Ascetismo, entre relatos fundantes y míticos Llega finalmente a las pantallas Malón, film de Fabián Fattore visto en el Festival de Mar del Plata de 2010, que sigue la vida de Sosa (Darío Levín), un hombre que trabaja en un bar, practica boxeo de manera amateur, toca música y canta, vive en una pensión y está interesado en una chica de una pieza vecina, sola y con una beba. La viva de Sosa es una vida rutinaria si las hay. Y precisamente la película lo muestra a la vez que alterna algunos comentarios políticos que surgen en una mesa entre amigos en el bar. Política que comenta el peronismo y la militancia y recuerda, teorizando desde el saber popular, aquellos viejos tiempos. Minimalista, ascética, quizá con una subrayada puesta en escena que encuadra desde ventanas, puertas, marcos y a cierta distancia, Malón cruza sin explicitar relatos fundantes y míticos. La postal sobre el cuadro de Della Valle -La vuelta del malón- y una marcha a la que asiste el protagonista parecen unirse profundamente en una relación que cada uno de los espectadores puede interpretar libremente. O no.
Lo que hay es lo que ves Thriller que desarrolla una historia de asesinatos seriales que mezcla religiosidad y perversión en dosis parejas que le permite a Fincher desplegarse a sus anchas. Pero la levedad de la fuente literaria es su mayor lastre. Cuando salió la trilogía Millenium pasó desapercibida para mí. El comentario de unos amigos -cuyos criterios estéticos y literarios me son atendibles- me hizo acercar a la novela. Me advirtieron que era un best seller pero muy bien escrito y con algunas búsquedas interesantes. Debo confesar que su lectura (por lo menos en el comienzo del primer tomo: Los hombres que no amaban a las mujeres) me demandó más de lo esperable. No encontraba el ritmo ni nada que me atrapase demasiado siendo lo que era: una lectura amena y fácil. Pero fui avanzando un poco por logro de la escritura y otro por deber profesional. Se estrenaban las versiones cinematográficas suecas y quería leer las novelas antes de ver las películas. No me disgustaron, me parecieron correctas y entretenidas, pero no llegaron a estrenarse en salas las tres y cuando se asomaba a la pantalla grande la primera ya sabíamos que Hollywood estaba realizando su remake. Mikael Blomkvist (Craig), periodista caído en desgracia por una nota contra un empresario corrupto, acepta el trabajo ofrecido por otro empresario para desentrañar el misterio de la desaparición de una nieta hace cuarenta años atrás, a cambio de alejarse del centro de la escena y obtener información que le permita limpiar su buen nombre. Cuando el ovillo empiece a desmadejarse saltarán sucios secretos del pasado y la aparición de una joven hacker, punk, bisexual, casi asocial, será crucial para resolver el trabajo y cambiará la vida de ambos. A David Fincher Millenium parecía calzarle como anillo al dedo. Especialmente al director que se había asomado al mundo con Pecados capitales, mucho más que al que había ofrecido una oscura, árida, sombría e inteligente cinta como fue Zodíaco. La idea de un thriller que comienza a despuntar una historia de asesinatos seriales que mezcla religiosidad y perversión en dosis parejas era un material donde la imaginería visual y la modernidad de Fincher podían desplegarse a sus anchas. La chica del dragón tatuado es una prueba cabal de que todo estaba en su punto justo. Pero a la vez permite demostrar la levedad que la fuente literaria siempre acarreó consigo. Millenium no es más que un producto de este tiempo con visos de compromiso concientizador sobre temas importantes (abuso infantil, familias disfuncionales, ideologías nazis, poder económico y cuarto poder, femicidio, violencia de género, etc.) que no es más que un entretenimiento bien urdido pero superficial y políticamente correcto. Por eso calza perfectamente en el plan hollywoodense que necesita de “temas adultos” salpicado con high-tech, ritmo sincopado y banda sonora cool. Lo que también vuelve a quedar demostrado es la potencia de su protagonista femenina, un personaje completamente singular y fascinante. Lisbeth Salander es una creación literaria única y lograda y de la que el cine se apropia y expone con una carnadura incuestionable y que Rooney Mara aprovecha para demostrar todas sus dotes. En resumen, la película consigue con creces ofrecer un entretenimiento ingenioso, atrapante y que no subestima al espectador. Y eso hoy en día es mucho. Pero no es más que eso.
Borges, Cortázar y el mar Javier tiene una vida de esas que muchos envidiarían. Casa, trabajo y amor en plenitud. Pero eso no lo es todo, dice en el comienzo del film. Le falta un hijo que no pueden tener con su esposa. Fernando trabaja en el puerto de Mar del Plata y está saliendo con Milena, una jovencita de 17 que está embarazada y él se embarca sin saber exactamente qué quiere hacer con semejante situación. Agua y sal es la segunda película de Alejo Taube luego de Una de dos, que también se aprovechaba de un marco geográfico particular alejado de lo porteño, que prima en nuestro cine. En este caso es la costa de Mar de Plata, con preeminencia de la zona portuaria, y precisamente el film fue presentado durante la realización del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata de 2010. El trabajo del director y también guionista es fundamental, ya que desarrolla esta historia del doble, con mucho de borgiano y cortazariano, con sutilezas y repeticiones, cambios precisos, inteligentes y sopesados y una ambigüedad que ayuda para sembrar más dudas que certezas y que exige un espectador activo. Pero además hay que destacar la mano del realizador para trabajar con el elenco (liderado por Rafael Spregelburd, Mía Maestro y Paloma Contreras), que luce muy parejo y sólido, y para aprovechar el marco marplatense (ciudad y habitantes), dos elementos de Agua y sal que colaboran para cerrar una atractiva película.
Hendler ofrece en su opera prima una comedia agridulce, protagonizada por esos personajitos medios, grises y chatos tan caros a la filmografía y a la literatura oriental. Norberto vive su vida como en piloto automático. Y menos también. Pierde su trabajo pero consigue otro y pasa a ser vendedor en una inmobiliaria. Un día en que con su esposa y parejas amigas decide ir al cine y no encuentran entradas, van al teatro para cumplir con la salida programada. En el entreacto todos se van y Norberto decide quedarse “para ver cómo termina”. Esa decisión, un cartel que anuncia clases de teatro y el consejo de su nuevo jefe serán clave para que su vida cambie. Todo lo que sucedía sin la intervención de uno, dejándose arrastrar por la corriente, entra en crisis o como respuesta a esa crisis invisible es que la irrupción del arte en la vida permite otra manera de ver. Claro que Norberto, para el promedio, está pasado de edad para estos cambios y además sólo empieza a cruzarse con jóvenes que tienen otras preocupaciones, otras inquietudes y otros ritmos. Hendler ofrece en su opera prima una comedia agridulce, protagonizada por esos personajitos medios, grises y chatos tan caros a la filmografía (Rebella, Stoll, Biniez) y a la literatura oriental (Onetti, Benedetti) que pueden traernos alguna risa pero a la corta nos dan tristeza y pena, y que tampoco son la mar de ejemplares y bondadosos sino que en su camino suelen herir más de la cuenta. Desde el clasicismo formal, y apoyándose en un guión muy cuidado y un elenco sobresaliente va avanzando esta película que apuesta por la elección personal sea cual sea el momento en que ésta surja. Animarse a ser aunque tengamos todo armado según corresponda a los mandatos sociales es lo único que importa y algo de esa esperanza se vislumbra en su desenlace.
Negarse a ver La decisión del director de manejar el fuera de campo para contar lo no mostrable es de agradecer. Hay palabras que pueden solas, que no necesitan compañía. Hay sustantivos que no requieren de adjetivos que los califiquen, que son sin más. Verdad es una de esas palabras. Se completa por sí sola. No es verdadera ni buena ni mala. Es. Verdad. Algo de este uso o abuso sintáctico sobrevuela a la película de Miguel Angel Rocca. A veces logra eludir la sobreabundancia pero a veces prefiere completar la frase. En la casa de Bárbara (Guerrero), -una niña de 10 años-, hay demasiados silencios, mucha oscuridad y un miedo paralizante que impide ver. Bárbara tiene una madre (Couceyro) retraída y culposa, con arranques de violencia mal dirigida y una nueva pareja (Belloso), un hombre pusilánime, desocupado y que arrastra deudas de juego y un abuelo (de Mendoza), culto, elegante y autoritario, sostén económico de la familia, que ejerce un poder siniestro sobre los demás. Entre las cuatro paredes de la casa se tejen estas relaciones familiares maliciosas y en la habitación del primer piso el abuso cotidiano parece volverse físico y sexual. La intervención de la psicopedagoga del colegio (Solda), alertada por la maestra de la pequeña ante algunos cambios de conducta, servirá para empezar a quitar la venda de los ojos, que igual no caerá del todo porque bien sabemos que nadie ve lo que no quiere ver. La acertada decisión del director de manejar el fuera de campo para contar lo no mostrable es de agradecer, porque ante semejante tema equivocarse es una operación voyeuristica indefendible. Menos siempre es más y en este caso se apuesta por la sutileza. El gabinete psicológico donde se “hace la luz” (la escena del primer encuentro entre Bárbara y Sara es ejemplar a este respecto) y la mirada infantil que en la búsqueda por escapar del Mal procura echarse a la aventura del viaje transoceánico, desde el juego, la amistad y los sueños, aportan una bocanada de aire en un mundo que se construye siempre claustrofóbico y viciado (la casa, el negocio de libros, la escuela). Pero también en algunos momentos se tiende a buscar el adjetivo calificativo como decíamos en un comienzo: ciertas vueltas forzadas desde el guión (el viaje a casa del tío abuelo -Briski-) o inverosimilitudes desde la construcción de los personajes (las reacciones y respuestas de un profesionalismo dudoso u objetable por parte de la licenciada), actuaciones de registros diferentes que no siempre consiguen calzar productivamente (lo teatral de Couceyro con la vieja escuela de un de Mendoza) o cierto soporte musical que busca y provoca el efecto, se aúnan para que La mala verdad no termine de expandirse cinematográficamente mucho más allá de sus buenas y nobles intenciones.
Las cosas tienen movimiento Este es un filme para aquellos que amen el cine y que posean sensibilidad a la belleza y se permitan la emoción. Cuando Wim Wenders vio Café Müller en 1985 en Venecia, en el marco de una retrospectiva de Pina Bausch, quedó tan conmocionado que le propuso inmediatamente a la coreógrafa filmar una película. Desde ese día en cada nuevo encuentro ella le reclamaba el cumplimiento del proyecto y el director admitía que aún no sabía cómo encararlo con las limitadas técnicas que el medio le ofrecía. Con la aparición de Avatar y el uso del 3D, Wenders comprendió que había llegado el momento. Ambos se pusieron a trabajar. Con el fallecimiento sorpresivo de Pina en 2009, parecía que la película se cancelaría pero, encaminado como homenaje ineludible, todo el equipo técnico con la ayuda de los integrantes del Tanztheater Wuppertal Pina Bausch juntos forjaron esta maravilla audiovisual. El uso del 3D y la manipulación de cámaras especiales permitieron que la difícil tarea de plasmar en el cine los movimientos pudiera lograrse sin que se perdiera la noción de dinámica propia del ballet ni que el marco ni el encuadre adoptado dejaran afuera los detalles ni la plasticidad de lo que se montó para ser visto en otro espacio escénico. Cuatro coreografías ya clásicas del repertorio de Bausch (Café Müller, La Sacre du printemps, Vollmond y Kontakthof) se muestran en parte mientras se insertan imágenes de archivo de Pina y se cuelan brevísimos testimonios a cámara de los intérpretes del Tanztheater que, en un ramillete de lenguas (cada uno de ellos habla en su idioma original) -lo que origina una Babel que amalgama y supera las diferencias sin negarlas-, ofrecen su homenaje a quien fuera su amada mentora en palabras, para luego bailarlo en los escenarios naturales de la ciudad y los alrededores de Wuppertal: trenes aéreos, calles y autopistas, escaleras mecánicas, parques, arroyos y ríos. Alcanzando -como pocas veces se llegó a plasmar-, un productivo multiculturalismo (razas, idiomas, género, nacionalidades, etc.) que no oculta las diferencias pero las ensambla en el sentimiento de la danza, Wenders filma un arte que representa al hombre moderno en sus cuestiones más íntimas y problemáticas (la soledad, la incomunicación, el dolor, la felicidad) y donde la política y la ética no se deslindan ni se niegan sino que se exponen y se plantean desde los cuerpos y los movimientos. Probando también que el 3D tiene algún sentido más que el arrojarnos objetos a la cara. Más allá de los conocimientos que se posean sobre la danza, más allá de la práctica como espectador de ese arte, para aquellos que amen el cine y que posean sensibilidad a la belleza y se permitan la emoción, Pina 3D es un filme imperdible y una experiencia artística insoslayable.
Lo que no se dice El conocido dicho popular de “pueblo chico, infierno grande” siempre ofició de catalizador para desarrollar una historia que explore esos límites y actuó como olla a presión para desencadenar situaciones extremas. Laura (Gusmán) y Juan (Pauls) son un matrimonio en crisis y se acaban de enterar que esperan un hijo. Ella, profesora de música, duda en tenerlo y él, “el” veterinario del lugar, piensa que nada podría ser mejor. Mientras tanto Juan será testigo de un delito que lo pondrá a prueba en su ética y Laura volverá a cruzarse con un ex amor (Palacios) que a causa del hecho criminal regresa de improviso al pueblo. Santiago Palavecino (Otra vuelta), en su segunda película, retorna a una mínima narración que nace a la luz de la sustracción. El método aplicado es la quita, la supresión. La historia se muestra envuelta en una especie de melodrama asordinado en cruza con un thriller pueblerino. Y en esa mistura algo hace ruido. Quizá sea el aporte del productor Pablo Trapero (especialmente en una edición y montaje que parece haberse resuelto con un hacha en la mano, y a quien en Carancho le funcionó de maravilla), el que trajo un género ajeno al director con visos de sumar al filme un ritmo que éste no pide ni le sienta. La tensión y la velocidad del policial negro -donde las prebendas e intercambios pecuniarios son más importantes que el hallazgo de los culpables-, hacen agua con la búsqueda íntima, sutil y despojada de Palavecino, demostrando que no todo resiste cualquier mezcla. Las sutilezas y los silencios que campean por La vida nueva y dan cuenta de cierta mirada moderna de cine (“moderna” en términos de una nouvelle vague o un Antonioni) se dan de bruces con el corsé que implica un género clásico. Así como resulta evidente que ciertas elecciones del reparto no siempre muestran o consiguen su efectividad o eficacia. Si hay actuaciones que “niegan” su actuar (Palacios, Gusmán), hay no actuaciones que gritan su artificio y “la naturalidad de ser” expuesto en la pantalla no siempre resulta natural (Pauls). En una cinta de tan corta duración (apenas 75 minutos), de guión tan preciso y pensado, hay ciertas afectaciones en el decir que además el doblaje (que ni los encuadres elegidos pueden ocultar) evidencia y multiplica y se tornan innecesarias y repetitivas determinadas situaciones (los encuentros con el poderoso del pueblo y con el policía, por ejemplo). Ni qué decir de los repentismos violentos (la pelea entre Laura y Benetti) que no tienen que ver con actuaciones fallidas sino con las abruptas extemporaneidades en el marco de un minimalismo que siempre resulta más interesante y productivo en su sequedad y su misterio.
¿Y quién nos cuida de los cuidadores? Larysa Kondracki prefiere correr el riesgo de caminar al filo del golpe bajo antes que el de la estetización de la violencia. Hollywood suele tener un gran aprecio por colgar el cartelito de “basado en hechos reales” en el comienzo de sus producciones. Siempre manipula estos hechos reales para que encajen en el molde del entertainment. La mayoría de las veces los espectaculariza y en otras los utiliza para ayudar a crear conciencia o aliviarla. Una historia de vida fuerte, con el protagonismo de un ser humano común y corriente que consigue derribar sistemas o derrotar poderes en las sombras, es una receta imbatible y una ocasión para sumar sino público al menos premios y reconocimiento y como vehículo para el lucimiento de alguna estrella. La verdad oculta cumple con todos los pasos descriptos. Una policía de Nebraska se incorpora a los cuerpos de paz de la ONU en Bosnia después de la guerra de los Balcanes, con el único fin de obtener una buena remuneración que le permita recuperar la tenencia de sus hijos, perdida luego del divorcio. Pero eso cambiará a medida que el tiempo pase y ella se inmiscuya en su labor humanitaria porque descubrirá cosas que no pueden salir a la luz. Una red de tráfico y trata de personas involucra a los Cascos Azules, las mafias de Europa del Este, policías de la zona y la misma ONU y somete a las jóvenes del lugar al abuso y la degradación sexual, psicológica y física, cuando no a su asesinato. Entre el thriller, el suspenso y el melodrama navega la película que se apoya en los lugares comunes y las obviedades para desplegar la narración. Pero donde a pesar de las explicitaciones hay que reconocer que la crudeza de las imágenes (en su puesta en escena y en el uso de una fotografía oscura, nocturnal y de tonos fríos) que la directora Larysa Kondracki elige es devastadora y prefiere correr el riesgo de caminar siempre al filo del golpe bajo antes que en la estetización de la violencia. Lo que balancea al filme con sus secuencias de diálogos políticamente correctos y buenas intenciones. Un elenco que uno sabe militante de causas sociales en la vida real (Bellucci, Redgrave, Strathairn) acepta papeles secundarios y Rachel Weisz se pone la película al hombro en un rol que le permite conjugar actuación y compromiso.
¡No ves que sos mi semejante! El guión quiere y respeta a esos personajes que construyó y los muestra sin preferencias ni jerarquías, dándoles un espacio para hacer y ser, con la oscuridad y la luz que todos portamos. Al pie del Cerro Bayo los lugareños de un pueblo del sur argentino viven a la espera de la temporada alta, y el turismo que deviene de ella, como si fuera la única posibilidad de trascendencia. Ese comienzo puede significar el cielo o el infierno. Todo el resto del año gira alrededor de ese instante, de ese breve momento. El conocido dicho popular de “pueblo chico, infierno grande” se despliega en Cerro Bayo desandando los clisés y dando cuerpo y carnadura real a los estereotipos humanos. Los Keller son una familia bastante clásica: madre, padre, dos hijos y una abuela viuda. Se quieren como pueden o como son capaces de expresarlo, se acompañan, se llevan. Algunos más, otros menos. Cuando la abuela intente quitarse la vida y acabe en coma, cada integrante se despabilará un poco, apenas un poco, (no hay -inteligente mirada- como en la vida cambios fundamentales resueltos de la noche a la mañana), y la llegada de la otra hija, “la que vive en la Capital”, ayudará al movimiento. Eso y un supuesto dinero ganado en el casino por la anciana matriarca y sobre el que varios de ellos depositan la concreción de sus sueños. La directora Victoria Galardi (en su primera incursión en solitario, su opera prima Amorosa soledad fue firmada en conjunto con Martín Carranza) maneja con mano experta una trama que envuelve al espectador en una historia pequeña, de esas que se nutren de los detalles haciéndolos pistas, pero también prueba de una cotidianeidad que se respira con suma naturalidad, y que sedimentan al ir decantando el tiempo. Preferencias maternas, diferencias entre hermanos, (in)comunicaciones familiares, futuros triunfantes, fracasos no asumidos, diferencias económicas, amores contrariados, valores cambiados, miedos, reproches, envidias, sueños rotos, realidades negadas. Todos estos tópicos, y más, se desarrollan en la película sin tener que recurrir a frases hechas, parlamentos altisonantes, momentos reveladores o bajadas de línea. Con la sapiencia de la comedia para hablar de “temas importantes” sin empuñar el dedo pedagógico ni moralizador. Y sin apostar a la abundancia de las explicaciones justificatorias o los orígenes de los conflictos que simplemente se plantean en una oración o un gesto o un silencio. Logro de un excelente guión, trabajado para conseguir su verosímil, y de un equipo actoral que no desentona en ningún momento. Cada aporte suma a la totalidad sin que se diluya ninguna individualidad ni sus particularidades. El guión quiere y respeta a esos personajes que construyó y los muestra sin preferencias ni jerarquías, dándoles un espacio para hacer y ser, con la oscuridad y la luz que todos portamos, con esas mezquindades egoístas y pequeñitas que nos hacen odiosos y con esos arrebatos de amor que nos salvan. Cómo no comprender la tristeza de ya no ser dos de Juana (Gleijer), o el dolor de Marta (Barraza) ante la pérdida, o la necesidad de la negación de Mercedes (Llinás) por lo que no fue, o la adolescente creencia de alcanzar el logro sin medir la entrega de Inés (Efrón). Y también está Eduardo (Arengo) con una excesiva pulsión al trabajo y el resultado económico como sostén y seguridad y Lucas (Pérez Biscayart) replicando, sin darse cuenta, lo que detesta de su padre en sus mismos sueños, y uno los entiende. Pero sin ser satélites ni prescindentes, los hombres del filme no son centrales. Son ellas (sin convertir el filme en un panegírico feminista) las que entretejen los hilos de la narración y las que buscan y las que detrás de cierto conformismo ocultan una elección y las que se niegan a creer que lo que hay es únicamente lo que hay. Y tienen razón.
¿Qué ves cuando me ves? Filme austero y logrado de profunda humanidad. Martín (un sobresaliente Javier De Pietro), un alumno de cuarto año de colegio privado, toma su clase de natación y de repente una molestia ocular obliga a Sebastián (gran trabajo de Carlos Echevarría), su profesor, a que lo acompañe a una guardia. Ese percance origina una seguidilla de desencuentros que dejan, por ese día, al adolescente fuera de su casa, sin llave, sin celular y sin mayor responsable que se haga cargo de él. El docente, con todos los inconvenientes que puede ocasionarle semejante decisión, lo lleva a su departamento a pasar la noche. Ausente, la segunda película de Marco Berger (que se dio a conocer con la interesante Plan B), se desenvuelve como un thriller que aporta datos sesgados, oblicuos, indirectos y va sumiendo al espectador en una inquietante trama que parece, a pesar de su simpleza, decir más de lo que dice, contar más de lo que muestra. Y de repente el primer quiebre devela y vuelve a ocultar -anticipando la ausencia (en este caso premeditada, finalmente involuntaria) definitiva-, para dejar colocado al público en otra tensión que ya no tiene que ver con el suspenso de lo que vendrá sino con el devenir de la relación establecida que ahora fluirá en los terrenos de cierto drama existencialista. La ambigüedad es esencial tanto como eje conductor en la filmografía de Berger cuanto como eficaz herramienta interpretativa para la deconstrucción crítica. Nada más transparente que los vidrios que parecen multiplicarse en la puesta en escena de la película y sin embargo nada más opaco que esa imagen que se proyecta en o a través de ellos. Nada más ausente que quien ya no está y a la vez nada más presente que esa ausencia. Nada más placentero que el deseo y al mismo tiempo nada más mortificante. Martín se mira en cuanto espejo encuentre en su camino. Es una constante. Se arregla el pelo, hace algún que otro mohín, pero no se podría afirmar que lo suyo es veleidad o narcisismo. Más bien todo lo contrario. Hay una búsqueda en su mirada reflejada. Como si quisiera asirse, como si confiara en que esa imagen le dará la razón de ser. Más allá del freudismo o el lacanismo (pero sin olvidar su poder simbólico) que dieron forma al “estadio del espejo” como instancia formadora del yo, el simple mecanismo de la cotidianeidad visual (exacerbada) de estos tiempos es a la vez llamativa y no. Martín se muestra como un adolescente común y corriente, algo parco, un poco tímido, y de repente asoman gestos mínimos, pequeños detalles que siembran dudas sobre esta apreciación. ¿Qué quiere? ¿Qué busca? ¿Qué persigue? En ese camino el cruce con su profesor será revelador. Para ambos. Berger saca provecho de un elenco acertado y construye una puesta en escena clásica y plástica (donde la iluminación y la música intensifican los climas), pero también fragmentada tanto en forma como en fondo, y vuelve a encuadrar la cámara a determinadas alturas corporales que inevitablemente llaman la atención (genitales y culos, no necesariamente desnudos pero tampoco evitándolos) sorteando la delgada línea que separa el morbo de la naturalidad sexual y colocando al espectador en una productiva incomodidad visual. Abundan los planos de ojos y miradas y los cruces de éstas resultan fundamentales para completar lo que las palabras no pueden (y no sólo en la relación de los protagonistas sino además en la que aportan los terceros: el encargado del edificio, la vecina, las docentes). La importancia de los códigos no verbales (posturas corporales, gestuales, etc.) se aúnan con la palabra para mostrar ese intrincado camino que debe atravesar quien ha optado por una sexualidad diferente. Si la identidad sexual está puesta en juego, o más aún la elección del objeto de deseo no responde a la heteronorma, más difícil encuentra la manera de expresarse y más complicada la identificación. Pero nada de esta teoría se declama en parlamentos o frases altisonantes, simplemente se desprende de la trama narrativa, de la (in)determinación de los personajes, del decurso de los hechos. De ahí su universalidad. Por eso duele el cachetazo, por eso nos conmovemos por lo que “ocurre” en ese vestuario final. Porque nada de lo humano puede sernos ajeno. Y si de algo (entre otras tantas cosas) puede hacer ostentación Ausente es de su profunda y sincera humanidad.