Especie de ensayo filosófico-ético-político que esquiva los discursos y propone al espectador la posibilidad de la reflexión, la necesidad de la completitud ejemplificando prácticamente aquel concepto de Eco sobre la Obra Abierta. Jonathan Perel tomó la cámara y en el 2009 pasó 8 meses filmando en lo que fue la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, la ex ESMA. Registrando ese espacio tan cargado de energía y de historias dolorosas, -lugar de secuestros, torturas y desapariciones y uno de los centros clandestinos de detención durante la última y atroz dictadura militar-, en un tiempo en el que dejaba de ser lo que era para empezar a convertirse en otra cosa. Un tiempo aún detenido. Un no tiempo. Un entre, al decir deleuziano. Como quien procura dejar testimonio para lo venidero y antes de la transformación espacial. Sabiendo que no serán posible ni el registro ni el cambio total. Como quien busca asir granos de arena o gotas de agua, con el tesón y el fracaso asumidos de antemano. Quizá por eso es que consiguió plasmar en 58 minutos una especie de ensayo filosófico-ético-político que esquiva los discursos y propone al espectador la posibilidad de la reflexión, la necesidad de la completitud ejemplificando prácticamente aquel concepto de Eco sobre la Obra Abierta. Planos fijos como cuadros expuestos, -siempre más que fotografías pero a veces sin poder evitar la artificialidad del encuadre o la puesta en escena-, se suceden ante nuestros ojos con un montaje de edición preciso y rítmico que permite escuchar una cadencia que fluye y acompaña en el silencio casi insoportable, apenas quebrado por las voces tomadas del ambiente o los sonidos que éste produce. Un ritmo interno del filme que se cuela en el espectador y al hacerse propio permite que aflore en éste el pensamiento, libre y sorpresivo. En esa articulada mixtura, extraña enumeración caótica borgeana, asoman las junturas perfectas, las contracturas amorfas, los encabalgamientos monstruosos, las superposiciones insólitas de pasados y presentes que configuran, apenas vislumbrante, un futuro que aún no es. Los procesos de construcción de la Memoria. Las aserciones y las contradicciones sobre qué hacer con la memoria. Si vestirla de traje o sacarla a pasear con ropa de calle. Discusiones no saldadas que basculan entre el Museo, el Archivo, el Espacio o la Vida en Uso. Posturas, cada cual, que suman adherentes enfervorizados y que no saben volverse definitivas. Por suerte. De la misma forma, uno podría desarmar en cada imagen de El predio varias posiciones que debería justificar y justificarse si parten verdaderamente de lo mostrado o son interpretaciones propias. En la mostración de ese conflicto constante es que el filme consigue sus mayores aciertos. Fluidez que a veces se interrumpe y en esa disonancia cierta arbitrariedad electiva (disfrazada de simbolización innecesaria) se impone y chirría desarmónicamente, frenando el andar. Pero son pocos instantes en los que se instaura ese temor a una supuesta y grave abstracción intelectual o a la incomprensión de la mirada media, y prontamente se retoma el camino. Un camino que se hace andando. Con algún eco de la Shoah de Lanzmann (dejando de lado evidentemente el eje de los testimonios orales pero tomando el procedimiento, también central, de observación de los sitios) se va adentrando este filme, y con él nosotros, en un lugar que sólo vislumbramos entre sombras y voiles, presencias fantasmales y fantasmáticas que acompañan, sin llegar a desvelar ni develar lo Real, -sabiéndonos desde siempre incapaces de tal acción-, apenas con esa pequeña certeza de saber que a la ausencia no hay imagen que pueda corporizarla en su plena totalidad.
Caballo de tergopol Roberto (Darin) es un hombre solitario, parco, retraído, obsesivo, alguien que le esquiva a toda vida social. Atiende una ferretería en un barrio, negocio heredado de su padre, y vive en la casa familiar, de recuerdos. Colecciona noticias extraordinarias, de esas que salen en los diarios y resultan asombrosamente increíbles. Un día se cruza por azar con Jun (Huang), un chino que no sabe español y está perdido en Buenos Aires buscando a su tío, y entonces su vida se volverá una de esas noticias que archiva. Sebastian Borenztein en su segunda película Un cuento chino construye una comedia dramática que lo único que consigue con facilidad es el golpe de efecto y a la que se le nota la necesidad de alcanzar la empatía y la identificación con el espectador. La recurrencia a la puteada y la burla al Otro, en su diferencia, parecen ser la única manera que el guión encontró como causantes de la risa y el humor. Y esto se pone en evidencia en la misma película si comparamos la escena de la comida en casa del primo de Mari (Santa Ana) donde por única vez un personaje trabaja los clisés y los lugares comunes desde su misma ignorancia y chatura (lo que habla más de quien habla que de quien se habla) y provoca una distancia reflexiva y la consiguiente risa. En el resto todo apunta a conformar (tanto en su acepción de construcción como de tranquilidad) un personaje clasemediero argentino, que se cree ético, se muestra eternamente quejoso y malhumorado y sólo guarda una enorme violencia contenida que se patina de justicia (mal entendida) y sin ningún tipo de distancia le guiña un ojo al espectador. Obsérvense las escenas con el comprador que lo configuran como un supuesto molesto que el vendedor debe soportar y en verdad es un cliente que tiene todo el derecho de pedir cada una de las cosas que pide y la puesta intencionalmente hace olvidar semejante obviedad. Tal como nos quiere hacer creer que nos estamos riendo con el Otro y no del Otro, algo que es fácilmente rebatible a partir de todos y cada uno de los procedimientos utilizados. Y es una falla más criticable porque sobrevuela una idea interesante en la cinta que procura dar cuenta de cómo lo imposible y lo extraño puede plantarse delante de nuestros ojos y volverse real, cómo un objeto de lectura se puede tornar un sujeto de carne y hueso, pero sólo lo plantea para quedarse en la superficie que significa, apenas, avalar lo bienpensante y lo políticamente correcto. Si la comedia resulta facilista, el drama se vuelve justificador y cretino. Cuando Roberto ya se convierta en nuestros ojos, -soportemos o no su manera de ser, nos divierta más o menos su actitud-, el filme casi en un último giro (mejor sería llamarlo derrape) nos presenta la explicación que pretende sellar nuestra alianza con el protagonista. Y el echar mano a una parte tan sensible de nuestra Historia para conseguirlo es mezquino y ruin. Y entonces, y a la par, se busca: la lágrima de la buena conciencia y el esperable final feliz. ¿Cómo no leer en la elección de Ricardo Darín, -“el” actor del cine nacional- y más allá de su reconocida ductilidad de la que vuelve a hacer gala con sutilezas, gestos y pequeños detalles corporales, una nada inocente designación para desarrollar tal papel? Quizá, con exageración, al finalizar el visionado pensé qué diferencia existía entre una cámara sorpresa de cierto exitoso programa de televisión y Un cuento chino. Pretender que la diferencia está puesta en Borenztein y Darín es entrar en la lógica que maneja esta producción. No es verdad que las mejores intenciones y las historias dolorosas permitan, expliquen y justifiquen cualquier arbitrariedad y tampoco cualquier accionar. Alguna vez aprenderemos.
¡Ay! Familias Con fallas de guión, y una puesta en escena bastante chata y convencional, el reparto se defiende con las armas que cada uno cuenta saliendo airosas la novel Malena Sánchez y Norma Aleandro. Hay familias tipo, numerosas, tradicionales, liberales, monoparentales, homoparentales, disfuncionales, modernas, anticuadas, nuevas. Hay muchos modelos de familia y la que bosqueja el director Edgardo González Amer en su Familia para armar es una abstractamente particular con claras intenciones de universalización o por lo menos de lograr empatía y emoción espectatorial. Ernesto (Ferrigno) es un casi cincuentón que escribió algunos libros de cuentos y ahora administra un hotelito en una ciudad balnearia de la costa bonaerense. En ese trabajo lo ayudan Elisa, su madre (Aleandro), y Betina (Lorca) una hermana con algún signo evidente de discapacidad mental. De repente y sin mucho aviso se le presenta su hija adolescente, Julia (Sánchez) a quien no ve desde hace tiempo. Esa estadía oculta razones, desarrolla relaciones complicadas y develará secretos entre los integrantes de este núcleo familiar. Incomodidades adultas y rebeldías juveniles chocarán sin medida mientras se cruzan en la historia para enredar más las situaciones unos huéspedes del hotel (un trío conformado por un hombre mayor y dos chicas en busca de diversión), un amigo del protagonista, un piletero y un joven con ganas de enamorarse. Así como la piscina del complejo pierde misteriosamente su contenido, la narración hace agua al plantear temas que o acumula o predica sin demasiado desarrollo generando agujeros negros que se tragan la verosimilitud y la atención, y que cuando se enuncian son previsibles (la relación filial, la razón del viaje) o son puro efecto (el motivo que ha ocasionado la conducta de Betina). Con esas fallas en el guión y una puesta en escena bastante chata y convencional, poco puede hacer el reparto que se defiende con las armas con las que cada uno cuenta interpretando personajes lineales. Y entonces sólo salen airosas la novel Malena Sánchez aportando frescura y potencia adolescente y Norma Aleandro que se divierte con su papel y nos facilita a los espectadores alguna sonrisa natural entre tanto artificio (mal) construido.
A las trompadas Uno puede inferir de la actuación sobria y contenida de Wahlberg, -que además fue uno de los productores-, por qué y cómo quiso contar esta historia, pero el choque con el director pudo más y el Método triunfa en toda su superficialidad. De un tiempo a esta parte las películas de boxeadores tienen su lugar en el Oscar. La de este año es El ganador. Una historia de superación, basada en hechos reales, con intrincadas relaciones familiares y un fondo pueblerino y de clase baja. Un amasijo imposible de desdeñar para los votantes de la Academia. Desarrollada en los ’90 la historia de Dicky (Bale) y Micky (Wahlberg) desanda traumas psicológicos en personajes que no saben de teorías y los experimentan en el cuerpo y los escupen en los reproches, puteadas y golpes que trocan ironía por literalidad. El hermano mayor arrastra la gloria de lo que pudo ser -una pelea con Sugar Ray Leonard que no pasó de un hacer besar la lona al campeón- ahora, arruinado por el crack y portando como resultado del consumo cierto “retraso” que lo hace especial. Pero esa sombra es un peso muerto para su hermano menor que pretende destacarse en ese mismo metier. Un padre algo pusilánime en una familia donde reina el matriarcado, compuesta por siete hermanas (como un aquelarre de jardín de infantes) y Alice (Leo) una madre terca, manipuladora, manager de sus hijos y que no puede ver su falta de luces en un mundo boxístico profesionalizado y cuasi gangsteril y con ese toque grasa de nuevo rico que los emparenta a la familia del personaje protagónico de Million Dolar Baby. Para que Micky consiga su meta, el amor de Charlene (Adams) y su férrea voluntad por apoyar su confianza y mostrarle los equívocos manejos afectivos de su familia será el punto de quiebre. Planteada con un tono de comedia extraña, donde los mismos personajes parecen ser observados en sus faltas y literalidades causando gracia o provocándola en escenas que se construyen como secuencias, retazos o frescos, la película avanza a trompicones de naturalidad (artificial) en su primera parte echando mano a los consabidos procedimientos de cine indie (cámara en mano, puesta desprolija, técnica de seudo documental), causando extrañeza y asombro para luego virar bruscamente en el consabido y esperable melodrama de superación. Siempre sobrevuela la idea de que estos personajes básicos son interpretaciones de significado que rellenan moldes vacíos y huecos, manipuladores entre ellos, -lo que no los hace mejores ni peores-, y manipulados por algún deus ex macchina, lo que si es de objetar. Por momentos uno tiene la sensación de que el grotesco amañado con nuestro conocido costumbrismo televisivo se adueñó del registro actoral (Bale y Leo a la cabeza, no por nada sus nominaciones): estereotipos, gritos, excesos, el Método en toda su superficialidad, y también del tono del filme (la escena de la pelea entre las mujeres, el festejo por la salida de la cárcel con torta incluida en el gimnasio, entre otras) y ese “ruido” más que una nota fresca de irreverencia suena a prejuicio de clase fácil y remanido. Uno puede inferir de la actuación sobria y contenida de Wahlberg, -que además fue uno de los productores-, por qué y cómo quiso contar esta historia, pero el choque con el director pudo más. Ese cruce resulta en una película que se sube al ring para narrar los vericuetos de una familia disfuncional y la posibilidad de redimirse y volver a unirse como un remedo provinciano del sueño americano donde todos alguna vez pueden ser el orgullo de su pueblo si se saben vencer a sí mismos. Raro.
De ilusión también se vive Sin llegar a esa batería de diálogos chispeantes e inteligentes que son su marca de fábrica, el guión entrega algunas frases para el recuerdo y algunos momentos sumamente divertidos. Conocerás al hombre de tus sueños es un film menor dentro de la extensa filmografía de Woody Allen. Pero es una comedia (bueno, esas comedias a las que el director nos tiene acostumbrados donde uno se ríe de cosas que, más temprano que tarde, también nos dejan pensando si son motivo de risa). Comedia ligera coral que fluye y (de)muestra que es más interesante el tránsito que los puntos de partida o de llegada de los diferentes personajes. Sally (Watss) es licenciada en arte y está casada con Roy (Brolin), médico que no ejerce y escritor de primera y única novela exitosa. Cuando entre a trabajar en una galería de arte se topará con Greg (Banderas), su empleador, un caballero casado pero en crisis y sumamente seductor. Ella no será la única que necesite de otros aires, su esposo se obnubilará frente a su vecina del edificio de enfrente, Dia (Pinto) una concertista hindú a punto de casarse y a la que mira obsesionado a través de la ventana y convierte en su musa. Por si fuera poco, los padres divorciados de Sally también tienen lo suyo. Helena al ser abandonada (Jones) se aferra a una vidente para saber cómo seguir su vida y Alfie (Hopkins) a Charmaine (Punch), una joven que dice ser “actriz” y bien da en su look y sus maneras para servicio de acompañante, con esa mezcla estereotípica de sexualidad y berretada. Merced a este cóctel de personajes burgueses con ínfulas de intelectualismo, poco psicoanálisis y muchas traiciones y mentiras y algunas represiones, Allen se sumerge en este tiempo donde la cuestión es creer en el azar y los adivinos, una religión que echa mano a la new age y suplanta las decisiones propias (y los riesgos que conllevan) por signos fáciles de sobreinterpretar. Y donde siempre lo mejor está en manos de los otros. Sin llegar a esa batería de diálogos chispeantes e inteligentes que son su marca de fábrica, el guión entrega algunas frases para el recuerdo y algunos momentos sumamente divertidos (la presentación de Charmaine, la discusión entre suegra y yerno con la noticia del rechazo de la nueva novela). Y Allen vuelve a demostrar su estilo en la construcción de puestas en escenas donde la cámara fija se inmiscuye entre los personajes que entran y salen en movimientos coreografiados. Y es fácil reconocer en inglés esas líneas que parecen pertenecer a otro tiempo, llenas de florituras y de un vocabulario de alguien leído y cultor de la palabra. La voz en off (un tanto excedida) que enlaza las escenas y nos hace seguir a los personajes expone una revisitación de una cita shakesperiana que fue también el epígrafe de El sonido y la furia de William Faulkner: la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada. Y de alguna manera todo el metraje intenta fundamentar tal enunciado. Trasladado en esta ocasión nuevamente a Londres (por obra y gracia de sus productores), quizá Woody sufra estas mudanzas construyendo escenarios (bellamente visuales pero poco funcionales a la trama) de los paisajes europeos, y uno añore esa verdad que supo construir en y sobre New York, pero algo vuelve a exponerse: sus compatriotas suelen ser unos energúmenos y Francia es su Meca.
Un oso famoso Cuando uno era chico ni había tantos canales ni la franja horaria para los dibujos animados era tan extensa, y ni que decir que nuestros padres jamás nos dejaban permanecer frente a la tele mucho tiempo. Entre las creaciones de la factoría de Hanna-Barbera (Huckleberry Hound, Tiro Loco, Los Picapiedras, Los Supersónicos y algunos más), solía aparecer por allí un oso pardo con cuello, corbata y sombrero, siempre acompañado de un osito más pequeño. Eran Yogi y Bubú. El mayor con sus torpes e insólitas ocurrencias para hacerse de las canastas de alimentos que los visitantes del Parque Jellystone llevaban para sus picnics y el otro procurando inyectar una pizca de razón en semejantes planes que nunca acababan bien. Y el guardaparque Smith enloqueciendo al intentar poner algo de orden. De eso simplemente iba cada programa y de eso se nutre principalmente la película que lleva a la pantalla grande al oso más conocido de la televisión. Claro que con algunos aggiornamientos propios de nuestra época. El alcalde tiene intereses para su futuro que implican vender terrenos a empresas privadas y con parte de ese dinero entregar un bono a cada habitante y así conseguir los votos necesarios para alcanzar la gobernación. Salvo que la única tierra libre es el Parque que como no da ingresos que lo sustenten por sí solo deberá cerrar y ser vendido para su tala. Yogi, Bubú, Smith y una documentalista ecologista (que se volverá el objeto de amor del guardaparque) unirán fuerzas para que Jellystone se salve. Y en eso se volverá clave una mascota de Bubú que lentamente se tornará de vital importancia. Con una animación bien lograda y que se amalgama con los actores, un guión sumamente simple y lineal y el recurso del 3D, El oso Yogi es lo que muestra y nada más. Un entretenimiento que echa mano a la comedia, los gags físicos, los chistes inocentes, que algunas veces funcionan (la escena de los fuegos artificiales y, especialmente, la del planeador son muy divertidas) y otras muchas se quedan a mitad de camino. Si bien la risa nos iguala con ese niño que fuimos, jamás es posible regresar al tiempo que fue. Y esta película de alguna manera es otra prueba de ello.
Lo que quedó Si por algo vuelve a destacarse Luis Ortega es por su capacidad de construir universos propios y poéticos, visualmente poderosos y atrayentes. El género apocalíptico ya es una marca registrada. Efectos digitales y concientización (en general, mal entendida) son sus bases. Un futuro que deja bastante que desear y donde unos pocos luchan por sobrevivir sin que entendamos bien el para qué, si todo estuvo mal, o dónde, si el paisaje desvastado no amerita el intento. Pero bien sabemos que el hombre (como especie) es un animal testarudo y defensor de sus peores defectos. Los santos sucios plantea esta visión sobre un mundo que tras alguna crisis no enunciada explícitamente deja a estos personajes marginales y descentrados, solos y luchando por llegar a algún sitio donde suponen que la vida tal como era conocida sigue su curso, allende un río con pátina de mítico. Si por algo vuelve a destacarse Luis Ortega es por su capacidad de construir universos propios y poéticos, visualmente poderosos y atrayentes. Universos que no refieren ni debieran medirse con la vara del realismo, pero tampoco reclaman la recurrencia detallista a la interpretación simbólica o al desciframiento alegórico. Como en sus anteriores e interesantes filmes (Caja negra, Monobloc), la narración se desenvuelve en una extraña mistura que procura amalgamar las herramientas que el audiovisual facilita. Hay una apuesta por fabricar un mostrable que sea original (encuadres preciosistas, paleta de colores), una revelación del artificio como tal que se nota en escenografías y actuaciones, aunque no siempre consiga plasmarse con acierto. En el caso de Los santos sucios creo que la decisión de Ortega de aparecer también delante de cámaras, -además de responder a una imposibilidad de hallar quien cubriera ese rol, según explicó-, significa la única manera que el joven director encontró de amortiguar una fuerza centrípeta que podría haber sumado y no resultó. Esa fuerza se llama Alejandro Urdapilleta. Como coguionista y protagonista este gran actor que ha demostrado ser un hallazgo cuando la mano de un director lo sofrena y lo conduce (en teatro: Mein Kampf, farsa; Rey Lear, en cine: La niña santa), en esta oportunidad se muestra excedido, desbordado, sobreactuado. Con un registro más propio del teatro o del grotesco televisivo en gestos ampulosos o facciones exigidas y donde, además, sus parlamentos lucen como fruto de la improvisación menos actuada. Si bien la anécdota va diluyéndose sin llegar a ningún puerto, sería importante decir que no es éste un cine de historias cerradas, tranquilizadoras, clásicas ni convencionales y mucho menos taquilleras. Sino más bien todo lo contrario, uno que exige del espectador una mirada que ayude a completar lo visionado. Entonces no es esa lasitud, esa supuesta incoherencia o irracionalidad de la trama, esa imposibilidad de atrapar la casualidad de los hechos lo que hace fallida o despareja a la película sino la explosión de egotismo que la constituye desde su origen y que en lugar de expandirla la hace implosionar. Algo así como creer que para volverse poético se necesita inevitablemente hablar en verso.
Seguir viviendo Desde tiempos inmemoriales la muerte es uno de los temas de la humanidad. Para la filosofía, la medicina, la psicología, el arte, desentrañar el misterio de ese estado se convirtió en una cuestión a (re)visitar con asiduidad. Cuando el cine se hizo popular difícilmente podía escaparse de recurrir a ella y entonces se volvió para Hollywood en una fuente inagotable de películas. Hay en la mayoría de las sociedades un miedo ancestral a lo desconocido que atrae, perturba e inquieta, pero especialmente en la yanqui se observa una necesidad de representar a la muerte en una búsqueda catártica que posibilite la tranquilidad en el espectador. Como un niño al que los adultos intentan evitarle cualquier dolor real construyéndole un artificio feliz, la máquina de los sueños fabricó y fabrica innúmeros filmes que procuran ofrecer el sosiego que la desaparición física quita en el mundo de los que quedan (sería interesante analizar los filmes animados de Disney y su posición sobre la muerte tan contraria a esta premisa), o aleccionan o lo que es peor inventan la ilusión de que es factible, aún después de muertos, regresar para “resolver” lo que no pudimos en vida (véase: ¡Qué lindo es vivir!, Sunset Boulevard, Ghost, Sexto sentido, Más allá de los sueños, Desde mi cielo). Clint Eastwood, uno de los últimos clásicos, no podía escapar a tocar el tema de la muerte en su filmografía pero sin embargo lo que uno puede encontrar siempre en ellas es la cercanía de la misma en los personajes, -lo que los lleva a jugarse más de lleno por lo que resta de vida-, o el golpe que provoca la pérdida en los que sobreviven. Eastwood no se detiene en lo que ya no está sino en lo que aún vive. Más allá de la vida (Hereafter: el más allá, la otra vida) no creo que debiera leerse de otra manera. Si trazáramos una línea que separara ambos estados (para Oriente la vida y la muerte son una continuidad, no una divisoria), con este filme volvemos a pararnos de este lado. Del de la vida. Marie (Cécile de France), una periodista francesa, ha sobrevivido a una catástrofe natural y desde ese momento sus prioridades cambian y su vida se modifica. Marcus es un niño londinense que pierde a su gemelo en un accidente, internan a su madre y lo dan en adopción. Sin poder superar la situación se entrega a la búsqueda de algún médium que le permita comunicarse con su hermano. George (Matt Damon), un trabajador manual estadounidense, tiene un don (¿o un castigo?) que le permite “comunicarse” con quienes han muerto y así transmitirles a los supervivientes los mensajes que necesitan. Agobiado con su papel de psíquico quiere olvidar lo que “padece” y se niega a los afectos y una vida plena. Estos tres personajes andarán y desandarán la trama cada uno en su historia que acabarán en el final uniéndose indefectible y previsiblemente (por causa de un guión bastante obvio de Peter Morgan, el mismo de La reina o Frost/Nixon). Si bien es cierto que uno puede asombrarse al pensar en un Eastwood trabajando lo sobrenatural o lo fantástico, el asombro se abandona inmediatamente licuado en el manejo de los géneros a los que sí nos tiene acostumbrados: el melodrama, el drama, la historia romántica. Que a veces puede resultar más o menos logrado, más o menos interesante, pero nunca indiferente y siempre resultado de una mirada adulta y noble y que, en algún momento, consigue conmover y emocionar con las mejores armas. Es más que claro que al director no le interesa construir nuevas formas para representar el más allá (la luz, el túnel, las figuras difuminadas), elige trabajar los lugares comunes y los clisés visuales y además se queda de este lado: la voz de George es la que se escucha diciendo los mensajes de los muertos, no hay pruebas de otra cosa. Inteligentemente Clint no desperdicia el tiempo en mostrar aquello de lo que no tiene certezas. He ahí otra prueba de su interés. Con una cámara que siempre sabe desde dónde mirar, una puesta en escena y un encuadre que desborda clasicismo y es capaz de entregar un comienzo de catástrofe de una intensidad como pocas veces se ha visto y que demuestra que no alcanza sólo con los efectos especiales, el octogenario director vuelve a demostrar sus dotes. Pero es imposible negar que Más allá de la vida resulta fallida y despareja, tanto en sí misma como en lo que respecta a la filmografía eastwoodiana. Y esto tiene que ver con cierta sensiblería maniquea, con un trabajo de la casualidad que aparenta aleatoriedad, con una necesidad de un happy ending tranquilizador, una mirada fabricadamente inocente, que uno siente en el transcurso de la película y confirma en sus títulos finales cuando lee el nombre de Spielberg como productor. Esa tendencia spielberiana a un humanismo mal entendido, a un progresismo barato y superficial, liviano y vacuo, casi infantilista (epítome de la sociedad que representa), y que a veces Eastwood -en sus peores momentos- también ha mostrado, en este filme se posiciona con preponderancia y echa a perder el producto final. Igual convengamos que un Eastwood regular es mucho mejor que el promedio al que nos tiene acostumbrado el cine de hoy día
¡Eutanasia ya! Personalidad múltiple pretende amalgamar el fantástico con el thriller y el melodrama romántico. Y lo único que consigue es una reidera película donde todo falla sin remedio. Un matrimonio joven completamente feliz y enamorado. Ella viviendo entre rosas mientras su esposo atento a sus requerimientos la llena de regalos y felicidad. Pero de repente deben albergar en el hogar dulce hogar al hermano menor de él que, ex convicto, enturbiará la alegría con su sola presencia, sus malos modales y su maldad explícita. Un día ambos hermanos sufrirán un accidente y quedarán en coma. Tiempo después el cuñado se recuperará pero ahora se muestra como el amantísimo cónyuge, actuando cariño y dando evidencias de ser quién dice ser a pesar de su apariencia. ¿Podrá ser viable una transferencia de cuerpos y almas? ¿Algo puede haber ocurrido en ese accidente que hizo que el cambio de personalidades fuera posible? Con semejante premisa Personalidad múltiple (remake yanqui de una película coreana: Addicted) pretende amalgamar el fantástico con el thriller y el melodrama romántico. Y lo único que consigue es una reidera película donde todo falla sin remedio. El suspenso se ve venir antes de acomodarnos en la butaca. Todo lo que suponemos puede ocurrir, ocurre previsiblemente. El guión hace agua y los actores no saben qué hacer con los parlamentos exigidos y las situaciones construidas. Una trama disparatada se toma con una seriedad propia de mejores causas. Exagerando, podríamos decir que si los cuñados se tenían ganas no era necesaria tanta vuelta. Difícilmente podamos rescatar algo de semejante producto. Aunque esperemos confiados hasta el último fotograma esperando un giro, una sorpresa, una idea que nos permita decir que no hemos perdido el tiempo inútilmente, será en vano. Y Sarah Michelle Gellar este año, en las pantallas argentinas, ha hecho un doblete de pesadilla primero con Verónika decide morir y ahora con esto.
Cine virtual Lo que esta película tiene de novedoso es la utilización del 3D, la parafernalia de efectos digitales que dejará con la boca abierta a todos. Lo que ocurre es que lo novedoso en tecnología, bien lo sabemos, deja de serlo tan rápido como un suspiro. A comienzos de los 80 Disney estrenó una película que, si bien no resultó un éxito, pronto se convirtió en objeto de culto. Se llamaba Tron y mostraba un mundo de virtualidades que recién empezaba a asomar y que hoy resulta premonitoria y descriptiva de estos tiempos. Kevin Flynn (Jeff Bridges), hacker y creador de videojuegos se internaba en ese mundo paralelo y desaparecía en él, construyendo un clon o avatar (Clu) de sí mismo, (que ahora le traerá varios dolores de cabeza). En Tron: el legado, la secuela -20 años después de esos acontecimientos-, nos devuelve a Sam (Garrett Hedlund) el hijo de Flynn (antes un niño, ahora un rebelde y millonario joven) quien no puede olvidar la promesa de su progenitor de que regresará y quién, por casualidad, al internarse en la que fue la última oficina de su padre descubre una verdad que le parecerá imposible. Llega al mundo virtual y allí descubrirá que lo que tiene que hacer es sobrevivir. Y eso es bastante difícil. La trama es una típica historia de padres e hijos de las que ya hemos visto hasta el cansancio, de recuperar relaciones perdidas, de perdones y afectos que trascienden el tiempo y el espacio. Desde Dios con Adán y Eva, pasando por Ulises y Telémaco y llegando a Luke y Darth Vader, eso de las filiaciones son moneda corriente. Así que por allí, no esperen demasiado. Y no da para detenerse en lo del sofware libre que se cuela superficial y contradictoriamente ni en la aventurada sugerencia de poder crear una solución definitiva a todas las enfermedades con la aparición de Quorra (una bella Olivia Wilde), la última en su especie (ISO). Lo que esta película tiene de novedoso es la utilización del 3D, la parafernalia de efectos digitales, el uso de CGI a mansalva, que dejará con la boca abierta a todos. La forma es la apuesta mayúscula de este cine y no hay fallas en ese recurso. Lo que ocurre es que lo novedoso en tecnología, bien lo sabemos, deja de serlo tan rápido como un suspiro y el cine, por lo menos para mí, es más que un videojuego. El bombardeo de imágenes digitalizadas a la velocidad de la luz, el uso de una paleta reducida de colores (puros y fluorescentes) y el acompañamiento de una banda sonora de música electrónica (Daft Punk) pueden atontar de momento y potenciar el ritmo pero habría que ver cuánto durará el recuerdo en nuestras retinas y, más aún, cuánto en nuestra memoria afectiva. Que usted se va a entretener, es casi seguro, pero quizá comparta conmigo que el cine es algo más que eso.