La maquinaria de Marvel sigue generando miles de millones de dólares alrededor del mundo. A esta altura, la agenda de estrenos de acá a 2019 tiene a los fans en vilo, y a un montón de ejecutivos agotando las reservas de Ribotril porque cada proyecto agiganta todo. Lo desproporciona. Este año, al estreno de la gran “Deadpool” se suma “Capitán America: Civil war” que esta semana llega a nuestros cines. Cualquier espectador que haya pasado por el colegio secundario sabrá de la existencia de Grecia, Roma, Escandinavia y muchos otros antiguos imperios, con centenas de dioses a quienes adorar y una historia mitológica generadora de algunas de las literaturas clásicas universales, empezando por el teatro. De dioses con poderes increíbles se trataba todo, y de cómo hacemos los pobres humanos para tratar de servir y soportar sus caprichos. Stan Lee tiene algo así con los cómics, y salvando las distancias (no muchas), tanto Marvel como DC Comics son los autores intelectuales de esta mitología moderna. Es más, si tomamos uno por uno a los superhéroes y supervillanos de hoy y los comparamos con los dioses y semi-dioses de antaño, probablemente encontremos una cantidad notable de similitudes. En fin, estaba claro que más pronto que tarde los universos marvelianos (Vengadores, X-Men, Hombre Araña, etc.) tenían que encontrarse. El instante, el fotograma que tiene a los tres (Iron Man, Hombre Araña y Capitán América) dentro del mismo encuadre, abre el abanico a la inmensidad de posibilidades, y sienta las bases para entender que éstos, que varias veces hemos planteado como para entender mejor, aca establñece quién la va de qué en la historia. A esta altura Los Vengadores ya tienen dos largometrajes juntando a todos, pero sigue esta idea de establecer historias individuales, de las cuales “Capitan América: Civil war” es la tercera. Cabe aclarar que no es la primera vez que Iron Man y Capitán América andan a las piñas, porque desde 1964 se vienen cruzando por distintos motivos en las historietas por cuestiones a veces risibles, como cuando el consumo de pescado en mal estado hizo alucinar al primero y emprenderla contra el otro. Esta presentación sea tal vez alguna de las más divertidas entregas en cuanto a la esencia interna y externa de los personajes, que no por pelearse dejan de ser divertidos y se alejan de la oscuridad planteada por Christopher Nolan o la última “Batman Vs Superman”. Y ya que hablamos de cuestiones conceptuales está bueno decirlo: Es larga esta película. No hay forma de justificar la duración. Si se analiza desde un desglose argumental y comenzamos a quitar situaciones y personajes, estaríamos frente al mismo producto con 90 minutos como mucho. Pero todo tiene una razón de ser en la industria en la cual los fans tienen la última palabra, y como este universo se retro alimenta más allá de espectadores ocasionales, lo que ocurra durante la proyección dejará de lado la idea de lo que sobra para ir a lo seguro. Joe y Anthony Russo sabían que se metían con un guión eminentemente político al tratarse de rupturas internas dentro del seno de Los Vengadores, y no necesariamente por una cuestión egocéntrica. Ya de por sí se mueven dentro de un orden político preestablecido como organización (quien suscribe está convencido que estos tipos están más cerca de lo republicano en el accionar, pero lo demócrata en el discurso). Lo cierto es que estas rupturas o su tratamiento dramático no es el fuerte de los directores responsables de la entrega anterior del héroe del escudo, y de las próximas dos de Los Vengadores, sino no se logra explicar la escena de una suerte de “reclutamiento” de bandos que raya lo ridículo, incluso en este contexto. Hacia allí apunta esta entrega. A dar la información adicional innecesaria para este relato que ayudará a construir la enormidad venidera. Por otro lado, claramente el fuerte de la producción son las secuencias de acción, a cual mejor filmada, y el cruce de personajes. Eso que los fans vieron mil veces en posters que incluían a todos, ahora se está volviendo realidad en movimiento. La aparición del Hombre Araña traza una dicotomía en este cuadrilátero. En una esquina, la potenciación del deseo de los fans de unirlo todo, en la otra, la expansión excesiva de un guión particularmente flojito. El andamiaje es el entretenimiento, y en esto no hay discusión posible. Se rechaza o se acepta. Es Marvel. Es industria pura. Nada más. Ni nada menos.
Así como existe en la ficción un pysique du role ideal de los actores para tal o cual personaje, el cine demanda una forma de realización ideal para determinado contenido. Cuando estos factores se conjugan la cosa fluye distinto y provoca una dinámica pura a la cual se le pueden destacar detalles a favor o en contra, pero en definitiva se da un funcionamiento lo más acorde posible a la propuesta. Con esto dicho, el género documental encuentra en éste tipo de decisiones una parábola ideal que se traza entre los realizadores y los receptores de cada obra que a veces sientan las bases inspiradoras para el tan postergado abordaje de nuestra historia en todos los aspectos sociales, políticos y económicos que en definitiva definen nuestra cultura. El estreno de “Sucio y desprolijo: El Heavy Metal en Argentina” planta una semilla más para aportar a las dos grandes “deudas” (las comillas no son críticas sino una expresión de deseo) que la ficción nacional tiene con el fútbol y con la música. Para los neófitos y no tanto, éste estreno bien podría ser una continuación conceptual de aquél gran documental llamado “Argentina Beat” en el cual Hernán Gaffet exploraba en las raíces de nuestro rock, empezando por los ‘50 con Eddie Pequenino a la cabeza, todo relatado por Lalo Mir. La película de Paula Alvarez y Lucas Calabró toma, tal vez sin proponérselo, una posta que a fines de los ‘70 iba a bifurcar el camino del rock en distintas corrientes. Así, con testimonios de los artistas más representativos del Metal Pesado y especialistas se irá tejiendo y construyendo el árbol genealógico de la parte más rebelde, contestataria y protestante del rock en el mundo, pero en Argentina en particular. Los directores se apoyaron claramente en la palabra calificada de hacedores y críticos para poder armar el andamiaje del texto, y un poco menos en el material de archivo que, salvo por algunos fragmentos de verdaderos hallazgos, en la investigación histórica, no representan en su esencia un elemento determinante del mensaje (imperdible la anécdota del “doble bombo” de V8). “Sucio y desprolijo: el Heavy Metal en Argentina” es un abrazo (ya el nombre remite a uno de los grandes temas de Pappo's Blues) a la forma de escribir esta página de nuestro rock, acaso la que más escollos, prejuicios y rechazos ha recibido desde su nacimiento. “…Para mí el Heavy Metal no es el tipo vomitando en el rincón…” dirá Gustavo Zavala de “Tren Loco “...las letras del metal son un grito de rebeldía. Es como gritar en el medio del desierto, tenés que gritar más fuerte para que te escuchen…” Desde Alejandro Nagy, César Fuentes Rodríguez y Alfredo Rosso (especialistas) a Alejandro Medina, Michel Peyronel y Gustavo Rowek, el texto se hará carne en las imágenes y alma en las palabras para poder acercar una gran porción del gen de toda esta historia que acaso se transforme en las banderas eternas de la crítica feroz al sistema. Una descarga para el “no puedo más” del tipo que se resigna. La realización es convencional en su forma, pero absolutamente necesaria como testimonio para las próximas generaciones. El rock pesado está vivo y esta película llegó para demostrarlo.
Las hinchadas del fútbol argentino, los fanáticos, tienen la particularidad de arrogarse logros propios que son incomprobables en la mayoría de los casos, o intrascendentes como para tener "algo" que los diferencie. Como ejemplos podría citarse esto de ser "la mitad más uno", eslogan autoimpuesto por la parcialidad boquense. ¿Sirve de algo para el pasado, presente o futuro del equipo y sus conquistas? Nada. Espejitos de colores que, por otra parte, son claramente refutables. En el caso del cine “Hardcore: misión extrema” se promociona como la primera película filmada íntegramente en primera persona, cámara subjetiva, de la historia. ¿Serán simpatizantes de Boca Juniors los productores? Hubo una película del período mudo sobre Napoleón que usaba el recurso, y ni hablar de “La senda tenebrosa” (1947) que durante más de una hora de los 90 y pico que duraba tenía la subjetiva de Humphrey Bogart. O K. Los productores del estreno de ésta semana dicen “íntegramente”. Pues bien, el clásico de Robert Montgomery “La dama del lago” (también de 1947), estaba filmada totalmente en subjetiva del protagonista con todas las dificultades de la época y, más acá en el tiempo, el alma de un drogadicto que muere asesinado en el baño en “Enter the void” (Gaspar Noé, 2010) deambulaba durante dos horas con cámara subjetiva. Por último, si vamos al concepto estético de este estreno, también “Doom” (2005), basada en el videojuego homónimo, utilizaba el recurso en los momentos de acción. Ahora bien, más allá de los antecedentes que pueden refutar la afirmación de un afiche... ¿está bien hecha “Hardcore: misión extrema”? ¿Se cuenta el cuento sólidamente? En definitiva es lo que importa. Hay dos posturas claras para ver éste estreno por su forma de contarla. Una es vivenciarla como si al que le sucede todo esto es a uno mismo, y por ende todo lo que nos dicen y las acciones en consecuencia le pertenecen al espectador. La otra es la tradicional, la de sentarse a ver una historia. Si se opta por lo primero, el discurso raya lo nefasto pues todo lo que sucede es lo que el ideólogo del producto pretende imponer como manera de accionar. De elegir lo segundo, el espectáculo se sostiene por el vértigo generado en casi todas las tomas de tiros y piñas con momentos para nada claros y otros muy bien logrados. Al comienzo del filme tenemos a un tipo tratando de entender (nosotros también) por qué, para qué y cómo ha sido reconstruido por su novia (nada menos) a lo Robocop. Ni bien esto ocurre arranca la odisea porque toda la ciudad parece querer reventarlo a balazos, trompadas, granadazos o cualquier objeto que utilizado en su contra le provoque ponerse el pijama de madera. Todos excepto un ocasional ayudante (Sharlto Coplay) que en realidad utiliza varios avatares a los efectos de poder salvarlo y darle las respuestas que él y todos esperamos. Tal cual como en un videojuego, las explicaciones llegan a medida que el “jugador” va superando distintas etapas cada vez con mayor grado de dificultad. Este no es un personaje racional como tampoco lo es el guionista. La idea es dejarse llevar por la acción. En este sentido, “Hardcore: misión extrema” es adrenalina pura. La falla del libreto está en la construcción del héroe. O mejor dicho, en la NO construcción, es decir, si hasta los 30 primeros minutos todavía no sabemos bien qué pasa, nos puede dar exactamente igual que el protagonista sobreviva o vuele en pedazos. Básicamente porque la falta de información impide el compromiso emocional. Con tan poco de dónde agarrarse (aunque hay momentos de humor negro notables), el disfrute estaría en lo técnico. Aquí sí podemos afirmar que ver esta película es como subirse a la cabeza de un experto en parkour, artes marciales y destreza física provista por su parte robótica y el remanente humano. Esta película es como ver el cine de Michael Bay: Mucho ruido, mucho efecto, mucha patada biónica, pero diez minutos posteriores a salir de la sala sobran para olvidar el argumento inmediatamente. ¿Alcanza? No. No alcanza.
No puede negarse la audacia de éste documental, uno de los cuatro estrenados en la semana. No por su realización, absolutamente convencional, sino por el objetivo de plasmar en una obra cinematográfica la vida de una persona que le dio un vuelco importante al concepto de la fotografía como arte. “Grete, la mirada oblicua” es la historia de Grete Stern, la fotógrafa de su época que nació en Wuppertal, Alemania, en 1904. Los directores, Matilde Michanie y Pablo Zubizarreta, tienen una evidente admiración por la artista que eventualmente se enamoró de un tal Horacio Coppola y se instaló en nuestro país luego de haber estudiado dibujo, música… Como toda persona en búsqueda de expresarse de la manera que mejor la identifique Grete se volvió discípula de un grande como Peter Hans, para luego abrir su propio estudio en Berlín, junto con una compañera, y así convertirse en una cronista particular de su época. Desde la propuesta se nos invita a conocer a una fotógrafa caracterizada por su tipo de encuadres al momento de disparar su cámara. Ese momento que dura (obviedad mediante) la vigésima cuarta parte de un segundo, tiene una mezcla de instinto primario con el deseo de contar algo. Incluso si es un retrato y su manera de plasmarlo (de ahí la segunda parte del título). Quién escribe ignoraba por completo la existencia de Grete Stern. El producto final cumple entonces con una de las premisas a tener en cuenta a la hora de abordarlo: Que quien lo vea entre al cine (aún sin saber nada) y salga con una idea clara de quién, qué y por qué está retratado en una película. Más allá de una compaginación que rebota entre entrevistas, el largo viaje de los responsables de esta producción para buscar las raíces de su historia, y obviamente las fotografías de Grete, hay algo del orden de lo solemne, en especial en la narración, que pone una distancia fría en el desarrollo. Cómo si se le endilgara a esta vida de artista cierto aire dramático, acaso innecesario. Para poder apreciar éste documental hace falta tener una conexión especial con la fotografía. Una colección de nombres y referentes, sumados a la opinión de los especialistas, nos acercan al personaje en un lenguaje didáctico pero, a la vez, por pasividad narrativa, alejándonos del tema enfriándolo. Es cierto, dada las características del personaje, mucho de lo que vemos aquí parece el tomo “X” de una gran colección de la historia de la fotografía, que por cierto también da una vastedad que pocos pueden abarcar (me incluyo). “Grete, la mirada oblicua” se asume como una suerte de ensayo sobre una rama del arte (bienvenidas las palabras de la alemana con las cuales comienza), menos explorada en términos cinematográficos lo cual establece una gran paradoja. ¿Qué sería del cine sin la fotografía? Seguramente hay materia prima para desarrollar aún más esta pregunta. Esta es una de las puertas.
Ante un estreno, del llamado género bélico, como “Enemigo invisible” no se puede dejar de reflexionar sobre la capacidad del cine de anticiparse al futuro. Si es por eso, la cosa viene pesada y hasta desesperanzadora a juzgar por la forma en la cual los conflictos se resuelven. Ya había sido duro el estreno de “Máxima precisión” el año pasado. Aquella nos daba un acercamiento a un nuevo tipo de guerra. La que tira bombas expulsadas desde un dron operado a miles de kilómetros de distancia hacia un objetivo determinado. Ambas muestras dan cuenta de un tipo de lucha que no se libra cuerpo a cuerpo sino desde un anonimato tan impune e injustificado que provoca rechazo, bronca e impotencia. Henos aquí frente a una segunda (de muchas más por venir seguramente) mirada sobre un mismo modus operandi. Esta vez han logrado instalar el dilema desde un costado mucho más humano, pues el verdadero conflicto no es sobre el enemigo sino sobre la manera de combatirlo. Es cierto, también prima una idea central cuando se trata de una producción norteamericana: cuál es el país de turno que ostenta el título de “amenaza mundial”. En eso los yanquis son especialistas en panfletos, pero por suerte esta vez realmente se logra imponer la cuestión moral dentro de casa. Contrario a la relación claustrofóbica planteada en el estreno anteriormente mencionado (casi todo ocurría dentro de un espacio no mayor a un container de puerto), aquí las decisiones, pensamientos, elucubraciones y otras cuestiones se dan en un contraste de planos medios algo amplios, como si el entorno que rodea a cada personaje también fuese parte de la interpelación. Gavin Hood logra extrapolar la guerra más allá del mero horizonte contextualmente político gracias al gran casting del elenco. Aaron Paul juega toda su capacidad actoral hacia la impotencia que vive su personaje como ejecutor de la “obediencia debida”, y Helen Mirren, lejos de la caracterización, eleva la apuesta al habitar su personaje como propio. Si uno no la conociera diría que es un soldado de experiencia que se prestó a hacer de sí misma. En ellos dos (y el aporte póstumo de Alan Rickman) es donde está la gran virtud de la película. La tensión y las altas dosis de suspenso arrebatador residen en las dicotomías que atraviesan los personajes, como si estuviesen en un cuadrilátero dispuesto adrede para enfrentar lo que se puede versus lo que se debe hacer. Quedará lugar para la reflexión profunda porque el guión no se ocupa literalmente sobre la justificación de la guerra a partir de la tecnología presentada. En todo caso (tal vez peor) los avances sirven como motor para que la sociedad apruebe la idea de “defender la democracia con las armas”, pero sin arriesgar vidas propias. Haz mal, sin mirar a quién. Ojala fuese distinto.
Una de las cosas que no puede negarse de “Ellos vienen por ti” es la buena intención y el logro de construcción del personaje principal, Peter Bower, interpretado por Adrien Brody. Su physique du role con esa particular expresividad facial aporta credibilidad a las acciones escritas en un guión que ayuda a colocar este estreno más cerca del thriller psicológico que del género del terror, aunque hay elementos genuinos de éste último en las escenas notablemente gráficas de lo que ocurre con una mente atribulada por un pasado duro. Hasta se podría decir que en realidad estamos frente a una suerte de elaboración ejemplificada de la culpa, el remordimiento y la necesidad de paz espiritual cuando la mente se ve acechada por los "fantasmas" que surgen de nuestras responsabilidades Nuestro Peter, psicólogo, pasa por un momento tremendo. Tanto él como su mujer sufren el dolor de la muerte de su pequeña hija hace unos años en un accidente en la vía pública. Lo que vemos en esos primeros 15 minutos es a un hombre todavía triste por una pérdida que cuesta mucho superar, sobre todo teniendo a una esposa al lado que de tan devastada no puede ni salir de la cama. Alejado de sus pacientes por obvias razones, la práctica está supeditada a una básica tarea de diagnóstico y derivación con anuencia de su colega Duncan (Sam Neill), quien le envía a toda esta gente para esas entrevistas preliminares. Todo lo que sucede a partir de la aparición de una niña en su consultorio aporta a esto que señalábamos al comienzo. Por eso, y por la utilización formal de los planos, fotografía, música y montaje “Ellos vienen por ti” suena más a terror de lo que es. También es cierto que la impronta de todo el contexto remite a la ya lejana “Sexto sentido” (M Night Shyamalan, 1999), con la diferencia de la autoconciencia del personaje central. Es esperable un poder de deducción por parte de la platea, dada la cantidad de ejemplos existentes en éste tipo de relatos. El título local no deja lugar para muchas dudas por cierto, y si me apura, hasta revela el 80 por ciento de la trama. Hubiese sido más sutil el título en inglés. Entre las varias acepciones Backtrack significa retomar (desde un punto), volver sobre los propios pasos o desandar si se quiere. Eso es lo que imperiosamente necesita Peter para poder resolver el enigma escondido en su memoria. El director Michael Petroni, guionista de la olvidable “El rito” (2011), se nutre del género del terror para hablar de otra cosa y lo hace tratando de evitar (casi siempre) los golpes de efecto. Una propuesta de suspenso psicológico que va a sobresaltar a más de uno en la butaca.
De visión obligatoria para todos los diputados y senadores de la Nación En el afiche dice “Salud rural”. Se dará cuenta de qué la va éste documental. Dos palabras que en sí mismas ya representan dos panoramas contundentes en nuestro país. La primera, es una de las del “top five” en la lista de las preocupaciones principales de cualquier sociedad. La segunda (por presencia de la primera), acota este tema a un espectro todavía más preocupante dada la geografía a la cual se refiere. Primera virtud de síntesis de éste estreno. Entre el logo de Cine Argentino y una leyenda que dice “Con apoyo del INCAA” hay una escena. Plano general con referencia de un hombre con camisa manga corta de médico tomado de media espalda hasta los pies. Camina con una valija en su mano izquierda y lo hace en un camino de tierra. Se escuchan sus pasos en el barro, un perro que ladra y el canto de un pájaro mañanero. No anda en auto. Camina. Su vocación y solidaridad lo llevan allí. A un lugar incómodo de llegar. La toma es en blanco y negro como si fuese una foto vieja, aunque la producción date del año pasado. Es decir, antes o ahora. Nada cambió. La cosa sigue igual. La salud rural sigue igual tanto para los que la necesitan como para los que la practican. Veinte segundos dura esta introducción sobre la cual se puede analizar mucho más. 20 segundos. Mucho menos de lo que tarda un espectador en acomodarse en la butaca, mucho menos de lo que usted tarda en leer estas palabras, pero mucho más de lo que hacen los gobiernos (todos) por esta situación. Es la segunda virtud de síntesis de éste estreno, y casi sin empezar da dos golpes contundentes de realidad para cualquier alma sensible. Lo que sigue a continuación es el desarrollo de toda esta introducción. El doctor Serrano (vaya paradoja en el apellido de un médico rural) se ocupa del presente de cada uno de sus pacientes, a quienes conoce profundamente desde lo humano y lo clínico, y del ayer cuando habla del hospital donde vivía con su familia en el cual atendió durante casi 15 años. “Salud rural” tiene en el retrato de éste médico el núcleo fundamental de un texto cinematográfico que prescinde del panfleto, pues hace nacer magistralmente el gen de la denuncia en la contundencia de las imágenes. Cada plano creado por Darío Doria tiene un nivel de precisión poética poco común y, a la vez, el trabajo de edición lo revaloriza trazando una intención de relatos corales cuando vamos pasando de paciente en paciente. Todas son historias particulares amalgamadas en una misma obra que denota un profundo conocimiento del contexto demográfico en el que se desarrolla la película. En este sentido la obra se da un abrazo fraternal con la reciente “Arreo”, de “Tato” Moreno, que con el mismo grado de amor por el lugar lleva al espectador a ser parte de una realidad casi desconocida. Argentina ya es un baluarte y semillero de grandes documentalistas de nuestro tiempo. Cronistas artísticos de la realidad de un país. La historia les dará el lugar que merecen, pero mientras tanto hay que acercarse al cine a ver sus propuestas porque sirven y nos aportan aquello que de otra manera no podríamos ver. Las decisiones que se toman en el Congreso no parecen estar cercanas a solucionar estas problemáticas. Tal vez los documentales deberían ser de visión obligatoria para los diputados y senadores de la Nación de turno. Tal vez puedan sentir algo distinto antes de levantar la manito.
Es fácil caer en las comparaciones entre el documental “Lucha, jugando con lo imposible” y el que en 1987 estrenó Tony Mayland sobre el mundial de fútbol México 86. Sobre todo en lo concerniente a lo épico del deporte cuando este es decorado con música de gesta y gloria de batallas, registros de cámara en los cuales se puede contar hasta la cantidad de gotas de transpiración y el grito de gol de miles de gargantas. En esto, hasta se podría decir que conceptualmente estamos hablando del mismo tipo de productos. En donde se traza una diferencia clara es en el texto. Si uno se queda solamente con el texto del guión, “Héroes” era un relato sobre el terremoto de México, la organización del mundial, la fase de grupos y luego octavos, cuartos, semifinales y final. En el caso del estreno de esta semana, Ana Quiroga y Miguel Pérez abordan la idea a partir de enterarse del retiro de la mejor jugadora del mundo de hockey femenino. Si se trata de construir un libreto cinematográfico sobre el retiro, en este caso del deporte, el objetivo está logrado. Es decir, lo mejor del texto es cómo deja flotando la sensación de vacío cuando una etapa se termina en la vida de una persona. Ni hablar si se puede extrapolar a un ícono semejante. ¿Cómo se hace para dejar de “ser” ese referente y tomar las riendas de la propia vida? ¿Cuesta reinventarse? ¿Cuánto? Esa es la gran virtud de una película que transita por los caminos lógicos dado el tema y el retrato de vida que se intenta plasmar. Las giras, la familia (sin abusar del recurso), vestuarios, micros, viajes y por supuesto el juego. Allí en donde Luciana Aymar desparramó rivales como si fuesen postes,es donde está la fuerza y potencia de imágenes que dejan boquiabiertos. Por suerte los directores no erigen la figura por sobre lo humano como si fuese un ejemplo paradigmático de vida. Por el contrario, vemos a una persona con un talento extraordinario, potenciado por un corazón de fierro;, pero lejos de subirse al trono de bronce, más allá del particular carácter de la jugadora que también se vislumbra en algunas pinceladas y testimonios. Al término de la proyección quedarán las cuestiones internas y mucha emoción a flor de piel que con simpleza de montaje y recursos genuinos logran ser inspiradores.
Evidentemente a fuerza de taquillazos se ha prolongado la racha de superproducciones basadas en cuentos clásicos, con el consabido aggiornamiento de la estrategia de marketing que ya no apunta a los chicos, sino más bien a un público adolescente que creció a la sombra de edulcorantes como la saga de Crepúsculo. Así, los vampiros y hombres lobo no son monstruos sino una manga de freaks incomprendidos que extrañamente no andan mordiendo humanos por ahí, sino enamorándose al ritmo de música pop. En los cuentos infantiles pasa algo parecido. Hansel y Gretel no son dos niñitos abandonados en el bosque dejando rastros de migas de pan, sino dos adolescentes brillantes con la ballesta y expertos en repartir patadas y piñas a los enemigos que se les cruzan. Todo ha cambiado. También en los cuentos de hadas. En “Blancanieves y el cazador” (Rupert Sanders, 2012) teníamos a una protagonista (Kristen Stewart) más cercana a Juana de Arco que a una inocente princesa, y a un cazador (Chris Hemsworth) que lejos de llevarla al bosque para aniquilarla por orden de Ravenna (CharlizeTheron) se convierte en su protector. Tomando éste último personaje es como los guionistas Evan Spiliotopoulos y Craig Mazin se las arreglaron para escribir un desprendimiento del cuento, centrando los eventos en el antes y en el después del aquel estreno de hace cuatro años. Primero, para contar cómo Eric llegó a ser “El cazador” y el contexto en el cual esto sucede. Básicamente, Ravenna anda desde siempre acaparando la belleza merced al poder que el espejo le da. Tiene una hermana, Freya (Emily Blunt) enamorada de la vida, de su marido, y de la hija recién nacida. Pero un incendio lleva todo a proporciones dramáticas dignas de Shakespeare, en donde el odio y la traición tendrán su momento de brillo, pero además despierta en Freya los poderes que hasta entonces estaban latentes en ella. Presa del odio, escapa a formar su propio reino de hielo en el cual está prohibido el amor, ley que hace cumplir a rajatabla matando a los padres y madres en los pueblos, y llevando a los chicos para ser entrenados con el objeto de mantener la continuidad de la ley a fuerza de lavado de cerebro. Sin dudas esta es la idea más interesante del planteo aunque luego se sostenga con menos fuerza. Se sabe que el amor nunca muere. Así crece Eric, compañero de miraditas y destreza física de Sara (Jessica Chastain). Se gustan, se ven furtivamente como una suerte de Romeo y Julieta sin kilombos paternos, pero igual de prohibidos. Sí, Shakespeare escribió todo esto hace muchos años y no han parado de reciclarlo de todas las formas y texturas. En esta abundancia temática presente en la idea original se percibe un exceso en la duración como consecuencia de algunas redundancias en las acciones. Escenas puestas para el disfrute visual pero que atentan contra el ritmo narrativo cuando el espectador sienta que la información se repite. Eso sí, algo que ayuda a sostener el interés es claramente el prodigio técnico y artístico puestos al servicio del espectáculo. El diseño de vestuario de la genial Coleen Atwood (eterna diseñadora para Tim Burton, ganadora de 3 Oscar) es un deleite, en especial en las dos reinas. Por otro lado, la música de James Newton Howard (el John Williams de ésta parte del siglo XXI), la fotografía de Phedon Papamichael y el diseño de arte de Steven Lawrence son puntos altísimos de la obra. Si el guión se vuelve repetitivo, ellos aportan el elemento disuasivo de esa realidad. “El cazador y la reina de hielo” hará una elipsis gigante para saltear la anterior entrega y entrará en zona de definición centrando el eje del conflicto en las dos hermanas, cuestión que podría considerarse riesgosa debido al cambio de punto de vista teñido, además, por una narración que a esta altura resulta casi innecesaria. O mejor dicho descolocada, porque la voz remite a un abuelo que cuenta un cuento para chicos, que ya estamos demasiado grandes como para no entender lo que está pasando. Habrá más, suponemos. El sub-título en inglés dice: “Las crónicas de Blancanieves”, no sé si se entiende. Por si fuesen pocos los líos que arman los superhéroes, ahora tenemos cuentos clásicos infantiles llenos de oscuridad. No está nada mal ver ese costado que siempre tuvieron, pero de ahí a conceder que Blancanieves sabe karate…
Algo interesante sucede con “Avenida Cloverfield 10” cuando comienza la proyección. Un juego mental que se produce desde el exterior hacia el interior, que pretende “jugar” también con el espectador al momento de instalar la intriga en la más amplia acepción del concepto. Se aprecia que un director debutante como Dan Trachtemberg tome con tanta facilidad un elemento común a los dos universos que coexisten en el evento de la proyección de una película en una sala cinematográfica: La confianza. En el universo primario es la que el argumento plantea entre los personajes, en el otro; en la platea, la que los espectadores convienen entre ellos como audiencia, y la historia que se está contando. Michelle (Mary Elizabeth Winstead) discute por teléfono algo con su ¿novio? ¿ex?, algo así, no importa mucho, lo importante es la consecuencia. Ella emprende viaje en auto, sufre un accidente, y lo siguiente que vemos es que está encadenada a la pared de un bunker. Howard (tremendo John Goodman) la tiene allí y le asegura que está así porque la está cuidando hasta que se ponga bien de salud. También le asegura que afuera la gente se murió, o se está muriendo, merced a un ataque que ha sufrido el pueblo, o la ciudad, o todo Estados Unidos, por lo que escuchamos de su boca. Salir de allí es un riesgo mortal. Ella está convencida de haber sido secuestrada por un loco y que no quiere morir. Ambos tienen argumentos que convergen hacia el mismo lugar: la supervivencia, pero ¿a quién le creemos? Este punto, el de la confianza, es el central para poder atravesar la argumentación de un guión que “confía” en la desconfianza de Michelle, pero también en la de un espectador escéptico que, por cierto, deberá ceder al planteo incondicionalmente para poder sostenerse en una trama muy emparentada con lo teatral. Es más, desde el desglosamiento del libreto a los efectos de su análisis, cuando uno salió del cine bien podría decir que el punto de giro se produce en los primeros segundos, a partir de un llamado por celular, y no estaría lejos de acertar. Como nunca estamos frente a frente con la capacidad para instalar (o dejarse instalar) el verosímil y la versatilidad con la cual se puede mutar de género cuando toda la situación está atravesada por la incertidumbre. Desde el escenario central en donde suceden la mayor parte de los hechos, la comparación con “La habitación” (2015) es casi inevitable por la cercanía del estreno pero claro, la nominada al Oscar jugaba con dos “afueras” que partían del interior, Uno era el que la protagonista le contaba a su hijo, la construcción de un mundo que nunca vio, el otro es el real, el que todos (incluso ella) sabíamos que existía. “Avenida Cloverfiel 10” incluye un tercer personaje, el que va a pivotear constantemente sobre la duda, ayudará a construir y ratificar, pero también a desconfiar según con cual de los dos extremos (Howard o Michelle) interactúen. Cabe aclarar que no estamos frente a una secuela o “precuela” de aquella “Cloverfield” de 2007, pero hay puntos de conexión si uno la recuerda bien, empezando por el nombre de J.J. Abrahams. Es más, no sería descabellado pensarla como una suerte de “spin off”. Ni hablar si se juntan los guionistas a pensar en construir un universo propio alrededor de ambas. La respuesta a esto estará en la taquilla pero, independientemente de ello, estamos frente a un planteo original con un manejo de la intriga notable a partir de situaciones someramente familiares como la de “Misery” (Rob Reiner, 1991), en la cual también se planteaba un juego de poderes a partir de las posibilidades de los antagonistas. Más allá de esa y otras referencias, éste estreno tiene frescura, sorpresa, y la saludable intención de entretener con inteligencia.