Eloy es un oficial notificador del Poder Judicial. Se dedica a repartir documentos que le informan al ciudadano procesado el estado de un caso judicial del cual es parte. Diariamente entrega unas 100 notificaciones. Cada día entra en contacto con 100 historias, con 100 vidas. Lejos de la joven promesa que solía ser, Eloy es hoy un empleado público alienado, abatido e insensible, que se encuentra atascado en un presente eterno, a quien los eventos del día lo encuentran más como un espectador que como un actor principal. Hasta que una serie de eventos lo van guiando hacia el fondo de la ciudad, hacia una galería de personajes extravagantes y atemporales y hacia lo más profundo de sus vida. Cada notificación de Eloy será una pieza del dominó que caerá con la misma fuerza que sus propias convicciones. Basada en su propia experiencia en el oficio, Blas Eloy Martínez escribió y dirigió “El notificador”. Comienzo así este comentario porque cuando un artista pone su historia detrás de una obra hay una sinceridad con el producto que desde el vamos le quita, en este caso, toda intención de pretenciosidad. ¿Por qué? Porque a través de éste personaje (brillantemente actuado por Ignacio Toselli) el guión se va animando de a poco a jugar una carta difícil: la de ir de la comedia de personaje a la reflexión existencial y, por qué no, social. Lo que va creciendo en esta historia es una alienación progresiva de quién vive para y por su trabajo hasta convertirse en la única razón para no llegar a tocar fondo del todo. El notificador debe entregar cédulas judiciales. Vive básicamente del sobresalto de quienes las reciben, pero casi despojado de humanidad o de compasión. Como una obediencia debida en un marco democrático el trabajo se transforma para el protagonista en una suerte de coraza, Un círculo vicioso al que no se puede entrar (ni sus amigos, ni su mujer, ni su entorno), pero del que tampoco puede salir. Adelantar acontecimientos de esta comedia agridulce sería atentar una vez más contra el ritmo narrativo. Sería injusto porque es justamente en esa progresión donde el director logra lo que se propone. Con sus limitaciones técnicas y de presupuesto, la película funciona porque todos estos factores ayudan a llegar al punto principal: dibujar un retrato humano sobre la peligrosa dependencia emocional y psicológica de la rutina.
Cine del bueno, con todos los condimentos. ¿Qué más se puede pedir? Se estrenó “Moonrise Kingdom: Un reino bajo la luna”. Difícil ser objetivo cuando estamos siendo testigos de una de las mejores secuencias iniciales de la historia. Puro concepto. Puro cine. Tres chicos ponen play a una vieja grabación que el compositor Benjamin Britten hizo hace años. En ella desarma una orquesta de Purcell separándola por cada sección de instrumentos, describiendo didácticamente como la percusión, los vientos y las cuerdas suenan individualmente para luego formar parte de un todo de una obra musical. Mientras esta voz en off nos deleita, Wes Anderson hace lo mismo recorriendo con la cámara las habitaciones de una casa (que en su conjunto forman un hogar). A su vez, en las habitaciones están los varones, la niña, mamá y papá (que en su conjunto forman una familia). Desde la butaca vemos entonces la dirección de fotografía, música, dirección de arte, actuación y realización, lo que en su conjunto articulan una película. Pocas veces el cine vio tanta armonía que confluye en una obra cinematográfica. No veremos tanta genialidad en lo que queda del metraje, pero nadie se irá con las manos vacías. Como habitualmente sucede en su filmografía el realizador observa locaciones reales, que luego transforma en escenarios de fábula, para contar una historia de amor entre dos chicos cuya inocencia está lo suficientemente subrayada como para dejar al mundo de los adultos y sus reacciones al borde de la parodia. Tal cual sucedía en “Melody” (1965) los enamorados se dan a la fuga provocando una intensa búsqueda por parte de los padres, un policía (el único que hay) y un grupo de boy scouts que actúan casi por mandato. Todo en el marco de una inminente tormenta anunciada al espectador y a los personajes por un pintoresco lugareño de ese pueblito de Nueva Inglaterra. Nuevamente el humor nace de diálogos cortos y silencios con movimiento. Es cierto que es un tipo de humor difícil de asimilar si uno no se engnacha de entrada con la propuesta, pero así es toda la obra de Wes Anderson. Planteos profundos en forma simple. Destacados todos los rubros, en especial la fotografía y la dirección de arte que combina maravillosamente los colores dándole un aire "apastelado" al cuento. También tiene matices la banda de sonido de Alexandre Desplat, quien seguramente irá por otro Oscar con este trabajo. Estas situaciones de personajes tan extravagantes como creíbles se perfilan gracias a la estupenda colaboración de los actores Bill Murray, Bruce Willis, Edward Norton, Frances McDormand, Tilda Swinton y varios más, que en su conjunto forman un elenco con todas las letras al servicio de la narración. Cine del bueno, con todos los condimentos. ¿Qué más se puede pedir?
¿Cuántos planteos se pueden hacer en una misma película? La cinematografía no pone límites más allá de aquellos que marca el sentido común. Por eso es riesgoso para un artista no saber discernir entre idea y propuesta. Si esto no está claro se torna difícil para todos, especialmente con la ciencia ficción en donde el espectador debe poner más de sí mismo, en pos de creer en algo que no existe. ¡Ojo, ojito, ojazo! (como decía Pepe Biondi). En este género lo importante es el verosímil. Hector Hochman, un colega (y a partir de tal circunstancia un amigo), logró expresar en palabras sencillas aquello que a uno se le hacía complicado de explicar. Conversábamos (discrepando) sobre mi amor por la filmografía de Steven Spielberg (el piensa distinto), pero aquella vez él mismo no pudo dejar de admitir la regla básica de éste gran cineasta, "instalame la idea", -dijo Héctor- "mosquito prehistórico petrificado en resina. Siglos después sacamos el ADN y clonamos un dinosaurio, LISTO! ¡COMPRÉ! Ahora vendeme lo que quieras". Esta frase se convirtió en un termómetro perfecto para medir este género. En la primera escena de “Looper, asesinos del futuro” se cumple a rajatabla aquello que pregonaba el gran maestro Alfred Hitchcock de “enganchar” al espectador. Año 2044. Texas. Un descampado. Joe (Joseph Gordon-Levitt), escopeta en mano, alterna su mirada entre un reloj y una manta de plástico que yace en el piso a un metro y medio suyo. Tres segundos después, en la manta aparece, de la nada; un hombre arrodillado, atado de manos y encapuchado. Joe le vuela el corazón a quemarropa. Obviamente, todos quedamos enganchados. A partir de ese momento la voz en off del protagonista nos explica lo que acabamos de ver, en lugar de dejar fluir la información y que el espectador construya el mundo. Son decisiones, lo sé. No está ni bien ni mal. La información, entregada en un rápido parlamento, indica que 30 años después de la fecha en la que estamos se inventa la máquina del tiempo, la cual es defenestrada por la sociedad y se usa en forma clandestina. Las corporaciones la tienen para enviar "mafiosos" al pasado a los efectos de ser liquidados por agentes que, una vez consumado el hecho, eliminan el factor de "competencia" en el futuro. Se llaman Loopers. Estos hombres son contratados para matar a los viajeros en el tiempo hasta que los mandamases deciden terminar el vínculo, en cuyo caso… bueno, no hay que dejar cabos sueltos ¿se entiende? (hay un gancho en esto que no conviene revelar) El problema es que la propia voz de Joe es la que al tratar de instalar el verosímil de esta historia de ciencia ficción, pisa el palito de la lógica y todo queda desdibujado. Insisto en no revelar nada, pero con hacerse sólo una pregunta alcanza para que se caiga el castillo de naipes. Luego de esa primera escena que tiene fuerza propia, uno sigue adelante pero con preguntas que quedan flotando. Cuando aparecen las respuestas ya no creemos nada, aún con la sólida construcción de personaje de Bruce Willis. Para colmo de males, la película se suicida al intercalar una historia que no sólo va dejando de lado la trama principal; sino que la hace mutar en otra cosa más cercana a “X-men” (serie de TV iniciada en 1992), con una escena conceptualmente calcada de “X-men III” (película de 2006). Para hacer este viraje fue necesario un momento de transición que se hace eterno, al punto de provocar bostezos. La estética elegida es, al menos, extraña. Como si se hubiera quedado a mitad de camino. Joe, camina, se viste, habla y se peina como un muchacho salido de “Rebelde sin causa” (1955) después de la gomina. Un apartado merecen las escenas de acción. Varias veces en este relato estamos pendientes de amagues de tomas a-la-“Matrix” (1999), que cuando arriban a la estética de suspender en cámara lenta lo que sucedería en un segundo, la intención dramática ya no tiene sentido. Esta falta de "timing" conceptual es coherente con los baches narrativos producidos por diálogos inútiles, como si el realizador no se hubiera dado cuenta que todos los actores de esta película tienen el oficio gestual de transmitir lo que les pasa. En términos de edición (especialmente en música) hacer un "loop" es repetir una misma secuencia rítmica. Por definición no tiene comienzo ni final. Es como un círculo vicioso. Interesante concepto entonces, el título de Looper. James Cameron resolvió el círculo con una foto en “Terminator” (1984). Así, el espectador era el encargado exclusivo de determinar el final. También lo hizo Terry Gilliam en ”12 monos” (1995). Se ve que el director de esta película no vio ninguna de las dos. Y eso que contaba con la ventaja del nombre. Que pena.
Solemos vivir, como espectadores curados de espanto, una suerte de prejuzgamiento frente a una propuesta, aunque suele suceder que cuando estos preconceptos son negativos podemos llevarnos una sorpresa. Esto de: “entré a ver un bodrio y al final no era tan mala” Nada podía hacer suponer que Hollywood iba a reiniciar un personaje como el Juez Dredd. Fíjese que Estados Unidos ni siquiera está en tiempos de gobierno republicano como para hacer propaganda de mano dura y sin embargo, aquí está… Otra vez. Después de aquella payasesca versión con Sylvester Stallone de 1994, en la que también aparecía una veterana Diane Lane, los proyectos de secuela quedaron enterrados hasta nuevo aviso. Se intentaba hacer una aventura de plástico con un personaje oscuro y lleno de indiferencia. Así salió. Hasta había una especie de robot villano, más cerca del “Hombre de ojalata” que de “Terminator” (1984). En fin. Hecha la presentación, dejaremos en claro por qué fallaba la vieja versión y por qué “Dredd 3D” funciona muy bien. Efectivamente, Megacity 1 (la unión post apocalíptica entre Washington y Boston) está signada por el caos, la violencia y un latente estado de anarquía. En uno de los altos edificios, donde se erigen verdaderas comunidades de clase baja, vive Ma-Ma (Lena Headey, que compone a una gran villana), una incipiente reina de la droga con un producto nuevo que llega a reducir a casi cero la percepción del tiempo real. Un segundo que parece un minuto bajo los efectos de la droga, mediante un clima bien logrado con una cámara que registra todo a la velocidad del caracol. Todo en el marco de una tremenda inseguridad que en esta película no es “una sensación”, sino pregúntele a todas las víctimas de la primera persecución, al comienzo. Es tanto el delito reinante indujo al gobierno a cortar por lo enfermo darle “super poderes” a los oficiales de la ley, con lo que se ahorraron miles de horas en tribunales y toneladas de papel burocrático. La policía del futuro persigue, arresta, pregunta (poco, pero pregunta), juzga, sentencia y ejecuta. Sobre todo si la sentencia es un balazo en el cráneo. Obviamente Dredd (Karl Urban) es el juez más efectivo de la fuerza y debe ir en busca de Ma-Ma, atrincherada en el gran edificio. Empecemos por una de las varias virtudes de “Dredd 3D”. La velocidad y claridad con la que se sitúa al espectador en lugar, tiempo y circunstancia a través de la propia voz en off del protagonista refuerza el impacto posterior de ubicar la acción en uno de esos tantos edificios de 200 pisos. El director va achicando el universo en los primeros segundos. Planeta destruido, país, ciudad, barrio, edificio. Y este a su vez se convierte en claustro pues la villana lo aísla accionando un mecanismo antidevastación nuclear. Excepto por los adelantos tecnológicos utilizados, la producción juega a ubicarse conceptualmente entre el John Carpenter de “Asalto al precinto 13” (1979) y la obra del gran Walter Hill, en especial “Calles de fuego” (1980) y”The Warriors” (1979), otrora consideradas como su propia Iliada y Odisea, dado el argumento de ambas Como sea, es evidente que Pete Travis las vio varias veces. Es cierto que a excepción de escenas con una alta dosis de violencia gráfica (desollando a tres o cuatro por ejemplo), el realizador no impone un sello propio en la forma narrativa; pero también es verdad que este guión no le pedía originalidad a gritos. Mucho sonido potenciado, muchas balas y armas curiosas para una producción que apunta claramente a entretener a los grandes.
“Schafhaus, casa de ovejas” es una producción nacional de aquellas que aparecen muy de vez en cuando como sacadas de la galera. Ese es el momento en que protestamos por la reducida capacidad de distribución de una película que aborda una temática difícil, a la vez de sencilla digestión sin por esto perder profundidad ni capacidad analítica. Ernesto (Sergio Surraco) es un hombre que llega a Argentina para hacerse cargo del negocio de la producción y selección de lana heredada de su abuelo fallecido. Para él su viaje no reviste más características que la mera rutina por mandato. Sin embargo Quiroga (Aldo Barbero) le ofrece, a través de una foto y un relato trunco, el disparador para que Ernesto vaya descubriendo que su pasado, con el cual mantiene una relación borrosa e incierta, tiene conexiones con la falta de identidad relacionada con los años oscuros de la dictadura. Determinado a volverse a Berlín, un conflicto gremial en aerolíneas, que impide la salida a tiempo, actúa como el tiempo extra que induce el protagonista a dirime la contradicción causada por los impulsos naturales de quedarse e indagar o huir e ignorar. A partir de ese momento comienza un recorrido por el sur argentino en el cual Ernesto conocerá a personajes que representarán, cada uno con su idiosincrasia, la falta de afectos; el sentido de pertenencia (a lugar o grupo familiar); la identificación de los lazos con el pasado y, por qué no, la mirada lúdica hacia un futuro crecimiento como ser humano. El realizador se toma su tiempo para hacer conocer a sus criaturas. Como piensan, como viven, que tipo de valores ponderan, etc. En este transitar por la vida de las personas, en contraste con un paisaje tan bello como inhóspito, es donde Alberto Masliah planta la semilla de su historia con una sencillez que la despoja del discurso de manual, a la vez que nutre de humanidad a un personaje acostumbrado a la presumible frialdad de la sociedad alemana. Ayuda mucho la dirección de fotografía de Mariana Russo, que logra momentos de atardeceres con falsos horizontes donde se puede lo “cercano” de las lejanías y viceversa, Como si el protagonista y el paisaje fueran parte de una misma pregunta con respuestas opuestas. Hay lugar para la emotividad sin melodrama y para la reflexión sin bajada de línea, para lo cual todo el elenco colabora ofreciendo una colaboración individual notable en pos de un trabajo en equipo. María Lía Bagnoli, Bernarda Pagés y Guido Massri logran un vínculo estable y creíble. Si bien la aparición de María Florentino es de colección, lo de Sergio Surraco es realmente destacable, su impronta, su tono de voz, acompañan perfectamente a un acento brillante que logra instalar en el espectador, esto a pesar de haber vivido casi toda su vida en Alemania pero que no desconoce sus orígenes. Por todos estos factores (podría mencionarse a lo mejor una duración algo extensa cuando ya está todo dicho), “Schafhaus, casa de ovejas” es un drama bien construido que se codea con el pasado reciente y busca, como el protagonista, la tan ansiada y necesaria identificación.
Estamos probablemente ante uno de los documentales más extraños de los últimos tiempos. Veamos. Juan de Dios Montenegro es uno hombre hosco, huraño; tan solitario como el lugar donde habita, a punto tal que él mismo se convierte un una suerte de "personaje". Dicho de otra manera, el texto cinematográfico plasma muy bien aquello de Ortega y Gasset de que el hombre no es sólo el hombre; sino él y su circunstancia. “Montenegro” habla de lo que quiere ante la cámara, y parece demostrar con hechos su filosofía de vida, empezando por una frase hecha sobre la amistad que aquí se vuelve carne y sirve como catalizador de la segunda parte de la obra (si tuviéramos que dividirla en dos): "amigos no tengo. Amistad lo que se dice amistad, nada. Tengo algún conocido así... pero eso nomás" Este "conocido" será presentado con una descripción antes de que lo veamos,. Para cuando eso suceda ya tendremos lo dicho por Juan como una especie de verdad absoluta, sin conocer todavía algo que en el documental se convierte casi en un conflicto tan circunstancial como fortuito. Jorge Gaggero es el realizador de la interesantísima “Cama Adentro” (2004), con la cual también jugaba a esto de "la mujer y su circunstancia" con esa fenomenal ama de casa de clase alta en decadencia, compuesta por Norma Aleandro. También lo hizo con esos dos seres urbanos de “Vida en Falcón” (2004). La diferencia en “Montenegro” reside en el paisaje que junto a la noche juegan el papel de puesta a prueba, de la tolerancia ante la ausencia total de tecnología y algunas condiciones de vida digna. De todos modos es tan relativo como la mirada de cada espectador, y en esto el realizador también deja lugar a separar los tantos. Un poco lo que sucedía con la trilogía de Raul Perrone estrenada este año. El manejo de los tiempos logra meter al espectador en este mundo pequeño y lejano, donde cada uno aprende su propia lección y vive bajo su propia ley.
No. No es que el cine esté redefiniendo los géneros. Están todos en su lugar y gozan de buena salud. A lo mejor a nosotros como comunicadores nos pasa que terminamos hilando mucho más fino en nuestras interpretaciones de acuerdo a lo que se ve. Como si quisiéramos, estando en el bosque, acercarnos al árbol que termina por taparlo. Decir que “La araña vampiro” es un thriller, es un error gramatical. Emparentarla con el género fantástico o de terror (salvo que hablemos en términos simbólicos) lleva a la confusión. Estamos ante un drama del cual obtenemos imágenes que cuentan por sí solas, y a veces hasta logran aislarse como hecho artístico tomando distancia de un relato que deja más preguntas que respuestas al término de la proyección. Por otro lado, es cierto que “La araña vampiro” instala una circunstancia que vive un personaje y logra despertar interés por lo que (le) sucede. Jerónimo (Martín Piroyanski) llega con su padre a un lugar de bosques y sierras en estado prácticamente natural. El celular parece ser la única tecnología que funciona, aunque más no sea para dejar algunas pistas de las razones por las que están allí. El espectador deberá saber que no hay ninguna intención explícita de que esto se sepa, con lo cual hay mucho para suponer luego, lo que nos queda vivir el presente entonces. A Jerónimo lo pica una araña de esas que dan asquito pisar con una alpargata. La picadura es letal y el antídoto es una nueva picadura de otra araña, porque la primera queda embarrada por un pisotón en el suelo de la cabaña en donde se instalan. Así conoceremos al único personaje que tiene introducción, desarrollo y desenlace. Se trata de Ruiz (Jorge Sesán), quién llevará al atribulado protagonista hacia lo más recóndito del paisaje en busca de la desesperada solución. Ácida la situación si se piensa que, para salvar su vida, el protagonista debe no sólo enfrentar un peligro desagradable del cual cualquiera huiría; sino también hacerlo con alguien cuyo desequilibrio mental, por causa de su propia abstinencia, representa un latente estado de incertidumbre. Mientras tanto, el realizador Gabriel Medina juega sus cartas transitando por una línea muy fina entre lo aceptable y lo inverosímil, a juzgar por las acciones de cada uno de los personajes. Si en estas líneas intentara decodificar lo visto, sumado a otras posibilidades de interpretación, quitaría de raíz la intención de Medina., más bien prefiero ceñirme a mi propia experiencia de vivir el cine como un lugar al que uno asiste para que le cuenten una historia. Hoy estamos ante una cinematografía que, como arte universal, sigue siendo el resultado del esfuerzo de muchas personas. La que se produce en nuestro país está pasando por un momento singular, quizás el más diverso y polémico en términos de búsqueda de identidad. En el universo de la producción "independiente" puede que estemos más cerca del ser humano como habitante de la tierra que el de un país. Hay poco mate, truco y fútbol en nuestro cine. En otras palabras, y para intentar una explicación "con manzanas", nada de "argentino" hay en “La araña vampiro”, con la excepción de la gente que la hizo y el acento con que se habla. Lo mismo sucede con “Abrir puertas y ventanas” (2011), “Nosotras sin mamá” (2011) y otras producciones que vimos últimamente. Con esto no se intenta señalar aspecto negativo alguno, porque del otro lado están las películas con más intención de compromiso coyuntural como “El dedo” (2011), “Industria Argentina” (2012) o “La cola” (2012), por mencionar algunos ejemplos, bien o mal realizados, bajo esa premisa. ¿Dónde está la identificación si los personajes del cine independiente pueden plantarse en cualquier geografía? ¿Cuanto hay de "intención festivalera" a la hora de hacer cine acá o en cualquier parte del mundo? ¿Cual es la diferencia sustancial entre la araña de esta película y el espectro de la reencarnación que aparece en “El hombre que podía recordar sus vidas pasadas” (2011)? ¡Es más...! ¿Qué separa la cabaña de Boonmee (en la obra mencionada) de la que vemos en la espesura de nuestra geografía cuando Jerónimo se asoma (por caso un plano brillante)? Ambas confrontan al hombre con la naturaleza, la creencia en la reencarnación y el trascender más allá de lo material... Aún con barreras culturales, después de todo debe despojarse de algo para poder seguir adelante en lo que le toca vivir, no resultando conviene revelar qué. Una forma de ver las cosas que se transforma, literalmente, en otra. Todo muy lindo. Entre colegas hablamos de cine todo el tiempo con la misma pasión con la que se discute de fútbol. Como nunca se parecen: Los grandes estudios / clubes grandes, vs productoras independientes / equipos chicos. ¿A qué juegan?... ¿Y el espectador... en ambos casos?
Qué increíble resulta este mundillo del cine industrial. A veces es tan mecánico y calculador que un día se les puede ocurrir una pésima idea, y aún así contar con un delirante dispuesto a reciclarla e intentar redefinirla tiempo después. En 2004, por ejemplo, Stephen Sommers decidió patear el tablero y reunir a Frankenstein con Drácula, pero como vio que no estaba siendo un prodigio de originalidad, redobló la apuesta y metió al hombre lobo, miles de otros vampiros y, de paso cañazo, al Dr Jekill y Mr Hyde en una misma película, que además tenía a Van Helsing como soldado del Vaticano. Se trataba justamente de “Van Helsing” (2004), un verdadero mamarracho, cuya única joya fue la extraordinaria banda de sonido de Alan Silvestri que de vez en cuando suena en el equipo de mi living. Me fui por las ramas, perdón. Pasaron años y este híbrido, sin dejar de serlo, vuelve a cobrar vida pero con un resultado diametralmente opuesto. O sea, se mezcla nuevamente a estos personajes de la literatura de terror, pero son llevados al plano de la animación para chicos... y no es que no se haya inventado ya, pero está claro que ya ni a los chicos asustan. 1895. Drácula tiene dos preocupaciones. Por un lado su pequeña hija a la cual quiere y tiene que cuidar ante la ausencia de su madre. Esto queda claro en la primera escena con él acercándose a la cuna de su hija (de paso un tributo al clásico Nosferatu). Por otro lado, decide construir en un bosque alejado, oscuro y tenebroso, un hotel para monstruos. Un lugar "libre de humanos" en donde pasan sus vacaciones desde Frankenstein hasta el Hombre Lobo, pasando por zombiés; una araña gigante, y hasta el Yeti. Ciento y pico de años después, la nena cumple 18 y quiere salir a ver el mundo. Papá Drácula tiene un negocio próspero con el Hotel Transylvania, aunque todo se verá amenazado por la presencia de un joven humano a quién nada parece importarle demasiado. Son varias las licencias que los guionistas se toman respecto de la mitología vampírica (no chupan sangre humana, salen de día, o están muy cerca de la luz, etc) Lo mismo sucede con Frankenstein y los demás. Estos monstruos creados para asustar a la humanidad, están más bien temerosos de ella por diversas razones. Los momentos de la película en los que se hace referencia a esto sirven para instalar el discurso de "los seres humanos son lo peor que habita el planeta", con el que se pretende dar una observación sobre la vida en el planeta. (podemos llamarlo moraleja). El creador de “El laboratorio de Dexter” (1999, de animación para la TV) y “Las chicas superpoderosas” (1998, de animación para la TV), ambos productos de Cartoon Network, tiene en “Hotel Transylvania” el mismo tratamiento con sus personajes. Delirantes, algo paranoicos, con reacciones casi eléctricas y de vez en cuando graciosos. Se entiende que el director quiera ir por este lado ya que los diálogos y las situaciones carecen de la dicacidad que caracteriza a los productos de Pixar ¿Qué queda entonces? Una película entretenida en dinámica, poco profunda pero, en definitiva, justificando un paseo al cine con los chicos. Al menos hasta que se les ocurra algo mejor.
Un chisme. “Hola doña. Que suerte que la encuentro. No sabe de lo que me enteré. ¿Vio esas películas que dicen estar basadas en hechos reales? Bueno, parece que una señora (joven ella) se mudó con su hija a la casa frente a la del Sr. y la Sra. Jacobson. La que está al final de la calle ¿vio? Ahí donde dicen que la hija los mató y después se suicidó, aunque nunca encontraron el cuerpo. Encima dicen que el hijo volvió de no se dónde y ahora vive ahí. Anda prendiendo la luz como a las tres de la mañana. Y cada vez que la cámara enfoca la casa suena una musiquita tenebrosa así que para mí algo pasa… Igual no se vaya a creer que la cosa es tan fácil ¿eh? La nena anda un poco rebelde así que va y traba relación con el muchacho que pone tanta, pero tanta, cara de santito todo el tiempo que se ve falso como moneda de tres pesos. Una de dos, es tonto o asesino, pero como el sheriff del pueblo lo defiende ¿para qué va a andar preocupándose de lo que la gente piense? Algunas luces tiene de todos modos porque anda a los besos con la piba. ¡Resultó ser una desobediente!!! La madre le dijo que no abra la puerta, que conteste el teléfono, que no hable con el chico y ella hace todo lo contrario. Al final la tontita es ella.” Yo no sé, pero dicen que cuando a una persona la golpean, se cae, se le dan un par de balazos y otras cosas, se muere, pero sea el que sea el villano, tiene el síndrome de “Terminator” (1984). Le dan con todo y no se muere nunca. Vea doña, yo no soy un correveidile; pero de este tipo de cosa que yo le cuento se hace una bola de nieve que termina: en chisme barato, en una edición de “Policías en acción” (canal 13), o una película mediocre. ¿Se imagina si Elizabeth Shue y Jennifer Lawrence no agarraban este cheque? Mamita, no va nadie al cine. Disculpe, me voy a ver “Intrusos”, a ver en qué anda la farándula.
Relato inteligente, bien realizado y apropiadamente entretenido Cuando un género, temática y/o estilo en cine, va desapareciendo de a poco es casi instintivo por parte de especialistas, críticos, historiadores y espectadores, tratar de revivirlo haciendo alguna referencia. Ahora parece que se puso de moda decir que en Noruega hay directores que hacen cine negro como si fuera parte de una nueva corriente. Uno mira hacia atrás en el tiempo, recordando los clásicos basados en historias de Hammet o Chandler, y no entiende como puede emparentarse eso con lo de hoy porque ni siquiera es pasible de colocarle el rótulo de “evolución”. El cine negro es como el blues. Puede estar técnicamente mejor grabado, pero la esencia es la misma. Casi calcada. Hecha la aclaración de por qué, para quien escribe, “Cacería Implacable” no es cine negro, si cabe decir que estamos ante un gran ejemplo de aquellas viejas películas de intriga y suspenso de personajes con características de inolvidables. Roger (Aksel Hennie) es un hábil, inteligente y astuto ejecutivo. Lo que se conoce como “cazador de cabezas” en tanto mentes talentosas. Entrevista perfiles para colocarlos en grandes corporaciones. Hasta ahí, la misma temática de “Headhunter” (2009), oriunda de Dinamarca, que pudimos ver el año pasado en el 2º Festival de Cine Escandinavo. Sin embargo, en lugar de ir hacia el lado trágico de esta última, los guionistas Lars Gudmestad y Ulf Ryberg le adosan a “Cacería implacable”,y al personaje protagónico, algunos detalles fundamentales para construir un relato realmente interesantes, entretenido y sobre todo renovador para una cartelera tan castigada. Roger tiene un importante complejo de inferioridad, debilidad por las mujeres despampanantes y, sobre todo, una creciente necesidad de mantener una calidad de vida muy por sobre su sueldo. Para llegar al deseado status encuentra en el robo sistemático de pinturas (en complicidad con un jefe de una empresa de seguridad), la forma de adquirir un dinero extra. Nunca alcanza, y como dice él mismo al principio, puede que aparezca una de esas oportunidades para salvarse y colgar los guantes (blancos), aunque si sale mal el riesgo puede llevar a consecuencias fatales. La cautela frente a la tentación irresistible, querido lector. Aparecerá Clas (Nicolás Coster-Waldau), un posible candidato a cubrir un puesto importante y, de paso, cubrir el rol antagónico para que la fórmula funcione. Siempre es menester por parte del realizador saber nutrir a personajes como estos, no sólo de la suficiente dosis de empatía con el público, sino de saber elegir a quien lo interprete. Aksel Hennie (con un aire a Christopher Walken, de joven y más bajito) tiene en su impronta un humor natural y una gran capacidad de asumir las situaciones extremas con una frialdad inquietante. Podría quedar allí, pero Morten Tyldum supo elegir con acierto al elenco secundario para darle vida a una historia en la que saldrá ganando el más calculador. La forma clásica de la realización remite a un estilo romántico y poco frecuente en estos tiempos. Podríamos encontrar ejemplos en la década del 50 en Hollywood o, más acá en el tiempo, en aquella brillante remake de “El caso Thomas Crown” (1999, de John McTiernan. Usted deberá entrar en la sala esperando ver una historia bien narrada, con el ritmo y la dosis justa en todos los rubros, creíble, entretenida y especialmente bien actuada. Todo esto bien vale el precio de la entrada. Puede aprovechar ahora, antes que la versión yanqui con Mark Whalberg (espero estar equivocado), le quite todo signo de vitalidad y frescura.