. “En el camino” es un libro escrito a lo largo de unos tres años y pico, entre 1947 y 1951, por un en ese entonces joven Jack Kerouac (entre sus 25 y 29 años). En 1947, viviendo en Nueva York, ya era amigo de Allen Ginsberg, Neal Cassady y William Burroughs, poetas/escritores que luego conformarían la llamada Generacion Beat. Estamos en USA dos años después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial. La vida que ellos se planteaban vivir estaba lejos de los convencionalismos y las costumbres. Así emprendieron un larguísimo viaje en el cual el “libre albedrío” daba paso a vivir el sexo, las drogas, la música y otras yerbas (término adecuadísimo para este caso), de manera tal de poder romper con todos los esquemas. Explotar la juventud, las ansias de vivir al límite. No dejar una sola neurona en estado pasivo. Se trataba de explorar mente y cuerpo para que los sonidos y las palabras brotaran como un geyser de creatividad. Un desborde expresivo tan sublimado como alejado de la política. Admiraban a esas personas llenas de vida que hablan poco y hacen mucho, los que van al límite de todo y se salen del cuadrado. El escenario para desarrollar todo este cúmulo de sensaciones era todo los Estados Unidos con su gente y sus caminos. Caminar para vivir una Norteamérica de pos guerra, desde Nueva York hasta California pasando por Colorado, Illinois y Texas, Estados con su infraestructura todavía virgen. México fue otro de los destinos por los que transitaron. La cosa era vivir intensamente cada momento marcado por sexo, droga y jazz (el Rock and Roll vendría después con creces). Mientras, Kerouac escribía dejándose invadir por la sensación a flor de piel. Era el nacimiento de la escritura espontánea mediante una libreta que llevaba consigo. Ese inmediato producto de la imaginación era lo que luego se publicaría. Estamos hablando de fines de la década del ‘40 (aunque el libro fue editado en 1957). Cualquier cosa que hiciera un joven era transgresión. Ellos llevaban todo al límite, pero en paz. Años después no había un solo hippie que no hubiera leído “En el camino”. Fue el libro de cabecera e inspirador de todos los movimientos de los jóvenes en el mundo. Así es. La Generación Beat cambió la historia. Fue el germinador y motor impulsor del arte pop en toda su expresión y vigor, de Bob Dylan a Andy Wharhol y de Los Beatles a Lenny Bruce. Hay mucho, pero mucho más, para decir, pero estimo que lo dicho sirve (espero) como introducción. El libro, entonces, no sólo es la crónica de un viaje hecho concepto y poesía, sino también es autobiográfico (sin ser una biografía per sé). Jack Kerouac utilizó seudónimos o alter egos para hablar de los hombres mencionados anteriormente. Respecto del estreno de la producción “En el camino” es bueno saber que, en principio, es la culminación de muchos intentos por llevar éste texto al cine. Varios directores y guionistas quisieron hacerlo, entre ellos Francis Ford Cóppola. El propio Kerouac quiso actuar de sí mismo con Marlon Brando como partenaire. Nunca ocurrió. La historia marca a la dupla Walter Salles / José Rivera, director y guionista respectivamente, que ya habían trabajado juntos en “Diarios de motocicleta” (2004), como los que finalmente lo lograron. La historia comienza en 1947, en Nueva York, con Sal Paradise / Jack Kerouac (Sam Riley), Dean Moriarty / Neal Cassady (Garrett Hedlund) y Carlo Marx / Allen Ginsberg (Tom Sturridge) viviendo la noche de Nueva York y lo que sería el comienzo de éste extenso viaje por los Estados Unidos hacia donde los llevare el viento. A lo largo del relato encontraremos en Sal como a una suerte de cronista de lo que ve, sin dejar de participar activamente en todo lo que sucede. Por su parte Dean es el prototipo del ir-al-frente, como si fuera carne de cañón expuesto a toda clase de drogas con la misma intensidad de sexo en todas sus formas. Las mujeres con sus circunstancias irán apareciendo en la vida de cada uno: Jane / Joan Vollmer (Amy Adams) Camille / Carolyn Cassady (Kirsten Dunst), y en especial Marylou / Lu Anne Henderson (Kristen Stewart), la joven compinche de todas las experimentaciones de la libertad sexual. “En el camino” presenta dificultades (no errores) que se derivan de sus propias virtudes. La adaptación es, en términos de los hechos, literal, pero esto va en desmedro del espíritu del texto, dificultad acrecentada por el elenco protagonista. El registro actoral no logra captar la esencia de lo que estos jóvenes vivían. Actúan como si se aferraran a lo que alguien les contó de los escritores, en lugar de transitarlo por sus medios y con sus herramientas. Así, vemos trabajos donde sin duda se pone el cuerpo para una intensidad que se condice sólo por momentos con el espíritu libre de estos hombres. En algo falló el casting, sobre todo por Garrett Hedlund, acaso el más lejano de todos. Exactamente lo mismo ocurre con parte de la puesta. Dado que el relato del viaje está más relacionado con la poética que con la crónica, es difícil encontrar elementos a los cuales el espectador pueda aferrarse para armar la historia, tal vez afectado al dar mucho por sobreentendido.
Si hay algo curioso en los estrenos de esta semana son los dos documentales abordados de manera conceptualmente opuesta: Observación íntima a través de la cámara en “Boxing Club” (2013), y narración pura y constante en ”Huellas”. Ambas tienen algo para ofrecer considerando la enorme diferencia de estilos. Miguel Colombo anduvo haciéndose preguntas toda la vida respecto de la historia de uno de los hombres que más admira: su abuelo. El momento de responderlas llega con la cámara en mano. De a poco, más minuciosamente en el texto en off que en las imágenes, iremos enterándonos no sólo del escaso conocimiento que el director tiene sobre su árbol genealógico, sino también de sus inquietudes y su necesidad de explorar todo lo que pueda hasta que el mito o leyenda representada en la figura de su abuelo se entrone (y se redima), o se caiga de una vez por todas. En todo caso, “Huellas” se trata de eso. Buscar la verdad, encontrar lo que se pueda y seguir adelante. El abismo de conocimiento sufrido por Miguel se basa fundamentalmente en la historia de su madre. Puntualmente en aquello que permanece en estado de secreto. La entrevista a su propia madre es casi televisiva. Como si él intentara no involucrarse para lograr un mejor compromiso a la hora de revelar información. Los riesgos que se toman en esta realización son muy difíciles porque al tener un director de cine que además de filmar y editar debe actuar su propia circunstancia, o sea actuar de sí mismo, es muy posible perder el objetivo y caer en redundancia de imágenes y/o pérdida de naturalidad en el texto narrativo. Esto último, por momentos camina por la cornisa. Si se pierde la espontaneidad del relato en off, todo puede quedar absolutamente inorgánico e insoportablemente leído. Por suerte “Huellas” casi no cae en ese estado y logra mantener el interés constante merced a una suerte de empatía natural que se percibe desde la dirección. Los viajes a Italia le agregan tintes de aventura para desentrañar el misterio. En este aspecto la obra funciona bien porque no cae en la redundancia y pasa rápido de una cosa a la otra.
El tren del Roca llega a Constitución. Bajan todos los personajes que conformarán la escena del despertar de Buenos Aires, pero la cámara se quedará con uno de ellos mezclado entre la multitud y planos de la inmensidad que se irán reduciendo en su búsqueda hasta llegar a una puerta chiquita e insignificante. Será el umbral de un gimnasio subterráneo en el cual el hombre enseña a otros a boxear. Boxing Club debe su nombre a la intención de observar detenidamente a éste gimnasio que pasa casi totalmente desapercibido para los ojos del ciudadano de a pie. Uno no imagina a alguien llegando a ese lugar por haberlo buscado en Internet, más bien imaginamos otra cosa. Allí se llega porque alguien que asistea él nos ha indicado cómo hacerlo. Víctor Cruz propone uno de esos documentales de observación pura. La lente se ubica en lugares privilegiados, sin esconderse pero eligiendo rincones para encuadrar la intimidad de los entrenamientos. No hay historia. No hay guión. Algo se esboza apenas cuando la cámara sigue al entrenador yendo de casa al trabajo y del trabajo a casa. Muchas veces, en forma muy sutil, el sonido trabaja la posibilidad de parar la oreja para ver de qué se habla entre tanto golpe a la bolsa y salto de soga. La mayor parte de las conversaciones versan sobre la preparación física, la exigencia, o la posible combinación de golpes y técnicas. Es todo así, salvo algunas charlas jugosas, como la imperdible de un asistente con un ordenanza, en la cual el primero le cuenta, e interpreta, su visión de “El Padrino II”, con lo que aporta algo de humor entre tanta concentración. La captación de esos momentos es probablemente el hallazgo más importante de este documental sobre el boxeo, con el rigor del entrenamiento, el sueño de llegar y alguna metáfora sobre la supervivencia a golpes. Curiosamente, para poder arribar a ese nivel de intimidad la realización debe dejar de lado cualquier posibilidad de refugiarse en sobreimpresos, o cabezas parlantes que explican todo, por ende el espectador nunca sabrá de nombres, ni de historias pasadas. Casi nada que nos indique por qué cada uno está allí, de donde viene, cuál es el objetivo, nada. Será el espectador el que deberá resolver esa cuestión si desea entrar en el terreno de las suposiciones. La única certeza será el lugar y la necesidad de aportar todo de uno para encontrarle sentido. Ver “Boxing Club” es como, cuando sentados en una plaza, hacemos el involuntario y bello acto de mirar detenidamente una situación en algún lugar y nos ponemos a elaborar nuestra propia película sobre lo que estamos viendo.
Tolkien-Jackson: dos pilares que sostienen y amplían la obra literaria Ya lejos de la polémica suscitada por la decisión de hacer una trilogía basada en un libro de poco más de 300 páginas, polémica sin sentido por otra parte, queda claro que cinematográficamente hablando el universo de J.R.R Tolkien se desdobló con la aparición de Peter Jackson, formando entonces los dos pilares que sostienen y amplían la obra literaria. Lo escrito y lo filmado ahora van de la mano. Se amalgaman. Forman un binomio perfecto del cual se puede hacer o deshacer (si siguen sus propias reglas), aun cuando en algunos casos no aportase nada sustancial al núcleo de la historia. El caso de agregar se da con ambos creadores. Por ejemplo, así como los seis apéndices de “El señor de los anillos” crean decenas de posibles subtramas, explican en detalle elementos de la tierra media, agregan personajes de tercera o cuarta línea, y hasta enseñan el idioma elfo (basado en sonidos de la lengua inglesa), en el otro extremo Peter Jackson desarrolla y agrega personajes apenas (o nunca) escritos por Tolkien para fortalecer los elementos dramáticos básicos en cualquier aventura. Es decir, ambos expandieron sus obras más allá o más acá de sus fronteras, pero respetando la mística original. Por caso, Azog (voz de Manu Bennet) es un jefe Orco apenas mencionado por el escritor. Para el director es una de las figuras principales de la nueva trilogía. Por su parte, Tauriel (Evangeline Lilly (Kate, en la serie “Lost”, 2004/2010), una suerte de capitana del ejército Elfo, encaja perfectamente en esta segunda parte y aporta una tenue insinuación de amor/seducción que se permite llegar hasta la periferia de lo escrito en los libros. La adaptación, entonces, se sale de lo literal de la historia pero no la traiciona, salvo para los fanáticos ortodoxos, claro. Todo lo que sucede en “El hobbit: la desolación del Smaug” sube la apuesta iniciada el año pasado en todos los aspectos. Desde lo visual, se vuelve más oscura. La fotografía de Andrew Lesnie se emparenta con la trilogía anterior como para ir enganchándola. Lo mismo sucede con la música del multipremiado Howard Shore. También (más sutilmente) las escenas de acción cobran un tinte más serio, en especial los enfrentamientos cuerpo a cuerpo. Para cuando termine la saga, y todo esté editado en DVD, cualquiera que decida transitar la maratón de seis películas irá de una coloratura casi infantil iniciada en esa comilona de media hora en “El hobbit: un viaje inesperado”, 2012), a una textura entre blanquecina y gris cuando Gandalf y Froddo se disponen a iniciar su último viaje en “El señor de los anillos: el retorno del rey” (2003). Si esto no es planificación… La última toma que vimos en 2012 fue un plano detalle del ojo de Smaug (voz de Benedict Cumberbatch), un dragón gigante que yace bajo toneladas de monedas de oro dentro de Erebor, también conocida como la Montaña Solitaria. La segunda entrega de esta saga sigue continúa con el viaje del rey Thorin, alias Escudo de Roble (Richard Armitage), y sus doce coterráneos en busca de recuperar Erebor, y por ende matar a su actual morador. Esta gesta es la columna vertebral de la cual se ramifican otras dos: La ida de Gandalf (Ian McKellen) a Dol Guldur, en donde descubrirá que Sauron está recobrando sus fuerzas y el seguimiento a Bilbo Bolsón (Martín Freeman, otra vez sensacional), quien, pese a ser parte del grupo que lo adoptó por sus dotes de “ladrón”, ya va tejiendo su propia leyenda para conectarla con el futuro. A estos incidentes, que el director vuelve a mostrar en montaje paralelo, ha de agregarse la aparición con creces de los Elfos oscuros comandados por Legolas (Orlando Bloom) y la mencionada Tauriel. Ambos se convertirán en esa suerte de ayuda latente que vigila de cerca los acontecimientos. Aparecerá la codicia, la ceguera ante el poder, pero también la posibilidad de redimirse por virtudes como la fidelidad, la entrega y el sacrificio. Se sabe que hay una tercera a estrenarse el 17 de Diciembre de 2014, con lo cual el final queda tan abierto como los de los viejos seriales. Lo dicho, será difícil pensar en el resto de la literatura de Tolkien sin emparentarla con el director neocelandés. Una vez más propone aventura en estado puro, batallas con tinte épico, profundidad en los personajes y las situaciones y la garantía de filmar como pocos estos géneros.
Ortega y Gasset escribió aquello de ser “el hombre y su circunstancia”. Tal vez la del explorador sea la circunstancia “más elegida” a la hora de analizar los diferentes momentos de su vida. En definitiva es el hombre impulsado por la curiosidad o el inconformismo ante las estructuras establecidas y aceptadas. El que no sólo dice “no puede ser” cuando le cuentan que La Tierra es plana, además va a probarlo poniendo el cuerpo, el alma y sus convicciones. La gesta de Kon Tiki remite inmediatamente a 1984, cuando el argentino Alfredo Barragán y sus amigos quisieron probar que antiguamente ya se cruzaba el océano siguiendo ciertas corrientes marítimas. Lo hicieron también en balsa, desde las Islas Canarias a Venezuela. Cuatro años después se estrenaba el registro documental de aquél viaje, la indispensable “Expedición Atlantis” (1988), una singular y atípica producción nacional. Pero 37 años antes de ese viaje, en 1947, ocurrió otro cruce de características épicas. Era para probar que las civilizaciones precolombinas pudieron haber cruzado el Océano Pacífico. Del Perú a la Polinesia por ejemplo. ¿Por qué los ídolos, totems y fetiches se parecen tanto entre los Incas y las tribus cercanas a Nueva Zelanda? Esta y otras preguntas que obedecen a la curiosidad científica fueron los disparadores de ese viaje, también en balsa. La gesta de Barragán tiene muchas coincidencias con la de Thor Heyerdal. Ambas fueron en el mismo tipo de embarcación, cruzaron océanos y en ambos casos se hizo un registro fílmico que terminó en sendos documentales estrenados, curiosamente, cuatro años después de sus respectivos viajes. En el caso de Kon Tiki (1950) ganó el Oscar a mejor documental. Por último su versión de ficción del mismo nombre, es la película enviada a los premios de la academia de Hollywood en 2013, y es la que ahora se estrena entre nosotros. Thor Heyerdal (Pål Sverre Hagen) es un científico explorador flaco, alto, de contextura caricaturesca, pero muy obstinado a la hora de probar sus teorías antropológicas. Debe vivir tal cual los seres que estudia. Bajo esta premisa se embarca junto a un grupo de hombres para llevar a cabo, en la balsa que le da nombre a la obra, la expedición antes mencionada. Por supuesto, “Kon Tiki, un viaje fantástico” narra la experiencia y sus consecuencias. La dupla noruega Joachim Rønning - Espen Sandberg lleva años trabajando en conjunto. Se nota en el producto final. Ambos manejan con solvencia narrativa tanto el preámbulo de la historia, útil a la construcción del personaje principal con sus obsesiones; como el desarrollo del viaje per sé. Hasta tuvieron que modificar una de las personalidades del grupo. Así vemos a Herman Watzinger (muy bien interpretado por Anders Baasmo Christiansen) como un tripulante temeroso y escéptico que aporta algunos tintes dramáticos, para poder sostener la tensión generada por el aspecto indefenso de la embarcación frente a la imponencia del agua y sus inclemencias. En realidad, el viaje verdadero salió demasiado bien. Lo suficiente como para carecer prácticamente de conflicto. Por eso los cambios. Bellamente filmada, compaginada y fotografiada, “Kon Tiki, un viaje fantástico” aporta visualidad más rigor histórico para ayudar al espectador a entender el tamaño de semejante empresa. Sin embargo, hay una elección de los directores que por momentos atenta contra el ritmo narrativo. Mientras que la primera hora tiene un dibujo casi perfecto del personaje, éste deja desde el inicio del viaje en adelante de ser el catalizador absoluto de todo lo que sucede. Esa personalidad va abandonando esa suerte de omnipresencia para dejarle el lugar al viaje, al resto de la tripulación, y a los elementos periféricos como el clima o los tiburones. Es decir, hay una energía que se dispersa quitándole algo de dramatismo al producto final. Claramente este no es un factor determinante para disfrutar del producto final. La realización es ante todo una aventura bien contada que vale la pena cada centavo de la entrada.
Seth Rogen, junto a Catherine Keener, Paul Rudd, Zack Galifianakis, Maya Rudolph y Sam Rockwell (quizás estoy dejando a alguno afuera) sean probablemente los mejores comediantes para cine de las dos últimas décadas. Los orígenes son distintos pero la esencia es la misma, y aunque algunos tengan más técnica que otros todos aportan al hecho de estar frente a actores y actrices nacidos para la comedia. Son los que hoy atraen al público con ganas de reírse además de, claramente, establecer un código propio cuando trabajan juntos. Hace rato, desde “Jackass” (2002) en adelante, algunos cineastas están viendo la mejor manera de utilizar los elementos del reality show para aportar con su realismo una nueva herramienta narrativa. El género más abordado es el del terror que por año saca cuatro o cinco producciones abusadoras del recurso hasta agotarlo. En “Este es el fin” aparecen algunos de estos elementos y por primera vez parecen ser funcionales a un relato coherente. El primero de ellos es sacar de la ecuación a los personajes. Todo el elenco hace de sí mismo y se nos van presentando de a uno hasta conformar el grupo que llevará adelante la historia. Jay Baruchel llega a California y es recibido por Seth quién, luego de un paso por su casa, lo lleva a la fiesta que James Franco da para inaugurar la propia. Allí hay varios invitados, como Jonah Hill, Craig Robinson y hasta Emma Watson. Todo se desarrolla normalmente hasta que estalla la hecatombe y nos encontramos al mundo enfrentando el apocalipsis. A partir de allí veremos una suerte de parodia del cine catástrofe con elementos del cine de ciencia ficción clase B llevado magistralmente por Roger Corman hace mucho tiempo. Sin olvidar que es una comedia, la dupla Evan Goldberg - Seth Rogen, encierran al grupo en una casa mientras todo sucede afuera con sospechas de zombies, monstruos y el propio Satán como presencias malignas esperando por sus víctimas. “Este es el fin” funciona por el desparpajo con el que se abordan las situaciones. Al no tener que componer los actores se ven relajados y dispuestos a llevar todo en un registro delirante en el que abunda el humor negro, los efectos del gore que son utilizados varias veces como remates y, por suerte, con poco del ultra gastado humor escatológico. Es cierto, para lograr el efecto deseado fue necesario salirse del esquema narrativo clásico a favor de una estética que respeta a rajatabla el lenguaje casi televisivo al que el público al que está apuntada esta producción está acostumbrado.
Comedia bien estructurada apoyada por un elenco eficiente y compacto “La boleta” es la historia de un hombre al que parece pasarle de todo casi por decreto. Es de esos tipos destinados a estar orinados por los dinosaurios toda la vida, pero a quienes un golpe de suerte los puede sacar de ese lugar, correrlos del eje, como lo sufrieron varios en la historia del cine desde Martin Short en “Pura suerte” (1991) hasta Gastón Pauls en “La suerte está echada” (2005). A Pablo (Damián De Santo) lo echan del trabajo, está divorciado de una mujer que lo detesta, le niega ver a los hijos, no le dan cambio en el colectivo, lo empujan, lo maltratan. Le pasa de todo. Matarse puede ser la solución, ¡chau! y a otra cosa. Pero ni eso le sale bien. Se golpea la cabeza contra piso y ni los pajaritos aparecen. Lo que sí aparecen son números que él “anota” en el piso. No es porque sea argentino, pero si aparecen números: ¡Hay que jugarle! Pero no tiene un centavo y nadie le presta ni para la casa de quiniela. Lo que sucede con la jugada de Loto, un robo y una villa, es lo que se desarrollará en adelante. “La boleta” tiene, ante todo, una clara referencia a “Snatch: cerdos y diamantes” (2000), no sólo por la impronta de la película en general, sino por reunir a un súper elenco con physiques du rol hechos para este tipo de producciones. Esta referencia deberá ser utilizada por el espectador sólo para entender los códigos y las convenciones a manejar mientras la vemos. Por lo demás, esta cinta (¡que término antiguo!) de humor (mucho) y acción, no pretende SER aquella de Guy Ritchie ya mencionada, por el contrario, decide escaparse de la media a la que estamos acostumbrados, proponiendo personajes esquemáticos de cuyos esquemas se burla. Así, el villerito, el mafioso o las putas son parodias de sí mismos, o al menos de lo que yace en el inconsciente colectivo a la hora de imaginarlos. Andrés Paternostro debe haber visto lo suficiente del género como para saber lo que quiere sin dejar de reconocer que sus objetivos se debieron cumplir con el presupuesto que había. Si éste es el país de “lo-atamo-con-alambre”, el director se las arregla para ofrecer solidez narrativa a partir de los elementos de los que dispone. Otro acierto clarísimo es el de tener a Damián De Santo en un registro, y a todos los otros personajes bien al borde de lo grotesco, muy cerca de los de “Esperando la carroza” (1985), pero con más histeria, acción y mucha puteada como en cualquiera de las de Tarantino o Robert Rodríguez. Vea “Machete Kills” (2013) si no me cree. Claro, si el realizador tuviese esos presupuestos todo sería distinto (o no) pero muchas veces la falta de plata agudiza el ingenio. Decíamos sobre la diferencia de registros. Claudio Rissi está impagable, su personaje arranca carcajadas al igual que el de Roly Serrano, como los dos mafiosos de poca monta que dejan su marca éste año en el cine argentino. También el resto del elenco, y si para muestra sobra un botón, fíjense en la escena en la que Chucho Fernández hace parar a todos para volverlos a someter. Si ese código es aceptado, la película va a funcionar fenómeno. Párrafo aparte para Marcelo Mazzarello, el eventual partenaire de Pablo, acaso el más cercano a ese tipo de registro actoral. En él aparece tenuemente un eje emotivo que de haber sido mejor explotado estaríamos hablando de otra cosa. Paternostro escribió un guión básico en cuanto al argumento, pero se ocupó muy bien del desarrollo y progresión de los personajes. Los delineó. Se notan en el trazo grueso de la idea y luego el fino cuando dispuso de los actores que los iban a interpretar. “La boleta” se apoya en las actuaciones que llevan adelante la historia. Si el espectador se dispone a divertirse y a entrar en la propuesta todo va a andar bien, porque se trata de reírse de la suerte. Para bien o para mal, es una pochoclera hecha en casa que tiene con qué justificar el combo.
Reflexiones y recuerdos emotivos traducidos con solvencia cinematográfica Lucia Murat fue militante política en los ’70. Vivir en América Latina, ser joven, tener ideas políticas y militar activamente era una forma de vida para unos pocos valientes en una década signada por las dictaduras de ultra derecha. En esa época conoció a Vera Silvia Magalhaes, una revolucionaria de izquierda que participó en el secuestro del embajador norteamericano en Brasil. Años después, Lucia se inclinó por el arte para realizar un cine eminentemente político con, al menos, tres buenas películas: “Casi hermanos” (2004) narraba la historia de dos presos, uno por razones políticas y otro por robo. En “Tierra brava” (2001), presentada en Mar del Plata al año siguiente, se despachaba con una lectura sobre la conquista portuguesa. En “Doce poderes” (1997) abordaba el tema de los medios y la manipulación de las elecciones. Ésta última es, para quien esto escribe, su mejor realización aunque, salvo la de 2004 y la que nos convoca hoy, ninguna se estrenó oficialmente en Argentina. Desde su apertura en “Memorias cruzadas”, Lucia Murat vuelve a la década del ‘70 que a esta altura conforma los cimientos donde se erige su cine. La información es de registro directo y con imágenes de archivo. Militancia de izquierda revolucionaria incluyendo la noticia sobre el secuestro del embajador. Ya en tiempo presente, vemos a un grupo de hombres y mujeres, en sus cincuenta y tantos años, reunidos en la sala de espera de un hospital. Todos están allí por Ana. Su enfermedad los volvió a convocar luego de aquellos años de lucha armada contra la dictadura. Años de ideales y causas que hoy marcan el desgaste en sus rostros. Hombres y mujeres que hablan y discuten con la misma pasión de antaño. Pero se los ve cansados pese a los cruces de miradas. Todos hablan de y con Ana (Simone Spoladore). Entre los muchos aciertos de “Memorias cruzadas” se aprecia el de proporcionar al espectador la información necesaria de cada personaje, pero rebotada en la juventud de Ana. Todos la ven joven, vital y decidida como en aquella época. Como si ella representara ese espíritu, ese fuego interior que nunca se apaga. Sólo entre ellos se hacen cargo del paso del tiempo, por eso los diálogos van actuando como un microscopio del pensamiento de cada uno conformando una radiografía casi perfecta de estos seres atravesados por un manto de resignación. De la misma forma, las nuevas generaciones también están representadas por el sobrino de Ana y un amigo, quienes se debaten entre una relación amorosa y la necesidad de entender de qué madera están hechos. La directora se acerca a sus criaturas con planos cerrados a fin de lograr la intimidad necesaria para la reflexión, los recuerdos y la emoción, pero también recurre planos generales cuando el grupo debate acaloradamente. Gracias al nivel parejo del elenco cada palabra adquiere una significación especial que actúa como disparador en los personajes. También es cierto que los actores Irene Ravache, Miguel Thiré, Clarisse Abujamra, Hamilton Vaz Pereira y el resto; saben muy bien a qué juega cada uno. Como si ellos también hubieran sido parte de la historia verdadera. Esta naturalidad es acaso la virtud adyacente de una obra que llega hondo evitando pretensiones y golpes bajos. Podría mencionarse la presencia de Franco Nero como la menos expresiva en términos de lo que pide el texto cinematográfico. Por momentos pareciera tener alguna dificultad con el idioma, como si fuera una barrera invisible que se nota. De todos modos “Memorias cruzadas” aborda con solvencia la temática y sale airosa de la difícil tarea de tener que narrar la historia como una mixtura en la que el texto es tan importante como la imagen. Cuando el cine de contenido político es llevado a cabo con tanto compromiso, el beneficio es por partida doble: Disfrutar de ver buen cine y acercarse más a la historia.