Sin dudas “Jurassic Park” (1993) ha potenciado el mundo de los dinosaurios a límites que ni el más optimista de los paleontólogos podía imaginar. Y lo ha potenciado con creces al tratarse de los niños. Unos años antes ya Steven Spielberg había tanteado los bolsillos con el estreno de “Pie pequeño en busca del valle encantado” (1988). El éxito fue rotundo con esta historia de un brontosaurio y un triceratops que se perdían huyendo de un tiranosaurio mientras sus progenitores migraban a otras tierras. La Disney tomó la posta con “Dinosaurio” (2000), que contaba casi la misma historia en el contexto de la famosa teoría de la lluvia de meteoritos, mientras que los Blue Sky Studios llegarían a romper taquillas con la franquicia de “La era del hielo” (2002 – 2012), cuya quinta parte está prevista para 2016. Siempre con historias enmarcadas en la época en la que el planeta estaba “acomodándose las vértebras”. Si de algo sirvió la tecnología (en especial la de Jurassic) a los efectos educativos, fue a la generación de series documentales en las cuales podemos ver la vida del mamut de igual forma que la del antílope. En este “estilo” se ubicaría “Caminando con dinosaurios”. La introducción es en el presente. Un padre y sus dos hijos se meten en un bosque en Alaska para buscar fósiles, muy a pesar del hijo mayor quién preferiría andar en skate antes de aburrirse así. El padre intenta persuadirlo mostrándole un diente de Gorgosaurio, el que finalmente queda sobre el capó de la camioneta. Al pibe se le aparece un cuervo que empieza una perorata sobre el diente. “Cada hueso tiene una historia”, dice. Elipsis. Ahora estamos 70 millones de años atrás con la voz del cuervo (toma la forma de su antepasado prehistórico, un alexornis) presentándonos a Patchi, un pachyrhinosaurus protagonista de la historia que luego de varias idas y venidas lo tendrá como el héroe encargado de salvar el día. Al igual que la Disney hizo con dos o tres productos en los cuales a partir de imágenes claramente documentales se construía una historia básica y archiconocida con actores, poniéndoles voces a los animales (creando los buenos, los malos, etc.). “Caminando con dinosaurios” va por el mismo sendero. Ya de por sí resulta raro escuchar voces proviniendo de bocas que nunca se mueven, si a eso le agregamos falta de hegemonía en la calidad de las actuaciones vocales y una historia que por básica se vuelve predecible, estamos frente a una película sostenida merced al prodigio tecnológico que nos sume en la prehistoria con imágenes y recreaciones pocas veces vistas. Pero en todo caso, dichas imágenes podrían estar mejor aprovechadas en función de lo educativo, si se eligiera la forma convencional con texto narrado. Es cierto, también es una dinámica sencilla, hasta remanida si se quiere, pero más honesta. Si a esta producción le sacáramos todos los diálogos sería un documental para tele, hecho y derecho. La decisión es claramente de la gente que puso la plata. No es un problema de Barry Cook, el director de la divertidísima “Operación Regalo” (2011), porque su trabajo es correcto en cuanto al armado del relato. Podría achacársele el hecho de detener las imágenes de los animales para poner un sobreimpreso con el nombre científico de cada especie en tanto, ¿qué posibilidad tienen los chicos (o los grandes) de acordarse de ese dato? “Caminando con dinosaurios” alcanza, básicamente, a entretener a los chicos de entre siete y once años, para quienes serán los que se lleven la mejor parte.
A la velocidad de un video clip; de un motor fuera de borda al cual se le va acabando la nafta; así es “Entre sus manos”, y así se presenta el personaje central de esta comedia estrenada el jueves. Jon (Joseph Gordon-Lewitt) está sentado frente a su notebook. En su discurso, a manera de introducción, sabremos que además de importarle sólo su cuerpo (plano de él en el gimnasio), su casa (plano limpiando su alfombra), su auto (plano arrancando su Chevy), sus chicas (tres, cuatro, las que vengan), su iglesia, y sus amigos (plano tomando cerveza y mirando un partido), le guarda un especial cariño al porno (en tanto videos porno, y acá vienen “como cien” inserts de pornografía). Asistimos a una explicación detallada (en off) de por qué ver un par de videos y lograr la ansiada “luna de miel en la mano” (parafraseando a Virus), es mucho mejor que el sexo en carne y hueso. La explicación sobrepasa lo patético porque las virtudes que resalta del material pornográfico que tanto le gusta ver son precisamente las que no puede vivir a pleno con los levantes pues, su condición de macho alfa con actitud de todo-me-importa-un-bledo, no se lo permite. En estos primeros interesantes 15 minutos con buen ritmo y timing veremos a Don Jon en acción de levante continuo. Una tras otra desfilan las mujeres por su cama mientras en su propia narración se pavonea sobre su masculinidad, critica a las chicas por ser todas frígidas o recatadas a la hora de la inventiva, y pondera la ecuación levante + sexo + porno + masturbación = vida ideal. Obviamente estamos esperando qué pasa cuando ve a Bárbara (Scarlett Johansson) en el boliche e intenta abordarla, sin éxito. Este segundo personaje será el encargado de cambiar el paradigma por el cual vive Jon, aunque también le espera otro giro adicional cuando entra en acción Esther (Julianne Moore). El guión intenta una progresión a partir de segmentar la obra en dos anclajes fundamentales: Por un lado, la casa paterna de Jon con reuniones, por momentos desopilantes (muy bien Glenne Headly y Tony Danza como los padres), dado cierto contraste entre sus integrantes. Por el otro (más subrayado aún), los momentos en los cuales llega a la iglesia a confesarse que funcionan como un termómetro según la cantidad de padrenuestros encargados por el sacerdote conformando una suerte de tangente por la cual el protagonista se escapa. A medida que “Entre sus manos” avanza, el ritmo se va frenando de a poco, como para darse el tiempo a instalar la situación. Sin embargo, a partir de la primera discusión con Bárbara el rumbo cambia, y tanto la pretensión de polémica sobre si la mujer siente que compite con el porno o no, como la historia “romántica” per se, van perdiendo fuerza a manos de cuestiones anecdóticas como los estudios de Jon o su propio conflicto interno sobre seguir mirando porno después de tener sexo. Tal vez por eso queda una gran ¿Y…? en la mente del espectador una vez comenzados los créditos. Aun cuando cada uno aprende una gran lección da la sensación que Hewitt no supo cómo seguir a fondo con lo propuesto abandonándolo a su propia merced, como si el tema se hubiera desalojado del cuerpo del protagonista y pasara a ser parte de un texto que le quedaría mejor al stand up. Técnicamente bien realizada, y entretenida, el debut de Lewit como director deja cosas interesantes para el futuro. Mientras tanto, la cosa viene livianita.
Notable comienzo para Disney este año. Con el estreno de “Frozen: una aventura congelada” parece haber logrado una amalgama casi perfecta entre el musical, la comedia y la animación 3D con efectos visuales deslumbrantes. Desde el punto de vista comercial, además de toneladas de merchandising, uno termina de verla y se hace muy fácil imaginar la versión para Disney On Ice girando alrededor del mundo. Tiene todos los condimentos, incluyendo ocho canciones nuevas con mucho aroma a Broadway. También, en consonancia con los últimos éxitos como “Enredados” (2010) y la ganadora del Oscar, “Valiente” (2012), los personajes centrales son mujeres. Ante todo es menester mencionar que si bien los créditos afirman que el guión está inspirado en “La reina de las nieves”, de Hans Christian Andersen, dicha inspiración dejó como nexo en común entre lo escrito y lo filmado las palabras: reina (eventualmente) y nieve. También el lugar donde ocurre. Por lo demás, no hay absolutamente nada de aquél clásico, es decir que no espere ver una adaptación con licencias como ocurría con “La sirenita” (1989) basada en un cuento del mismo autor. Estamos frente al primer cuento de hadas que la Disney aborda en más de 20 años después de “La Bella y la Bestia”. Esta es la historia de dos hermanas que se quieren mucho: Elsa (doblaje de Carmen Sarahí) y Anna (doblaje de Romina Marroquín Payró), hijas de los reyes de Arandelle, bien al norte de Europa. De niña Elsa desarrolla poderes para congelar y manejar la nieve a voluntad con sólo mover sus manos. Lejos de congraciarse con ellos, la niña siente vergüenza y miedo (gran metáfora del boicot a las propias virtudes). De todos modos, como esto también supone la posibilidad de sembrar pánico en el pueblo, sus padres tratan de ocultar esta capacidad aislándola. No conformes, además recurren a un hechizo para borrar la memoria de Anna como para mantener todo “oculto entre guantes”. No faltará el accidente (un naufragio esta vez) para que los padres desaparezcan; ni tampoco una canción para ilustrar la elipsis con la cual nos trasladamos unos años más adelante. Anna trata inútilmente que su hermana (heredera del trono), recluida en su habitación, le abra la puerta para ir jugar. Pero el secreto de los poderes debe mantenerse fuera del alcance de todos. Cuanta menos gente en el palacio lo conocen, mejor. Algo ocurrirá el día de la coronación y Elsa escapará hacia las montañas mientras que Anna tendrá un doble desafío: descubrir el amor por primera vez, tras la llegada a la fiesta de un joven noble llamado Hans (doblaje de Hugo Serrano),e ir en búsqueda de su hermana para que vuelva a ocupar su lugar. Para esto entrarán: Kai (doblaje de Sebastián Llapur), un vendedor de hielo acompañado de su fiel alce y un simpático muñeco de nieve llamado Olaf (doblaje de David Filio), éste último será quien cargará a sus espaldas la responsabilidad de proveer casi todo el humor del relato. “Frozen: una aventura congelada” funciona porque a esta altura de la soiree Disney sabe de memoria la fórmula del mundo de las princesas en adición a su capacidad para aggiornar los personajes a una época en la que las cosas ya no son tan solemnes. En todo caso, podría atribuirse un puñado de minutos de más cuando ya está todo dicho. También es cierto que los niños de diez para arriba probablemente se sientan un poco excluidos y prefieran ir en busca de algo con robots o zombis o ambas cosas. Por lo demás, es una propuesta visual impactante con grandes chances de integrar el grupo de semi-clásicos adaptables a otros formatos.
Una obra brillantemente construída que compromete la mirada del espectador Hace tiempo que no se ve una obra tan audaz en su propuesta como “La vida de Adèle –capítulos I y II”. Abdellatif Kechiche, el director, aseguró a quién esto escribe, que él no hace cine para moralizar a nadie sino para provocar un cambio: “Que algo cambie. Me gusta pensar en un espectador que entra de una manera a la sala y sale de otra” ¡Vaya si lo logra! Adèle (Adèle Exarchopoulos) es una bella adolescente de clase media alta, estudiante en la escuela secundaria. De hecho, así como ocurría en “Juegos de amor esquivo” (2005), estrenada en uno de los BAFICI, empezamos a conocer al personaje en plena clase de literatura donde se lee “La vida de Marianne” de Pierre de Marivaux, novelista y dramaturgo sobre el cual el realizador se inspira, y mucho. Sutilmente vemos a Adèle descripta en planos muy cerrados, durmiendo, intercalados por momentos planos detalle del pelo, los labios, una sonrisa. Como si la cámara quisiera captar instantes en la vida de su criatura espiándola en estado natural. A veces furtivamente. Cuando la cantidad de estos planos se multiplican, da la sensación de ir más allá de una cuestión meramente estética. Esta observación minuciosa del personaje nos acerca más a su universo logrando una conexión muy íntima en la cual sus palabras y acciones ya no pueden disociarse de su cuerpo. Parece una obviedad, pero aquí está remarcado. Adèle está detrás de Thomas (Jeremie Laheurte), un estudiante del mismo colegio que es pura pinta. Estudiar y gustar de alguien, eso es el secundario. Todo está dado para un gran amor. Una historia de esas que uno de grande todavía recuerda. Pero en “La vida de Adèle” se produce un cambio tan brusco e inesperado como natural. Cruzando una calle cualquiera, cruza la mirada con otra chica de pelo corto y azul, algo mayor, que va abrazada de su novia. En ese instante de confusión, de aturdimiento, se instalan cientos de interrogantes en la mente de todos. Atracción, tensión sexual, deseo, incertidumbre… todo sucede en esa escena. El cambio es profundo. Más tarde se volverán a encontrar en un bar gay. Ella es Emma (Léa Seydoux), de clase social más baja, otra educación, y con su identidad claramente definida. La ley de la atracción se produce sin prisa pero sin pausa, ayudada por los estupendos trabajos de las actrices que entendieron el código de ir de menor a mayor, tanto en la entrega gestual como sexual. Como lo han hecho pocos directores Abdellatif Kechiche extiende largamente las escenas de cama, que si bien son gráficas, no podrían ser clasificadas como eróticas o pornográficas porque para ello es menester la intención de serlo. Por el contrario, varias veces, mientras tienen relaciones, el cuadro se ocupa de mezclar los cuerpos para hacer uno. Unificar el amor y el sexo representado en estas dos mujeres que se van dejando llevar, una por la otra, a pesar de la disparidad de gustos y costumbres. De ahí en más “La vida de Adèle –capítulos I y II” irá recorriendo un camino a través del cual se profundiza la búsqueda de la identidad en pos de encontrar, a las dos chicas en particular, y al ser humano en general, viviendo como un sólo ser, libre de transitar su vida a partir de sus elecciones y en base a su circunstancia. Basada libremente en la novela gráfica “El azul es un color cálido”, de Julie Maroh (por eso esto es lo de los capítulos 1 y 2), la historia recorre unos diez años en la vida de la protagonista y está dividida claramente en dos partes. Una, hasta que se conoce con Emma, la otra, a partir de mudarse a vivir juntas. No hay transiciones importantes en esto porque la médula espinal, una vez que conocemos a ambas, es el paso de la adolescencia a la adultez y el peso específico que cobra cada decisión tomada las cuales, por cierto, traen su consecuencia. En la dirección de fotografía, la de actores y la estética conceptual para abordar una historia profunda y humana es donde reside la mayor cantidad de virtudes de la ganadora de la Palma de Oro en Cannes el año pasado. Una obra brillantemente construida que compromete al espectador, no sólo con la historia sino con sus propios miedos, tabúes y barreras prejuiciosas. Pocas producciones logran separar claramente estos conceptos con tanta decisión.
Temática sólidamente planteada con rico lenguaje cinematográfico Con todo lo que hay por recorrer en el séptimo arte, con todas las ideas pre-existentes en guiones que nadie lee, con todos los avances tecnológicos útiles al enriquecimiento de una obra cinematográfica, y con todas las formas estéticas esperando a ser moldeadas por los cineastas, que alguien decida re-filmar algo hecho antes conforma un acto contradictorio entre lo seguro y lo riesgoso. Seguro por la posibilidad de recaudación, riesgoso por la calidad respecto de la obra anterior. No pasa en otras ramas del arte. ¿Cómo se hace una remake de un cuadro? ¿Se imagina a Pollock diciendo “voy a hacer mi versión de “Los girasoles” de Van Gogh con su técnica eléctrica sobre el lienzo. En todo caso hay copias hechas, en su mayoría por estudiantes. Puede que las haya, pero no solemos escuchar de una exposición de réplicas de pintura o escultura. En todo caso la única acepción de remakes sin demasiadas condiciones sería la música en todos sus géneros. Mozart se murió. ¿Quién toca el piano entonces? Alguien tiene que hacerlo o la humanidad se privaría de escuchar obras fundamentales, aún cuando cada intérprete haga las variaciones que le de la gana. El cine es un arte muy joven, de apenas 115 años. Si sacamos el dinero de la ecuación casi no habría remakes. ¿Qué necesidad había de hacer, igual, pero en inglés, “Tres hombres y un bebé” (1987), por ejemplo? ¿O el calco espantoso que Gus Van Sant hizo de “Psicosis” en 1998? ¿Y “Carrie” en 2013? ¡Mamita!, todavía la estamos digiriendo. Otros proyectos dan buenos resultados, como “Cabo de miedo” (1991), pero se parecen mucho a un capricho. Sin embargo, muy de vez en cuando hay algunas excepciones. Una que de inmediato viene a la memoria es “Los siete magníficos” (1960), o la versión que John Sturges hizo de “Los siete samurai” (1954), de Akira Kurosawa, tan sólo a seis años del estreno. Sucede que Sturges ofrecía otra mirada con su propio talento, pergeñando un clásico basado en otro. Definitivamente, no hay mejor manera de justificar una remake. Esto es, darle una versión, una visión particular y personal a una obra ya realizada. Lo consumado por Ben Stiller con “La increíble vida de Walter Mitty” es un enorme ejemplo de cómo, sin salirse del eje central, se pueden potenciar todas las virtudes del texto original, agregarle tintes personales, y trasladar la historia al presente evitando que esto interfiera en la esencia, porque está claro que desde 1947, cuando se estrenó “La vida secreta de Walter Mitty” (*), a 2014 el mundo cambió mucho. Walter (Ben Stiller) está en su casa. Anota gastos. Está a punto de salir a trabajar. Sólo le resta animarse (palabra clave sobre la cual se apoya el texto cinematográfico) a apretar “enter” en su notebook para que el sitio web del cual es miembro le mande un guiño a Cheryl (Kristen Wiig), abriendo la posibilidad de un contacto. El dedo está apunto de “clickear” el mouse. Duda. Ahí va. Pero no. Se aleja de la computadora hacia atrás (quedando fuera de foco). Vuelve. Esta vez lo va a hacer. Se acerca y… ¡zas!, lo hizo. Apretó el botón. La página da un error. Aprieta varias veces y el mismo error aparece, irritante. Una vez que se animó, algo sale mal. Esta magnífica primera secuencia (sin diálogos), que da paso a los títulos, resume perfectamente no sólo al personaje sino también a su esencia y su actitud frente a su circunstancia. Lo describe casi en su totalidad: tímido, recatado, algo timorato, muy resignado, y poco capaz de dar el siguiente paso. El resto de la presentación ocurre durante los títulos. En la estación Walter tiene una “ausencia”. Una desconexión momentánea cuando el operador de atención al cliente, ante la pagina con errores le pregunta por los espacios dejados en blanco resoecto de su solicitud. Los referidos a haber viajado y haber hecho cosas fuera de la rutina diaria. Así descubrimos que el perfil de Walter está incompleto, porque su vida también lo está. En esa ausencia lo veremos imaginar que realiza un salto espectacular, entra por la ventana de un edificio en llamas y rescata al perro de tres patas de Cheryl. Cuando vuelve a la realidad por la insistencia del operador, Walter habrá perdido tiempo, el tren, y también peligra su trabajo como gerente de negativos fotográficos de la revista “Life”, pues ésta ha sido adquirida por una corporación dispuesta a sacarla de la venta callejera para convertirla en una publicación digital. El trabajo del protagonista, como su vida tal cual está planteada, ha quedado obsoleto. Brillantemente planteado, el tema central (animarse, tomar decisiones, jugarse, sentir que estar vivo, vale la pena por algo o por alguien) es, en definitiva; trascender. No necesita subtramas porque la solidez de la dirección muestra desde el primer minuto la seguridad con la que Ben Stiller encaró su versión de “La increible vida de Walter Mitty”. Hasta se da el lujo de poner una variante de McGuffin con un negativo que no aparece, estableciendo una gran metáfora sobre buscar la iluminación, la luz, el lado positivo de la vida, una vez que ésta se nos revela en esplendor. Walter recorre una especie de camino del héroe, pero desde la perspectiva de un hombre común que se suelta a vivir demostrando que nunca es tarde. Jamás lo es. Viniendo del mainstream de Hollywood, probablemente desde “Forrest Gump” (1994), salvando las distancias, no se veía un abordaje sobre romper las propias barreras con tanta emotividad y fuerza narrativa. Desde otros rubros, la fotografía (el mejor trabajo de Stuart Dryburgh desde “La lección de piano”, 1993) y la música de Theodore Shapiro, junto a la selección musical de George Drakoulias –soberbio rescate de “Space Oddity” de David Bowie-, le adosan a cada escena un costado de poesía urbana pocas veces visto si uno se deja llevar. Y con respecto al tema de Bowie, se verá una de las escenas más emotivas de éste año. Por último, otro hallazgo del realizador es el de dosificar la intensidad de Kristen Wiig, y la propia, como actores eminentemente de comedia para lograr un equilibro ideal entre el drama y el humor. “La increíble vida de Walter Mitty” es en muchos aspectos una invitación a creer. A liberar el alma. A entender la vida con otro prisma para poder sacar los miedos. Cuando una obra tan simple emociona desde lo profundo, es posible que sea inolvidable. (*) – “La vida secreta de Walter Mitty”, ficha técnica: EE.UU. 1947. Realización: Norman Z. McLeod. Producción: Samuel Goldwyn. Guión: Ken Englund y Everett Freeman, con la colaboración de Danny Kaye, basado en un relato de Jamer Thurber. Foptografía: Lee Garnier. Música: David Ridkin. Intérpretes: Danny Keye, Virginia Mayo, Ann Rutherford, Boris Karloff, Florence Bates.
¡Ah, la magia del cine! Martes, creo. Función de prensa. Me siento para ver “Actividad paranormal: Los elegidos”. Pensaba en la oscuridad de la sala. Que bien viene esto para una de terror. Hay más clima. Me pregunto por qué siguen insistiendo con el falso registro, eso de que se suponga que el protagonista no larga la cámara ni para ir al baño ¿Qué ventaja, no? Digo, ya de por sí tememos a la oscuridad desde chicos, y algunos llegan a grandes sin pegar un ojo cada tanto, o sea; que para éste género en especial ya hay una atmósfera propicia. Ahí empieza. Dos pibes, Jesse (Andrew Jacobs) y Héctor (Jorge Díaz). Uno de ellos con una cámara en la mano ¿no le dije? ¡Cómo se mueve! Para guionistas y directores es como arrancar unos pasos más delante de la línea de largada o con dos goles de ventaja en un partido de fútbol, porque con los otros géneros no pasa lo mismo. Hablan mitad ingles, mitad español. Para mí que es para conquistar mercado latino. Por ejemplo, en los títulos, o en la introducción, se percibe un nerviosismo latente en la sala porque el público ya sabe que está ahí para generar adrenalina producto del miedo. Es como la cola previa a subirse a la montaña rusa. Los pibes andan haciendo travesuras. Escuchan algo en el tubo de ventilación y cuelgan la cámara de una soga. ¿Tendrá que actuar como si tuviera mal de parkinson? Entonces, sala oscura con público bien predispuesto al susto. Realmente, una ventaja bárbara de la cual no es bueno confiarse porque con eso sólo no alcanza. No se ve un carajo lo que enfocan. Parece que hay una vieja sin ropas haciéndole algo con un cuchillo a una flaca también desnuda. ¡Como están los pibes! Tal vez se ahorren la guita de la Playboy . ¡Oh! ¿Quién está enfocando la situación si la cámara está en ese agujero? ¡Bueh!, por ahí me distraje y apareció otro amigo, ¡qué se yo! Va todo tan rápido… Para empezar es necesario instalar el verosímil. Lo que no existe fuera de la sala cinematográfica, necesita alojarse en la mente del espectador de manera tal que éste construya ese universo en el que va a vivir durante una hora y pico. Alguien mató a la vieja, pero salió corriendo. Y estos siguen con la camarita espástica. ¡Tan bien que venía con los estrenos! Quedó vacío el departamento,.Vivía sola. Una vez instalado el verosímil, hay que contar una historia. En principio presentando personajes de manera tal que uno pueda involucrarse. Si a los diez minutos ya no nos importa lo que les pase, poco podemos hacer. La casa del fiambre quedó sola. ¡Y sin vigilancia! Que propicio para cuando Jesse y Héctor se levanten dos minas. Entraron en una fiesta ajena, no les dijeron nada, ni les dieron dorgas. Pero ellas se van con ellos. ¡Que fácil es todo! Tengo ganas de ir al baño. ¿Me perderé algo fundamental? Por ejemplo, en “El exorcista” (1973), además de una madre sola teníamos a una inocente niña. Linda, curiosa, espontánea. Así se presentaba. Cuando se le mete el demonio ya estamos conmovidos hasta las manos. Lo mismo pasaba en “Mamá” (2013). Vuelvo del baño. Siguen en la casa, pero a Jesse le agarró algo. Un rato después el pibe puede flotar y no sé que otras cosas. Suben los videos a Youtube. Al fin le encuentran utilidad a lo que filman. Luego está el factor sorpresa. Eso inesperado que sucede pese a todas las conjeturas posibles. Claro, el suspenso se sostiene a partir de lo que no se sabe y genera expectativa. Sin eso, el género no existe. ! Uy, un Simón! Uno de esos juegos en el que uno tenía que repetir una secuencia sonora. Yo jugaba cuando era chico. Ahora el espíritu se comunica a través de esa cosa. Esto es joda. Últimamente nos hemos acostumbrado tanto a esto de “archivo encontrado”, “falso documental” o “reality show”, que hacemos cada vez más concesiones, olvidando los elementos básicos ya no del género, sino del cine en sí mismo. Nos conformamos con lo menos peor. Claro, cuando algo está tan mal hecho pero funciona en la taquilla, uno empieza a hacerse preguntas: “¿Me estaré equivocando? ¿Estaré ciego ante lo evidente? ¿Qué me perdí en el camino? Si hay cinco películas iguales, algo tienen que tener” Cosas así por el estilo. Los pibes le preguntan cosas y el aparato emite un sonido. Van tres veces que hacen lo mismo. Se siguen sorprendiendo, ¿eh? Yo no. En la butaca estoy con ganas de gritarle a la pantalla: Ahora le pregunt… ¿Mirá lo que preguntan? ¡¡¡Sí. Es un diablo malo que no se va a ir!!! ¡Ma… si! Hay como nueve Martes 13, cinco Halloween, siete Pesadilla en lo profundo de la noche, cinco Destino final… Salvo por repetir la fórmula, todas cuentan algo. Variaciones y repeticiones del mismo esqueleto argumental, pero sin dejar de “intentar” narrar una historia. Me despierto. ¿Ronqué? Miro a los costados con cierta culpa. En el ínterin, se pudrió todo con el diablo. Los pibes, Jessie poseído divirtiéndose con un perrito en el techo, el Simón que no para de anticipar obviedades. Antes había una cámara, ahora hay como veinte ángulos. ¿Cuánto dura esto? No me digas que queda todo abierto para otra parecida… ¿Y los cabos sueltos? ¡Que los ate Magoya! A estas franquicias vergonzosas sólo le falta una escena al final de los créditos con el staff completo riéndose del espectador mirando a cámara. Al menos habría algo de sinceridad. ¿Habrá otra?. Apelaría al Dios “nos libre y guarde”, pero él ¿qué culpa tiene?
Uno de los estrenos más extraños en mucho tiempo ocurre el último jueves de 2013, como si no hubiera alcanzado con todo lo que pasó en otros niveles de la vida argentina. Para empezar es Húngara. Difícil recodar cuando fue la última de ese país estrenada comercialmente entre nosotros. Para seguir, es distribuida por Cinemátiko, una empresa que promete hacer jugadas como ésta el año que viene. “El ciclo infinito”, filmada digitalmente casi en su totalidad, oscila finamente entre la nobleza de asumir riesgos y la presuntuosidad de querer ser deliberadamente conceptual. Como todo argumento, porque está lejos de la estructura narrativa convencional, podemos decir que Jack es una especie de astronauta que, luego de llegar a una terraza, busca completar una misión cuyo monitoreo e instrucciones va recibiendo a través de un intercomunicador. En ese recorrido se encuentra con “alguien” que lo va (des)orientando, además de avisarle que una niebla que lo cubre y destroza todo se está acercando a ellos y hay que correr. Corre (todo el tiempo se corre mucho) hasta el punto de partida. Todo vuelve a empezar como le pasaba a Sísifo con su piedra. La comparación no es casual porque es en ese momento en el que se produce el absurdo de estar corriendo en pos de una supuesta misión (de la que nunca nos enteraremos), a la vez que se huye de un peligro inminente y visible. La diferencia con Sísifo es que a medida que los ciclos se van cumpliendo pequeñas cosas se van modificando para llegar a construir una posible realidad paralela, cuando aparece un personaje antagónico que pretende una aniquilación total de la existencia. “El ciclo infinito” propone convertirse en una metáfora del ciclo de la vida en donde la niebla representaría los miedos latentes, la amenaza de colapso mental y, por qué no, el sistema fagocitándose todo a su paso. Acaso el antagónico podría ser el anti-sistema fracasando en cada intento de revolución. Todo enmarcado en una ausencia de luz casi total. Oscurísima. Este mundo está sumido en un negro constante en donde apenas se vislumbran luces lejanas de una ciudad (da la sensación que querían otra cosa, pero se nota), y alguna que otra lumbre que nunca sabemos de dónde viene. Además es en 3D con lo cual la experiencia visual se acrecienta porque el realizador no da tregua ni concesiones. En efecto, Zóltan Sóstai (hombre que proviene del mundo del diseño de videojuegos) plantea su película de animación desde un punto de vista por momentos en primera, y por otros en tercera persona, según qué parte del recorrido de Jack se esté retratando. Por cierto, esta interpretación de la obra va por cuenta de quién escribe. Es apenas un boceto de las diferentes lecturas posibles que ofrece la película, pero todas y cada una de ellas dependerá de la buena predisposición del espectador para ver algo conceptual, metafórico, y por qué no filosófico.
En 2011 llegó a mis manos un DVD con una película mexicana llamada “Somos lo que hay” (2010). Nunca estrenada en Argentina, y por lo que sé, tampoco en muchos otros países fuera de México, cuyo comienzo era demoledor. Una mezcla de terror con crítica social a lo George Romero. Un hombre sucio, en estado de abandono (se adivina también maloliente) está caminando cual zombi por los pasillos de un shopping. Se pega a una vidriera de maniquíes femeninos, balbucea algo para luego dar unos pasos más y desplomarse en el piso, no sin antes vomitar algo desagradablemente verdusco. El hombre muere. Plano cenital desde el techo del shopping: Dos guardias se acercan, arrastran el cuerpo que deja una estela del líquido vomitado. Viene el personal de limpieza, trapea el piso y se va. Luego vemos un par de chicas con bolsas de ropa cara caminando sobre el mismo lugar donde todo ocurrió. La clase alta pisoteando a la de menores recursos. A semejante comienzo le seguirá una historia que nunca podrá ponerse a la altura de lo visto en ese par de minutos, pero sí resulta interesante cuando roza el absurdo. Quedan la madre, dos hijos adolescentes y una nenita. La familia incompleta que guarda un terrible secreto. “Ritual sangriento” está sólo inspirada en la anterior. Toma los elementos con los que se construyó a aquella familia, cambiando hijos por hijas, además del progenitor que muere al principio, abandona toda pretensión de crítica social, y por último destierra el absurdo, y con él, el humor. Apenas se usa una carcasa del guión de Jorge Michel Grau, al cual Jim Mickle y Nick Damici transforman en un relato lúgubre, melancólico y misterioso. Decíamos. La madre, muerta en circunstancias extrañas en una comarca que se caracteriza por las desapariciones de jóvenes chicas y por estar siempre nublado o lloviendo (la fotografía tiene grandes méritos para lograr ese clima ominoso, frío). El padre, amparado en un mandato divino anda con ánimos hostiles hacia vecinos (¡qué vieja está Kelly McGillis!), e hijos a los cuales somete a comer carne de la que no se compra en la carnicería. Las dos hijas son las que, a partir de conocer el secreto, bifurcan las acciones para un lado bueno o malo según como se mire. De este modo, la narración va creciendo en tensión y suspenso dejando algunas hilachas para que el espectador vaya suponiendo de qué tela esta hecho el manto de incertidumbre latente con el que está cubierto casi todo el film. Además de la fotografía y una buena compaginación, es destacable el trabajo hecho con el casting por parte de Sig De Miguel y Stephen Vincent. Julia Garner (a quien vimos éste año en “El último exorcismo 2” y en “Las ventajas de ser invisible”) compone a una inquietante Rose Parker. Lo mismo sucede con Ambyr, Childers y Jack Gore encarnando a los otros hermanos. Bill Sage logra un convincente señor Parker trabajando una combinación entre “auto acuartelamiento”, cuando se siente expuesto, con explosión al momento de imponerse. La primera vez con los cuatro sentados a la mesa sirve como muestra. Aun cuando se trata de un género en el que ya todo es bastante previsible, “Ritual sangriento” se las arregla para, sin ser la mar de original, aplicar correctamente lo aprendido en la clase de guión y las reglas del juego básicas en este tipo de producciones. Para un año flojísimo en calidad de producciones de terror este cierre resulta aceptable y por qué no, auspicioso.
Es para prestar atención. Un afiche que auspicia a Michael Douglas, Robert De Niro, Morgan Freeman y Kevin Kline no va a pasar desapercibido. Como en los viejos tiempos, un súper elenco es convocante, hagan lo que hagan, lo cual, por cierto, no siempre significa garantía de buen cine. “Último viaje a Las Vegas” arranca con una secuencia en la cual vemos a Billy (Michael Douglas), Paddy (Robert De Niro), Archie (Morgan Freeman) y Sam (Kevin Kline) como una barra de pibes de barrio unida por la amistad, y en tal caso por el amor de Sophie (Olivia Stuck) a quien sólo veremos de niña, pero sabremos, al momento de situarnos sesenta años más adelante, o sea en el presente, que se casó con Paddy pero falleció hace dos años. El tiempo ha sido bueno con los cuatro, pero por alguna razón Billy conserva un estilo jovial, pujante y activo en su escena de presentación, mientras que los otros tres están de una u otra forma sumidos en una suerte de claustro. Sam está aburrido con su rutina, Paddy no puede cerrar el duelo, y Archie anda enfermo y sobre-cuidado por su hijo. Con la tecnología les va bien, así que luego de una conferencia telefónica Billy comunica que se va a casar, y que su prometida es unos 30 años menor que él. Adivine dónde es la despedida de soltero… Los cuatro parecen deslumbrados con la ciudad, y eso que un par de ellos debe tener edad suficiente como para haberla visto cuando era un desierto. En el ínterin de organizar la despedida de soltero aparecerá Diana (Mary Steenburgen), una cantante, quien revivirá una vieja rencilla muy útil para darle algo de conflicto al asunto. Si el espectador evita hacerse preguntas, le espera un guión de comedia con algunos gags reciclados, y otros que bien podrían ser el lado azucarado de la saga de “¿Qué pasó ayer?” iniciada en 2010, o sea, sin escatología ni vómitos de vodka con nachos. Por caso se podría llamar “Cuatro viejos picarones”, y también estaría todo dicho, como ocurrió éste año con “Tres tipos duros” (2012) con el trío Al Pacino, Alan Arkin, Christopher Walken. “Último viaje a Las Vegas” significa disfrutar un rato de cuatro enormes actores divirtiéndose mientras manejan sus personajes de taquito. ¿Si ellos no estuvieran en el elenco? Y, no, habría que buscar el guión en algún tacho de descarte en la oficina de los productores.
Tres escritores con conflictos de amor que repercuten en su profesión es una propuesta llamativa. Además pertenecen a la misma familia. Padre divorciado con dos hijos adolescentes. ¿Todos escritores? Todos escritores. Interesante. Los Borgens están reunidos para el día de acción de gracias. Papá William (Greg Kinnear) es un escritor consagrado que todavía hoy está falto de inspiración merced a su divorcio de Erica (Jennifer Connelly, ¿cómo hace para estar cada vez mas linda?) dos años atrás. Por eso todas las noches pone un plato de más para la cena, “algún día va a volver”, dice. Su hija Samantha (Lilly Collins) es escritora también, con un libro a punto de ser publicado, pero no es el que su viejo le ayudó a corregir, sino otro que le es desconocido al progenitor. La muchacha tiene una política: Sexo y salidas esporádicas sí, enamorarse no, lastima mucho. Rusty (Nat Wolff) es otro escritor en potencia. Al contrario de su papá y su hermana, él no ha descubierto el amor todavía y es bastante tímido como para tener alguna chance. De todos modos, alguien le gusta. Así se presenta “Un lugar para el amor”. Tres formas distintas de ver la vida y las relaciones en un mismo seno familiar, a lo que se suma al factor materno que lejos de estar ausente tiene tanta o más importancia a la hora de entender qué es lo que motiva a estos personaje a hacer lo que hacen. Josh Boone (responsable de la inminente “The fault in our stara”, a estrenarse en 2014) decidió como guionista y realizador un camino bastante liviano para narrar esta historia, a pesar de contar con la alternativa de transitarla a través de la palabra escrita dada su preponderancia para la comunicación, la presencia, el significado, y el análisis. Decir a partir de lo escrito vs la escritura a partir de lo dicho. O todo eso frente a lo vivido por cada personaje. Que los tres sean escritores y la mamá no, abre docenas de posibilidades para profundizar y explorar. Sin embargo queda en lo anecdótico. Apenas si se chicanean entre ellos con los autores que cada uno lee. En cuanto a formas y texturas con las cuales cada uno aborda su forma de escribir, tampoco parece importar. Ni siquiera un conflicto central que exponga maneras antagónicas de sobrellevar el mal de amores entre integrantes de una familia que evidentemente se quieren. ¿Entonces? “Un lugar para el amor” aborda tres historias individuales, sobre como cada uno enfrenta la búsqueda de la media naranja, y se debate entre la tristeza y la felicidad, según el caso. Los tres relatos se conectan por la vocación y por algo inevitable que es el haber nacido en la misma familia. Por supuesto que cada uno aprenderá una gran lección que a nadie se le ocurrió llevar al cine hasta ahora: el amor todo lo puede. Ciertamente no carece de virtudes. Los trabajos del elenco, buena música, un buen delineamiento de la postura de cada uno para hacer creíbles las acciones… Así y todo, deja un gusto a poco.