Sensaciones encontradas podría ser una buena forma de acercarse a lo que deja el estreno de “El amor dura tres años”. Estamos frente a otro intento de revitalizar la comedia romántica. Desde chicos escuchamos a los grandes hablar de un género que atrae a las mujeres pero ahuyenta a los hombres de las salas cinematográficas. Una “verdad” discutible, pero también es cierto que se necesita una lupa gigante para encontrar un ejemplo en los últimos años que atraiga a todos. Muy pocos. Cuando “Harry conoció a Sally” (1989) resultó tan emblemática que aún hoy es difícil no usarla como termómetro para medir la calidad de toneladas de burdas copias hechas desde entonces. ¿La recuerda? ¿Quién no polemizó eventualmente sobre la posibilidad de la amistad entre el hombre y la mujer? En ésta producción el tema se menciona con esa frase además de otras tantas (muchas, muchísimas), la mayoría de las cuales quedan sin desarrollo ni en el guión, ni en los personajes, ni en las actuaciones. Se intenta abarcar mucho sabiendo de antemano la escasa capacidad para apretar. Luego de una introducción, a la que haremos referencia más adelante, comienzan los títulos. Vemos a Marc (Gaspar Proust) jugueteando con una bella mujer. Se conocen, se miman, se casan, se van separando de a poco, van perdiendo interés mutuamente, se pelean… Para cuando cierran los títulos señalando como “dirigida por” Frédéric Beigbeder el hombre ya está comunicando a los amigos sobre su divorcio al día siguiente. Suponemos, entonces, que pasaron los tres años del título útiles al desarrollo del argumento. En realidad no pasaron 4 minutos todavía, pero el futuro de los siguientes 92 tiene cierto tufillo autobiográfico porque la novela está escrita por el propio director. El protagonista es un escritor mediocre de 30 años, que encuentra en el dolor de la reciente separación la tangente por la cual sale la inspiración de su texto más “logrado”, justamente: “El amor dura tres años”. Un compendio de broncas y catarsis en contra del matrimonio, la pareja, la mujer, la histeria y otras yerbas que son contadas y narradas a cámara. Luego de varios intentos en distintas editoriales, cuya opinión sobre el patetismo del libro es unánime, una editora se la juega por cuestiones presupuestarias y lo lanza al mercado. Obviamente quedará lugar y tiempo para que Marc encuentre la oportunidad para vivir la contradicción de todo lo publicado en su best seller contra la mujer. ¿Cómo sucede esto? Alice (Louise Bourgoin, bella actriz), casada con el primo del autor, aparece en su vida no sin antes aclarar que leyó el libro y le pareció “escrito por un pendejo histérico”. El autor no querrá hacerse cargo de su éxito por las dudas que ella no le de bola. Sobre esta endeble y poco sustentable idea gira el resto de la trama, la cual dependerá más que nunca de la soltura del elenco para causar empatía y gracia. Es decir, por un lado “El amor dura tres años” es muy convencional; por el otro, tiene momentos de frescura, jovialidad, algunos diálogos desprejuiciados y espontáneos (todo gracias a las actuaciones del elenco), al mismo tiempo que la imagen del relato está salpicada por una batería de ideas superfluas sobre la vida, las relaciones de pareja, etc. El problema de estas “verdades”, marcadas a fuego por la experiencia amorosa anterior de Marc, es que se vierten en la pantalla de forma tan vertiginosa que no dan tiempo a desarrollarse ni en la historia ni en la mente del espectador, con lo cual se pierde la oportunidad de un humor más genuino. Algunas de estas frases son escritas literalmente en la imagen mientras el actor habla. Aparecen abajo, arriba, oblicuas, en perspectiva; como si fuera algo más que se agrega al set. Podrían ser buenos disparadores, pero quedan como frases sacadas del reverso de los sobrecitos de azúcar. La decisión del realizador para con el espectador es que Marc rompa la cuarta pared y nos hable directamente mientras detrás suyo ocurren algunas acciones. Una forma de convertirnos en cómplices de su pensamiento. Igual que en “Mientras la cosa funcione” (2009), pero claro, ni Frédéric Beigbeder es Woody Allen, ni Gaspar Proust es Larry David. Al principio decíamos que la introducción es un archivo donde vemos a Charles Bukowski en una entrevista afirmando: “El amor es como la niebla que sale antes de que aparezca el sol, un instante antes de que se evapore. El amor es una niebla que se evapora con la luz de la realidad”. Mire qué disparador para una película. Si el director hubiera visto estas primeras imágenes a lo mejor tendría un producto mejor realizado.
Con semejante título, “En busca de la ciudad perdida”, suena inmediatamente a una de aventuras arqueológicas. Buen gancho si se quiere, porque estamos frente a un documental bien al estilo televisivo, de esos a los que, una vez terminados de compaginar, la National Geographic le agregaba el texto en off como para “humanizar” las imágenes. Así se descontextualizaba el ciclo de la vida, se musicalizaba cual personajes de los clásicos de Disney, y al televidente le quedaba que el león era muy, muy, malo por comerse a una pobre gacela. Perdón, me fui por las ramas. “En busca de la ciudad perdida” tiene un cuidado estético narrativo funcional a convertirse en una suerte de diario de viaje que se inicia en Perú y termina precisamente en las ruinas de Macchu Picchu. Durante el trayecto veremos un recorrido pintoresco e interesante que mostrará al director, Fernando Martínez, como testigo presencial del trayecto. Habla e interactúa por momentos como asomándose al cuadro, en tanto en otros lo hace de manera más directa. Mientras, algunos datos adicionales a lo que vamos viendo los proporciona la voz en off de Ariel Fiorenza, una suerte de guía turístico al que sólo le falta decir de qué lado del micro está lo que se nos muestra. Bien básico. Incluso puede dar la sensación de una lección de geografía de primaria, aunque esto no va en desmedro del producto final porque es lo que intenta ser desde el primer minuto. Con la duración justa, la realización sale airosa de la sobre explicación, apoyándose en la contundencia de las imágenes cuando estas lo piden. Salvo que se haga el viaje per sé, difícilmente se pueda tener un acercamiento tan exhaustivo y didáctico.
Parece mentira que un director como Ridley Scott, cultor de la lógica en su filmografía, sea el autor de este estreno. Desde “Los duelistas” (1977) a “Blade Runner” en 1982 (mire qué títulos); pasando por “Gladiador” (2000) o “Prometeo” (2012), con su diseño geométrico de personajes y escenarios. Incluso aquella “1492” (1992) hecha por encargo con un guión de manual y contenido de colegio secundario sobre Cristóbal Colón respetaba los cánones básicos del verosímil, el buen criterio y un gran diseño de arte. “El abogado del crimen” es la historia del Abogado (a mí no me mire, se llama así), un abogado interpretado por Michael Fassbender de buena posición inmerso en algunos problemas económicos para mantener su status. También, está en pareja con Laura (Penélope Cruz) una mujer instalada en una suerte de limbo, como si viviera en un palacio con su príncipe azul. Se imagina que un hombre de su prestigio no puede andar en bicicleta comprando anillos en la calle Libertad. El Abogado entiende que el mundo del tráfico de estupefacientes es la temática legal más funcional a hacer plata rápido. Acaso también darle prestigio a su buen nombre (si supiéramos como se llama). Su ¿amigo? Reiner, hombre relacionado con el mundillo de la droga y de muy buen pasar, lo conecta con Westray (Brad Pitt). Este último es una suerte de intermediario entre el Abogado y un cartel de drogas en México. Reiner (Javier Bardem, con más peinado a la ventilador turbo que nunca) anda en compañía de Malkina (Cameron Díaz), bella y enigmática mujer de movimientos sensuales, felinos, también tiene un Edipo mal resuelto y por eso anda teniendo sexo con autos caros. ¿Oyó?, con los autos, no con sus dueños. Sería el primer caso de “cochefilia” de la historia. Como nadie en el mundo sabe de los peligros de codearse con traficantes, tendremos que ver su modus operandi. También seremos testigo de una serie de peroratas sobre distintos temas por parte los protagonistas: Drogas, riesgos, violencia, sexo… Hay otros discursos. “La realidad de las realidades”, dado por Rubén Blades telefónicamente, compite por ser uno de los más ridículos y desubicados del contexto de toda la historia del cine. Una película de drogas que intenta mezclar algo de erotismo no tiene nada de malo. El problema es que Ridley Scott se va por las ramas, pero no sólo del relato, también de los personajes, al punto de no quedar claro por qué hacen lo que hacen. Ni hablar de las locaciones. Pocas veces vimos algo tan confuso. Los protagonistas se trasladan de un lado a otro y justo coinciden en encontrarse como en las telenovelas de Migré. Además, el espectador es “sometido” a ver situaciones larguísimas para justificar cuatro segundos (la aparición de Rosie Perez en la cárcel, por ejemplo, sirve para luego ver lo bien que funciona el método alambre para cortar cabezas. Podría quedar bien y decir que el elenco funciona, pero no, tampoco. Que se nos presente a Javier Bardem como pareja de Cameron Díaz es un capricho mal resuelto ante la ausencia casi total de química. El único diálogo más o menos coherente del film lo mantienen el Abogado y Westray en un bar. Ayuda a instalar el miedo a las consecuencias pero para cuando éstas se manifiestan es demasiado tarde como para que nos importe qué le pasa a cada uno. No extrañaría ver a más de un concurrente preguntándose de qué demonios se trata todo, o algún perdido mirando para arriba tratando de atar alguno de los tantos cabos sueltos en el desarrollo de la narración. De este modo, “El abogado del crimen” resulta una obra pretenciosa en su intento de darle glamour a una historia sobre la codicia. Si al menos lo fuera también en lo estético habría algún fotograma bonito, pero ni la persecución de un chita a una liebre muestra algo interesante. Parece una de las tantas frases hechas de la película pero realmente: ¡que desperdicio de talento!
Ya dijimos varias veces que en términos de franquicias el mundo Marvel es en realidad un universo aparte. Cuando el año pasado “Los Vengadores” se convirtió en Estados Unidos en la segunda producción más taquillera de la historia detrás de “Avatar” (2009), todos entendimos la retroalimentación de la cual hablamos antes. Mientras siga existiendo una sala de cine y espectadores, Marvel depende sólo de sí misma para sobrevivir. No necesita nada más que argumentos tan sólidos como los de los cómics respetando a los fanáticos con sus premisas: no salirse nunca de la idiosincrasia de sus personajes, en especial la base “mitológica”, sobre la cual están construidos y, sobre todo, tener la pericia suficiente para concatenarlos inteligente y sutilmente hasta que sea el momento de verlos juntos nuevamente. Tanto el Capitán América, Hulk, Iron Man y ahora Thor saben cada uno de la existencia del otro, saben de la institución que los amontona (S.H.I.E.L.D.) pero se mantienen en sus propios carriles frente a algún episodio que los tiene como protagonistas exclusivos. En “Thor” (2001), Kenneth Brannagh supo manejar ese mundo de los dioses escandinavos y sus conflictos dotándolos de un aire shakesperiano, mientras que Josh Weddon, el co-director, se abocó a utilizar y dosificar esos elementos para darle lugar al espacio ocupado por el comic, o sea que, sin olvidar que por más mitología nórdica presente en los nombres, este producto es de superhéroes, por ende Thor debe poder convivir con eso. Bajo esta línea analítica es lógico pensar por qué el Dios del Rayo va lentamente saliendo de Asgard para ir adaptándose a la Tierra con sus criaturas del bien y el mal, matizado además por una historia de amor muy concreta. La industria lo necesita aquí abajo porque es donde están todos los demás integrantes de la franquicia así el conflicto de Asgard ocurre allí, pero se resuelve en nuestro planeta. En “Thor: Un mundo oscuro” todos los personajes anteriores aparecen dispersos de la columna central del argumento original. Diezmados podría decirse. Loki (Tom Hiddelston) quedó suelto y discute con Odín (Anthony Hopkins) el poder, mientras Thor (Chris Hemsworth, que como actor es bien musculoso) trata de poner mano dura en los nueve reinos para traer la paz. En la tierra, Jane Foster (Natalie Protman) quedó con el corazón roto y su ayudante Darcy (Kat Dennings) es la única actualizada de los fenómenos climáticos sospechosos, porque el profesor Erik Selvig (Stellan Skarsgård) anda desnudo por ahí vociferando profecías a la policía. Para colmo, un arma antigua y poderosa cobra vida a través de Foster merced a una inminente alineación de planetas que afectan la gravedad y las dimensiones abriendo portales por todos lados. Como guinda del postre, una raza milenaria de uno de los reinos despierta con ganas de recuperar su arma para romper planetas. No está mal como elaboración del caos. Buen trabajo de Christopher Yost, Christopher Markus y Stephen McFeely para ordenar el mazo de cartas bajo la notable dirección del casi novato Adam Taylor. Mejor dicho casi novato en cine, pero de vastísima experiencia en TV con varios episodios de “Game of Thrones” (2011) como antecedente necesario para esta segunda parte. Taylor mueve algunas piezas del equipo pero la estructura y el sistema se mantiene firme. De esta forma, por ejemplo, aparece el humor (antes casi no estaba), hay un buen manejo de la gran cantidad de personajes porque nunca se pierde el punto de vista, y una vez más se entiende (como casi siempre en Marvel) que los efectos visuales deben estar al servicio de la narración de la historia. El realizador deja al elenco hacer lo suyo, pero además lo potencia como en los casos de René Russo o Kat Dennings. Ni hablar del estupendo Tom Hiddelston que no necesita poderes y efectos rimbombantes para componer un villano. Su actuación permite al espectador sentir la presencia maligna en forma constante y sostenida. Una segunda parte que como pocas veces sucede, troca virtudes de la primera por otras igual de efectivas para terminar de redondear un producto digno del cine espectáculo, bien contado e ideal para alimentar lo que se viene en los próximos tres años. Hay Marvel para rato. Lo último. No es invento de Marvel, pero quédense hasta el final de los créditos principales y luego hasta el final, final. Son dos escenas más.
Lluvia de hamburguesas 2 Ya no sorprenden, aunque no dejan de llamar la atención, algunas obviedades de Hollywood: Esa insistencia en meter un éxito para luego exprimirlo hasta despojarlo de toda virtud que hubiera tenido en primer lugar. Es cierto, la yanqui es una industria que toda la vida se manejó por el andarivel de la taquilla, sólo que antes había otra calidad e incluso otro tipo de preocupación por lo que se le iba a brindar al espectador. Tal vez era simplemente un mundo más sutil, qué se le va a hacer. Hoy no parece haber filtros para chantar en la cara el consumismo. De todas las películas animadas de los últimos diez años probablemente “Lluvia de hamburguesas” (2009) era la menos merecedora de una secuela, como mínimo por dos aspectos: el guión y el producto final. Respecto a lo primero, Phil Lord y Chris Miller no dejaban lugar a una continuación. Los cabos estaban atados, el personaje ya había sido desarrollado al máximo que se podía dar, lo que no era mucho por cierto, y la historia no tenía nada más para contar. Con respecto a lo segundo, terminada la proyección “Lluvia de hamburguesas” dejaba sabor a poco, vaya paradoja. Salvo por un claro viraje estético al cine clase B de los ’50, como “El ataque de los cangrejos gigantes” (1957) del gran Roger Corman o la saga de “Los tomates asesinos”, comenzada en 1978, no había mucho para rescatar. La idea de un chico obsesionado con inventar algo a como dé lugar ya tenía en “Jimmy Neutron” (2001) a un baluarte difícil de empardar. La propuesta amagaba con interesar porque el invento transformaba la lluvia en comida, pero en lugar de plasmar un subtexto profundo, como podría haber sido la preocupación, o una mirada de los chicos, sobre el hambre en el mundo, se eligió lo anecdótico mechado con la típica historia de amor. Acompañaban al protagonista una serie de personajes con poco sustento, es decir que están más diseñados que desarrollados. Algunos son de relleno, otros aportan el costado cómico, por la forma en lugar de serlo por el contenido. Dicho esto, queda el factor económico para justificar la segunda parte. Ahí sí no hay dudas porque a la primera le fue razonablemente bien a nivel mundial. De local salió apenas ganando. “Lluvia de hamburguesas 2” comienza con un resumen de lo ocurrido anteriormente, agregando en el medio un personaje nunca antes mencionado, Flint, que admiraba de chico a un tal Chester V, un científico inventor de la barra de cereales nutritivos, tan sólo eso. Terminaba con la famosa máquina destruida así que es más fácil pensar como revivirla que en algo más elaborado. A partir de esta premisa si el argumento pudiera estar más tirado de los pelos sería directamente una peluca. En fin. Total que Chester V pretende hacerse del artefacto, pero para eso necesita de su inventor que, como dijimos, siempre lo admiró. Por ende, con una convocatoria a científicos para trabajar en la compañía se arregla todo. La comida cobró vida en la isla. Nuestros héroes deben enfrentarse a cebollas de verdeo, bananas, tacos gigantes o hamburguesas completas que parecen atacarlos. Hay que ver el beneficio de que la comida chatarra esté del lado de los buenos en el subtexto, pero esto es otra historia. En todo caso podrán analizarlo los adultos que lleguen al final de la película sin caer dormidos. Los personajes son los mismos de siempre. El padre, la novia, un amigo, un policía y, por sobre todo el mono cómico cuyas acciones rozan más la cocaína que el edulcorante. Increíblemente, el padre sigue siendo un personaje al cual todo le pasa por adelante al punto de apoyar a su hijo sin saber bien en qué. Para los chicos es un producto lleno de colores (miles y miles de colores por todos lados), algunos gags que funcionan bien, como la escena del pantano de miel o el montaje de inventos. Mensajes sobre la comida, los beneficios, la biodegradación, el equilibrio, la buena alimentación, el balance o el buen tino de no agrandar un combo, nunca aparecerán aquí. Eso sí, hay un poco de moralina sobre confiar en los amigos. No hay una sola escena que deje lugar para una tercera parte. Igual eso no importa ¿no?
Aparente superficialidad que esconde un profundo análisis Escuché a un periodista especializado en deportes hablar del “gen competitivo”, definido éste, en casos de deportistas muy selectos de la historia, como la chispa, la motivación, ese motor impulsor del deseo de ganar y que en ellos funciona como un plus. Algo que no tienen los demás por el sólo hecho de considerar a todos los rivales por igual. Tal vez no es demostrable pero existe. Leonel Messi y Cristiano Ronaldo podría ser un caso paradigmático. Se destacan por sí mismos, pero el tiempo los juntó en los dos equipos más grandes de España, uno de un lado y otro del otro. El gen competitivo hace que la excelencia de uno potencie en el otro el deseo de superarlo. Probablemente algunas de las más grandes hazañas deportivas se deban a esto. ¿Qué motivaba a Niki Lauda y a James Hunt a hacer lo que hacían en la pista de la fórmula 1 y a arriesgar lo que arriesgaban? Estaba claro que los intereses de uno y otro para ingresar al mundo de la alta competencia eran muy disímiles. ¿Por qué la “pica” entre ambos? ¿Qué tenía uno que el otro no, como para querer vencerlo a toda costa? Todo este planteo, las preguntas (y las respuestas) es el conjunto de factores por los que pasa el argumento de “Rush: pasión y gloria”. La nueva película del ecléctico Ron Howard comienza con Niki Lauda (Daniel Brühl) narrando el estado de ánimo que tenía el 1º de Agosto de 1976, y como eso cambiaría su vida en cuestión de segundos. Luego veremos en un gran y largo flashback todos los antecedentes necesarios para conocerlo. Algo de sus orígenes, una importante rebeldía a los mandatos paternos y su encuentro con James Hunt (Chris Hemsworth). En ese instante surgen las motivaciones individuales en un planteo que aparenta superficialidad pero esconde un profundo análisis sobre ambos. En este sentido la obra es como la deconstrucción de una relación dada en un marco espectacular y glamoroso como lo es el de la fórmula 1. También aborda la pasión y la convicción por lo que uno hace lo que hace. “Rush: pasión y gloria” sólo se parece a sus antecesoras en lo concerniente al marco donde se desarrolla la acción, por ejemplo “Grand Prix” (1966) de John Frankenheimer, o la olvidable “Alta velocidad” (2001) con Sylvester Stallone. En todo caso la mayor similitud sería aquella efectista “Días de trueno”, dirigida por Tony Scott en 1990, que asumía la rivalidad entre Tom Cruise y Michael Rooker como eje central. Ron Howard se corre de estos antecedentes utilizando el entorno como un personaje adicional. Por eso la recreación de aquellos años es minuciosa, estudiada y magistralmente filmada con una estética que, excepto por los avances tecnológicos, bien podría ser un clásico de los ‘70. Se luce el elenco. Daniel Brühl (el de “Good bye Lenin”, 2003) compone un Lauda fenomenal, y es gracias a esa actuación digna de nominación al Oscar, que el limitado Chris Hemsworth logra estar a la altura de la circunstancia. Todos los nombres de la época están presentes, hasta hay una pequeña referencia al Lole Reutemann luego del accidente de Lauda. La película decora su gran realización con un tinte nostálgico y emotivo para quienes ostentan más de 40 años, pero no por ello deja afuera al resto. Por el contrario, es un gran ejemplo de no dar nada por sentado y de cómo un director, por mas variada que sea su obra, nunca debe perder el objetivo de, ante todo, contar una historia.
La familia Barrett, mamá Lacy (Keri Russell), papá Daniel (Josh Hamilton), el hijo mayor Jesse (Dakota Goyo), y el pequeño Sam (Kadan Rockett) viven en algún suburbio de Arizona. Los chicos pasan sus noches comunicados con Walkie Talkies y hablando del “sandman”, algo que asusta a Sam. Los padres andan con otros problemitas, más reales. Él no consigue trabajo, pero le dice a ella que está a punto de hacerlo, y ella vive presionada como agente de bienes raíces para vender todo lo que pueda. De a poco el guión y la dirección van mechando estos eventos de la vida real con el misterio. Una noche aparece la heladera despojada con todos los alimentos en el piso; otro día elementos de la cocina apilados por sus vértices formando pequeños tótems equilibrados; y así se suceden cosas raras en las jornadas siguientes. El trabajo no sale, la venta tampoco. Sam empieza a tener accesos de ausencias mentales, segmentos de tiempo en los que no recuerda haber salir al patio en medio de la noche. Eventualmente, a todos les pasará algo por el estilo. La desesperación de la familia se ve entonces bifurcada enfrentándola a dos realidades: lo cotidiano y lo fantástico. Acudirán, como lo exige el género, a alguien poseedor de todas las respuestas para ver como enfrentar estos fenómenos Una cosa que Scott Stewart (experto en efectos especiales y director de la olvidable “Priest –el vengador”, en 2011) sabía desde el principio, a la hora de encarar esta producción, era la falta total de presupuesto. Apenas unos pocos dólares para efectos, mayoritariamente de post producción. Se sabe que cuando falta plata se agudiza el ingenio, y realmente “Los elegidos” tiene momentos de verdadera tensión apoyada en el drama real de esta familia amenazada por la circunstancia económica y por extraterrestres que, una vez más, vienen a buscarnos. La dosificación de la información hace pensar en un buen aprendizaje de los viejos maestros a la hora de mantener el interés en el espectador. Pero la “adversidad” principal no está sólo en la cuenta bancaria de la producción, sino también en el hecho de estrenarse en una época en la cual los efectos especiales grandilocuentes son algo esperado en el género, sumado a un elenco que hace muy bien su trabajo pero que, por falta de cartel, está lejos de atraer al público. Sin embargo, estos buenos momentos generados desde una inteligente dirección, que aprovecha hasta el último centavo, la hará seguramente funcionar un poco mejor en la taquilla merced al boca a boca. Desde la originalidad de la historia el lector deberá imaginar que alguien tomó el guión de “Poltergeist” (1984) y el de “Señales” (2003), los depositó en una licuadora, la accionó, y al resultado le agregó una pizca de la estética de “Actividad Paranormal” (2007). Los fanáticos del género, encontrarán más similitudes si observan escena por escena, pero sería injusto. “Los elegidos” es un buen exponente de thriller psicológico con condimentos de ciencia ficción. En todo caso se parece mucho más a un capitulo de la serie “La dimensión desconocida” (1959). Por eso tiene una duración excesiva. Para cuando todo empieza a definirse la intuición del espectador puede adivinar el final, luego de algunas redundancias. Con todo, dicho esto, nadie que desee salir un rato de la parafernalia de efectos digitales debería dejar de darle una oportunidad a esta producción simple y bien pensada.
Sofía Coppola ha mirado mucho a la niñez y adolescencia femenina desde el comienzo de su carrera con aquella lejana “Las vírgenes suicidas” (1999), lo hizo luego con “María Antonieta” (2006), posteriormente con “En un lugar del corazón” (Somewhere, 2010), que tenía mucho de lo que no pudo contar en “Perdidos en Tokio” (2003). Todas las mencionadas tienen varias lecturas del tema en común mencionado al principio, pero también con la ausencia de la familia como contexto. Es decir la carencia del núcleo principal del cual se nutren los afectos en la etapa del crecimiento. En algún caso falta el padre como figura icónica, la madre nunca aparece en este universo, o al menos no con su influencia natural. ¿Cómo viven las chicas en el mundo Coppola y cómo se las arreglan para salir adelante, si es que pueden? Ante la ausencia de modelos y de familia, el entorno es un personaje más. La coyuntura es un escenario virtual que afecta directamente el sentir y accionar de sus criaturas. Eso sí… es extraña la omisión del sexo, casi nunca hay sexo en la filmografía de la hija de Francis Ford Coppola, como si sus protagonistas femeninas todavía no llegasen a descubrirlo. La espantosa traducción del título original, más allá de cuestiones comerciales, podría confundir un poco. “Adoro la fama” debe su existencia a una noticia de hace algunos años. En ella se describía a un grupo de adolescentes que en más de una oportunidad se metió furtivamente en las mansiones de varios famosos para robar joyas, adornos, ropa de alta costura y todo accesorio posible, desde carteras hasta abrigos. En más de una ocasión también se quedaban unas horas en esas casas para disfrutar de todos estos lujos, de paso para despuntar el vicio del alcohol o alguna droga. Este grupo (también la película) adquirió el nombre de The Bling Ring, algo así como “El círculo de la ostentación”. Precisamente en esa palabra es donde la cuestión halla su quid. Marc (Israel Broussard) es uno de los tantos chicos sin rumbo ni metas, pero con muchos intereses alrededor del mundo fashion. Conoce obsesivamente marcas, modelos, temporadas, colecciones, todo lo concerniente al mundo del glamour, la fama y la moda. La única chica que le da cabida es Rebecca (Katie Chang), quien inmediatamente encuentra en él un partenaire. Ambos salen de noche a ver la oportunidad que se presenta en Beverly Hills y otros barrios carísimos, en los cuales hay tanta seguridad que puede encontrarse uno con autos de lujo abiertos, esperando para ser abordados por un par de chicos traviesos. A ellos se suman Chloe (Claire Julien), Sam (Taissa Farmiga) y Nicki (Emma Watson, bellísima). Juntos comienzan su raid hasta que dejarán de salirse con la suya. “Adoro la fama” aborda el tema de los robos anecdóticamente. La cámara sigue a los chicos para ver el antes y el después de las perpetraciones. Para ellos todo gira alrededor de mostrar lo que robaron, describir donde estuvieron e inmortalizar la impunidad en las redes sociales. Plata, joyas, y salidas ostentosas son compaginados con noticias reales de los excesos de la actriz, modelo y cantante Lindsay Lohan. Cuando esto aparece entendemos que la intención no es sólo referir alguna problemática adolescente, sino aprovechar el subtexto para preguntarse si esos bienes materiales y la fama son a lo que aspira la sociedad estadounidense en desmedro de todos los valores que se han ido perdiendo desde no hace mucho tiempo. Tenemos un “qué” muy sólido. Algo de la dificultad radica en el “cómo”. Este seguimiento al grupo se vuelve redundante cuando ya los personajes, sus intenciones, más una parte del desenlace, están muy claros, por lo que luego de la tercera incursión se produce un estancamiento narrativo con personajes y situaciones que ya no pueden crecer. También el hecho de no tomar parte, o siquiera opinar, con su texto hace que la resolución de la historia no pase de lo meramente periodístico quitándole profundidad al relato. “Adoro la fama” ofrece una mirada sobre la superficialidad y la banalidad con la que una parte de la sociedad está como hipnotizada. Los trabajos de los protagonistas ofrecen eso en el decir y en el hacer, conformándose un grupo de actuaciones sólidas, funcionales al relato. Por lo demás, la sensación de estar viendo una noticia desarrollada más allá de la tele, o un golpe a los valores de la clase media-alta, atraviesa carriles demasiado similares.
Durísima muestra de las miserias humanas enfocada desde la explotación infantil Simon (Kacey Mottet Klein) y Louise (Léa Seydoux), jóvenes muy jóvenes, viven solos en un cuarto común en un parador turístico, más él que ella. Estamos en plena temporada de ski, plagada de visitantes ávidos de pasarla bien. Simón es un chico de doce años abriéndose paso ante la total ausencia de los adultos. De hecho el mundo parece un árbol del cual “extraer frutos” según la necesidad. Como si fuera lo más natural de la vida, roba comida de los bolsos de otros chicos, esquís, equipamiento, etc., y con el dinero obtenido hace vida de hombre grande. Vive y sobrevive en un microcosmos que se presenta, como mínimo, indiferente a su condición. Sin modelos a seguir ni parámetros a los cuales referirse, Simon tiene su propia capacidad para decodificar los defectos de la sociedad y convertirlo en el elemento del cual sacar ventajas. Louise es el único vínculo que tiene, y no funciona como referente sino como la conexión más cercana a los sentimientos. Ella aparece y desaparece de su vida, según pinta la ocasión de irse con algún novio golpeador o, peor aún, alguien ignorante de la verdad. La relación de ambos, intermitente y llena negociaciones, tiene una razón de ser: funcionar para él como un oasis en un mundo teñido por la adversidad y para ella como una vía de obtención de dinero fácil para escaparse. Son como los caminos que hacen los teleféricos: se deslizan por un tendido de cables que tienen postas efímeras para sostener su estabilidad. “La hermana” traza todo éste contexto, estableciéndolo como una gran extensión preparatoria para el giro gigante de la trama. Cuando esto ocurre, pasarán varios minutos de estupor en la mente del espectador. En ese preciso momento es donde la directora logra lo mejor de su obra. Un cambio automático en la mirada de las cosas. Un proceso que ocurre sin filtros y velozmente para pasar de la compasión al juzgamiento. Caen las fichas, se atan cabos, todo lo ocurrido hasta allí cambiará de sentido, significado e importancia para convertir a esta realización en una durísima muestra de las miserias humanas focalizando el eje en la explotación infantil, el abandono, y la natural crueldad del ser humano. Podríamos agregar una incipiente pérdida de la escala de valores, pero esto último desvía su dirección al mostrar que si no hay valores mucho menos puede haber una escala. Al no cambiar nunca el punto de vista los guionistas Antoine Jaccoud, Ursula Meier y Gilles Taurand, hacen que la ausencia de Louise sea tan importante como su presencia, aún cuando en ambos casos se evidencian dos polos de la narración en los cuales Marcus no puede (o no sabe) discernir el malo del peor. El niño le pregunta a Louise si puede dormir con ella, y hasta ofrece dinero a cambio. “No me alcanza con ser hermano” dirá. La realizadora plantea una vida. Todo lo demás, girando alrededor, forma parte de un manojo de actitudes funcionales al mensaje. En este aspecto, la obra es casi un ensayo sobre antropología. Ursula Meier elige un camino difícil para plasmar el texto cinematográfico. Lo hace mostrando varias aristas y asumiendo muchísimos riesgos. El principal es el de maltratar a sus personajes, dejarlos a merced propia sin lugar para redimirlos, lo cual no significa una falta de piedad, sino más bien una firme convicción de que si las cosas pueden cambiar en este mundo depende exclusivamente del proceso interno. Así de fría es la mirada. Por eso la nieve, para algunos divertida, para otros, fría. Si la carencia de afectos mostrada en un extremo casi inverosímil es el motor de las acciones, tiene su razón de ser para establecer el punto. Lea Seydoux y Kasey Mottet Klein (notable trabajo de la coach Jeanne Rektorik) hacen un trabajo sobresaliente. Sin ellos, no sería la misma película. Difícil ver una obra cinematográfica en la cual el vínculo no está dado sólo por estados emocionales enaltecidos por el montaje, sino por un profundo trabajo previo. “La hermana”, como película no pretende sermonear ni dar lecciones de moral, porque de hecho eso lo hará cada espectador con lo que recibe desde la pantalla pero, sobre todo, con lo que lleve de sí mismo al intentar una vía de escape frente a una situación que no da respiro. Tal vez porque es el ser humano el único capaz de revertir su comportamiento y orientarlo de manera diferente. Habrá que esperar a los últimos 10 segundos para entender la propuesta de Ursula Meier. La esperanza es tan real y tangible como la nieve o la montaña. Lo dicho, no estamos frente a una lección de vida. Simplemente ante una excelente película.
Cuando un tema como la muerte y los rituales alrededor de ella son abordados en una conversación, pareciera siempre haber un manto de respetuoso temor mitigado por algún chiste oportuno seguido de reojo por los presentes. No vaya a ser que nos estemos riendo de algo fuera de lugar. Después de todo, todos tenemos algún pariente cercano o amigo que se puso el pijama de madera. Sin embargo, aún en conversaciones como estas hay temas que se pasan por alto. Tamaños y calidades de ataúdes, la preparación de los cuerpos para ser velados, maquillaje, cremación. “El problema con los muertos es que son impuntuales” propone ingresar al espectador en todos los aspectos circundantes al mundo sentimental (acaso también comercial) que gira alrededor de la muerte, las creencias de la gente o la perpetuación de imágenes y rituales. En los primeros veinte minutos se verá lo mejor de esta producción. También seremos testigos de una lenta caída de ritmo e interés. Oscar Mazú, luego de algunas frases alegóricas, comienza su película con una reflexión en off mientras vemos al experto en tanatología Ricardo Péculo iniciar su rutina diaria: “Luego de perder la inmortalidad a los 46 años, empecé a pensar en algunas cosas que no se piensan cuando se es inmortal”. Luego enumera todos los ítems no tenidos en cuenta cuando de la muerte se trata. El texto en off está claramente orientado al humor, digámoslo: desde el título intuimos eso. Algunos podrían decir humor negro por su utilización en la temática bromeando con la parca, pero quedará ahí. La propuesta es realmente interesante y el método de abordaje, tomando como centro su propia experiencia, le da a la producción un tono amable al que se suma Ricardo Péculo con algunas anécdotas sobre anécdotas y su impronta a lo Narciso Ibáñez Menta. En ese combo es donde esta realización gana en capacidad de generar interés. Inexplicablemente la propuesta se va diluyendo al alargar demasiado un par de momentos cuando la propuesta parecía ser la de ir picando un rato en cada tópico tomando como eje el humor y el singular personaje del experto. Así, la secuencia de una maquilladora dando clases estanca el ritmo y la dinámica que, por ejemplo, se potencia con la anécdota de las manos de Perón. Lo mejor, más allá del resultado final es la certeza de encontrar en Oscar Mazú a un escritor fino y agudo con grandes chances en el futuro. Este es sólo un paso leve.