Soy yo. Evidentemente soy yo el que está provocando todo esto con una energía extraña. El año pasado, al término de “La profecía del 11-11-11” sostenía que 2011 para el género del terror era insalvable. Claro, cuando uno está resignado a una sentencia como esa no queda otra que juntar fuerzas, inspirar profundamente contando hasta diez, y poner todas las expectativas y esperanzas en el año siguiente. Por otro lado, ya tenía instalada la idea de que no podía ser peor. Empezó el 2012, y ahí estaba, filosa desde el afiche la mandíbula más terrorífica de la historia del cine. Agresiva, amenazando con repetir la fórmula por centésima vez, provocando que los bostezos sean iguales, o más grandes, que la apertura bucal del escualo en cuestión. Para el terror el 2012 arrancó con “Terror en lo profundo”, una de tiburones con un argumento que no resiste ni el primer minuto de análisis, desde que vemos a un tiburón y una rubia estableciendo el cuadro de situación. Con el infaltable plano subjetivo ella es acechada, mordida, sacudida y desangrada, en una escena calcada de la de Spielberg (“Tiburón”,1975), excepto porque es de día y porque en un signo de originalidad los guionistas decidieron sacar al dientudo de su hábitat natural y meterlo en un lago. O sea, en agua dulce, porque un animal así atacando en una playa es muy trillado ¿Se da cuenta? Si empezamos desde ese disparate imagínese lo que es después. Nobleza obliga, consulté al Club Pescadores de Buenos Aires donde me confirmaron que si bien son muy, muy remotas, las posibilidades, puede que algún tiburón se adentre en aguas dulces conectadas con el mar. Claro que en el lago en cuestión habitan 46 ejemplares, incluso de las especies más sofisticadas. La presentación de los personajes en este género es lo suficientemente repetida como para pertenecer a cualquiera de la saga “Scream” (1996-2011) e incluso la de “American Pie” (2001-2007). Seis o siete guiños al lunfardo de ahora, diálogos superfluos para trazar bocetos de personalidad, y un vértigo de montaje entre uno y otro como para que no haya tiempo de preguntarse si todos dan la edad que se quiere aparentar. De todos modos está el par de nerds, las tres chicas lindas, el novio atlético, pero buen tipo, y el carilindo que se quieren transar a todas. En cualquier producción estadounidense pensada para adolescentes una mitad sería incompatible con la otra, pero en este caso no. Los seis compañeros de facultad (si me permite prefiero no dar los nombres de los actores para evitar comentarios tan sanguinarios como la película) parte con destino al lago en cuestión, a pasar un par de días de festichola en la casa de una de las integrantes del grupo. En el camino aparecen dos hombres con cara de pocos amigos. Uno de ellos fue novio de la dueña de casa, pero bien no le fue porque tiene una mordida marcada en el pómulo. Igual cuando siguen adelante, nadie le pregunta cosas como: “che ¿Qué le pasó a tu ex?”. También aparece el alguacil más inverosímil de la historia del cine. Estamos en el sur de Estados Unidos, así que ya sabemos que el primero del grupo en ser atacado es el negro, por más atlético y buen tipo que sea permanecerá el resto de lo que le queda de su participación en la historia con un brazo menos, gentileza de un de los escualos nada amable con el turista. La justificación de la presencia de animales marinos de agua salada en ese lugar se develará a mitad de la narración, lo que se supone es la vuelta de tuerca del guión. Para entonces, la cantidad de diálogos risibles, malas actuaciones, y situaciones inverosímiles serán tantas que todo esto caerá como un bálsamo de originalidad. Hasta el chiste sobre la película “La marcha de los pingüinos” (2005) tiene timing de stand up. Desde el minuto 40, cuando todos los personajes saben que hay un tiburón enorme hambriento de carne humana, los guionistas se las arreglan igual para meterlos dentro del agua. Si están fuera de ella no importa, porque todas las especies de tiburones saltan fuera del agua mejor que Flipper, y persiguen a botes y a motos de agua más rápido que Steve McQueen. El culpable de esta producción son tres guionistas y el realizador David R. Ellis, director que tiene como antecedente las dos primeras partes de la saga “Destino Final” (2000/2003 - 2011), lo cual pone en evidencia que es un hombre capaz de manejar originalidad con buena mano para el género. Se ve que está empeñado en descender con su carrera tan “profundo” como le sea posible.
Meticulosa realización con ajustada trama, excelente elenco y brillante técnica Es así. Somos así. Los que amamos el cine no podemos estar tranquilos esperando. Una tarea tan gratificante como sentarse en la butaca de un cine se podría leer desde el punto de vista físico como una actividad sedentaria. Sin embargo hay muchas otras cosas desde el funcionamiento del cuerpo humano que se mueven alrededor de la percepción del arte. Suena raro esto que digo para el afuera, pero créame que hay mucho movimiento en la pasión por ver. Ya sé. Usted está imaginando que cuando me siento en el cine empiezo a moverme como Messi. Bueno, no. La cosa pasa por otro lado. Al punto que voy es que “Las canciones de amor” va a cumplir cinco (5) años desde que fue concebida. La ansiedad hace que la haya visto hace cuatro en algún DVD que rescaté por ahí, por eso la pregunta que está dando vueltas en mi cabeza es: ¿qué posibilidades de éxito comercial tendrá si hay muchos inquietos como yo? Si es por el contenido, ya le digo que vale la pena. Comencemos por recordar y entender algo fundamental. El cine musical es un género complejo de realizar porque el espectador debe saber que todo, o casi todo lo que los personajes dicen, sienten y piensan, será cantado o recitado al compás de la música. Es una convención que de no aceptarse es inútil perder tiempo en la butaca. Por supuesto que sin actores bien dotados técnicamente, en lo físico y en lo vocal, para hacer creíble las situaciones un musical estaría condenado al ridículo. Con poco más de diez canciones que giran en torno a dos o tres melodías, “Las canciones de amor” es una obra dividida fundamentalmente en tres actos para tocar distintos temas, como el nacimiento del amor, la finalización de una pareja por desgaste, el dolor por la pérdida, transitar los duelos y las relaciones entre personas del mismo sexo; entre otros menores. Los personajes funcionales a sostener la propuesta son principalmente tres. Ismael (Louis Garrel) y Julie (Ludivine Sagnier), quienes conforman una pareja que intenta reflotar la relación incorporando a Alice (Clothilde Hesme), tanto en lo cotidiano como en la intimidad. En desmedro de la intención original, los celos comienzan a tirar el plan por la borda. Sin embargo es un hecho trágico lo que por su impacto sirve como disparador para que los tres dividan sus caminos hacia otros horizontes. Sobre todo Ismael, que poco a poco va profundizando su dolor mientras en su vida comienza a aparecer el amor nuevamente. La realización de Christophe Honoré cumple con todas las convenciones y demuestra un trabajo de dirección meticuloso y notable en todos los rubros, comenzando por la interpretación de un elenco excelente (Ludivine Sagnier está un escalón más arriba), siguiendo por la banda de sonido, item insoslayable en este caso por la importancia que tiene, y finalizando con una compaginación brillante en concordancia con la idea del director. En todo caso, hasta se da cierto lujo al citar implícitamente su admiración por la nouvelle vague y alguna referencia al musical de Hollywood. Las canciones de amor funcionan bien y se escucha mejor.
En la historia del cine Hollywood debe ser la industria que más veces ha puesto el ojo en los deportes populares y las historias tejidas alrededor de ellos. Un ejercicio de identidad notable no sólo porque ayuda a arraigar algunos valores importantes como el espíritu de equipo, la fe en uno mismo, la humildad, etc, sino también porque en el baseball, futbol americano, hockey sobre hielo, basketball e incluso en el boxeo se pueden encontrar fácilmente historias para dibujar a la perfección el Sueño Americano en la “tierra de los libres y el hogar de los valientes”, como dice el himno yanqui. Cada deporte tiene sus representantes fílmicos y, como todo, hay cosas bien hechas y otras mal hechas. Como muestra del primer ejemplo tenemos películas muy bien contadas y actuadas como “Ganadores” (1986) y “Los blancos no la saben meter” (1992) en basket; “La bella y el campeón” (1989) y “El campo de los sueños” (1991) en baseball; y aquella “Golpe bajo” (1974) de Robert Aldrich, con un joven Burt Reynolds, en fútbol americano. Ni que hablar de “Rocky” (1976) o “El toro salvaje” (1980). Sí. El deporte en Hollywood siempre ha sido un buen vehículo para contar historias y de paso bajar línea. Saliéndose completamente de este esquema se estrena “El juego de la fortuna” (Moneyball) con un bagaje de elogios a cuestas, incluyendo una supuesta consagratoria actuación de Brad Pitt. “El juego de la fortuna” emplaza su relato en la historia reciente, específicamente en la temporada de baseball 2002. Billy Beane (Brad Pitt) es el manager de los Oakland Athletics (de acá en adelante los A's), el equipo más chico (en términos de presupuestos de las grandes ligas) que logra llegar a la final de la serie mundial para perderla contra los New York Yanquees. Es como si fuera la final de la Copa Libertadores fuera entre Boca y Sacachispas. Terminada la competencia, el equipo de los A's sufre el éxodo de varios de sus jugadores claves y Billy se ve en la difícil tarea de seleccionar jugadores para reemplazarlos. En esa circunstancia conoce a Peter Brand (Jonah Hill), un nerd que jamás jugó al baseball (ni deporte alguno), egresado de Yale y fanático de las estadísticas con un estudio minucioso de las últimas diez temporadas. Billy decide incorporarlo a su equipo de asesores por pura intuición, lo cual suena contradictorio pero es, en definitiva, el nudo-eje a partir del cual se propone instalar todo el andamiaje narrativo. Corazonada contrapuesta a los fríos números. Basado en esos porcentajes, Billy selecciona jugadores que ya están de vuelta en sus carreras, pero que todavía ostentan “algo” en sus performances que los hace útiles, traducible en armar un equipo con “dos mangos con cincuenta”. Todo esto que le cuento (y que se ve en el trailer) es justamente el problema que afronta la producción. Ninguno de los amagues de conflictos logran despegar: la mencionada confrontación de criterios: las peleas internas de los hombres del club con más experiencia ante el aporte de un novato con una laptop; la deshumanización del discurso a la hora de desafectar miembros del equipo; o el entrenador del equipo, Art Howe (Phillip Seymour Hoffman) quien durante un breve minuto parece ofrecer resistencia a la nueva idea, pero le dura un suspiro (literalmente); incluso la hija de Billy, separado de su mujer (Robin Wright) no plantea dificultades. La obra se instala entonces en una tesitura lineal en donde hasta el deporte en sí mismo no genera nada emocionante (salvo conocer un nuevo récord que queda en mera anécdota, irónicamente estadística). El realizador Bennet Miller volvió a unirse al compaginador Christopher Tellefsen después de “Capote” (2005), pero ninguno de los dos entendió que el ritmo narrativo de este guión de Aaron Sorkin (“Red social”, 2009) y Steven Zaillian (“Pandillas de Nueva York”, 2002) demandaba una dinámica distinta. Cada vez que parece acelerar, las escenas de dramatismo en el juego son mechadas con imágenes reales de público y jugadores de aquella hazaña deportiva, y si bien se repite en diálogos el concepto de un equipo chico compitiendo contra grandes ello no está debidamente subrayado con imágenes. A lo mejor en los Estados Unidos esta historia pegó distinto en la gente; pero está demasiado arraigada a la cultura local como para desplegar interés en otro público. “El juego de la fortuna” logra deliberadamente aislarse de la pasión por el juego y de cualquier otra cosa. Queda una excelente banda de sonido de Mychael Danna (vaticino una candidatura al Oscar por este trabajo) y una actuación muy interesante de Jonah Hill. En cuanto a si se trata de una actuación superlativa de Brad Pitt, créame que los pocos minutos que aparece en “El árbol de la vida” (2011) son mucho más enriquecedores en todo sentido.
Si hubo un punto a favor para el cine argentino este año, de esos que suman, sin dudas es gracias al género documental. En términos generales las propuestas fueron variadas, interesantes y bien realizadas, como es el caso de “Judíos por elección” de Matilde Michanie. La realizadora encaró su propia investigación partiendo de una pregunta básica: ¿Cómo es ser judío en la Argentina? La respuesta no es lo que se ve en el documental; pero se percibe como el colchón fundamental en el cual descansa el interrogante mayor ¿Qué pasa si alguien quiere convertirse al judaísmo? Desde el momento en el que los entrevistados comienzan a prestar su testimonio, vamos conociendo las inquietudes que el film plantea con mucha sencillez. Tanto argentinos como un matrimonio peruano relatan el momento de sus vidas que los llevó a replantearse la necesidad de encontrar otro tipo de respuestas espirituales, hasta tomar conocimiento de la religión en cuestión. Todos son movilizados por distintas razones, si bien la decisión está tomada desde un lugar muy profundo, para convertirse y ser aceptado como judío el proceso no es tan sencillo como una podría suponer. El documental de Michanié aporta las palabras calificadas que pondrán echar luz sobre algo tan complejo. El costado ortodoxo del judaísmo no acepta las conversiones que no se hayan realizado en Israel, en cambio el costado que podríamos definir como “reformista”, sí acepta estas conversiones. Uno podría decir entonces la cosa tiene solución, pero la inteligente compaginación de las entrevistas logran poner al espectador en un brete, ninguno de los entrevistados deja de observar: “si voy a Israel... para ellos no seré judío” A los cuarenta minutos de proyección surge un punto clave, planteado justo antes que los encuadres de los entrevistados se tornen monótonos, Se trata de la referencia histórica que recuerda que en 1920 fue aprobada una iniciativa de los rabinos Dabah y Colman que prohibía en la Argentina la conversión al judaísmo “por toda la eternidad”, cuyo objetivo era evitar la "mezcla" entre judíos y no judíos, como forma de solucionar el problema que se estaba pergeñando en ese tiempo entre gente judía y no judía. También es el momento para comprender hacia donde nos va a llevar la realizadora con su idea, y la buena mano que se puede tener para manejar un puñado de entrevistas, divididas por citas bíblicas, lo que permite sostener el interés constantemente. Es verdad que “Judíos por elección” también tiene momentos en los que es muy fina la línea entre el planteo original y un folleto, pero justamente el ir a fondo con la propuesta es lo que coloca esta obra dentro del grupo de buenos documentales nacionales del año.
Durante el año se estrenó una película interesante, bien planteada y, sobre todo, bien actuada, sobre la desintegración de una pareja: “Blue Valentine”. Siguiendo los vicios de ex empleado de video club, en la época en la que era realmente un oficio, si usted entraba y preguntaba por “La última noche” seguramente le hubiera dicho “es tipo Blue Valentine pero...” Digamos que tiene bien lograda esa constante atmósfera de hastío mientras se desarrollan los hechos que desembocan en las actitudes de cada personaje. El tema es la fidelidad en desmedro del deseo, y el guión de Massy Tajdein, quién debuta como directora, se encarga de ponerla a prueba siguiendo a Michael Reed (Sam Wothington), a punto de irse de viaje de negocios con Laura, una compañera de trabajo (Eva Mendes), y a su esposa Johanna Reed (Kiera Knightley), quién se queda en casa para seguir escribiendo su libro aunque se encontrará con Andy (Anson Mount), un amor del pasado que le mueve el piso. El conflicto se plantea en dos frases antes que la pareja se dirija a un cóctel que la empresa de Michael tiene organizado para esa noche, con una escena en la que Johanna encara a su esposo y le afirma con cierta vehemencia que está segura de la atracción que éste siente por Laura. Michael niega rotundamente las acusaciones, pero algo hay en esas pequeñas pausas que inducen a plantear la duda. Es aquí donde la realizadora deja vislumbrar que toda posibilidad de hacer creíble su historia dependerá de un buen elenco, como se da en este caso. La cámara se hace cómplice de la gestualidad de los intérpretes y los encuadres logran la versatilidad necesaria, especialmente cuando se trata de primeros planos. Una vez planteada la situación de sospecha (e indicios de confirmación en la fiesta) el viaje de Michael tiene lugar, y la fidelidad de ambos soportará una prueba constante. Aquí es donde la película se diferencia de la que usé para hacer referencia porque “La última noche” cae en la trampa de juzgar a sus personajes en ese montaje paralelo propuesto para contar lo que le va pasando a cada uno. El marido trata de evitar como puede los avances de Laura, quien deja muy clarito que quiere sexo. Johanna no la pasa mejor en el encuentro con su ex por quién siempre sintió una pasión especial, porque además siente la culpa de estar pensando en hacer lo mismo que le criticó a su marido. Al caer en esta trampa la obra se codea por momentos con el melodrama de telenovela y pierde algo de credibilidad. Es verdad que trata de volver a su propuesta original y nunca pierde la estética bien lograda con la fotografía y la música; pero para entonces el espectador tiene bajado el mensaje de qué y cómo tiene que pensar. Si usted no cae en lo mismo verá una producción llevadera, más allá de sus falencias, y bien actuada.
Lo que faltaba. Asistir a un desfile de estrellas de Hollywood como excusa para vender cremas para la piel. Ahora que se acerca 2012, y esta próxima la profecía Maya sobre el fin del mundo, el cine comercial de Hollywood parece querer adelantarse un poco al evento así el mundo tiene algo menos por “finalizar” cuando llegue el momento. Históricamente el cine estadounidense ha convocado verdaderas selecciones de actores y actrices para armar un superelenco al servicio de una historia. UNA historia. Cuando tanta gente pasa por adelante de la cámara algo tienen que hacer, y dentro de lo posible algo más elaborado que mandarle saludos a la mamá, y cosas por el estilo. La solución que se le ocurrió a la flojísima guionista Katherine Fugate es hacer subtramas que, al no tener una historia que apoyar, quedan como piezas aisladas de un rompecabezas. El veterano Garry Marshall insiste con la comedia superficial y romántica que lo llevó a hacer un híbrido parecido con “Día de los enamorados” (2010). Hablar de personajes sería una pérdida de tiempo. Digamos que Michelle Pfeiffer tiene que ir a una fiesta y Zac Efron la ayuda; en tanto Hillary Swank es la encargada de la transmisión del tradicional descenso de la bola de luces en Times Square, en espera que Bon Jovi cante en ese ámbito, pero él anda distraído con otra cosa. Roberto de Niro agoniza y quiere salir un rato a ver los fuegos de artificio, pero tiene a Hale Berry de enfermera estricta. Jessica Biel anda obsesionada con parir el primer bebé del año en competencia con otra mujer (acaso la más ridícula de todas las historias). Sarah Jessica Parker anda sobreprotegiendo a su hija (esta sección tiene un vínculo bien logrado entre las dos actrices), en tanto Aston Kutcher queda atrapado en un ascensor con Lea Michele (de la serie “Glee”). Mezclados entre los extras está el resto de los artistas, cada uno con su correspondiente cameo, por ejemplo James Belushi, Cary Elwes, Yeardley Smith y un sinfín de nombres que se seuman a otra enorme cantidad de extras, entre los que aparentemente está muy de moda usar horribles sombreritos de una conocida marca de cosméticos. Lo único que tienen estas pequeñas historias es la ciudad de Nueva York como marco para la celebración del inicio de un nuevo año. Para el realizador de “Frankie y Johnnie” (1991) es suficiente, así que no pretenda un armado correcto de la trama, ni un diseño medianamente razonable de los personajes, ni nada que se parezca a la coherencia. Por suerte para año nuevo va a ser el espectador el que tenga una posición más amable con esa cantidad de artistas. Por sí misma la producción es un barco que se hunde inevitablemente. Música y compaginación hacen lo que pueden para sostener la propuesta que, por supuesto, ya se puede imaginar como termina, ¿no? Algo le debe haber pasado al fotógrafo Charles Minsky porque utiliza en forma excesiva los colores oscuros, empezando por el azul. Aquellos que consideren a “Día de los enamorados” como una buena película van a disfrutar de esta realización. Los demás deberán buscar en otro lado.
Una pareja, Roberta (Roberta Palombini) y Jorge (Jorge Machado), se separa luego de una relación muy intensa que dejó buenos momentos, mucha pasión y un hijo Natan (Natan Machado Palombini). Jorge, que tiene sus raíces en el pueblo Maya, lo pasará a buscar para llevarlo de viaje a un lugar de la costa mexicana. Esto que sucede en los primeros cinco minutos de “Alamar” oficia de simple presentación, para luego adentrarse en lo que aparentemente le importa al realizador, la relación que se construye entre padre e hijo antes de que éste último emprenda el camino de regreso a Roma, lugar donde Roberta ha decidido radicarse post separación y de donde es oriunda. Todo, desde la dirección de arte a la compaginación, desde la fotografía a los encuadres (sobre todo los planos generales de Banco Torrico donde tiene lugar la acción), tiene un formato netamente televisivo, independientemente de abordar la relación entre Natan y Jorge como si fuera un documental. Los diálogos son circunstanciales, simplemente porque no están guionados. Es como si el director hubiera decidido estar más próximo a un reality show que al cine. El padre lleva a su hijo lejos del mundanal ruido para mostrarle su forma de vida. Vemos a ambos yendo a pescar (langostas, peces, etc), bucear en la zona de corales, cocinar, conectarse con la naturaleza, etc. Todas las actividades que se desarrollan van construyendo un vínculo que se da de forma muy natural dado que los protagonistas hacen de ellos mismos. En este sentido se produce una ambigüedad: por un lado, el realizador no toma riesgo alguno al encarar el proyecto en ficción en pleno o en documental puro, pero por otro, logra lo que se propone, es decir presentar y describir los lazos afectivos desde una visión simple y lineal. Escenas en las que el padre le enseña a sacar las escamas a un pez, hacer un estofado, o aprender a respirar para ver la vida debajo del agua, son pequeños destellos que ayudan al espectador a entender rápidamente como funciona la dinámica de la propuesta. “Alamar” no tiene más pretensiones que eso, y logra su objetivo. Básicamente no hay nada para reprochar. Eso sí, en lo particular, prefiero pensar que el cine trata de algo más que de una experimentación por la experimentación en sí misma. En este aspecto la obra resulta más cercana a alguna emisión del Discovery Channel que del lenguaje cinematográfico.
Cálido mensaje navideño a partir de un imaginario árbol genealógico de Santa Claus Cuando viene llegando la época de navidad, los que hace rato peinamos butacas sabemos de la avidez de Hollywood por explotar la fecha con la mayor cantidad de productos alusivos posibles, entre los cuales están las películas alegóricas al hombre del trineo que reparte regalos a los chicos de todo el mundo, a sola condición de haberse portado bien. Ya es incontable la cantidad de producciones que se han realizado sobre este tema, por ende cierto respetuoso escepticismo es normal. Dos cosas están desde hace años instaladas en el inconsciente colectivo de los espectadores del mundo. Si es una producción estadounidense sobre la navidad que incluye a Papá Noel reúne dos requisitos excluyentes: ponderar el inmaculado espíritu navideño y terminar bien. Respetando esta base habrá que ver como arreglárselas para ser original, mi amigo, porque hasta las oscuras “El Grinch” (2000) y “El Extraño Mundo de Jack” (2005) cumplían los dos preceptos con creces. ¿Cómo recibir “Operación regalo” entonces? Bien. Muy bien. Porque los guionistas Peter Baynham y Sarah Smith se tomaron el trabajo de escribir hasta reinventar (aunque sea un poco) el cuento que conocemos todos, meterse dentro de la familia de Santa Claus humanizarla, y dejar el mensaje navideño desde el pintoresco árbol genealógico que imaginaron. Desde el punto de vista de las relaciones, la familia Claus (o Noel, o todos los etcéteras, según la región del mundo) no pasa por un buen momento. La “cámara” recorre un pasillo con retratos del linaje mostrando a los grandes gestores de mañanas felices en todos los chicos del planeta. A medida que el recorrido avanza se aprecia en los cuadros cierto deterioro en la impronta de cada cogeneración, hasta llegar a la actualidad con un Papá Noel que denota cierta actitud de desidia, con dos hijos: Arthur y Steve. El primero, un soñador torpe y enclenque, envuelto en la maroma de cartas escritas por los niños del planeta, dispuesto a responder una por una reivindicando la leyenda. El otro, es mucho más expeditivo, totalmente globalizado, ideológica y tecnológicamente hablando. Steve piensa la navidad como misiones que conjugan empresa y acción militar para entregar los regalos, aún si esto implique algún daño colateral como olvidar una entrega. En el margen de error menor a X, reside el éxito navideño. Momento de establecer el sano conflicto. Un accidente en la operación nocturna deja a una niña sin regalo, lo cual dispara el enfrentamiento ideológico entre hermanos. Steve piensa que se puede compensar con un delivery tardío (pero sin magia) del presente navideño. Para Arthur es inadmisible que un niño despierte un 25 de diciembre sin recibir nada. Mientras tanto, Papá Noel se debate entre lo senil y lo moderno, sin entender demasiado. El único que parece tenerla clara es el “Abuelo Noel”, quién a pesar de su avanzada edad tiende a seguir respetando la tradición; de modo que la cuestión se trata de cumplir con la niña yendo a contra reloj (a dos horas del amanecer). Todo es atemperado por la Señora de Noel, quién parece tener el alma más noble de todas al darle el lugar a cada uno, y en claro que su marido es quién debe decidir cuál de sus hijos vestirá el traje de ahora en adelante. El realizador con inteligencia desarrolla una aventura realmente entretenida para que el regalo olvidado llegue a destino, tratando de anteponer lo artesanal de la navidad por sobre la vorágine tecnológica que envuelve al planeta Tierra por estos días. Los guionistas no dejaron nada al azar, por eso la historia transita con mucho humor esta comparación de épocas y generaciones, permitiéndose momentos de juegos de comedia realmente logrados. ”Operación regalo” funciona como una producción para toda la familia que no se queda en lo anecdótico, sino que deja un lugar a la reflexión. Parar un poco la pelota a fin de ver realmente cuáles son los valores de mantener la fantasía por el tiempo que sea necesario. Los personajes logran una credibilidad notable gracias a los excelentes trabajos del doblaje (en lo que concierne al estreno en la Argentina), y una edición vertiginosa de John Carnochan y James Cooper, quienes se toman su tiempo cuando el guión demanda pausas necesarias para construir la relación entre los integrantes de la familia Claus. Una realización ideal para llevar a los chicos, sobre todo si surgen preguntas que alimentan la leyenda. Es lindo como padres poder contribuir a esta complicidad por un rato. Déjese llevar. Ríase con ganas. La infancia no es la misma sin Papá Noel, y esta película aporta mucho en ese sentido.
Estimo que debí haber supuesto lo que sucedería con esta producción. Venía ilusionado con la idea pero, como suele suceden en Hollywood, algunas propuestas están bien planteadas y son interesantes en su discurso; aunque luego en su continuidad se vayan desdibujando, para culminar desteñidas a raíz de la participación de ser muchas manos en el plato las que han tomando decisiones con la cabeza puesta en la boletería y no en la obra. Plantea una realidad alternativa con vistas a un futuro en el que la genética ha logrado detener el envejecimiento del ser humano a los 25 años. Luego a todos nos queda un año más de vida, de manera tal que lo más importante de nuestra existencia es el tiempo. La gente ya no comercia con dinero, ni oro, ni petróleo. Todos tienen un reloj digital tatuado en el antebrazo que cuenta en forma regresiva el tiempo remanente de vida que le queda. Cuando este se acaba, viene el infarto y uno queda fulminado sin remedio, salvo que alguien le done parte de su tiempo, y sin que a nadie parezca importarle demasiado. El trabajo se cobra con tiempo (que se suma en el antebrazo), en tanto la comida, el colectivo, el subte y demás se deduce del que le va quedando a cada individuo Para ello existen aparatos lectores, tipo caja de supermercado. O sea, la vida transcurre contra reloj y la sociedad está dividida en los que tienen tiempo para vivir ciento de años (la clase alta), y los que apenas llegan al fin del día (la clase trabajadora). Por cierto, en esta narración la clase media no existe, pero sí grupos marginales que se dedican a robar tiempo, lo cual ya es una bajada de línea. Asistimos, señores, a una versión sobre la muerte del capitalismo y de las ideologías en general. Will Salas (Justin Timberlake) trabaja en una fábrica y vive con su madre. Una noche cualquiera un hombre de clase alta está en el bar del gueto gastando su tiempo delante de todos los parroquianos. Evidentemente busca problemas, y los ladrones no se hacen esperar. Will sale en su ayuda. Logran escapar y Will escucha al yuppie confesarle su deseo de no vivir más. Ambos beben, Will se emborracha y el extraño personaje se suicida, transfiriéndole previamente al protagonista las millones de horas de la que era portador. Imagínese que para Will, con tanto tiempo disponible, quedarse donde vive resulta peligroso, por lo tanto resuelve ir escalando posiciones, superando barreras utilizando el tiempo heredado para cruzar fronteras, hasta incorporarse a la clase alta y comenzar a circular por ella. “El precio del mañana” comete dos errores a partir de este momento narrativo: primero, redundar sobre la idea del tiempo sobre-explicando el concepto; y segundo, transforma el relato en un juego del gato y el ratón en lugar de profundizar la propuesta. Como resultado termina por resultar una producción de acción, y como tal no aporta absolutamente nada nuevo al género, a no ser por una buena banda de sonido y una dirección de arte que transmite muy bien la atmósfera de frialdad e indiferencia en este mundo futuro que se quiere mostrar. El elenco cumple, nada más. Es evidente la intención de tener a Timberlake como la única estrella, por eso el resto está sólo operan para apuntalarlo a él. En definitiva, como discurso deja de funcionar a los 15 minutos, y como aventura es apenas una más del montón. Poco. Muy poco.
A la comedia estadounidense no le fue tan mal en 2011 respecto de otros género, por ejemplo el de terror; sino estaríamos ante una suerte de debacle, aunque debo reconocer que soy siendo bastante complaciente. Será porque estamos en épocas navideñas y a uno se le da por reglar cosas. Por ejemplo la reflexión que acabo de hacer. Es curiosa la carrera de Sarah Jessica Parker. A principios de los '90 ofrecía un matiz de frescura en algún personaje, como aquella chica despojada de tabúes en la comedia “L.A. Story” allá por el año 1990. Luego pegó ese rol fundamental en una serie (fundamental) como “Sex and the city” (1998-2004), y sus secuelas cinematográficas “Sex and the city. La película” (2004) y “Sexy en Nueva Yotk” (2010). Evidentemente, la guionista de “¿Cómo lo hace?”, Aline Brosh McKenna, vio todas las temporadas de la serie y no se le ocurrió mejor (peor) idea que tomar ese personaje y despojarlo de todo signo de inteligencia para convertirlo en este híbrido del género femenino. Al principio hay una especie de amague con ir por el lado de la impronta de Carrie Bradshaw (el personaje de la actriz en la serie mencionada) con una escena de ella y su marido en la cama. Él duerme en tanto ella reflexiona: “mientras ellos están tranquilos, nosotras hacemos una lista de cosas para hacer al otro día” Entonces asistimos a una serie de pensamientos en off de la protagonista con todo lo que tiene por hacer. Descubrimos entonces la versión de la mujer moderna, casada, con dos hijos, y trabajadora. Los conflictos de Kate pasan, por ejemplo, por cómo hacer una torta para una feria escolar de su hija, mucho más rica y vistosa que la de otra mamá a la que le tiene una evidente envidia. La actriz mira a cámara (cámara subgetiva) para explicarlo, o sea que le habla directamente al espectador. Un buen recurso que en este caso está mal utilizado, porque la línea de diálogo que tiene la actriz dibuja un personaje con el razonamiento de una adolescente en tanto se trata de una mujer cercana a los 40 años. El guión se ocupa de endilgarle a Kate tantas actividades como sea posible, subrayándolas con personajes que a cada rato afirman: “Me pregunto cómo lo hace”. El problema que atenta contra la credibilidad del personaje durante toda la historia no es de la actriz, sino del realizador. Ha dibujado una mujer de 40 años por la forma de hablar, los gestos, y el razonamiento de una adolescente de 16. El marido (Greg Kinnear) tiene más paciencia que Jacinta Pichimahuida. Él también trabaja, pero parece que se las arregla para dedicar tiempo a los chicos y darle a las cosas la importancia que tienen. Pero aún con las apariciones del actor, la obra se va cayendo dentro de su propia propuesta y resulta aburrida. Hasta la banda de sonora está plagada de sonidos comunes que tampoco ayuda a que los momentos de humor levanten el ánimo. Por último, supongamos que el target de público al que está dirigida la producción son las mujeres modernas ocupadas con mil cosas a la vez, estimo que probablemente no tengan tiempo ir al cine a verla.