Un escudo humano El Capitán América es un superhéroe fechado. O al menos uno que lidia con una idea previa muy arraigada de sus posibles espectadores. Nacido a la sombra del espíritu patriótico que desplegó el gobierno estadounidense en el momento de sumarse a la Segunda Guerra Mundial para arengar a sus ciudadanos a sumarse a las filas del ejército o a apoyar con sus aportes económicos la carrera armamentística, el Capitán América fue un mega éxito que desde los cómics (con ventas millonarias de ejemplares) ayudó a la campaña y tras el triunfo cayó en el olvido o el desinterés. Con la reinvención de Marvel efectuada por Stan Lee y sus colaboradores en los ‘60 el personaje se liberó de la pesada carga patriotera y comenzó a mostrarse como el adalid de los derechos de los indefensos del mundo por encima de cualquier bandera y aún a costa de tener que enfrentarse a su propio gobierno imbuido de corrupción y capaz de traicionar a los ideales de libertad e igualdad. Así, arrastrado por la incontenible andanada de superhéroes que llegan a la pantalla grande le tocó su turno al “Capi”, como el último aperitivo antes de la promocionada película que reunirá a Los Vengadores en una misión que se anuncia para el 2012. Estamos en plena Segunda Guerra Mundial y Steve Rogers (Evan), un esmirriado joven, con una testarudez por ingresar al ejército digna de mejores causas, se ve incorporado para ser parte del experimento de un científico alemán (Tucci) exiliado en EE.UU. Gracias a él se convierte en el poderoso Capitán América pero en un principio sólo será el anfitrión de los shows que se montan para recaudar fondos o una especie de payaso, con sus calzas azules y su máscara, que los soldados desprecian y del cual se burlan mientras oficia de conductor en las variedades que se presentan en los descansos entre batallas, hasta que consigue demostrar sus dotes. Mientras tanto Cráneo Rojo/Red Skull (Weaving), especie de lugarteniente de Hitler, y conductor de Hydra (una división de investigación “científica” del Tercer Reich), -producto de otro experimento fallido-, con el auxilio de un mítico objeto de Odín intentará llevar a cabo sus planes de dominación sobre el mundo. Ambos personajes en un encuentro final decidirán el curso de la guerra y de sus propios destinos. Joe Johnston construyó un filme que se deja ver, con ese aire a los de aventuras al modo clásico, entretenido y ágil, sin abusar de los efectos ni las escenas de combate más de lo necesario y sin dejar de lado los toques de humor ni el apunte romántico. Utilizando una estética old-fashioned (donde casi el único punto flojo es el traje del héroe) y hasta mostrando una mirada cuestionadora de la alianza entre lo militar y el show business (la escena de la coreografía es reveladora). Los personajes ofrecen una cierta carnadura que los saca de la dimensión plana (pero sin llegar a los conflictos de los X-Men, por poner un ejemplo). Los protagonistas aportan credibilidad (Chris Evans se convierte en uno de los actores hollywoodenses que consiguieron dar cuerpo a dos superhéroes completamente diferentes -antes fue la Antorcha de Los 4 Fantásticos-, saliendo airoso del trance) y los secundarios se lucen (Tommy Lee Jones, Stanley Tucci, Dominic Cooper). Lo que no puede ocultar Capitán América: el primer vengador es el desgaste que el cumplimiento a rajatabla de una receta comienza a provocar. Nada de sorpresas ni novedades. Como un balde de pochoclo que uno compra con ansias y nunca jamás nadie llega a terminar, y si lo hace no hay placer final sino una sensación a empacho. Si se quedan hasta después de los títulos verán las imágenes que anticipan lo que vendrá.
Qué importa el bla bla bla Con su experiencia Ozpetek se toma su tiempo para desenredar vericuetos vodevilescos que afectan a la familia reflejando los problemas que aquejan a todos más allá de las elecciones sexuales. El director italo-turco Ferzan Ozpetek ha desarrollado en su filmografía el coming out de sus protagonistas y aquellas situaciones que devienen de esa toma de decisión. Películas como El baño turco, El hada ignorante, La ventana de enfrente lo convirtieron en una especie de adalid de la homosexualidad pero más en un fino observador de esos detalles íntimos y sentimentales que moldean los dramas sin recurrir a los golpes bajos ni erigir panfletos. Siempre recostado en la construcción de personajes cercanos y conflictuados que bien consiguen generar empatía con los espectadores y su sensibilidad. Acercarlos en la comprensión más que alejarlos en los prejuicios. Tengo algo que decirles no es la excepción, apenas la diferencia radica en la apuesta por ciertos toques de humor más tomados en cuenta a la hora de mostrar a esta familia presa de sus secretos y silencios. Los Cantone son dueños de una empresa de pastas en Lecce (el sur de Italia). Familia tradicional y conservadora conformada por Vincenzo el pater familiae y está todo dicho, Stefania la madre burguesa y negadora, Luciana la tía histérica y solterona, Antonio el hijo mayor siempre correcto, Elena la hija relegada por ser mujer y siempre detrás de su marido y sus hijas y la abuela que arrastra el pasado de un amor imposible. Cuando Tommaso regrese de Roma con toda la intención de develar sus verdaderos intereses (no estudia economía sino Letras y ansía publicar su primera novela) y sus deseos (homo)sexuales, alguien se le adelantará en la cena y todo quedará patas arriba en esta familia donde, quien más, quien menos, todos son un poco balas perdidas. Esos días de convivencia le servirán para comprender algo más sobre las relaciones paterno filiales y descubrir cuántos mandatos nos dominan y cómo en virtud de no lastimar al otro nos lastimamos más nosotros y nada podemos hacer para satisfacer los deseos de los demás. Tommaso se constituye en una especie de narrador menos por su voz narradora (que no es tal) que por esa inquietud literaria que lo forja y por ese final en el que los personajes comulgan a puro sentimiento en un baile (del que no podemos olvidar su funcionalidad cinematográfica como sublimación erótica). Ozpetek se toma su tiempo para desenredar estos vericuetos vodevilescos que afectan a toda la familia utilizando los clisés de la italianidad con sus gritos, sus catástrofes, sus telenovelones. sus afectados humores y sus hipocresías de clase alta y provinciana, pero los desarma en caracterizaciones que son profundamente humanas y tridimensionales consiguiendo emoción y empatía. Quizá tantos personajes (hay que agregar a Alba, la heredera del otro grupo familiar en fusión, con claras marcas que la vuelven otra distinta, y a Marco, el novio de Tomasso, y el grupo de amigos que se aparecen de improviso en la mansión y desencadenan un sinfín de enredos cómicos) estiren por demás la trama, dilatando el secreto del protagonista y el momento de anunciarlo, pero aportan su cuota de interés y reflejan los problemas que aquejan a todos más allá de las elecciones sexuales. Un elenco de afiatadas actuaciones y una banda sonora encantadora son aportes que sumados a una puesta en escena clásica hacen de Tengo algo que decirles un lúcido entretenimiento que acerca con una bienvenida ligereza y una liviandad que no se torna superficialidad, profundos conflictos humanos que no lo son menos por exponerlos desde la comedia. Si bien cierta manifestación sobre la diferencia puede resultar remanida y antigua, la vida cotidiana demuestra que más allá de los avances conseguidos y los buenos deseos las opciones fuera de la norma aún soportan castigos, miradas inquisidoras, dedos acusatorios y comentarios por lo bajo y nunca está de más volver a revisar viejos esquemas. Los primeros planos de los ojos de Tomassso viendo al grupo en la playa o de Alba viendo a los jóvenes despedirse o el mismo relato de espaldas del protagonista en el que da cuenta de cómo a veces lo deja avanzar a Marco entre la multitud para comprender la diferencia que resulta de estar juntos, es un sentimiento que trasciende cualquier objeto de deseo para convertirse en simplemente (¡cómo si fuera simple!) una relación de amor. Y no hay nada que debería importar más.
Siempre hay un roto para un descosido El amor suele ser complicado. O a la ficción le conviene que así se presente para construir si ya un drama, la imposibilidad; si un culebrón, la extensión anual de sus capítulos, y si una comedia, los enredos que suspendan transitoriamente el encuentro final. La comedia romántica, que en estos tiempos anda a trompicones, es un género que por su materia primordial ostenta una aceptación popular que se sostiene a pesar de que el contexto posmoderno haya licuado el amor y especialmente que los productos que el cine ofrece bajo ese rubro en sus últimas entregas (salvo honrosas excepciones: 500 días con ella, la argentina Plan B) pequen de anquilosados, aburridos, estúpidos, normativos y, por sobre todo, poco entretenidos. Ante cada aparición de un filme de estas características uno se ilusiona, prueba y termina entregado (como en la vida real) a una nueva decepción. No me quites a mi novio (basado en el best seller chick lit “Algo prestado” cuya continuación “Algo azul” se deja entrever por desgracia en los títulos finales -estos elementos más “algo nuevo” y “algo viejo” son los que la tradición encarga a la novia que debe llevar en la boda-) cumple, a rajatabla y empeñosamente, con todos y cada uno de los errores que Hollywood viene cometiendo con el género. Rachel (Goodwin) festeja sus 30 años. Es abogada de un bufete importante en Nueva York y no le gusta ser el centro de atención. Pero su mejor amiga Darcy (Hudson), extrovertida, frívola, narcisista y sin profesión u oficio a la vista, le organiza la consabida fiesta sorpresa. Que no es sorpresa ni siquiera para la homenajeada (que por cariño incondicional a su amiga pone su mejor cara de asombro). De la misma también participan, entre otros, Claire (Williams) la “gordita” del grupo, enamorada casi desesperada de Ethan (Krasinski) el amigo confidente y leal de la protagonista, escritor en ciernes; Marcus (Howey), guarro, bruto, en calentura constante y amigo de la infancia y recién reencontrado de la tercera pata del triángulo amoroso, Dex (Egglesfield), también abogado y carilindo. Rachel y Dex se conocieron en la universidad y compartieron todo ese tiempo sin animarse a revelar(se) sus sentimientos. Cuando se reciben, Darcy aparece convocada al evento por su amiga y con su desparpajo se queda con el muchacho, un poco porque la rubia está bastante bien y dispuesta, otro porque la morocha se hace la desinteresada y otro porque un hombre siempre tiene que aceptar “la oferta” para ser hombre. Así llegamos al hoy con los preparativos de una boda a la que le faltan los días suficientes para que lo que en seis años no sucedió, suceda (y admitámoslo de una puta vez: lo que no fue en su momento, no lo será nunca jamás, por más que sigamos girando en derredor de esas vidas y por más películas de amor que pretendan demostrarnos lo contrario). Idas y vueltas, enamorados que aman a otros que aman a otros, -a los gritos o en secreto-, traiciones y mentiras se hilvanan en el filme durante sus interminables más de 100 minutos para alcanzar lo que se sospecha desde un comienzo. Y eso no está mal, es parte del contrato que como espectadores firmamos. El problema es el entre, el durante usado para desarrollar la historia. Los treintañeros que protagonizan estos encuentros y desencuentros sufren de una histeria que ni siquiera es creíble en adolescentes. Nadie niega que las etapas se hayan alargado en la vida real y hoy en día se actúe un peterpanismo eterno, pero para eso sobra con un espejo y no la mediación del arte. Es realmente insoportable el histerismo que en este caso se adosa al egoísmo y a la negación. Los personajes construidos patéticamente (pero sin buscar ese resultado) y con todos los clisés deambulan sus miserias en lugares cool, ultrasofisticados y de alto poder adquisitivo (restaurantes, mansiones, casas de veraneo en The Hamptons) que en lugar de atraer nuestro deseo los expone más ridículamente. El guión al resaltar los defectos consigue, en lugar de humanizar a los personajes, volverlos poco queribles y sin posibilidad de empatía alguna: Rachel es incapaz de ver la realidad y se victimiza sin asumir su responsabilidad y nos termina por hartar; Dex juega a dos puntas con una naturalidad asombrosa para ser “el” galán y por si fuera poco cuando lo hacen responder siguiendo los mandatos paternos en cuanto a clase y diferencia social lo arrojan a un abismo del que ya no podemos rescatarlo; en cuanto a Darcy su nivel de egocentrismo que aparece desde el primer minuto, su ignorancia manifiesta y hasta casi festejada y su no registro para con el otro llegan al clímax en la necesidad de “castigarla” a través del sexo y así conseguir emparejarlos y justificar las traiciones. Por lo tanto no sorprende que el conservadurismo y los roles heteronormativos estén a la orden del día: mujeres mostradas como madres y si son profesionales, incompletas sin el hombre (una de las últimas escenas con la camisa de Dex que le compró Darcy y que fue a buscar a la tintorería Rachel mientras él está sentado casi con las piernas abiertas en un banco de la calle esperándola es sencillamente repulsiva), hombres prehistóricos o niños inimputables, pero machos, y la recurrencia a lo diferente (gay, gordo) desde el humor más básico y discriminador, son sólo algunas de las maravillosas ideas sobre las que se asienta este insufrible film. Que además se queda sin tema ni gracia ni bien arranca y estira lo inexistente hasta lo imposible. Sin timing ni ingenio, apenas las apariciones de Krasinski son un remanso de coherencia, inteligencia, humor y humanidad. A propósito, Ethan, su personaje, en un momento le grita a Rachel que ella y Dex se merecen, que son tal para cual, y esa realidad es tan inapelable y tan cierta que uno no puede sino salir del cine aplaudiendo el happy ending, que en este caso funciona como condena y nos hace creer que el mal a veces paga
Hernández Cordón realiza una película pequeñísima que se disfraza de docuficción y se apoya fuertemente en la gracia y la presencia de los actores. Alfonso es músico. Toca la marimba, instrumento guatemalteco, especie de xilofón de madera más grande. Producto de una extorsión de unos malvivientes se queda sin casa, debiendo ocultarse y desocupado. Lo único que puede salvar es su marimba y la defenderá con uñas y dientes. En su trayecto se cruza con un Chiquilín ladronzuelo y con Blacko, ex satanista, ex evangélico, ahora judío ortodoxo y siempre músico metalero y médico. Este trío será el centro de Las marimbas del infierno, una coproducción guatemalteca-española que viene arrasando con los premios en cuanto festival se presenta. Julio Hernández Cordón realiza una película pequeñísima que se disfraza de docuficción y se apoya fuertemente en la gracia y la presencia de los actores, lo que entrega momentos muy logrados y otros menores. Con esa falta de balance en contra y esa apuesta sin pretensiones a favor es que podemos rescatar cierta originalidad y simpatía en algunos personajes mientras que otros adolecen de intrascendencia o se asemejan a estereotipos. El registro a veces costumbrista tampoco ayuda pero cuando el exceso y el absurdo se sueltan asoman logrados intentos.
Vintage Potiche amalgama forma y contenido con lucidez y entrega una primera parte ágil y divertida que se resiente con el regreso de Robert procura retomar el rumbo, volviéndose entonces un poco alargada, más previsible y menos fresca. François Ozon volvió a abrevar del teatro como en Gotas que caen sobre rocas calientes o en 8 mujeres para seguir contando eso que tanto le interesa como son las historias de mujeres fuertes. Potiche es un típico y clásico vodevil francés de los ‘70 y es así que el director plantó la cámara como si el tiempo no hubiera pasado y reconstruye la estética (con logrados trabajos de arte y vestuario) y la manera de filmar en esos años no sin olvidar actualizar con nuevos trazos algunos apuntes contemporáneos para mostrar que ciertos modos no cambian tanto. Estamos en la Francia de1977 donde Robert Pujol (Luchini) es el dueño de una fábrica de paraguas que maneja con mano firme y autoritaria. Clisé del empresario que desprecia al sindicato y los representantes políticos afines a los trabajadores, rechaza cualquier consejo de modernidad, tiene como amante a su secretaria, trata a su esposa como un objeto decorativo más de la casa y a sus vástagos como inútiles. Una enfermedad lo dejará fuera del directorio por un tiempo y su lugar recaerá en las manos de Suzanne (Deneuve), esa señora ama de casa tan sumisa, menospreciada y desvalorizada, quien para sorpresa de todos se desenvolverá con inteligencia y logrará sortear cada uno de los escollos que se le presentan, aliándose a Maurice Babin (Depardieu), -un diputado comunista y ex dirigente gremial que mucho tiempo atrás ha sido su amante-, y pidiendo la colaboración de sus hijos y del plantel de la fábrica, consiguiendo además pingües ganancias. Cuando el ex patrón intente volver a su puesto gerencial las cosas ya no serán como antes, ya no pueden serlo. Comedia brillante -donde lo retro y lo kitsch se dan la mano-, Potiche amalgama forma y contenido con lucidez y entrega una primera parte ágil y divertida que se resiente cuando el regreso masculino procura retomar el rumbo, volviéndose entonces un poco alargada, más previsible y menos fresca. Las relaciones y los roles familiares, las disputas de género y de clase, el machismo y el feminismo en la práctica cotidiana como maneras de vinculación y de dominio interpersonal y social son algunas de las observaciones que el guión establece y plantea sin salirse de la liviandad del género ni bajar línea panfletariamente. Un elenco sin fisuras acompaña a los protagonistas, dos íconos del firmamento francés: Depardieu, que vale lo que pesa, y Deneuve, bella y encantadora como siempre (con el plus del guiño a la maravillosa Los paraguas de Cherburgo).
Hacerse cargo La película se vuelca al humor negro, la ironía y el sarcasmo provocando risa a partir de situaciones absurdas que los personajes transitan más llevados por sus propias faltas que por una mirada omnisciente que los juzga o los manipula. La dupla Cohn-Duprat viene abriendo un camino para el cine argentino que resulta interesante y distinto. Con El artista y El hombre de al lado demostraron que pueden aunar ideas y entretenimiento con originalidad y sin envarados intelectualismos. En Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo acometen un nuevo riesgo y salen airosos. El escritor Alberto Laiseca oficia de narrador (la película está basada en un cuento inédito suyo), especie de demiurgo y autoridad, que entre acotaciones, argucias, opiniones extremistas y punzantes, enuncia el estilo que moldeará el relato: las difuminaciones entre realidad y ficción, la fantasía que puede volverse real y el cinismo como tono. El prólogo nos lleva a Marruecos en otra época, un hombre (Poncela) alcanzado, -contra toda ley-, por dos rayos recibe el don de la inmortalidad y jugará con él a su propio provecho y beneficio. Ya en la actualidad y en Olavarría se cruzará con Ernesto (Disi) un sesentón mediocre con una vida anodina y gris que verá en el pacto fáustico al que es convidado la posibilidad de revertir su presente y de paso resolver deudas pendientes. La transacción consiste en recibir un millón de dólares por regresar en el tiempo y volver a vivir diez años de la propia vida a elección del afortunado. Con los conocimientos de hoy y sin poder abandonar ni un minuto antes el plazo estipulado. Ernesto comprenderá que hay milagros que pueden ser una maldición. La película se vuelca al humor negro, la ironía y el sarcasmo provocando la risa a partir de las situaciones absurdas o ridículas que los personajes transitan más llevados por sus propias faltas que por una mirada omnisciente que los juzga o los manipula al libre arbitrio de un guión ingenioso. A decir verdad el libre albedrío se pone en juego y nos expone las carencias que no queremos reconocer o advierte que los finales felices y las resoluciones emotivas suelen ser parte de un deseo no siempre al alcance o un remedo de un filme hollywoodense donde todo se soluciona ficticiamente. Nunca más alejado de la vida corriente, esa de todos los días. Y exponiendo un pensamiento sobre el argentino donde la condescendencia está completamente dejada de lado. Corriéndose de los postulados políticamente correctos el guión ofrece despiadadas miradas sobre los hombres que sería exagerado considerar misantropía. Tampoco las comparaciones con los personajes salidos del mundo de los Coen resultan válidas. Que alguien no pueda con su vida y todo le salga mal, ¿es una cretinada omnipotente de los directores y guionistas o es una observación sobre actitudes humanas y la necesidad de reflexionar sobre ellas? Mostrar desde otra perspectiva, más ácida, menos edulcorada, las diferentes etapas de la vida ¿por qué debería ser menos lícito que los cuestionamientos tildados de serios y empeñosamente melodramáticos? Además de una puesta sobria y de una mezcla buscada de géneros es de destacar el lucimiento de cada integrante del elenco y donde Emilio Disi ofrece una actuación completamente alejada de los estereotipos televisivos a los que nos tiene acostumbrados en un registro seco y poco afecto a la empatía segura y facilista. La postura laisecana tiñe todo el filme y obviamente no es una actitud ni común ni apta para conciencias bienpensantes y mucho menos hipócritamente humanistas pero eso no debería negar la inteligencia de un guión que asume riesgos, que escapa a la risa fácil y que nos devuelve una imagen que evidentemente no queremos ver.
Un dios caído a la Tierra El plus lo brinda Kennet Brannagh. El director shakesperiano se da el lujo de detenerse (sin detener la acción) en esas complejidades de los personajes y mostrar los lados oscuros de cada uno de ellos. Los superhéroes de la Marvel tienen siempre una complejidad que los hace interesantes. Ya sea con sus poderes, con las responsabilidades que éstos le acarrean, con la imposibilidad de llevar adelante una vida común y corriente, pareciera que la diferencia que los caracteriza los vuelve más carne de diván que al resto de los mortales o quizá eso mismo los haga más cercanos a nosotros. Hay algo de mito griego, con esas disputas de los dioses tan humanas y hasta mezquinas, que también subyace en sus bases. Thor es un claro ejemplo de esto pero con la mezcla de otra mitología, la nórdica, en la que funge como el Dios del Trueno. En la película que lleva su nombre, Thor (Hemsworth) es un joven rebelde y altanero, preso de una soberbia sobrehumana que con el ímpetu y la impunidad de la juventud desafía cualquier reto y vive metiéndose en problemas. Cuando su padre, el rey Odín (Hopkins), intente legarle el trono de Asgard, una intromisión de los Jotuns -los gigantes de hielo, (que luego se sabrá parte de un complot traicionero)-, terminará en una aventura casi fatal comandada por Thor y su consiguiente expulsión del reino, como castigo, para caer en Midgard (la Tierra). Odín entra en un sueño que lo inmoviliza y entonces Loki (Hiddleston), su hijo menor, accede al poder negando el regreso de su hermano y tramando alianzas extrañas. El irascible y pedante héroe se cruzará en la Tierra con Jane Foster (Portman) -quien se volverá su interés romántico-, una científica en busca de los puentes de paso a otros mundos y mientras tanto tendrá que descubrir cómo volver a ser un digno poseedor de su martillo de poder (Mjölnir) para lo que deberá aprender de humildad, a controlar sus humores y, en definitiva, crecer. Que de eso, al fin y al cabo, también se trata Thor, o sea del pasaje de la juventud a la madurez, de la rebeldía irracional a la responsabilidad. El filme es el típico blockbuster hollywoodense que hace uso y abuso del avance tecnológico en el campo de los efectos digitales, a esta altura es imposible que la imaginación de los guionistas no se permita explorar cualquier locura sabiendo que todo puede ser construido CGI mediante. El plus en este caso le cabe a la elección de Kennet Brannagh en la realización. El director shakesperiano se da el lujo de detenerse (sin detener la acción) en esas complejidades de los personajes y mostrar los lados oscuros de cada uno de ellos. Ni los buenos son tontos de tan buenísimos ni los malos no tienen su razón de ser. Las disputas familiares están a la orden del día y con ellas las revelaciones de orígenes espurios, las manipulaciones que los dioses envalentonados por su poder absoluto tejen con total convicción de su buena acción. Si eso sucede en Asgard, en la Tierra la SHIELD -encabezada por el agente Coulson-, actúa ante la aparición de un “extraterrestre” manejándose como en espejo de aquellos dioses impunes y la gente común ve sucederse todo ante sus ojos sin explicación y sufriendo los conocidos efectos colaterales. Si las intrigas palaciegas y los parlamentos trágicos fluyen con naturalidad y los pasos de comedia aflojan las tensiones, las secuencias de acción son más de lo mismo -con el mismo vacuo uso del 3D-, pero cada vez más asombrosas. Los nombres convocados para el elenco garantizan sus performances y el protagonista puede demostrar que es algo más que un cuerpo modelado por el gimnasio (del que igual hace ostentación). Los cameos de Nick Fury (Jackson) y Hawkeye (Renner) y el nombre de Tony Stark-Iron Man siguen anticipando que The Avengers se encuentra cada vez más cerca. En tanto Thor entrega una interesante primera aparición. Recomendación: quédense hasta después de los títulos de crédito finales.
Grandes actuaciones y la sapiencia a la que nos tiene acostumbrados Carlos Sorín hacen de este, un filme que entretiene inteligentemente. Después de incursionar en películas donde los no actores se volvían imprescindibles y centrales en las narraciones elegidas, esas de historias pequeñas y humanas que lentamente fueron gastando el recurso (Historias mínimas, El perro y El camino de San Diego), y de un austero y algo fallido filme como La ventana, Carlos Sorín regresa al cine con un correcto ejercicio de género. Luis (Luque) es un profesor universitario que comienza a padecer graves trastornos psicóticos que amenazan su estabilidad emocional y la integridad propia y la de sus allegados. Cree que un colega está interesado en robarle una investigación que viene trabajando hace tiempo y que intuye lo va a instalar en el mundo de la Academia y sospecha que su esposa Beatriz (Spelzini) lo está ayudando. Cuando la violencia se presente, Luis es internado en un neuropsiquiátrico. Con este prólogo es que ingresamos al mundo de esta burguesía que será el locus donde se desarrollará El gato desaparece. Luis a punto de ser dado de alta y Beatriz recibiéndolo de nuevo en el hogar conyugal. La película es un thriller que cumple a rajatabla con todas las reglas y procedimientos del género. Así nos vemos envueltos en un angustioso y atrapante relato siguiendo los temores que primero le surgen a la protagonista y que lentamente se van tornando miedos más palpables y finalmente terrores atávicos. ¿Qué es la normalidad? ¿Qué es la locura? ¿Cuando se cruzan determinadas fronteras se puede regresar? ¿Adónde? Como en una olla a presión pequeños e insignificantes detalles que antes podrían pasar inadvertidos ahora se vuelven sustanciales y preponderantes. De esos detalles se vale Sorín para atarnos a la butaca y crear personajes creíbles que van transformándose sutilmente ante nuestros ojos: extrañas actitudes, silencios, nuevas percepciones, cuelgues de atención y la presencia/ausencia del felino que algo parece presentir. Grandes actuaciones de los protagonistas y un elenco que acompaña sin fisuras, una banda sonora de Nicolás Sorín precisa y ajustada y la sapiencia a la que nos tiene acostumbrados el director hacen de El gato desaparece un filme que, -a pesar de cierto trazo grueso en la abrupta resolución, de una intriga que hace abuso de su minimalismo y de un exceso de corrección y esteticismo-, une lo clásico con lo popular y entretiene inteligentemente.
Sin vergüenza Hay ciertos misterios en el cine nacional que jamás podrán resolverse. La filmografía de Rafecas es uno de ellos. Sus proyectos que se concretan y reúnen un elenco de “nombres” (tanto en el reparto como en el equipo técnico) suelen ser algo inexplicable. No es sencillo hacer un cine popular y menos cuando uno se interna en mundos que no le pertenecen para contar la fiesta ajena. Difícilmente no se note el esfuerzo. Y Cruzadas es un claro ejemplo de ello. La comedia es un género que necesita timing y el grotesco requiere un estado de gracia superlativo. Y acá se carece de todo eso. Ernesto Pérez Roble (Pinti), un hombre de 96 años, dueño de un mega holding mediático, comprende tarde que ha vivido equivocado y antes de morir pretende subsanar alguno de esos errores. Su hija Juana (Casán) es una abogada ambiciosa y cínica, que oculta un hijo cuadripléjico, y a la que sólo le interesa el poder y el dinero. Camila (Guevara) es la empresaria más famosa del mundo de la bailanta, también tiene una hija que hace honor al apellido que no sabe que porta, porque algo ha hecho que esta parte de la familia desconozca su verdadero origen. Hasta que vuelvan a juntarse las media-hermanas en el velatorio del padre y los dos mundos choquen sin medida. Historia típica de culebrón, el problema no es su poca originalidad sino la construcción que a partir de estereotipos y lugares comunes invade todo el guión y no consigue más que personajes unidimensionales, previsibles, chatos y forzados. Y la necesidad notoria de fabricar humor sin lograrlo jamás. El trazo más grueso parece ser la única manera que se ha encontrado para pintar todo el relato. Y entonces el patetismo aparece en todo su esplendor (el musical en la reunión de directorio es el clímax). Vergüenza ajena da ser testigo de muchas escenas. Y por si fuera poco se pretende enseñarnos, con dedo admonitorio, lo prejuiciosos que podemos ser desde el mismo prejuicio disfrazado de políticamente correcto. Entre la esquizofrenia y la hipocresía si somos sutiles, pura hijaputez si abandonamos los eufemismos. Marionetas de una búsqueda que apunta claramente a otra cosa son los personajes y el guión que se resuelve velozmente y a los ponchazos ensalzando al amor como la posibilidad de cambio. El pobre, el “negro de mierda” puede que llegue a las Lomas de San Isidro y se siente a la mesa en salones donde se maneja el poder para apoyar su revólver pero deberá esconderlo para guardar las formas, ayudar a fabricar el show estupidizante y alienante (con ínfulas de mensajes concientizadores), pero especialmente deberá mostrar su humildad y su sometimiento a las decisiones de los que saben para ser aceptados. Clara alianza que nos retrotrae a la que sustentó al menemato para producir el cambio gatopardista y mantener el status quo haciendo del revolucionario efecto carnavalesco apenas un disfraz de cartón pintado. Mientras Pinti y Moria hacen de Pinti y Moria (pero con menor gracia) y los demás hacen lo que pueden, hay que reconocer que Nacha Guevara demuestra que hay una actriz en escena, un sentimiento y un respeto por la criatura que le ha tocado en suerte. Mención aparte para Chachi Telesco cuya vergonzosa performance alcanza la apoteosis en su desastrosa interpretación de Garganta con arena.
De Patrias y Paternidades Un guión deshilachado que recrea situaciones en forma de viñetas para ejemplificar momentos que hoy se leen cruciales desaprovecha cualquier intento de construir una narración más sustanciosa. Nuestros próceres siempre fueron de bronce o de mármol. Estatuas que de ese material se forjaban y así lucían en su traslado a la pantalla grande. Hieráticos, solemnes, inalcanzables, impolutos, infalibles y aburridos. Poco de humanos y mucho de superhéroes. Pero la Historia bascula. Se balancea de un extremo al otro del arco y de un tiempo a esta parte, ya más académicamente (la historiografía francesa y su orientación por la historia de la vida privada que fue pregnando a las demás academias) o ya más popularmente (Pigna desde sus libros o su asesoramiento en programas televisivos como Algo habrán hecho), el acercamiento a los hechos y las figuras se alivianó y se los presenta más humanos, más falibles, más cercanos. Estas nuevas formas y estilos se acompañan con miradas sobre los contenidos que revisitan la Historia y rastrean otros costados, aristas no tenidas en cuenta, nuevos modos de análisis. Con motivo del Bicentenario de los movimientos independentistas americanos se pensó en realizar películas sobre nuestros patriotas que inevitablemente iban a responder a estas maneras. Así le tocó el turno a San Martín. Leandro Ipiña inicia su carrera cinematográfica con Revolución, el cruce de los Andes donde procura dar cuenta de la epopeya sanmartiniana entre los meses que llevaron a la formación del Ejército de los Andes y la batalla de Chacabuco en territorio chileno, durante 1817. Un guión deshilachado que recrea situaciones en forma de viñetas para ejemplificar momentos que hoy se leen cruciales desaprovecha cualquier intento de construir una narración más sustanciosa. Está el San Martín con su esposa y su hija, uno que enseña a su amanuense, uno que sufre dolores físicos, el que dispone de tiempo para acercarse a la tropa, el que juega ajedrez con el líder de la división de los negros. Un San Martín para armar que nunca termina de armarse. O se arma en función de la coyuntura sociopolítica que hoy en día está en auge, por ende hay secuencias más vívidas, otras más funcionales y otras para la fácil traslación epocal. Hay una notoria falta de tensión y de energía en la dirección que a pesar de los esfuerzos técnicos entrega un producto que no supera la medianía salvo en tramos determinados (ciertos pasajes de San Martín que también responden a la actuación de De la Serna; la batalla final) o desperdicia momentos clave (el cruce es uno de ellos, donde además la producción no consigue demostrar su presencia). Algo que uno percibe con solo volar en avión, la inmensidad majestuosa y sobrehumana de la cordillera, sus peligros y su fortaleza, su poderío en pugna con la pequeñez del hombre, algo que siempre llamó la atención en la gesta sanmartiniana y la hizo más admirable, aquí pasa como una secuencia más, lo que sumado entonces a ciertos parlamentos oxidados, algunas puestas envaradas y un pedagogismo didáctico que se muestra en el tono y el relato de la voz inicial en off y el marco elegido para contar la historia (Corvalán, el amanuense, pobre y olvidado, impone desde la humildad su visión patriótica y el valor de la dignidad y el coraje humanos ante un periodista que porta todas las características de la Generación del ’80 que será la forjadora del mito de San Martín), no ayudan demasiado sino todo lo contrario. Los carteles anunciando las fechas y los lugares donde transcurre la acción se diseñaron con tipos de letras y adornos en los que predominan los firuletes. Esos ornamentos, sin querer, dan cuenta de cierta manera de ver ese mundo representado que bien puede leerse como sinécdoque de la totalidad de la película.