En épocas en las que los géneros del cine se mezclan, se relacionan y acaso se amalgaman, Mensajero, entre otros ejemplos de este año, se suma al intento de contar algo sirviéndose principalmente de imágenes casi documentales. El “casi” es justamente aquello que marca la diferencia entre la búsqueda y la acción narrativa planificada. También es donde el director se apoya para dejar la sensación de haber visitado un lugar y registrado hasta el más mínimo detalle...
Pobrecito. Pobre el género del terror, con lo que le costó ocupar un lugar de reconocimiento a lo largo de los años. Se produjeron varias obras maestras, pero pocas pudieron pasar las barreras del círculo de espectadores al que se circunscribe, logando admiración y respeto de parte del resto del público, por ejemplo “El exorcista” (1973), “Alien” (1979), “Pesadilla en lo profundo de la noche” (1983), “La llamada” (1998), “El resplandor” (1980). Fíjese qué títulos. Claros exponentes del cine de terror que, además de haber hecho carrera, se convirtieron en referentes para los realizadores que vendrían después. Por si fuera poco, el año pasado “Scream 4” de Wes Craven arranca con 20 minutos magistrales en los cuales vimos un repaso básico de cómo se hace una película de este estilo, y “Destino Final 5” (2011) daba cátedra de cómo utilizar a favor los golpes de efecto, además de cerrar la saga con un guión que involucraba a otras. Sin embargo, ambas son secuelas. ¿Qué queda entonces? Aparentemente resignación. Por un lado, porque lo bueno que se hace en el país del norte es independiente (casi todas las producciones de terror lo son) y no llegan a tentar a los distribuidores locales, por otro, porque lo poco que llega apenas si supera el techo de lo regular. “La aparición” es un ejemplo de lo segundo. Empieza con un montaje de found footage (¡hasta cuando, me cachendié!), simulando que en los ‘70 alguien filmó en super 8 una sesión de espiritismo donde se mueven la mesa y otros objetos en forma violenta ante la atenta sonrisa de todos los presentes. Si ellos se ríen de lo que pasa ¿qué se supone que debemos hacer los espectadores? Sigo. De esta sesión queda una foto del grupete en la cual se ve la sombra de un tal Charles. ¿Quién es; por qué anda dando vueltas; qué busca o por qué se la agarra con los muebles? Nadie se molesta en explicarlo en profundidad. También, ¡quién nos manda a andar preguntando cosas en la época de efectos especiales! ¿Quiénes nos creemos que somos, ¿eh? No parece creíble que los dueños de una universidad permitan que los chicos intenten traer a Charles con tecnología actual, enchufando cuanta cosa tienen a mano. Se ve que allá no tienen problemas con la factura de luz. El experimento sale mal (o bien, según como se mire) y tendremos fantasma para rato. Este en particular vino del más allá con un GPS, porque se las arregla para encontrar a Ben (Sebastián Stan), que pretendía retirarse de esta práctica para irse con Kelly (Ashley Greene), una muchacha a quien convenientemente no le dice nada de todas estas cosas. ¿Para qué arriesgar noches de lujuria hablando de fantasmitas? La cosa se pone fea porque Charles se hace más fuerte si absorbe individuos incrustándolos en las paredes. Una especie de ósmosis del ladrillo. Terrorífico. Greene, de todos modos, es tan expresiva como una pared pintada de blanco, y como el resto del elenco, no se queda atrás. Nos esperan diálogos más cercanos a la parodia que a lo creíble. El director (Todd Lincoln) está muy ocupado en enfocar manchas de humedad en la pared (que representan la presencia del mal), así todos nosotros nos enteramos de antemano y esperamos a que los protagonistas se den cuenta. Usted preguntará: ¿Cuando les cae la ficha se van de allí? No. ¿Compran lisoformo al menos? Tampoco. Yendo en contra de toda lógica llaman a Patrick (Tom Felton), el pibe que causó todo este encordio ectoplasmático. Basta. Ya me lastimé demasiado recordando estos minutos desperdiciados. Yo que usted alquilaría uno de los clásicos hasta que venga mejor material.
Vivencias de un hombre que analizando una realidad se encuentra a sí mismo Preguntas respondidas son las de “El Etnógrafo”. Ser. Este es el tema fundamental de este gran documental. John Palmer llegó a Argentina en la década del ‘70. El hombre se (dedicaba) dedicó a la etnografía, o sea al arte de comprender lo que dicen, hacen y piensan personas con lazos culturales, sociales o de cualquier otra índole. Paradógicamente los que vayan a verla no encontrarán una visión desde lo profesional, sino una vivencia. La idea del experimento, sí. Pero más aún su resultado. Palmer define su primera impresión en forma de pregunta. ¿Cómo es posible vivir en este mundo de una manera diametralmente opuesta a la que tenemos los que nos sentamos cómodamente a escuchar conclusiones de una investigación? ¿Desde qué lugar nos proponemos admirarla, valorarla, incluso vivirla? La excelencia de esta obra comienza con la voz de Palmer contándonos lo que él mismo desconocía y eventualmente no esperaba encontrar. Es cierto. Eran otras épocas. Los ideales estaban a flor de piel aún para aquellos con pensamiento exacto. Lo cierto de esta historia es que “El etnógrafo” se fue convirtiendo a sí mismo. Se fue redefiniendo al punto de transformarse el propio profesional en objeto de estudio. En medio de todas estas cuestiones, hay un metraje que nos acompaña como espectadores a meternos en el mundo que una vez fue profesional y hoy está lleno de reflexiones. Una manera de contestar a las preguntas que hoy podrían ser antagonistas al "sistema" en donde todo está masticado, entendido y entregado para su rápido proceso. El espectador que vaya a ver “El etnógrafo” deberá saber que la horma del zapato no es fácil de encontrar y, por si fuera poco, no es fácil de asimilar. Acaso un mundo justo no pueda ser llevado a cabo sin involucrarse a fondo. Las imágenes de “El etnógrafo” cuentan el todo de un "algo" y dejan, a través de su testimonio, la puerta abierta para muchas respuestas, dependen de lo que cada uno esté dispuesto a preguntarse. Brillante. Calificación: Exclenete. (Iván Steinhardt) * * * * * * * * * * Información complementaria a propósito de Palmer y el pueblo wichí El antropólogo británico John Palmer, investigador de la Universidad de Brookes, y radicado en Salta, es el protagonista del documental "El Etnógrafo", en el que funciona como eje para dar voz al universo wichí. "La película tiene el objetivo de abrir los ojos al mundo wichí, y yo estoy en el punto medio de estar casado con una wichí y trabajar en comunidades, pero soy el contacto desde el que se abre un panorama más interesante", le dijo a Télam Palmer Es etnógrafo y se dedica al estudio descriptivo de las costumbres y tradiciones de los pueblos, por eso el título de la película, aunque para Palmer "debería llamarse `La esposa del ex etnógrafo`". Sin duda, Palmer es el protagonista del filme de Ulises Rosell, cuya cámara sigue los pasos del "hombre blanco", tanto dentro de su hogar multicultural en su rol de asesor legal de la comunidad Lapacho Mocho, cercana a la localidad de Tartagal, cuando parlamenta con una petrolera extranjera para que cese de perforar territorio comunitario. "Durante la filmación de la película fuimos testigos de cómo entra un grupo petrolero a hacer un pozo, con el nivel de despliegue que implica la maquinaria pesada, sin ningún tipo de aviso previo a la comunidad, como si fuera tierra de nadie, con la bandera china", contó Rosell. El director sintió que él y su equipo eran "bienvenidos en la comunidad, porque había una conciencia de encuentro oportuno y de no estar llevándose nada, sino vivenciando". Precisamente el vivenciar es el aspecto que hermana la actividad de "el etnógrafo" Palmer y el documentalista Rosell: uno porque empezó su tesis de doctorado en territorio wichí, aunque no logró concluirla en el primer intento, por lo que regresó y se aquerenció, ganando en compromiso y renunciando al distanciamiento con el "objeto de estudio". El otro, porque entrenado en la cultura audiovisual, constató en un territorio que le era desconocido que desde la ciudad se "ve" lo que es la vida de otras culturas sólo en los momentos de crisis espasmódicas, por lo que persistió en el "mirar", se asomó a un mundo diverso y logró abrirlo panorámicamente al espectador. Palmer arribó al Chaco salteño hace más de 30 años con un doctorado en curso, para estudiar la cultura wichí, pero al cabo, estableció familia con Tojweya, una mujer con la que tiene cinco hijos que fluyen entre el inglés, el wichí y el castellano. Desde aquel entonces, "obviamente hay diferencias, pero no hay mejoras", dice Palmer respecto al proceso de revalorización de los derechos de los pueblos originarios. "Hay grupos de gente que siempre estuvieron trabajando en la parte social, comprometidos con la cuestión indígena en la promoción de los derechos, y sí lograron darles un poco más de conciencia de sí mismos a los indígenas", consideró. Asimismo, "lograron introducir en la agenda político estatal la cuestión a partir del `94, con la reforma de la Constitución, cuando se dio el paso principal, pero hoy estamos viendo un retroceso legislativo con la reforma del Código Civil", opinó. Palmer señaló que "la reforma quita derechos, ya que actualmente se reconoce la posesión de la tierra que naturalmente ocupan, mientras que con la reforma, se les va a reconocer la posibilidad por comunidad de ser titulares de un inmueble rural, con una personería jurídica típica de asociaciones civiles que nada tiene que ver con la propiedad comunitaria". Según Palmer, "la organización social del pueblo wichí no se puede reducir a una sola comunidad sino a una red de comunidades, que tiene vínculos orgánicos entre sí de parentesco, matrimonio, e incluso alianzas políticas si la cuestión no está calma". "Comparten un espacio de uso y aprovechamiento para la recolección y subsistencia, pero no hay exclusividad sobre un terreno", en el que pueden estar convergiendo tres comunidades en un espacio que no es exclusivo de ninguna, describió. Palmer señaló que "al delimitarlos se está creando un sistema que los obliga a cambiar sus condiciones de vida, influye en su concepto de sí mismo y fragmenta la representación". Además, adviertió que "en lo ecológico, va a ser insustentable porque dejará espacios intermedios donde terratenientes e intereses de todo tipo van a hacer un mosaico territorial totalmente diferente, en el que seguramente se va a reducir la cobertura forestal y la biodiversidad"
Si bien “la cola” es casi una institución en la comunidad urbana desde los comienzos del siglo pasado, en cambio el oficio de "colero" se hizo muy popular en la Argentina en épocas en las que la gente salía disparada del país ante la imposibilidad de vislumbrar aquí un futuro optimista. Bancos, embajadas, obras sociales, recitales, y varios etcéteras, proponían la idea, luego generalizada, que alguien hiciera la fila por otro, evitándole la pérdida de tiempo, a cambio de una apropiada propina. ¡Vaya si es un tema interesante para tratar y desmenuzar en una película! Enrique Liporace y Ezequiel César Inzaghi eligieron este contexto para contar la historia de Félix Cayetano Gómez (Alejandro Awada), un hombre, como tantos otros, que encontró la veta de supervivencia en esta actividad y que, como tantos otros, transita y canaliza su esperanza en LA fila más abarcativa de todas, la que anualmente convoca a miles de fieles: San Cayetano. Su motivación también está aferrada a la posibilidad de viajar a Francia para visitar a su hija, personaje del cual se desprende la subtrama principal. Su esposa, personificada por Ana María Picchio, realmente brillante, es su confidente y a la vez su cable a tierra. Quizás este contexto sea la virtud principal sobre la que se apoya la capacidad de generar interés en los que estamos sentados frente a la pantalla, virtud sostenida por un elenco sólido que hace creíbles a las criaturas del guión, elaborado también por los realizadores. Podría observarse una suerte de redundancia en las escenas oníricas, que no intentan otra cosa que aclarar o explicar el estado anímico del protagonista frente a la circunstancia. Algunos de estos sueños son funcionales a una bajada de línea metafórica y contundente. Es en estos pasajes donde el eje se desvía un poco. Uno podría preguntarse qué habría pasado si se hubiera elegido una apuesta extrema hacia el grotesco, pero es sólo una de las múltiples opciones que ofrece la temática. La elección es de los creadores de la obra, y es lo que tenemos. “La cola” es una comedia dramática cuyos altibajos estarán más, o menos, subrayados por la sensibilidad de cada espectador. Como siempre, en el arte no hay riesgos sino posibilidades.
Oliver Stone es un director netamente político. Sobran muestras como “Frost/Nixon” (2008) “JFK” (1991), “Pelotón” (1986); “Salvador” (1986); “Asesinos por naturaleza” (1994); “W” (2008), “La radio ataca” (1988) y “Wall Street” (1987). Para su propio beneficio sabe contar historias. Un narrador nato. Ignoro las razones por las cuales decidió, para esta última producción, dejar de lado todo lo que la novela de Don Winslow tiene de política (incluyendo un párrafo concreto sobre republicanos y demócratas), para convertirla en una simple historia sobre uno de los carteles de drogas más importantes en conflicto con tres neohippies que cultivan la marihuana más pura del mundo. No está ni bien ni mal, son elecciones. Llama la atención de todos modos un doble final inexistente en la novela, que se parece más a un requisito de los productores que a una decisión propia, peor aún, cuando uno lee en los créditos que la adaptación es del propio Winslow junto con Shane Salerno. Ben (Aaron Johnson) y Chon (Taylor Kitsch) son amigos desde la infancia. Uno es soñador (con ínfulas de mártir, yendo al Africa, para ayudar a los más necesitados financiado por la droga que vende), el otro terrenal (ex combatiente en Irak y Afganistán, duro, crudo y visceral). Ambos comparten la misma mujer, O (la bella e insulsa Blake Lively). En efecto, O (auto abreviatura de orgasmo y su nombre original Ofelia), comienza con una narración de la historia estableciendo las características de ambos, y de ella misma. El personaje queda dibujado como una hija de millonarios adicta al sexo y a un buen porro, que le sigue el tren a estos dos amigos. Una hippie con plata, que vendría a ser como el helado caliente, pero que a esta historia le cabe perfecto. Mezclado en todo esto está el Cartel de Baja, liderado por Elena (Salma Hayek) y su lacayo Lado (Benicio del Toro). ¿La conexión en California? Es Dennis (John Travolta), un policía-mercenario que cambia de color como el camaleón. Todos tratan de sacar tajada de la torta con sus respectivas motivaciones. Planteada la situación, el guión trata de demostrar (fallidamente) por qué, se tenga la filosofía que se tenga, los seres humanos son salvajes, algo que sí logra la novela, aún estando lejos de ser una obra maestra de los best sellers. Entonces, ¿qué es “Salvajes” de Oliver Stone? Una película de acción (con más baches que la ruta 4, enmarcada en una narración en primera persona que en vez de elegir ponderar o condenar a sus personajes los conmina a un cuento de hadas (por momentos inverosímil). Impecablemente filmado, pero negador de su final y, por si fuera poco, con el discurso original licuado a un desaparecido "american dream" , que se sostiene (y lo muestra posible) en un marco ilegal. Definitivamente, Oliver Stone debería dejar de pretender ser Quentin Tarantino y ocuparse de lo que realmente sabe hacer. Tiene con qué hacerlo, pero sin dudas no lo hizo en esta producción.
Las curiosidades de la distribución local son tan sorprendentes que puede ocurrir lo de esta semana: dos estrenos de origen chileno un mismo día En el caso de “Sal” podemos sentirnos gratificados. En los ámbitos académicos de las carreras de cine es probable que encontremos más fanáticos de Sergio Leone que de otros directores de western. Sucede que es un tipo de cine muy identificado, muy particular y generador de varios exponentes de culto como “Keoma” (1967), “Un dólar marcado” (1965), y ni qué hablar de la trilogía del sin nombre (Clint Eastwood). Todo esto hace que una película de vaqueros hablada originalmente en español resulte rara, sonoramente extraña. Pone una barrera difícil de pasar y que atenta contra la verosimilitud. Suena "raro", y ese "raro" interrumpe el proceso de entrar en la propuesta como espectador. Sería parecido a escuchar a Clint Eastwood en nuestro idioma tratando de tirar los diálogos del “Martin Fierro” Luego, ¿cómo hace un cineasta para poder filmar una de vaqueros despojado del temor al ridículo? Pues para no quedarse con las ganas el realizador Diego Rougier aggiornó la estructura de un spaghetti western reemplazando caballos por camionetas; revólveres por pistolas automáticas y, por las dudas, desvió la trama principal del guión hacia la tangente "cine dentro del cine". Así conocemos la historia de Sergio (Fele Martínez), un guionista mediocre que trata de convencer a productores en España de filmar un western en el desierto de San Pedro de Atacama en Chile. Ante todas las negativas, decide viajar al lugar donde vive un poco de la película que imaginó (que no conviene revelar), mientras reescribe el guión a medida que se suceden los acontecimientos, o mejor dicho le suceden, porque a nuestro héroe le pasa de todo. Para aumentar y decorar las virtudes de su película, el director contó con una extraordinaria dirección de fotografía y algunas composiciones de imagen muy cercanas a lo pictórico. A esto hay que agregarle la muy buena utilización de los espacios naturales. Realmente se logra plasmar la aridez extensiva y cruel de uno de los desiertos más duros del mundo. En este sentido, podríamos decir que así como ocurre con casi todas las producciones del oeste, el marco geográfico es un "personaje" fundamental cuando está bien utilizado. Todo el elenco sabe de qué la va cada uno y está bien. A Fele Martínez ya le habíamos visto un buen trabajo en “La mala educación” (2004), y Patricio Contreras le tira todo su oficio a la cámara para hacer un villano muy interesante. “Sal” es una realización entretenida, respetuosa del estilo que trata de homenajear. Acaso podría achacársele algunos minutos sobrantes cuando el espectador ya intuye como termina, pero no disminuye el hecho de estar ante un entretenimiento bien pensado y realizado.
Documental bien construido, hermosamente filmado y técnicamente exquisito Así como sucedía con “El árbol de la vida” (2011), de Terrence Malick, el director de “¡Vivan las antípodas!” encontró una forma visualmente poética de buscar respuestas a preguntas como: ¿Qué nos conecta a los humanos? ¿Cómo somos? ¿Qué cosas nos mueven de un lugar a otro? Si estamos en lugares tan distintos, ¿por qué nos parecemos tanto? ¿Qué sucede en el lugar más opuesto al que estoy parado? En un punto de Entre Ríos dos hombres (muy pintorescos) charlan y ven cruzar vehículos por un puente destartalado con un marco natural imponente. Del lado opuesto, una lluviosa ciudad de Shangai soporta el peso de miles de personas que la recorren y cruzan otro puente que los lleva a sus destinos. Cada vez que nos situamos en un lugar y nos adaptamos a él, la mágica cámara de Víctor Kossakovsky gira literal y lentamente al lado opuesto del mundo. Se toma su tiempo para asimilar el nuevo paisaje ya sea en España, en Rusia o en Nueva Zelanda. Todo es tan opuesto, que no es tan distinto. A ese lugar parece querer ir este documental muy bien construido, hermosamente filmado y técnicamente impecable. El espectador deberá pedirle a su mente una capacidad adicional a la que habitualmente utiliza en la sala cinematográfica para poder asimilar lo que la cámara muestra. Podría ser análogo a ir a un museo de pinturas. No es en el montaje del recorrido donde encontramos el arte de “¡Vivan las antípodas!”; sino en nuestro poder de observación e interpretación. El realizador logra hacer poesía con su búsqueda de encuadres, una dirección de fotografía extraordinaria y la dosis justa de música que muchas veces aporta tanto humor (Shangai con chamamé por ejemplo), como admiración (el paisaje ruso o los atardeceres en Entre Ríos). Por eso es bueno saber que si se quiere disfrutar esta obra, más que tiempo hace falta predisposición.
Historia sólida y acciones bien filmadas para solaz de los degustadores del género Por suerte todavia quedan, o siguen asomando, realizadores del genero de acción que entienden y aplican los códigos correspondientes con precisión y, de vez en cuando, con algo de ingenio. “El código del miedo” arranca con lenguaje cinematográfico puro y perfectamente codificable por parte del espectador. El mismo tipo de plano y movimiento de cámara conecta a Mei (Catherine Chan), una niña en Shangai, con Luke (Jason Statham), un hombre en Nueva York. Ella es un prodigio con las matemáticas y las fórmulas (ademas de una memoria extraordinaria), él es un ex boxeador con un pasado incierto y un presente en el cual tiene problemas con la corrupta policía newyorequina, por una pelea que les hizo perder mucho dinero en apuestas. ¿Cómo se conecta todo, involcurando también a la mafia china y la rusa? Eso es lo que el espectador va a poder transitar en esta muy buena muestra de cine de acción. Boaz Yakin, con más trabajos de guionista que de director (todos de regular para abajo), puede que haya encontrado su norte si continúa por esta vía, ello por varias razones. El fluido manejo de los tiempos cinematográficos en el montaje paralelo, un buen equipo técnico que demuestra solidez e importante mesura para no caer demasiado en los estereotipos y darse el lugar para ofrecer una mayor riqueza en los personajes. Una de las claves para logar una buena realización es saber seleccionar actrices y actores para cibrir tanto los personajes protagónicos como los secundarios y los circunstanciales. Saber elegir para integrar un reparto siguiendo las pautas emergentes de las determinadas características en el perfil de cada personaje resulta muy funcional a la historia que se quiere narrar, por ende se transforman más fácilemente en buenos actores. Schwarzenegger hubiera hecho un verdadero papelón como protagonista de “El padrino” (1972), lo mismo que le hubiera pasado a Marlon Brando interpretando a un robot del futuro en “Terminator” (1984). Cada cosa en su lugar. Muchas veces encontrarla ajustada al requerimiento del proyecto puede ser clave para jerarquizar el producto una vez elaborado. Jason Statham está varios escalones arriba como el actor que en este siglo representa el máximo exponente de las películas de piñas y tiros, además de tener muchos más recursos que sus predecesores de las décadas del ‘80 y el ‘90. “El código del miedo” es de esas producciones a las que uno que guste del género puede ir confiado. Encontrará una historia sólida, aunque no totalmente original, acción bien filmada, y un verosímil que nunca se traiciona.
Volvió Mel Gibson. No es que no lo hayamos tenido en la pantalla durante este tiempo, en todo caso podríamos decir que volvió aquél que no veíamos desde 1999 en “Revancha”, aunque la que nos convoca hoy está uno o dos escalones más abajo. Un tipo (Mel Gibson) escapa de la policía fronteriza de USA, y a su vez de la Mexicana. Lleva mucha guita en el auto y un cómplice baleado y moribundo. “Mejor afuera que en casa” piensa, y se manda por una rampa al otro lado. Cuando los polis ven el botín, todos los personajes y los espectadores entienden: esto es por plata. El viejo y siempre bien ponderado dinero es el que tantos tiros y guiones del género ha pergeñado. Así, resulta fácil olvidar por un momento (96 minutos) la línea de pensamiento de Gibson, para sólo centrarse en el entretenimiento. El tipo va a la cárcel que se plantea como un mundo aparte con sus reglas, condiciones, y obstáculos que deberá sortear para irse y salvarse con ayuda de un chico que conoce allí. “Vacaciones explosivas” (¿a quién se le habrá ocurrido un título tan disparatado?) se llama en realidad “Get the Gringo” (“Agarren al gringo”), término semidespectivo con el que en México se refieren a los estadounidenses. La trama tiene todos los condimentos necesarios e imprescindibles para ser digna exponente del género de acción. El mundo es corrupto, así que aquí no se salva nadie de serlo pero, como suele construirse en este tipo de argumentos, el espectador sentirá una simpatía natural por el “menos malo”. Punto. Adelantar algo más sería anticipar gran parte de la duración de la película que, por cierto, anda muy fino entre la obviedad y el entretenimiento. Las secuencias de acción son propias de la violencia que a Gibson le gusta mostrar (hay que aclarar que también escribió el guión), y están indudablemente bien hechas. Me gustaría ver por donde entrarle un poco más al análisis de este producto para que el director de esta página no me corra a garrotazos por la escueta extensión del texto, pero, créame, que a esta altura no hay mejor manera de ser directo y conciso. Es una de tiros con Mel Gibson, que respeta precisamente eso
2012 quedara marcado como el año en que la Argentina, en su historia fílmica, estreno su primera película animada en 3D. A juzgar por lo que vemos en la pantalla este primer paso es bastante auspicioso porque el realizador, además de contar con un muy buen equipo de animadores, sabe perfectamente qué quiere contar y cómo hacerlo. Pilo habita en un asteroide, al igual que toda su comunidad. Vive con una natural admiración por las estrellas, y de hecho hay algo generacional a este respecto. Pronto descubriremos que hay una suerte de mandato legendario que lega el cuidado de la maquina del título hasta que sea necesario accionar para que siga produciendo estrellas. Hay varios aspectos que funcionan bien en el relato. En los primeros diez minutos queda bien claro el planteo como para que nadie se quede afuera. También el subtexto se percibe fácil: las diferencias generacionales, la confianza en uno mismo y el cuestionamiento a los mandatos. El tipo de animación es “amigable” con la época y estética de nuestros tiempos, pero además “La máquina que hace estrellas” tiene una dirección de arte con identidad propia, y con momentos de hermosa composición de cuadro. El factor del tiempo también es importante. Esteban Echeverria no abusa de sus recursos y hace durar su obra lo que ella necesita, algo que a veces no sucede con producciones grandes. Bien justificado el uso del 3D porque ayuda a construir la profundidad de campo dimensionando la enormidad del espacio. Resulta extraño que no se haya aprovechado la época de vacaciones invernales para su estreno, pero esto es harina de otro costal, en todo caso habría que preguntar a los exhibidores si no les despertaba confianza, aunque más no fuera en una sala frente a las únicas tres opciones que había. Como sea, la película tiene méritos como para considerarla una buena opción para llevar a los chicos al cine.