Como ya lo hemos dicho varias veces, el mundo comercial en el género de la animación está dominado comercialmente por Disney, Pixar (Tambien de Disney), Blue Sky, y Dreamworks, en ese orden podríamos decir, aunque con los Minions, Universal puede tranquilamente pelear ese cuarto puesto. Al tener esta supremacía también se erigen, por carácter transitivo, en dominadores de la estética hacia la cual los chicos se sienten atraídos de manera tal que es bastante difícil competir en el mercado si no se respeta esa tendencia. Una realidad lamentable pues se supone que justamente el mundo de la animación hace expansiva la imaginación, o al menos debería poder hacerlo, sin miedos para jugar formas, colores, texturas y dimensiones. Así entran entonces los estudios menores que quieren “parecerse” a los de vanguardia. Un escenario así solamente puede discutirse con una herramienta fundamental: el guión. Si una historia no tiene la profundidad de las del estudio de “Toy story” (1995), es inútil forzarla a que lo sea porque se nota. Se ve la hilacha y de alguna manera pierde espontaneidad. “Norm y los invencibles” se inscribe en esta última idea, pero una decisión (tomada desde el principio) la lleva airosa hasta el final: dejar claro que el mensaje será ecológico y aferrarse a ello con uñas y dientes. En suma, se trata de Norm, un oso polar que toma como misión personal evitar que un inescrupuloso millonario del negocio de bienes raíces tome posesión de los terrenos nórdicos para explotarlos con la construcción de exclusivas casas modernas. Norm sale de su hábitat a la gran ciudad justamente para impedir que esto ocurra. La “cáscara” del cuento será una suerte de aventura, por momentos emparentada con Misión Imposible, y un costado cómico que tendrá a Norm casi involuntariamente metido a hacer un casting para convertirse en el “actor” o la cara visible del proyecto, es decir, inflitrarse para desenmascarar la corrupción. El personaje estará acompañado por tres (¿topos?) con la impronta de los pingüinos de “Madagascar”(2005), cruzados con los Minions de “Mi villano favorito” (2010), o sea torpes, pero determinados a cumplir su cometido. También habrá algún aliado más por la causa, pero esto ya viene de yapa. “Norm y los invencibles” sabrá conquistar su público a fuerza de cierta desfachatez, muchos gags, algunos bien elaborados, otros más físicos, pero en definitiva compaginados de manera vertiginosa y efectiva. Aquí no se inventa la pólvora y la película goza de esa autoconciencia como para no desentonar con la idea de la cual hablábamos al principio. En especial por ese mensaje de proteger el hogar y el planeta. Nada de ir a criticar el sistema económico que permite que esto sea posible ¿eh?. Ante todo la corrección política si en definitiva éste estreno no pretende otra cosa que entretener. Por eso. Hasta ahí llega nomás.
Es tan azarosa la distribución local, tan impredecible en términos conceptuales, que resulta imposible establecer un parámetro de conducta del público. En un año calendario puede llegar una de Nueva Zelanda, tres de Brasil, una de Uzbekistán y una de Venezuela. ¿Las razones? No hay. Pueden ser variadas y de un rango de criterio tan amplio como difuso. Desde un recorrido por festivales con varios premios hasta una relación de oferta según el año de producción, es decir, traer una película en el año de su estreno es mucho más caro que hacerlo dos años después, cuando ya el recorrido y la edición hogareña están consumados. Jamás va a ser porque los distribuidores ven en cierto país del mundo un cine que merece ser conocido y reconocido, como tal obedeciendo a cuestiones artísticas y rentables a la vez. No. Para esto tenemos a la madre patria Estados Unidos, lugar de donde sí estamos dispuestos a traer cualquier cosa. En los albores de un 2016 que en perspectiva va a estar lejos de los más de 50 millones de entradas vendidas, el año pasado ya tenemos estrenos de tanta variedad de países que nuestra cartelera parece la feria de las naciones. ¿En la variedad está el gusto? Así nos llega “Cuando despierta la bestia”. Viene de Dinamarca. En un pequeño pueblo, María (Sonia Suhl) está en plena adolescencia. La cita con el médico a la cual asistió le dejó, según vemos en su expresión, más dudas que certezas luego de un chequeo completo. En casa cumple con algún quehacer, pero sobre todo con asistir a su madre Mor (Sonja Richter) postrada en silla de ruedas en un estado de ausencia, producto tal vez de la medicación que debe tomar. Su padre Thor (Lars Mikkelsen) sí está bien, pero parece que anda en otra cosa. La adolescencia terminó. Ahora a trabajar. En su primer día en una planta procesadora de pescado no la pasa nada bien, en especial porque se siente observada por sus compañeros, como si supieran algo que ella no. María siente que algo raro sucede, con la gente respecto a ella y con su propio cuerpo que está sufriendo importantes cambios físicos. Lejos de un planteo Kafkiano, “Cuando despierta la bestia” es otra muestra de un cine de terror que utiliza los elementos del género en forma simbólica para, en realidad, hablar de otra problemática. La de los prejuicios y la de los cambios en una adolescencia que tiene una brecha cada vez más grande e irreconciliable con las generaciones anteriores. Hasta aquí la propuesta se entiende. El problema radica en cómo el director Jonas Alexander Arnby la lleva adelante direccionada hacia la metáfora, pero olvidando que el género del terror necesita de una mínima dosis de verosímil para que el espectador pueda creer en lo que está viendo. Se toma un buen tiempo para hacernos conocer a María, sus miedos y sus motivaciones, o sea para cuando la licantropía entra a jugar su juego la dosis de información está balanceada con buena pulsión narrativa, pero luego la parte correspondiente al terror queda acéfala de explicación. Si esto fuese a favor de profundizar la temática adolescente y los miedos a los cambios que produce el inevitable paso a la vida adulta (con responsabilidades incluidas) estaríamos frente a otro tipo de película. De todos modos, aun quedándose a mitad de camino entre las dos propuestas, “Cuando despierta la bestia” tiene más alcance que toda la saga Crepúsculo, 2008/2012 (por mencionar un producto centrado en la adolescencia y sus cambios). Habría que ver luego cuanto impacto tiene una película de estas características. Para los fanáticos del gore y del género del terror le faltan cosas. Para los analistas de estos temas le sobra. El tratamiento cinematográfico es muy generoso visualmente, en especial con la fotografía de Niels Thastum que maneja brillantemente los sepias y los grises para instalar la dureza geográfica y climática de la comarca escandinava. Lo mismo sucede con la música equilibrada entre el paisaje y el horror. Una producción entretenida que actúa de manera conservadora como para no cometer excesos, a lo mejor está bueno tomar más riesgos.
El dolor de tener que ser, puede ser análogo al de haber querer sido Pese a todo lo que abarcaba “La grande belleza” (2013), al término uno seguía paladeando esa preciosa exhibición de cine realizada por Paolo Sorrentino, pero también quedaba la sensación de que no estaba todo dicho todavía respecto de la sociedad y su decadencia moral. Por eso uno bien podía preguntarse por su próximo proyecto. La respuesta es “Youth”. Más de lo mismo, sí, por suerte. Al revés de ese gran paseo por Roma, su noche y sus excesos en la renovada y aggiornada mirada a aquella realizada por Fellini en “La dolce vita” (1960), Sorrentino tomó algunos bosquejos de esos personajes y los encerró en una suerte de resort privado y exclusivo, en el cual las miserias siguen siendo las mismas: costosas, opulentas y decadentes. Por esta razón, sería una suerte de facilismo querer comparar éste estreno con su opus anterior porque conceptualmente está más cerca de ser una secuela, o una ampliación, si se quiere, de lo hecho hace tres años y que le valió el Oscar a mejor película de habla no inglesa. En este lujoso hotel, spa, resort, retiro (o todo junto) conviven distinto tipo de celebridades de varios países. El costado reflexivo de la historia es llevado adelante por Fred (Michael Caine), un director de orquesta voluntariamente retirado, y Mick (Harvey Keitel), un guionista convencido de estar escribiendo su última gran obra maestra, para lo cual también arrastra consigo a un grupo de colaboradores incondicionales que escriben a mansalva para tratar de encontrar el final perfecto, algo que la vida no ofrece fácilmente. A su alrededor deambulan varios personajes, cada uno en su burbuja. Diego Maradona – no mencionado como tal, pero es él - (Roly Serrano), Un actor famoso (Paul Dano), sumido en el cínico esnobismo de estar ahí para preparar un personaje; un budista con supuestos poderes de levitación; una Miss Universo que se pasea ante los ojos de quien quiera prestar atención, y varias otras referencias a los representantes de la farándula, el establishment, y el poder político (aunque socarronamente escondido). “Youth” (juventud) no escatima conceptos metafóricos en sus imágenes, a cual más preciosa y lograda, como para dejar al espectador paladeando fotogramas en busca de simbolismos mientras los diálogos y situaciones se van encadenando como un caleidoscopio, empezando por la escena inicial con una cantante en primer plano que pivotea, junto con la cámara, dejando que el entorno se muestre en plenitud, pero en segundo plano. A medida que el relato avanza, las caminatas se alargan y las reflexiones se hacen más enunciadas dejando que los personajes fluyan aleatoriamente, pero sin dejar de tener una ida y vuelta con Mick y Fred. Tal vez porque en ellos dos se ve el ejemplo de como una elección de vida, aparentemente llena de logros, no está exenta de una imperiosa necesidad de redención. Aquí es donde “Youth” cobra su mejor forma interpelando la moral de cada espectador, porque si algo queda claro aquí es que el dolor de tener que ser, puede ser análogo al de haber querer sido. El cine de Sorrentino está vivo y lleno de sensaciones. Sólo hay que estar atento para descubrirlas (o taparlas, según el momento de la vida)
Con una propuesta interesante arranca “El bosque siniestro”. Una de esas leyendas urbanas (o campechanas tal vez) que sienta las bases de la verosimilitud y engancha. En Japón hay un bosque que se llama Aokigahara al cual van aquellos que quieren suicidarse, aquellos cuyas almas no tienen paz y desean acabar con la pena de estar vivos, “el bosque” se los lleva. Se dice también que los espíritus andan por ahí acechando, con lo cual entrar en el bosque es peligroso, pero desviarse del sendero hecho para recorrido turístico lo es mucho más, aunque los más expuestos son los que sienten algún tipo de tristeza en el corazón. A ese lugar fue Jess (Natalie Dormer) quien siempre fue, de las dos gemelas idénticas, la de meterse en líos de todo tipo ante los cuales intercedía su hermana Sara (Natalie Dormer otra vez, pero rubia y sin piercing en la nariz). Dicho sea de paso, desde hace cuatro días que no hay señal de Jess. Ahí viaja entonces la versión rubia para encontrarla. ¡Ah!, la última vez que la vieron entraba al bosque Aokigahara. “Si ves o escuchas algo raro, recordá que no es real. Está en tu cabeza”, le dice a Sara el guía Michi (Yukiyoshi Ozawa), hombre conocedor de la topografía del terreno y sus misterios que junto con Aiden (Taylor Kinney), un columnista de una revista australiana a quien la heroína conoce en un bar la noche anterior, se ofrecen a llevarla bosque adentro para encontrar a Jess. Con cierta pericia y ritmo aletargado, el debutante director Jason Zada logra crear cierto clima de thriller psicológico jugando entre la realidad y la imaginación de los personajes, y por carácter transitivo en la mente del espectador. El bosque en cuestión, notablemente fotografiado por Mattias Troelstrup, se transforma entonces en otro personaje de la historia y ofrece momentos de incertidumbre gracias a su poderío natural de albergar sonidos y sombras inciertas. El problema surge pasados los cuarenta minutos, cuando la credibilidad de la acción comienza a derrumbarse inexorablemente a partir del hallazgo de la carpa de Jess. En adelante, todo lo que hace la hermana va destruyendo al personaje dada una serie de contradicciones y atentados contra la inteligencia (de ella misma y del espectador). Claro, al caerse éste personaje, el resto es sometido a un efecto dominó que provoca el efecto inverso al susto. Nada puede la actriz Natalie Dormer, de sólido (doble) trabajo, frente a un elenco bastante insulso, en especial Taylor Kinney, quien por falta de matices, ofrecidos claramente en el guión para ser aprovechados por cualquier actor, no resiste el peso dramático de su personaje. Al término de la proyección nos quedamos más con lo que podría haber sido, en lugar de lo que fue. Entre su factura técnica, la idea (que contada en voz alta suena más convincente que el producto final), las mencionadas actuaciones y algunos frenos a una banda de sonido que asusta por su volumen alto cada vez que alguien se da vuelta, “El bosque siniestro” se anima a instalar lo más innecesario de todo este recorrido: la posibilidad de una secuela.
Algunos directores tienen una sonoridad particular en su nombre y apellido. Seguramente uno los pronuncia mal, pero aun así tienen una musicalidad que se queda impregnada a fuerza de intentarlo. Alex Proyas es uno de ellos. Suena a un inglés que vivió en Chipre, o algo así. Y se queda en la memoria de los cinéfilos porque filmó un par de títulos independientes con muchísima personalidad, al punto de convertirse en filmes de culto, tales los casos de “El Cuervo” (1994), brillante western disfrazado de rock and roll y maquillaje de arlequín;, o “Ciudad en tinieblas” (1998). Las dos eran historias de venganza, pero en el último caso la venganza estaba en el contexto visual imaginado como una denuncia al claustro ideológico impartido desde el sistema capitalista, y en este sentido un homenaje velado a Kafka. Luego vendría el costado comercial con “Yo, robot” (2005), donde Alex se aburguesaba un poco, pero no dejaba escapar la rebeldía conceptual abordando el tema de la inteligencia artificial reclamando derechos humanos en un marco futurista, con pinceladas de policial negro. Con estos antecedentes, por qué no entusiasmarse con algo nuevo de él. “Dioses de Egipto” es la propuesta. A priori se adivina mucho sol, desierto y oro. Mucha luz para un director que suele manejarse (y muy bien) en atmósferas oscuras. Es increíble que la falta de ideas haga que hoy, en el siglo XXI, los dioses griegos y escandinavos le den de comer a tanta gente en el cine y la TV. No era de extrañar que llegasen a la tierra de las pirámides tarde o temprano. Es más, la mitología egipcia ofrece un campo prácticamente virgen, y aquí incluimos toda la historia del cine porque en comparación se hizo muy poco. Un arma de doble filo si se quiere, pues el abordaje partiría desde cero y hay que probar el mercado porque cuando se hizo a gran escala el fracaso fue gigante. Sino pregúntenles a los responsables de “Cleopatra” (1963) con Elizabeth Taylor, incluyendo huellas de autos en el set, plantas que no existían en Egipto o personajes que desubicados en la historia. Por otro lado cuando en 1999 se estrenó “La Momia”, de Stephen Sommers, estábamos frente a un guión que trocaba solemnidad y terror por vértigo y aventura a lo Indiana Jones. Ciertamente lograba entretener (salvando las distancias), pero demostraba que Egipto no es nada fácil de abordar y los nombres de dioses usados en aquella saga no pasaban la barrera de una instalación del villano con relativo desarrollo. En comparación con los efectos especiales que se ven hoy, la enorme capacidad creativa de los vestuaristas en el mundo, los grandes actores que pueden meterse en la piel de cualquier personaje, y los equipos de guionistas que a veces con mucha dedicación e investigación logran meter los libretos en la historia, “Dioses de Egipto” es burda y displicente. Esto no quiere decir que no se logre contar el cuento. De hecho estamos frente a una aventura (sólo eso porque para más no le da) en la cual un ladrón, también narrador, llamado Bek (otro espantoso trabajo de Brenton Thwaites, peor que el príncipe de “Maléfica”, estrenada hace dos años) se vuelve co-equiper de Horus (Nikolaj Coster-Waldau), Dios del viento, cuyos ojos son arrebatados por Set in terpretado por Gerard Butler, calcando hasta la forma de caminar de su Leónidas en “300” (2006). Esto sucede cuando Horus estaba por ser coronado por el padre de ambos (Bryan Brown). En medio del tole tole alguien mata a Zaya, la novia de Bek (espantoso trabajo de Courtney Eaton, el segundo después de “Mad Max: furia en el camino”, de 2015, pero George Miller estuvo bien y decidió que casi no hable). Para tener chances de revivirla (atenti que cuando arranca todo nos dicen que los Dioses tienen muchos poderes pero al del amor no hay con qué darle), Bek decide afanarle a Set uno de los ojos de Horus para chantajearlo y de paso que vuelva a pelear con su hermano y recupere el trono. Aparecerá el abuelo Ra (Geoffrey Rush, que vio luz y literalmente subió) quien presta algo de ayuda, pero es más neutral que Suiza. Además sabe que entre los dos hermanos se dirimen el amor de Hathor, perdón que insista pero, espantoso trabajo de Elodie Yung, pues el personaje se supone es la diosa del amor, de la alegría, la danza y la música, pero créame que no toca ni el timbre. La maldición de Tutankamön sobrevino al elenco. Como se ve, hay elementos narrativos como para hacer crecer los conflictos, los personajes y las sub tramas, pero casi nada de ello es aprovechado (sólo en lo formal) por Alex Proyas, a quién al menos se agradece el gesto de no haber solemnizado la cuestión teniendo en cuenta el guión que llegó a sus manos. Toda la riqueza de la mitolgía queda demasiado tamizada con muy poco en la superficie como para enriquecer la posibilidad de una secuela superadora. Mucho de la banda de sonido sobra y aturde, los efectos se notan (estamos malacostumbrados es cierto), la fotografía está descontextualizada entre exteriores versus lo filmado por croma, y se nota demasiado retocada en la post- producción (el color también). Pese a éste estreno, la confianza en el realizador está intacta, simpre y cuando dirija algo que él tenga realmente ganas de hacer. Son escasos los valores rescatables de la película. La intención de la dirección de arte (no todo el resultado) y algunos diseños como los de las serpientes que atacan al dúo de héroes. Eso. Sí, es poco
Es bueno que los estudios Disney sepan que sucesos artístico-comerciales como Frozen ocurren una vez cada muchísimo tiempo. Es decir, la perfecta combinación entre diseño, creatividad, originalidad (dentro del género, claro), y a su vez un arrasador éxito en la recaudación, tiene una lista de títulos privilegiada en la historia del cine pues trascienden la pantalla y son acopiados por la gente hasta convertirlos en parte de su identidad cultural. Saber esto es, a los efectos de la continuidad del engranaje industrial, un aliciente para los artistas y un revoltijo de nervios para dirigentes que quieren superar las toneladas de dólares año a año. Ese aliciente le sienta muy cómodo a “Zootopía” (pronúnciese “zutopia”), estreno de esta semana que deja, al terminar de verla, una agradable sensación a relajo de tensiones y esparcimiento sano y bien pensado. Judy Hopps (voz de Romina Marroquín Payró) es una conejita campesina que se crió soñando con ir a vivir al lugar más hermoso del mundo. Un lugar en donde depredadores y mamíferos conviven pacíficamente desde hace mucho tiempo. Hasta representa una obra de teatro infantil en su colegio. Tiempo después se encuentra despidiéndose de su familia para ingresar en el cuerpo de policía de la ciudad con el gran desafío de convertirse en la primera cadete mamífero en recibirse allí. Resignada por el jefe Bogo (voz de Octavio Rojas) a oficial de tránsito, Judy verá pronto que la gran ciudad (y los sueños) no son tan fáciles ni tan accesibles. Claro, tendrá su oportunidad cuando se ponga a investigar un caso de desaparición de animales junto con su ocasional, involuntario y forzado compañero Nick Wilde (voz de René García). Ahí comienza otro formato en la misma cinta: el de buddy movie, ya que ambos tienen poco tiempo para resolver el caso, en especial ella, a riesgo de tener que renunciar si no lo logra. Más allá de la impronta de Esopo con la cual está “bañado” el proyecto (los personajes son animales y hay varias moralejas), desde el vamos se propone algo sugestivo pues, si desgranamos el título, hay una combinación de zoo (animal) y utopía (en el juego sonoro de palabras), ergo, estamos frente a una utopía ya construida por los animales. Es decir, cuando arrancamos los primeros minutos, el texto cinematográfico ya propone e instala a Zootopía como el mundo ideal, el mundo utópico si se quiere. Sólo hay que tomarse el tren. Judy, en realidad, irá viviendo día a día una realidad que confirma, para su decepción, que si bien ha elegido una profesión para defender ese estándar de vida, lo cierto es que hay corrupción, engaño, traición, ruptura de códigos, discriminación, subestimación… Todo esto subyace en el guión de Byron Howard, Rich Moore y Jared Bush, quienes también dirigen esta pieza que posee varios guiños sutiles al cine de los ‘80 con particular enfoque en “48 horas” de Walter Hill, aquella de 1982, que unía a Eddie Murphy y Nick Nolte (ladrón y policía, respectivamente) durante un lapso de dos días para resolver un caso y beneficiarse mutuamente. Visto de lejos parece una gran campaña de reclutamiento para la policía, pero la realización sobrevive a eso gracias a la estupenda construcción de personajes que, de un lado y del otro, se marginan del sistema; además hay mucha más profundidad de lo que parece respecto de perseguir los ideales y, por cierto, tiene al menos dos de los mejores gags de la temporada: uno es una sutil y genial ironía sobre la lentitud de los trámites y de la burocracia institucional, el otro tiene que ver con “El Padrino” (1972), de Francis Coppola. “Zootopía”, con su aroma a fábula, no esquiva los mensajes sobre la perseverancia y la confianza en el compañero, ampoco la buena dosis de acción continua y un humor particularmente saludable. Claro, los elementos que en definitiva llevan al público a ver una película.
Cualquiera que sufre una concusión, un golpe en la cabeza, puede quedar confundido. Aturdido tal vez. Si se sufren más de 70.000 en 20 años de carrera en un deporte, como el fútbol americano, es probable que le traiga consecuencias irreversibles. Esta es la historia que Peter Landesman se propone contar en “La verdad oculta”. La historia, de narración tradicional con introducción, desarrollo, climax y desenlace, cuenta parte de la vida de Bennet Omalu (Will Smith), un médico forense de origen africano que, instalado en Estados Unidos, ejerce su profesión con varios diplomas, porst grados, masters, y todo lo que se le ocurra. Un hombre inteligente, calculador (frío si se quiere, en términos científicos),y sobre todo muy seguro de sí mismo. Su particular método, aplicado en un hospital estatal de Pittsburgh, incluye una suerte de conexión previa con el cadáver a estudiar. Entabla un diálogo con el occiso antes de proceder a seccionarlo a los efectos de su investigación. Una especie de Patch Adams con cadáveres. Semejante modus operandi lo lleva un buen día a descubrir en el cuerpo de Mike Webster (David Morse, cuando se lo muestra vivito, pero no coleando), que las causas de su suicidio tienen que ver con un terrible e inidentificable desorden neurológico causado por los múltiples golpes recibidos como jugador en la posición más expuesta de todo el equipo de jugadores en el campo. Omalu está contento porque éste descubrimiento basado en su conocimiento lo acerca más al sueño de ser reconocido. ¿Cómo profesional? Sí, pero sobre todo como ciudadano norteamericano. Ante todo celebramos siempre que éste sea un ejemplo más del arraigo cultural que el cine norteamericano tiene con su pueblo. El fútbol americano es el deporte por excelencia allí, de manera tal que si se pretende lograr una identificación cultural en el espectador de cine promedio es de esperar que todos los años se puedan ver tres o cuatro películas con esta temática, contrario a lo que sucede aquí con el fútbol. Dicho esto, es importante destacar que “La verdad oculta” se instala fuera de la cancha pero con una profunda mirada hacia adentro. El núcleo que pone en jaque toda la industria generada por éste deporte tiene que ver con un hombre que se animó a decir públicamente que “Dios no quiso que el hombre juegue al fútbol americano”. Claro, la NFL (National Football League, algo así como la AFA de acá) no está nada contenta con esto, pues desde el punto de vista médico, para que no sigan las muertes provocadas por un comportamiento errático de jugadores retirados, simplemente hay que dejar de practicar éste deporte. Loable propuesta la del director, con una notable actuación de Will Smith quien logra, en especial con el acento, despojarse de su nacionalidad e instalase como un verdadero extranjero viviendo en Estados Unidos y absorbiendo su cultura. Sus compañeros de elenco también sostienen el gen dramático. Alec Baldwin y Albert Brooks (tremendo personaje) tienen la solidez de los grandes. Por otro lado, la música del gran James Newton Howard pincela la banda de sonido con percusión africana logrando darle identidad a cada situación. El relato transita el camino de la denuncia hasta que no puede evitar la corrección política. Tal es así que llega al punto de arruinar esporádicamente el texto cinematográfico. En especial en la escena en la que el protagonista declama: “para nosotros está Dios (coloca la palma de la mano a la altura de su cabeza) y Estados Unidos (baja la palma unos centímetros más abajo)”. Nadie está en contra de un director o un guionista que diga eso, cada uno expresará su amor a la patria como mejor le parezca, pero desde el punto de vista de construcción del relato ese discurso, manifestado más de una vez a lo largo de la trama, no solamente queda colgado o descolocado de un guión que no lo pide ni lo necesita; además distrae con semejante obsecuencia. Posiblemente sería más acorde a un texto como el de “Francotirador” (2015) de Clint Eastwood, pero aquí resulta disfuncional a una historia que realmente genera intriga, interés, y que invita al espectador a querer avanzar en un cuento cuyo director elige un camino panfletario. Es cierto, no logra tapar del todo las buenas virtudes de la película, pero las empaña bastante.
Invitación a un festín satírico, exacerbado y grotesco a partir del mundo televisivo No sería desacertado pensar este nuevo opus del responsable de joyitas como “El día de la bestia” (1995) como un corolario del universo de sus personajes. Incluso si desde el color, la música, los objetos, el vestuario y el maquillaje uno pareciese estar inmerso en una suerte de excepción dentro de la filmografía. Podría decirse que “Mi gran noche” es a la filmografía de Alex de la Iglesia lo que “Los amantes pasajeros” (2013) a la de Pedro Almodóvar: Se dice mucho más de lo que se escucha, y se muestra mucho más de lo que se ve. El argumento sigue las desventuras de varios personajes inmersos (por casualidad algunos, por ambición otros), en el mundo de la televisión en general y del show en particular. Comparativamente, esto sería como asistir a los avatares de la grabación de Showmatch con grandes invitados y kilombos de todos los colores y calibres dentro y fuera del estudio. El “afuera” de ésta historia se enmarca en una violenta protesta de trabajadores de un canal que hacen un piquete reclamando salarios, puestos de trabajo perdidos por recorte, y otras desavenencias sociales, con una policía dispuesta a todo. Un caos latente y permanente que cobija y va in crescendo. El “adentro” es un canal de televisión claramente preocupado por el rating y por la transmisión a como de lugar. Este universo televisivo, en donde todo se hace para y por los réditos económicos que da una transmisión de estas características, funciona como una maquinaria inescrupulosa alimentada por el ego, la vanidad, la soberbia, y otros pecados capitales. Dicho de otra manera, la televisión es el gran villano de esta historia en la cual no hay héroes per sé y está habitada por un montón de gente que no puede evitar desnudar sus miserias, y acaso hasta en el escalafón más bajo de todos hay rotos para descosidos. Desde el arranque, con un número musical a todo trapo, vamos conociendo la fauna (es una buena forma de definir a los personajes) reinante aquí. Una directora de cámara que hace las veces de switch master de la transmisión, un coordinador de escena que trata a los extras como animales en un circo, una dupla de conductores que son pareja en la vida real, pero están dispuestos a pisotearse mutuamente, un extra llamado de urgencia tras un accidente con una grúa, el cantante de moda, su representante (el típico chanta argentino). el cantante de antaño que se niega a legar el trono de estrella máxima, su asistente (además de ser su hijo), y otros interesados en triunfar a costa de que al resto le vaya muy mal. Estamos casi literalmente frente a la demostración de que el hombre es el lobo del hombre, un verdadero festín diabólico en el cual el director pone toda la artillería pesada que le da un guión que no deja títere con cabeza (llámese la crítica), involucrando a todos y cada uno de los que componen la existencia de la televisión como fenómeno social y medio de comunicación, incluidos los espectadores (nosotros) que pese a contemplar el menjunje de humor ácido, negro, corrosivo e implacable, pedimos más. En “Mi gran noche” (título alusivo a un tema de Raphael) hay una muestra notable de destreza cinematográfica para abarcar, con un montaje vertiginoso y preciso, todas las tramas argumentales que se abren y tienen la misma importancia. Se podría buscar una de ellas como eje central, pero es muy probable que esto esté sujeto a discusión porque el director no precisa de una en particular, más bien recurre a que todas corran por andariveles de distinto ancho, pero que en definitiva pertenecen a la misma pileta y confluyen en un mismo aquí y ahora, sustentado en que todo transcurre durante una noche en la cual todo se da para que termine muy mal, o muy bien, según como se lo mire. Habrá lugar hasta para un homenaje velado a Star Wars (la escena en la que aparece por primera vez Alphonso (Raphael, ya homenajeado antes por el realizador en la estupenda “Balada triste de trompeta”, de 2013), y a otras películas de corte caótico. Por supuesto que esta realización no sería posible sin la comprometida colaboración de un elenco elegido milimétricamente. Como si fuera una gran orquesta en donde absolutamente todos (extras que hacen de extras incluidos) entienden e interpretan el código humorístico a un nivel casi perfecto. “Mi gran noche” es sin dudas la invitación a un festín satírico, exacerbado y grotesco. Tal vez, junto con “The Truman Show” (Peter Weir, 1997), pero en un registro distinto, sea la más hilarante crítica a los medios de comunicación en mucho tiempo.
“En la vida todo se trata de elegir. Cada elección que hacés va a tener un impacto directo e inimaginable sobre vos y otras personas. Y vaya si ahora me tocaba tener que elegir”. La película se llama “En nombre del amor”, y mientras vemos a Travis (Benjamin Walker) ingresar al hospital con un ramo de flores preguntando por Gabby (Teresa Palmer), escuchamos (aproximadamente) esas palabras dichas en off por él mismo. Imaginamos la obviedad de una trama que luego el guión de Bryan Sipe se encargará de confirmar diálogo a diálogo. Esta es la onceava producción que Hollywood produce basándose en una novela de Nicholas Sparks, el Corín Tellado moderno. Hay un flashback (como siempre) para que el espectador entienda porqué Travis entró al hospital. Una de esas tramas de chico lindo con plata-conoce a chica linda con plata, en las cuales chorrea miel de la pantalla. Es más. No hay mala gente en esta historia. Todos son buenos, comprensivos, sin conflictos, saludan, hacen bromas, los viejos no se quejan, los perros casi no ladran. ¡NO LADRAN!, los perros! ¿Se da cuenta? Mi abuelo tenía un ovejero alemán en el campo que andaba disfónico de tanto gritarle a cuanta cosa olía por ahí. Acá no. Ni el viento jode al olfato. Curioso, porque además son dos perros los que hacen que Travis y Gabby se conozcan, se miren, se gusten, pero tarden cuarenta minutos de película para besarse. Por supuesto, lo hacen tirando todo lo que hay en la mesa de una cocina, y luego despiertan satisfechos a la mañana sin que el peinado se haya corrido ni un milímetro de donde lo haya dejado la maquilladora en la escena anterior. Por supuesto que la vida transcurre entre paseos en bote, atardeceres sonrosados, todos los planos que se puedan afanar de la publicidad del chocolate Tofi están acá. El montaje es una catarsis de elipsis, a cual más innecesaria. Pero no importa porque acá lo que se tiene que entender es que ellos están bien hasta que pasa algo. Eso que toda la platea imaginó cuando Travis hablaba de las elecciones. Aburre tanto la trama que, por ejemplo, hacia los 65 minutos conté 19 cambios de vestuario de él y 17 de ella. Luego me aburrí pero que ropero debe tener cada uno. Y ya que hablamos de posesiones, le aviso que en este pueblo los veterinarios recién recibidos que trabajan en un local chiquito, que encima comparten con el padre, ganan re-bien. Lo suficiente como para tener barco, cabaña al borde del río, auto, etc. etc. Algunos diálogos dan un poco de vergüenza ajen, y por momentos hay tantos cambios de temas musicales que uno tiene la sensación de que alguien de la producción rompió un botón del control remoto del equipo reproductor de CD y ahora no sabe cómo pararlo. Ella es simpática. Linda sonrisa de dentífrico. Él es perfecto. Buena mirada, nariz respingada, pared abdominal de publicidad de calzoncillos. Todo es así. Todo lindo, todo bien empalagoso para que se convierta en la película romántica de la temporada, pese a la dirección de Ross Katz, quien se apoya en el mundo publicitario para darle forma a una historia que por inverosímil se alarg, y para colmo justifica las acciones contradiciendo los discursos de los protagonistas. Es demasiado.
Tal vez, uno (cualquiera de nosotros) que va analizando el aquí y ahora, respecto de la cantidad y calidad de productos cinematográficos que llegan a estrenarse en Argentina, se pierde sin remedio en esa vorágine, y por ende, la brújula se vuelve errática. Por eso, repasando el género de la comedia norteamericana de los últimos cinco años resulta efectivo a la hora de rubricar la sensación de decepción general que nos habita. Por esta razón es aconsejable (repito, aconsejable) aislar “Como ser soltera” del resto. Tanto de lo bueno como de lo malo (bueno-malo, terminemos con esta postura de si un hecho artístico lo es o no. Son calificativos elegidos a nivel cultural a los efectos de consignar una opinión, y conste que no es un invento de la crítica. Se podría hacer un tratado de esto. También un racconto de las comedias vistas por todos de un tiempo a esta parte. Es más, hasta sería menester clasificar el tipo de humor en la comedia: sátira, cómica, parodia, escatológica, humor negro, ácido, corrosivo, político, social… Todo, forma parte de un gran cúmulo analítico de diversidad socio-político-cultural que el género se encarga de mostrar con herramientas vastas y suficientes como para constituirse en un espejo. Actual (del ya, del aquí y ahora), o anacrónico, en tanto temas universales. En las proyecciones de prensa, cuya mayoría ocurren durante la mañana por cuestiones comerciales, es natural (por compromisos que uno tiene luego) preguntar por la duración de la proyección. Este es un caso (de pocos) en el cual uno no puede creer que media hora parezca un siglo, y que encima falten como ochenta minutos más. “Como ser soltera” comienza con una reflexión en off de Alice (Dakota Johnson) sobre el tiempo necesario que uno necesita estar con uno para conocerse a sí mismo. Acto seguido, la muchacha le plantea esto al chico con el que anda noviando, pese a que las imágenes y la química entre ambos muestran que la decisión está tan forzada como la situación. A partir de allí, una canción cuya letra reza “bienvenidos a New York, todo es muy divertido” o algo así, nos indica el camino de incoherencias por el cual transitará el texto cinematográfico. No sólo eso. También veremos (y escucharemos) un espantoso discurso misógino, desangelado, superfluo, ególatra, despojado de problemática real y embalado en presentarnos personajes que, desde su “política” de vida, intentarán sostenerlo, a saber: Una idiota creyente en las redes sociales y las estadísticas, que explica las posibilidades de encontrar la pareja ideal con maníes; Un barman capaz de cerrar la llave de paso de agua de su departamento, con tal que la mina de turno que se coge se vaya (¿no es más fácil un telo?); Una piba con sobrepeso y vestidos con luces de neón, con líneas de chistes sexuales que harían enrojecer a Jorge Corona; Una médica partera que descree de tener hijos, y se lo dice a las mujeres a las cuales “ayuda” a dar a luz (o sombra, mejor dicho). Entre estos (y otros personajes nefastamente construidos) girará la vida de Alice y su experiencia de mudarse a la gran ciudad. El guión de Abby Kohn, Danna Foxx y Marc Silverstein no solamente calca situaciones de “Sex and the City”, “Friends” y otras series emblemáticas sobre la amistad, sino que se las arregla para quitarle todo rastro de sutileza para convertirlo en un ping pong entre el día y la noche neoyorkina, que ni siquiera se molesta en cambiar de escenario (como parte del transitar del personaje que cuenta la historia), por el contrario, el rebote de situaciones se producen tal cual sucedería en una serie. En desmedro del poder de síntesis, esta decisión de mostrar la vida en la ciudad como una sucesión de resacas de alcohol mal consumido deja el verosímil en un estado putrefacto para todos y cada uno de los actores que pasan por delante de la cámara. No hay un sólo trago de cerveza, tequila u otra bebida (ni hablar de las consecuencias que esto genera) que se vea lógico. El ejemplo más claro de instalación del juego de los excesos sería la auto-conciencia de toda la saga de”¿Qué pasó ayer?”, que justificaba casi todo a partir del recorrido inverso en la forma de contar la historia. Por eso, cuando en éste caso el montaje agotó su recurso narrativo a los 20 minutos de comenzada la función, al espectador sólo le queda sobrevivir por obra y gracia de concederle su tiempo y dinero a todo lo que suceda. Hulega decir que Rebel Wilson, la versión inglesa de Melisa McCarthy, es el único personaje que sostiene la coherencia y el humor, alternando aciertos como el montaje de “en 20 minutos arreglo nuestra resaca”, y espantos como comparar el vello púbico de su amiga con la barba de Gandalf. Pocas veces se vio una buena idea de gag, tan mal puesto como en esta película. ¿En qué lugar se pone a la mujer en “Como ser soltera”? La respuesta del guión es tan nefasta que da miedo pensar que el discurso pueda ser defendido de alguna manera. De todos modos, no estamos para eso. El éxito de éste estreno está casi asegurado por una cuestión estacional. Los elementos de redes sociales están, la música también, el espejo superficial también… Sí. Lamentablemente todo eso está.