Invitación a un hermoso viaje pintado con preciosa sensibilidad Hay documentales y documentales en el universo cinematográfico, algunos de los cuales escapan de la media (lo de media no es una intención de adjetivar sino más bien de clasificar) y se permiten un lugar para contar una historia con la intención de reflejar realidades en el aquí y ahora, pero también para ofrecer una mirada personal y unívoca sobre la subjetividad del ser y su circunstancia. “Arreo” puede tener un significado pero seguramente tiene muchas connotaciones. “Tato” Moreno posa su lente sobre un grupo de personas. Habitantes nómades, errantes, gauchos de una región de nuestro país que pasan mucho tiempo en soledad por sierras y montañas de Mendoza. Ese respeto por el tiempo es acaso uno de los mayores logros de “Arreo”, pues sería imposible apreciar la belleza de las imágenes sin ese factor. Me niego a pensar éste estreno como un documental en el mero significado ortodoxo del género porque lo que el director hace aquí, incluso con la distancia que por momentos traza entre la cámara y el paisaje, es pintar con preciosa sensibilidad una aldea lejana a las cercanías de la urbe, y a la vez cercana a las lejanías que presenta la geografía. Así el lugar, el contexto topográfico, se convierte en el verdadero “personaje” de esta película. Se ven las carencias en todo su brillo y también pequeños atisbos de felicidad cuando uno (o los gauchos en este caso) se sabe en su lugar en el mundo. De a poco irán apareciendo historias y hasta pequeños conflictos, pero el texto cinematográfico se aleja de la denuncia facilista o amarilla, es decir evita la zona de confort para plasmar contundentemente la posibilidad de reflexión en un espectador que se verá hipnotizado por la dirección de fotografía y por la música, dos elementos que también juegan su papel a la hora de conectar con las emociones. Sería imposible de realizar una obra de estas características si no se conociese el lugar, su forma, su carácter y su idiosincrasia; pero sobre todo si no hubiese amor incondicional por lo que se está haciendo. Se arrean animales en ese parentesco con el absurdismo planteado por Camus en “El mito de Sísifo”. Sísifo empujaba una piedra eternamente cuesta arriba, sólo para volver abajo y comenzar nuevamente. Algo así sucede con estos animales que le dan sentido a la cotidaneidad de los personajes aquí presentes. Se arrean animales, tanto como el hombre arrea sus defectos, virtudes, miserias y alegrías a lo largo de su vida. “Arreo” es una invitación a transitar caminos por los cuales uno nuca iría. Eso es éste hermoso viaje, y si bien queda el deseo de ver a éste realizador haciendo ficción, la propuesta es (como cantaban Los Piojos) “mirar el paisaje y seguir”
Iba caminando por Corrientes y Uruguay hacia el Obelisco. Sumido en mis pensamientos, llegué hasta el emblema de Buenos Aires sin darme cuenta que casi por inercia mi mano aceptó un montón de folletos a los cuales, por supuesto, no presté atención hasta que empezaron a joderme la paciencia al intentar pasar el pulgar por la pantalla táctil del celular. Sólo entonces los empecé a leer. Uno, de un abogado laboral que te soluciona todo, otro, de McDonald’s asegurando buena comida por 35 mangos, otro, de Burger King presagiando más o menos lo mismo, uno, de 1000 fotocopias por no se cuántos pesos, otro, para ir a ver cinco tipos que hacen Stand Up, en fin, mucho folleto. El peor de todos lo recibí esa misma mañana: Se llama “Londres bajo fuego”. ¿Sabrá Hollywood? Mejor (dicho) preguntado, ¿terminará de aceptar Hollywood que Rambo hay uno sólo? Es más, ¿de verdad sienten que el espíritu patriótico se demuestra chantándole al mundo la bandera en la cara a través de una película? Lo reconozco. Cada generación ha tenido su John Wayne, pero esto se terminó en los ’90, cuando las ideologías políticas no tuvieron otra opción que mutar o desaparecer. No me imagino un pibe de hoy yendo a ver éste estreno y salir conmovido por lo que acaba de ver. Ya no garpa el discurso por imposición. Ese que con tanta liviandad establece quién es bueno o malo, según la bandera que tiene colgando en la ventana de su casa. En la primera escena, una serie de flash nos indica que en Irán hay un tipo recontra impúdico que vende armas. Un individuo bastante buscado por el FBI y otras agencias amigas de la democracia. Los yanquis le bombardean el rancho decorado para un casamiento y el tipo, claro, se enoja bastante. Corte. Dos años después, Mike Banning (Gerard Butler) es el custodio del presidente (Aaron Eckhart) con todo lo que eso significa, fíjese que hasta salen a correr juntos. También está a punto de ser papá, así que habiendo cumplido con su deber de buen Boy Scout empieza a escribir su carta de renuncia. No va que se muere alguien importante en Inglaterra y el protocolo invita a los mandatarios más importantes al funeral. “Son nuestros aliados más fieles, tenemos que ir” dicen en la Casa Blanca. Mike dice, “bueh… hay poco tiempo para organizar la seguridad pero dale, vamos”. Es decir, en ocho minutos se rompe el verosímil en forma abrupta y sin anestesia. Después de tanta película y noticiero contando y mostrando toda la seguridad que gira en torno a un viaje como éste, que nos hagan creer que van igual ya parece joda. Sigue adelante “Londres bajo fuego”. No le importa nada de la inteligencia del espectador. Van todos a Londres ¿eh? El presidente de Francia, de Alemania, de Japón y hasta una parodia de Berlusconi tenemos en una terraza londinense abrazado a una modelo a quien le exclama “per la madonna qui sucheso”, pronunciado así de mal por el actor que nunca vuelve a aparecer en escena. Este Berlusconi es más vivo que el hambre debido a que al resto lo revientan a balazos porque, adivine quién sobrevivió a un corchazo del tamaño de la provincia de Misiones. Exacto. Aamin (Alon Aboutboul), el tipo de la fiesta que quiere venganza. ¿Cómo lo logra? Infiltrando a media fuerza policíaca y militar de Londres cuyos dirigentes nunca repararon, en dos años, la cantidad de musulmanes que se enlistaron en la fuerza. Créalo o retírese de la sala. Matan a todos. Menos al presidente de los Estados Unidos de América que tiene a Mike para que lo cuide. De ahí en más empieza un plagio de “Duro de matar” (1988), y otras varias del estilo, que al menos tenían el decoro de respetar el código del planteo narrativo. Se supone que a esta altura, los que quedan sentados en la butaca deben creer que cierran la ciudad y sólo quedan soldados que no hacen otra cosa que escupir balas a mansalva. El custodio, por supuesto, necesita sólo dos por cabeza para bajar muñecos mientras pone cara de “creo que olvidé comprar profilácticos”. Y ahí va él, arrastrando al presidente como si fuese una hamburguesa para salvarlo de la venganza, en uno de los peores catálogos de situaciones estúpidas que el cine recuerde. Eso sí, balas hay como diez toneladas, sonido envolvente también, musiquita emotiva-épica también. Los guionistas de éste folleto (porque éste libreto, con más palabras de las que caben en un volante entregado en mano no tiene), ponen a consideración de la platea un discurso espetado por el protagonista que dice más o menos así. “Ustedes no entienden ¿no? (agarrando del cuello al villano iraní), no se trata de un chabón o de una bandera. Pasarán mil años y nosotros (los yanquis) seguiremos aquí”. Por lo menos Hitler juntaba los Reich anteriores y se sumaba él en vez de proyectar (tanto) para adelante, pero que suenan parecidos, suenan parecidos. Un asquito que mete miedo. Tal vez me extendí demasiado para semejante engendro, pero este momento político internacional lo amerita porque esta película ES por el discurso que tiene. A Donald Trump le va a encantar. ¡Basta! ¡Me voy! Cantaba Luca Prodan. Si lo hubiese recordado a los quince minutos de empezada la proyección…
Es de Disney la franquicia, no da para tocarla demasiado y sin embargo, Jon Favreau, el simpático-con-cara-de-buen-tipo de Hollywood, que parece hacer plata con cualquier cosa que realice, se despachó con un producto notable. El libreto es el conocido por todos: Un huérfano criado por lobos y apadrinado por la pantera Bagheera (Ben Kingsley doblado por Enrique Rocha) debe huir con la ayuda del oso Baloo (Bill Murray doblado por Héctor Bonilla) a la aldea humana para evitar que el tigre Shere Khan (Idris Elba doblado por Víctor Trujillo) lo asesine luego de haber jurado venganza. “El libro de la selva” se puede analizar desde varios aspectos. Tomaremos tres en particular en orden de importancia. Cambios respecto del clásico: Hay varios, lo cual no va en desmedro de la calidad. No hablemos de la cantidad de licencias que históricamente Disney se ha tomado a la hora de adaptar cuentos clásicos. Los cuentos de Rudyard Kipling no fueron la excepción. “El libro de la selva” de este año se basa claramente en la original de 1967, pero aquella arrancaba desde la infancia de Mowgli (Neel Sethi doblado por Ángel Rodríguez). Aquí partimos desde el niño ya criado por lobos que se siente absolutamente parte de su manada. Otras diferencias residen en el grado de importancia que tienen los elefantes en el relato (se les rinde pleitesía hoy, sobre la base de haber sido ellos quienes con sus huesos han formado la jungla a lo largo de los milenios), y también el de Kaa (Scarlett Johannson doblada por Susana Zabaleta) que sigue con su poder hipnótico, pero luego desaparece de la historia casi como un cabo suelto. Tal vez las diferencias más importantes tengan que ver con el final (¿pensando en secuelas?). Por un lado, que el enfrentamiento culmine esta vez tiene lugar en el área de hábitat del chico, quien en realidad frena su camino hacia la aldea de los hombres para volver a su lugar y defenderlo. Por el otro, aparecía una niña al final de la anterior, dando por sentada una clara razón para que Mowgli decida quedarse. Esta idea queda desterrada para darle paso al núcleo central sobre el que Jon Favreau decide hacer hincapié: El sentido de la pertenencia a un lugar, y la unión que construye la fuerza para enfrentar al invasor. Es más, hay un credo que la jauría de lobos recita pero nada que Alejandro Dumas o Hugo del Carril no hayan escrito antes. El contenido: Justin Marks escribió un guión que pese a estar pensado “para toda la familia” tiene un buen lugar para indagar en la fragilidad y la desprotección del personaje central, y en la oscuridad del villano de turno. Estos dos contrapuntos son los que logran mantener vivo el interés de una película que se percibe algo excedida en longitud, pero esto está atenuado por el poderío visual. Mowgli es un niño adaptado y adoptado por el entorno del cual se siente parte, y por ello la instalación del verosímil funciona de manera tal que los dos vectores, que funcionan como amenaza latente, son la posibilidad de perder su hogar y su “gente” desde su perspectiva, y desde la de los animales de la selva la convicción de que el hombre (dominador del fuego) es responsable de la destrucción del medio ambiente. Las dos sensaciones prevalecen en forma correlativa y se constituyen como los grandes mensajes la película. Los efectos especiales: Aquí se trazará un antes y un después en la animación digital. Salvo el niño, casi no hay elementos en esta producción, ni siquiera exteriores. Casi todo se filmó en un estudio con escenarios diminutos a la altura del joven actor para que éste no se lastime. Las bases de algunos árboles, un poquito de agua de río, y un par de lianas de las cuales Neel Sethi se cuelga, es lo único de utilería. El resto, incluidos los animales en su totalidad, son digitales (aunque en varios casos se utilizó la técnica de captura de movimiento). O sea, todo es una gran ilusión puesta en marcha al servicio de la historia con lo cual es imposible no mencionar la dirección de arte. Si Hollywood tiene buena memoria, deberíamos tener ya a una gran candidata a varios rubros en el Oscar del próximo año. “El libro de la selva” encontrará seguramente la aprobación general en formato de entradas vendidas, pero este es uno de los ejemplos en los cuales las grandes producciones tienen con qué devolver al espectador el precio de la entrada.
Si la cosa sigue así yo no sé dónde vamos a parar “Si la cosa sigue así yo no sé dónde vamos a parar”, decía mi finado abuelo. Uno ve el mundo hoy, su tierra en particular, y no puede evitar hacer propia esa frase. Les pasa y les toca a todos en todo el mundo. En china también. Y ese disparador es la base sobre la cual el director Zhangke Jia planta bandera respecto de la situación coyuntural por la cual siente su país y está atravesando, agregándole a esto una escéptica mirada de aquí a unos años. Dejó de lado la sutileza que supo ostentar en joyas como “Naturaleza muerta” (2007) o “The world” (2005), para darle paso a otro tipo de mensaje, no de denuncia, tal vez de advertencia. Como muestra de botón contundente la primera escena de “Lejos de ella” es toda una declaración de principios. Casi un titular de diario. Un grupo de jóvenes (o sea la siguiente generación) baila una canción llamada “Go west” en versión del dúo británico Pet Shop Boys. “Al Oeste / la vida es pacífica allí / Al Oeste / In el cielo abierto / Al Oeste / Nena vos y yo / Al Oeste / Es nuestro destino”, dice la letra. Pero esta coreografía es de bailarines chinos, en China. ¿Hace falta decir más? EL guión del propio realizador divide el texto en tres actos a partir de la historia de tres personas. Tao (Shen Tao), una empleada, Zhang (Yi Zhang), un tipo de la camada de los nuevos ricos (con suficiente plata como para confiar en su poder), y Liangzi (Jing Dong Liang) trabajador en una mina de carbón. Luego del comienzo musical veremos a los tres en 1999, en edad estudiantil conviviendo en los albores del nuevo siglo. Los tres son amigos, pero mientras que Liangazi la desea furtivamente, Zhang se lanza abiertamente a la conquista ostentando bienes materiales como discurso de la seguridad para el futuro, “un buen partido” dirían las abuelas. Tao está en la suya, pero de alguna manera siente que hay una decisión para tomar. El segundo acto traza una elipsis de 15 años en la vida de los tres. La cosa es muy distinta. Ese lejano 1999 parece inocente ante la contundencia del poderío económico y la diferencia que este establece a nivel cultural. Tao no puede obtener custodia legal de su hijo. Pasaron los años para los tres y lejos de haber aprendido la lección, la situación recrudece bastante. Luego la acción se trasladará a un hipotético 2025 en Australia, en donde el director lanzará su alegato final para nada esperanzador. Está claro que la lectura política es la estrella de “Lejos de ella”, pero el realizador emplaza una coyuntura que se interpreta a través de los personajes, elección por demás acertada, para nunca alejar el factor humano de la mente del espectador. Como si quisiese mostrar que cualquier consecuencia está en manos del hombre y su capacidad de aferrarse a valores más universales que materiales, y si la historia de estas personas se cuenta a lo largo de 25 tampoco es casualidad. Supone, el cineasta, que ese tiempo bien puede ser el tiempo útil para juzgar los actos de cada generación una vez que esta es lanzada a su propia suerte por efecto del crecimiento biológico e intelectual En este sentido contar todo en tres actos algo dispares entre sí, pero narrativamente contundentes, hace a la idea de dividir los períodos de la vida (¿útil?) de una persona y analizarlos según sus circunstancias. El hecho de que esto ocurra en China con una mirada temerosa hacia la influencia de la cultura occidental no deja de universalizar el discurso. Los virajes pueden ser graduales o repentinos, pero nunca ocurren de un día para el otro. Nunca más actual este concepto y si no basta con ésta película, fíjese en el brutal cambio en nuestro país. Zhangke Jia hace su advertencia, con tintes fatalistas si se quiere, pero advertencia al fin. Si es para bien y para mal, dependerá de nosotros.
En muchos sentidos se puede respirar un aire renovador en el género del terror con el estreno de “La bruja”, aun cuando el resultado final en términos del sabor dejado en el paladar no sea redondo. Estamos el siglo XVII en un Estados Unidos, muy previo a la independencia y los ideales constitucionales, pero con un fuerte arraigo a las creencias religiosas como fuente de alimento para las esperanzas de una sociedad constituida con poco más que la iglesia como referente institucional, y acaso contenedor de los habitantes que ni leyes tienen todavía. A esa Iglesia le hace frente William (Ralph Ineson), quien es desterrado del poblado por blasfemo y contestatario. Partirá en una carreta con sus pertenencias y su familia: Su esposa Katherine (Kate Dickie), la hija mayor (apenas adolescente) Thomasin (Anya Taylor-Joy), llevando las riendas del comportamiento de sus hermanos Caleb (Harvey Scrimshaw), algo menor que ella, los más chicos Mercy (Ellie Grainger) y Jonas (Lucas Dawson), y finalmente un bebé recién nacido. La familia parte hacia tierras no muy lejanas y decide instalarse en un terreno situado al pie de un frondoso bosque. En una escena digna de los mejores exponentes del género el bebé desaparece ante la tapada mirada de Thomasin. Esta desaparición a manos de un (¿espectro?, ¿fantasma?, ¿bruja?, ¿demonio?), marca un mojón en el relato. A partir de allí el debutante Robert Eggers, en su doble función de guionista y realizador, propondrá un lento, cruel, despiadado e inexorable descenso al infierno empezando por el bebé. Cuando el espectador vea esa escena entenderá que no habrá ni concesiones, ni licencias, ni miramientos, ni piedad hacia los personajes. Lo mismo le ocurrirá al concepto básico de familia pues, primero, se presenta como el seno fundacional de la mentira y la desconfianza, más luego como botón de muestra de una sociedad autodestructiva. Si fuese esto, es decir, si realmente se trata de decir que la familia americana está enferma y merece su destrucción o que simplemente “la familia es una mierda”, estaríamos frente a un gran ejemplo de cómo el género del terror bien hecho es un vehículo para mostrarle al mundo sus problemas en un espejo ultra magnificado. También es cierto que lo inherente a la familia está oportunamente decorado por un sinfín de referencias bíblicas, tanto del antiguo testamento como del apocalipsis y otras profecías (el carnero negro, la leche por sangre, la postración ante Dios, etc.). El detalle es que hay un momento en el cual las neuronas hacen sinapsis y surge la reflexión directa: Pensar que si esta familia no se hubiese enfrentado o separado de la iglesia nada de esto sucedería. Ese es precisamente el discurso central del texto cinematográfico. Así de burdo. Sin embargo no estamos para eso. Los discursos pueden ser geniales o básicos, pero no hacen a la realización de una película, porque en este sentido “La bruja” es un canto a la meticulosidad en todos los aspectos que rodean a una producción. No hay nada librado al azar. La dirección de arte y la escenografía, de Andrea Kristof y Mary Kirkland respectivamente, le dan su importancia a cada objeto en el cuadro. La notable fotografía de Jarin Blaschke le discute plano a plano todo lo que hizo Emanuel Lubetzki en “Revenant: el renacido” por la cual ganó su tercer Oscar consecutivo. Blaschke toma los escenarios naturales y los convierte en dos universos totalmente distintos, apoyándose (para dividirlos) en las numerosas veces en las cuales, visto desde la cabaña, el bosque se presenta como una pared verde oscura que hace las veces de frontera entre lo palpable y lo incierto. Aquí también juegan un papel importante el sonido. La narración es desde el punto de vista de Thomasin, pero la voz de William abre un tajo en la sonoridad. Es el padre sumido en la duda y su voz cavernosa, gutural, sesga el silencio y lo resignifica. No es casualidad esa cadencia elevada por sobre el resto. La banda de sonido también juega su papel. Casi totalmente constituida por cuerdas punzantes y agudas, interrumpidas por un coro infernal, la partitura de Mark Korven subraya los momentos por los que atraviesa el texto y va in crescendo hacia el final. Se agradece que no se use un sólo violinazo como golpe de efecto, pero cuando estamos cercanos al desenlace el abuso del recurso musical logra desconectar el último acto y se pierde la fuerza dramática que cae en el efecto inverso. Provoca risa que además está alimentada por lo único que el director no supo manejar en su totalidad: el registro actoral buscado en el clímax. Tanto Harvey Scrimshaw como Anya Taylor-Joy son empujados, en el caso del primero a recitar un párrafo imposible de creer en un personaje que atraviesa esa condición (se agudiza su voz para colmo), y ella tiene un show en el final que desencaja todo lo actuado hasta entonces. En su conjunto, la propuesta estética remite a una mezcla entre “La leyenda del jinete sin cabeza” (Tim Burton, 1999) y “La aldea” (M. Night Shyamalan, 2004), pero fuera de las referencias, “La bruja” es un producto honesto, que confía y descansa en su propuesta de desterrar las sagas de cámara en mano que tanto arruinaron el género en éste siglo. Probablemente sea el propio autor el que genere mejores deseos de ver su próximo trabajo. Hace rato que no sucede eso.
A veces la facilidad y la simpleza llevan a lugares mucho más profundos en el arte. Más aun cuando se quiere llegar a como de lugar, forzando el natural fluir de los acontecimientos. Cornelio Porumboiu, uno de los directores de este nuevo amanecer del cine rumano, llega con un planteo sencillo. Un triángulo de personajes metidos en un círculo vicioso, o al menos retroalimentado en forma simbiótica Adrian (Adrian Purcarescu) tiene varios problemas de bolsillo. El principal es que necesita cubrir los intereses de la hipoteca antes que el banco se quede con su casa: “con esta crisis no hay trabajo. Hago algunas changas nomás.” Un diálogo que ayuda a instalar el contexto socio-político-económico del momento. Todo esto se lo dice a su vecino Costi (Toma Cuzin) como introducción para pedirle 800 euros prestados y así salir del paso. La justificación de la negativa no convence a Adrian, de que “no tenga el dinero en este momento”, por lo cual vuelve a insistir. Esta vez la solidaridad se disfraza de falsedad, porque en realidad el atribulado hombre quiere ese dinero para poder alquilar un buscador de metales y así desenterrar un tesoro que supuestamente está en una casa que dejaron sus abuelos en épocas de la Segunda Guerra Mundial. Parece que las leyes de tesoros nacionales son estrictas en Rumania, de modo que recurrir a un hombre que tiene el aparato, y además está dispuesto a quebrarla, pone de manifiesto una sociedad (¿moralmente ilícita?) momentánea para llevar a cabo la tarea. El dinero y las proyecciones con el mismo, de poder conseguirlo, y la falsa sensación de bienestar, accionan en los tres personajes que llegarán a discutir hasta de comunismo. Más allá de la impronta de estos vecinos, el que rompe la hegemonía del tedio es Cornel (Corneliu Cozmei). Muñido de un detector de metales, que ni él mismo entiende cómo funciona, el hombre algo ido o torpe en su registro, cataliza la acción dramática durante el tiempo que convive con el dúo, y por cierto aporta la cuota de humor seco sin el cual sería difícil seguir el relato. Este guión sólidamente escrito por el director pretende (y logra) indagar sobre algunas condiciones humanas que por estar impregnadas de la situación actual se potencian, o se invierten según la fuerza de convicción, con lo cual “El tesoro” se convierte en una suerte de ensayo social, sin que por esto prevalezca un lirismo exacerbado. Esto es posible al esquivar el facilismo de la posible grandilocuencia que por momentos amenaza con surgir. La sutileza le gana por kilómetros a lo literal, empezando por la lectura que Costi le hace a su pequeño hijo. Leen Robin Hood, pero será en la escena final, de una altura poética notable, cuando cobre sentido esa lectura, aun cuando la primera referencia está en el comienzo. En las primeras líneas de diálogo entre Adrian y el vecino es cuando uno puede relacionar el contexto social de la clásica leyenda inglesa con el actual en Rumania, pues en la época en que ocurre Robin Hood también había crisis, malaria, falta de trabajo y de plata en la clase trabajadora. El manejo de los silencios en busca del timing de comedia, la dirección de actores, la creación de la simbiosis (aunque se junten el hambre con las ganas de comer), y un tempo aplomado para contar el cuento desafían al espectador “El tesoro” es más que la historia de dos tipos que buscan la oportunidad de hacer plata fácil para salir de la malaria. Tal vez en los años por venir podamos tener en el cineasta Cornelio Porumboiu a un cronista de su tiempo. Mientras tanto es un muy buen director que hace muy buen cine.
Uno terminaba de ver cualquiera de las anteriores entregas de “Kung fu Panda” (2008 y 2011), y no daba en absoluto la sensación de precisar una secuela. Mucho menos una tercera. Al no tener en la trama ningún elemento que produzca intriga, ningún personaje cuya suerte no haya quedado clara y todos los cabos atados los guionistas tienen más trabajo. Deben reinventar la idea. Licuarla hasta sacar un eje central que justifique luego la prodigiosa técnica de animación puesta al servicio de la historia. Es casi increíble, pero lo han logrado. Jonathan Aibel y Glenn Berger llevaron todo al plano de la unidad familiar, al sentido de la pertenencia y al reconocerse a sí mismo como ser único, esencial, irrepetible. Por si fuese poco, “Kung fu Panda 3” también tiene algo interesante que contar en el aspecto superficial de la trama. Abrazando al animé como nunca, en especial a la mística de DragonBall y Pokemón, la película arranca en el más allá (otra dimensión, paraíso, o llámelo como quiera). El viejo maestro Oogway (Randall Duk Kim, doblado por Pedro D'Aguillón Jr) se enfrenta a Kai (J.K. Simmons, doblado por Humberto Solórzano), quién al obtener su Chi (alma, espíritu, poder) logra volver a la tierra de los vivos para capturar el de todos los maestros de cada región y así convertirse en el amo invencible. Mientras tanto (aquí viene lo interesante de la cáscara de la trama), Po (Jack Black, doblado por Omar Chaparro), alias El Guerrero Dragón, tiene un nuevo destino en su vida. Es nombrado maestro del grupo, pero claramente no sabe qué hacer con semejante responsabilidad, empezando por tener la certeza de no tener nada para enseñar. Esto que yace en la piel del texto cinematográfico, pone al espectador en el lugar de qué hacer con la ignorancia, o mejor dicho con la transformación de los roles a partir de una “arbitrariedad”. Tanto el siempre desconcertado Maestro Shifu (Dustin Hoffman, doblado por Octavio Rojas) como los compañeros de Po, Tigresa (Angelina Jolie, doblada por Erica Edwards), Mono (Jackie Chan, doblado por Juan Alfonso Carralero), Mantis (Seth Rogen, doblado por Raúl Anaya), Víbora (Lucy Liu, doblada por Liliana Barba) y Grulla (David Cross, doblado por Moisés Iván Mora), están en franco desacuerdo con esto, lo cual es coherente con todo lo acontecido con el Panda desde el inicio de la saga. Durante el desarrollo de la saga aparecerá, cual culebrón brasilero, un personaje que va a torcer el rumbo de los acontecimientos, y a transformar la vida de Po para siempre. Podríamos decir que aquí es donde hay una suerte de costado dramático que lleva a los pasajes emotivos y a extraer la parte valiosa de un producto pensado y concebido para vender pochoclos. De todos modos, no faltará el fuerte atractivo presente en las anteriores: mucha dosis de acción, mucho humor del bueno (y muy físico) y una compaginación dinámica con buen timing para los remates. Entretenida, dinámica y con al menos dos buenos planteos profundos, “Kung fu Panda 3” tiene todo para convertirse en uno de los grandes éxitos de 2016.
Cuando el arte es el vehículo para mostrarle a la humanidad sus horrorosos errores El ejercicio lógico y natural de analizar todo lo que se puede ver en el cine es inherente a todos y cada uno de los espectadores asistentes a una proyección. Nadie puede escapar a esa práctica. Del otro lado, hay una o varias razones para poner en marcha el sueño de hacer una película, terminarla, estrenarla y que haga su recorrido. Esas razones quedan plasmadas fehacientemente en el momento exacto en el cual comienzan los créditos finales. A cada cual le corresponderá su conclusión, y en este sentido es saludable pensar la crítica como una opinión. ¿Calificada? No sé. ¿Calificada en qué? ¿Bajo qué subjetividad? Con la obra consumada es imposible volver atrás. Ya está. Pertenece al público y su respuesta en la boletería (en el caso del cine) le dará varios matices, entre los cuales también estará el de la (in)justicia de la distribución u otros aspectos. “Magallanes” podrá ser clasificada de muchas maneras, pero el poderío del relato cinematográfico excede varias veces al poder mediático de las opiniones. Sobre todo cuando la temática se emparienta con la historia, su digestión mental con el consiguiente entendimiento del presente, y la posibilidad de reflexionar mirando el futuro. Los pueblos de Latinoamérica han sufrido excesos de todo tipo, al punto de tener en la génesis de los mismos la impunidad total en aras de su concreción. La intención no es entrar en un dossier de la historia política de Perú, porque tampoco es la idea de éste estreno., lo cual le otorga al guión la virtud de no tener que subrayar nada porque el subtexto avanza por sobre la anécdota. Magallanes (Damián Alcázar) es taxista. No hay dudas de eso. Se mueve con solvencia por las atribuladas calles céntricas de Lima con ese casco histórico fabuloso e inerme al paso del tiempo. El hombre responde a un jefe con quién, además, comparte cierta amistad cómplice (en varios sentidos). Uno de sus clientes fijos es un Coronel (Federico Luppi), de quién es prácticamente su chofer de confianza. Da la sensación que no cualquiera lo lleva en taxi de acá para allá. Pero un día de rutina sube Celina (Magali Solier), dueña de una peluquería en vías de bancarrota luego de una mala inversión en productos de una empresa multinacional que nadie quiere, y pese a parecer una pasajera más, el chofer la reconoce como una de las personas a quién tuvo en cautiverio cuando fue soldado del ejército contra Sendero Luminoso. El juego de compaginación entre planos de la pasajera, el conductor y el espejo retrovisor, funciona a la perfección para instalar la situación, y a partir de allí ocurren dos cosas: La primera, es que el espectador conecta automáticamente a estas dos personas en un acto de amarga intuición. La segunda, es presenciar el presagio de dos soberbios trabajos de actuación sobre los que se sostendrá el relato. Magallanes es taxista, pero con un pasado turbio. Un pasado político (como ejecutor, no como ideólogo de nada) con el cual se ha resignado a convivir todos los días. Un pasado que se le cae encima de repente, impulsado por la inextricable fuerza de gravedad que ejerce la culpa sobre el alma de los hombres. Celina es ahora su ocasional pasajera, pero también fue su víctima. El lugar social que ocupan los protagonistas no es casual. Es como si desde lo escrito nos quisiesen mostrar cómo las capas y capas de vorágine e intento de supervivencia en la ciudad hacen perder el foco. Lo urgente tracciona como motor del olvido, porque si no hay momentos de paz interior, no hay lugar para la reflexión. El pasado está enterrado, pero el dolor de la herida permanece allí y se manifiesta de vez en cuando. El notable guión de Salvador del Solar (también director) trabaja inteligentemente sobre la siquis de los personajes, y gracias a esa astucia nos lleva a mutar varias veces en la concepción de un relato que aborda la culpa, la necesidad de redención, la impunidad, el ejercicio de la memoria, la abolición del olvido en función de la búsqueda de justicia, y la reivindicación de los principios de la dignidad. En ese orden y con una tensión escalonada hacia el monólogo de Celina en dialecto autóctono. En 2016 será difícil de superar una actuación frente a cámara como la que se ve en esa escena. Un mismo cuento puede contarse de mil maneras distintas. Se pude aceptar que “Magallanes” es un relato pergeñado a modo tradicional, pero también que, justamente, es el que mejor le cabe. Así lo pide el contenido. Forma y fondo componen un binomio ideal en este caso. Un desafío para cualquier espectador atento al ejercicio de la memoria y dispuesto a ver cuál puede ser el grado de compromiso cuando el arte es el vehículo para mostrarle a la humanidad sus horrorosos errores.
La terrible muerte de un soldado de 21 años, durante el patrullaje de un pelotón danés (otro aliado de USA en la guerra), provoca desconfianza en la tropa apostada en el territorio de Afganistán. “La poblacion está de nuestro lado. Por eso es tan importante que vean nuestra presencia en la zona" dice el comandante Claus Pedersen (Pilou Asbæk) tratando de levantar (su) la moral. En casa, lejos de allí, María (Tuva Novotny), la joven esposa de Claus, cuida de sus tres hijos a la espera de los llamados que, además de servir para informarse como va lo cotidiano, sirven de contención y de apoyo para ambos. Falta poco, pero la espera agota, y no es sino con un dejo de incertidumbre, porque después de todo el hombre fue a la guerra. La crianza sola supone también librar su propia batalla entre la educación y el consuelo en casa frente a la ausencia de la figura paterna. “A war: La otra guerra” va montando paralelamente una cotidianeidad en la cual la medida del peligro (doméstico o bélico) se da proporcionalmente y con la misma intensidad, como por ejemplo las escenas de desactivar una bomba en el desierto montada con la de correr al hospital luego de la ingestión de medicamentos por parte del más chico de los hermanos. La película nominada al Oscar 2016 por Dinamarca se divide claramente en dos partes: la primera, alimenta el dilema ético y moral que se plantea; en la segunda, a partir de un operativo con víctimas civiles como resultado de una decisión clave de Claus en medio de un ataque Talibán. Lo que se hizo, lo que se debería haber hecho, y las consecuencias legales, morales y éticas que se producen, son los tres vértices dramáticos por los que transita el texto cinematográfico y la dirección de Tobias Lindholm. Algo así planteaba Brian de Palma en “Pecados de guerra” (1992), ambientada en Vietnam, sólo que en aquél caso se trataba de la aceptación de la crueldad en tiempos de guerra y el cuestionamiento del comportamiento humano en ese contexto. “A war: La otra guerra” aborda el dilema ético desde la culpa de Claus partiendo de la base de la aplicación de un código militar que exige identificación clara de objetivos militares. El realizador logra hábilmente instalar la problemática en el espectador como para que éste tome una posición frente al tema, agregándole subrepticiamente un mensaje sobre el egoísmo y la corruptibilidad del razonamiento cuando lo individual le gana la pulseada a lo colectivo. Con elementos narrativos experimentados en las dos últimas producciones de Kathryn Bigelow, y algo de “Francotirador” (Clint Eastwood, 2014) en cuanto a la ausencia en cumplimiento del deber, ésta producción logra el objetivo de interpelar a la platea sobre varios temas con el cine bien realizado como herramienta principal.
Parece mentira pero éste estreno tiene tres “comienzos”, lo cual ya de por sí plantea algo distinto. En el primero, una hermosa muchacha curvilínea pone un disco, camina semidesnuda por la casa. La vemos alejarse de la cámara mientras se contorsiona al ritmo, llega a su dormitorio se arrodilla al lado de la cama toma algo duro, negro y rígido y se lo lleva a la boca. Acto seguido, se pega un tiro y se suicida. Ese shock funciona a la perfección para el enganche. Es sencillo y efectivo. El segundo comienzo se presenta como una suerte de extracto de “Sucesos Argentinos” que describe la historia del Asilo Exeter, que nació para contener a chicos con retrasos mentales y otras patologías, pero luego se fue superpoblando, a los chicos se los maltrataba, les daban electro shock, los mataban y luego los enterraban en un cementerio a la vista. El propio noticiero se encarga de avisarnos que “se rumorea que las almas en pena de las víctimas rondan por los pasillos de este Asilo que terminó incendiándose y clausurado en los ‘70”. En el siguiente segmento da comienzo, por fin, “Exorcismo”. El padre Conway (Stephern Lang), a cargo de la iglesia local, anda con ganas de remodelar el lugar de apoco y convertirlo en algo útil a la sociedad. La idea es avanzar con la ayuda de Patrick (Kelly Blatz), un adolescente que anda con la testosterona por las nubes, al igual que sus amigos quienes, al enterarse de la existencia del lugar, la lejanía de los vecinos, y la consiguiente ausencia de la policía, deciden tirar la casa por la ventana y organizar una fiesta nocturna con rock and roll a todo volumen, alcohol de todas las graduaciones posibles, y drogas de todos los colores y efectos posibles. Se van al carajo con la reunioncita, al término de la cual quedan los que más aguante tuvieron durante toda la noche. Knowles (Nick Nicotera), Brad (Brett Dier) y su chica de turno Amber (Gage Golightly), Drew (Nick Nordelia), el propio Patrick con su hermano Rory (Michael Ormsby) y una chica que conoció en medio del toletole, Reign (Brittany Curran). La banda sigue bajo los efectos de lo consumido, pero la charla deriva en contar lo que pasó en el lugar décadas atrás y por alguna razón terminan queriendo hacer levitar a Rory mediante un ritual satánico. El diablo no se hace esperar. “Exorcismo” tiene la saludable auto conciencia de saberse un homenaje al cine de terror de los ochenta, con una clara referencia a la brillante “¡Qué no se entere mamá!” (1987), pero, en lugar de vampiros, con posesiones diabólicas. El parentesco entre ambas se da, más allá de los casi treinta años que las separan, en la complicidad para entenderlas como una lectura frente a una adolescencia que le abre la puerta a los excesos. Está claro que el argumento de éste estreno pasa por otro lado. Aparece el humor. Varias veces, y de manera muy efectiva, cuando se juegan situaciones insólitas con atropellos o las maneras torpes en las que se dan algunas muertes. El director Marcus Nispel, otrora responsable de relanzamientos como “Martes 13” (2009), o “La masacre de Texas” (2003), hace su película mejor balanceada en términos de suspenso, sobresaltos (¿hasta cuándo los ruidos fuertes?), un gran manejo del humor en situaciones extremas (“el monstruo escribió en el techo con sangre, no tiene problemas de comunicación”, dice alguien en un momento), y fundamentalmente una buena capacidad de lectura de la juventud contemporánea porque, en definitiva, todo este incordio es producto de decisiones afectadas por los excesos. El elenco está realmente muy bien incluido, un tétrico y rígido Stephen Lang que sabe de este oficio y con dos o tres apariciones le alcanza. Todo el trabajo artesanal de efectos especiales tiene su momento de brillo junto a la dirección de fotografía que logra hacer de la locación un personaje más. “Exorcismo” tiene los buenos elementos del género y ese ADN ochentoso con aire naif que se mezcla notoriamente con los códigos de esta época. Punto a favor para el terror.