Un thriller de acción de ideología rancia y construido con todos los lugares comunes posibles. Mitch Rapp (Dylan O’Brien) es un joven feliz. Está con su rubia novia en una playa española y acaba de pedirle matrimonio mientras las olas los empapan. De repente un grupo de terroristas irrumpen matando a mansalva. Ella es asesinada, él herido. Todo el tiempo de recuperación lo pasa organizando su plan de venganza: entrar en la célula terrorista y matar a los culpables. Cuando logra acceder como si fuera uno de ellos, la CIA -que estaba tras sus pasos-, lo salva y lo recluta para un equipo de élite. Liderado por un hombre, Stan Hurley (Michael Keaton, disfrutando de su regreso al candelero y macchietando un rol fácil), veterano de la Guerra Fría. Pero hay alguien, un discípulo (Taylor Kitsch) que se ha rebelado y siempre se le adelanta en las acciones de la misión que les han encomendado: descubrir quién está detrás del robo de un cargamento de plutonio con el que se puede construir una bomba letal y desatar una guerra en Medio Oriente. Si todos los personajes son estereotipos andantes, las situaciones son clisés mil veces vistos. Y todo está construido a partir de los prejuicios propios de las mentes occidentales más cerradas y básicas. El Otro, el Mal, es el mundo árabe y musulmán e islámico e islamista -pero finalmente, y siempre, todos terroristas- (que no le pidas distinciones a estos productos hechos por y para subnormales) que jamás se muestra sino en la violencia misma (accionar siempre repudiable venga de donde venga) sin indagar en motivación ninguna ni si lo suyo es ataque o respuesta. Lo que importa es recuperar la humanidad occidental y entonces observamos el desarrollo de una vieja disputa de maestro-discípulo con mucho de pasión fou (cuya lectura en clave homoerótica no suena descabellada) que se replica como en espejo con la nueva adquisición tutelar. Y ahí sí se diluye la nacionalidad del culpable porque lo que prima es un sentimiento herido que lo llevó por el camino equivocado. Asesino: misión venganza tiene en sus escenas de acción hiperrealistas, con la trillada fórmula de “cuanto más se rompe más acción es y mejor lograda”, el entretenimiento (no sólo cinematográfico, su fuente es una exitosa saga de novelas) necesario para complacer a paladares de gustos primarios y en su protagonista joven y carilindo la nueva reencarnación de esos héroes ochentosos llenos de testosterona y cerebro vacío. No más.
Una mezcla de documental y ficción ofrece Maximiliano Schonfeld en La siesta del tigre, su última película que participó de la Competencia Argentina en el Festival de Mar del Plata. Cinco amigos salen en búsqueda de restos fósiles del tigre dientes de sable en parajes entrerrianos. Son personas comunes y corrientes que fungen como paleontólogos no profesionales, amateurs con conocimiento y, especialmente, una predisposición a encarar la vida con toda la pasión posible a una edad en la que, quizá, eso ya no sea lo habitual. Maximiliano Schonfeld (Germania, La helada Negra) invisibiliza la cámara, y él mismo se vuelve uno más, en este documental que se tiñe de ficción o esta ficción que se documentaliza. Una aventura lúdica y casi infantil de estos hombres que hacen de la camaradería un credo y de su hobby una religión. Tiempos muertos de búsqueda, comidas y noches a la intemperie, zambullidas en arroyos y trabajo estricto se mezclan con canciones, chanzas, conversaciones triviales de una profundidad que sólo el saber popular alcanza, un culto a la amistad expuesto sin tapujos ni pruritos. Los protagonistas “actúan” con una naturalidad que los hace más reales (si eso fuera posible) y jamás la cámara los expone para ridiculizarlos ni demostrar que está por encima de ellos. Hay momentos desopilantes como la escena de Papá Noel o diálogos que escritos hubiesen sido tildados de artificiales y poco verosímiles. También hay sentimientos que no se retacean y una fotografía que alcanza su clímax en ese final alegórico y profundamente humano.
Regresa la dupla televisiva de Listorti y Alfonso dirigidos por Fabian Forte en Cantantes en guerra, una comedia familiar. En medio del ocaso de la saga de Los bañeros surgió en 2014 Socios por accidente, una propuesta que combinaba la búsqueda de un tono de comedia más trabajado con el protagonismo de dos personajes nacidos de la troupe de Tinelli y sin recurrir ni a los cameos ni al humor de ese programa, por lo menos en su primera parte (la segunda, un año después, de menos éxito, echó mano a todos los tics facilistas y básicos). Con la idea de ocupar el nicho de vacaciones de invierno, desde el cine nacional se vuelve a buscar a un director de género con nombre y currículum, más un equipo de cuatro guionistas para armar una historia elemental con algún apunte reflexivo sobre el mercado y la construcción de los actuales ídolos musicales. Dos amigos músicos se presentan a un casting y sólo uno de ellos es elegido por un productor para convertirse en una estrella pop. Sostenerse en el éxito no es sencillo y mientras Ricardo -ahora Richie Prince- no consigue escribir nuevas canciones, la vida lo cruza con Miguel, su ex compañero, veinte años después. Lo que primero se constituye en la posibilidad del regreso a la vieja amistad termina siendo un aporte a la banda y luego el nacimiento de la nueva figura: Miguell’o. Con algunas situaciones que arrancan una sonrisa y algunas otras, vergüenza, se desarrolla una trama que no puede ocultar sus propias contradicciones: la mirada crítica sobre el mundo de la industria y los programas televisivos que giran y se producen en base al escándalo es la base sobre la que se funda la misma película para construir humor. Y así la serpiente se muerde la cola. Además ciertas imágenes (exhibición y exposición de cuerpos, chistes de doble sentido) parecen ir en contra del público familiar que se dice buscar. Más allá de que en cualquier programa de televisión hoy en día, a media tarde, los espectadores se vean expuestos a lenguaje soez e imágenes obscenas, seguir replicando esas visiones es una decisión sobre la que hay que hacerse cargo. Si bien la dupla protagónica tiene muy aceitada su química, son algunos secundarios los que con sus apariciones, más o menos breves, se ganan los aplausos: Brieva, Santoro y, especialmente, Reinhold haciendo de un conductor “consagrado”, de esos programas corrientes y berretas que abundan en nuestra tele, al estilo de del Moro, Tinelli o el mismo Listorti, que piden sangre en vivo sin código ni ética.
Los globos, la premiada opera prima de Mariano González, reflexiona sobre la paternidad con crudeza y, a la vez, sensibilidad. César trabaja en una fábrica de globos. “Fábrica” es un término enorme para nombrar ese lugar que funciona como espacio laboral derruido y de vivienda a préstamo. Sale de noche a divertirse y a encontrar, de ser posible, con quién pasarla. También se entrena haciendo crossfit y funge como un padre en vínculos de amistad. A través de un llamado descubrimos que tiene un hijo y que debe hacerse cargo de él porque su suegro no puede tenerlo ni criarlo más. Casi no lo conoce ni sabe cómo actuar de padre. Su vida se ve modificada o al menos debería. Intenta entregar al niño en adopción a una familia que le acerca una de sus ocasionales parejas. ¿Cuándo se es padre? ¿Sólo por haber engendrado un hijo? ¿Es más sencillo para un hombre no hacerse cargo? Un retrato sobre la paternidad y los vínculos paterno-filiales es lo que desarrolla en su opera prima Mariano González (además guionista y protagonista) en un drama asordinado y seco en sus procedimientos narrativos que evita cualquier apunte melodramático. Elipsis ajustadísimas, diálogos precisos que no sobreexplican lo que vemos, acertadas actuaciones de todo el elenco son los méritos evidentes de este filme donde se evitan los estereotipos y se reflexiona sobre una imagen de padre nada heroica ni políticamente correcta. La relación entre padre e hijo (que también lo son en la vida real) entrega momentos de belleza, de humor y de conmovedora emoción. Y el pequeño Alfonso González Lesca es toda una revelación. Finalmente ese universo planteado nos permite pensar y sentir a la vez -sin que una cosa anule a la otra-, y dejarnos inmersos en dudas ante un tema, la paternidad, que por siglos se mantuvo sin cuestionamientos ni posibilidad de plantear otras opciones.
Casa Coraggio es un filme que mezcla documental y ficción para narrar un “coming of age” particular, a partir de la historia de una familia dueña de una casa de sepelios. Sofía es una mujer joven, madre soltera tempranamente, que vive en la ciudad con su hijo adolescente. Ella nació en Los Toldos y un verano regresa a su pueblo por un cumpleaños de 15 familiar y una cirugía de corazón (que siempre conlleva sus riesgos) a la que se debe enfrentar su padre. Su familia es la dueña de la centenaria casa funeraria del lugar y mientras está de visita (viendo a su madre alejada del grupo parental tras la separación, a sus amigas, etc.) o conociendo a gente (el nuevo empleado de la cochería) la protagonista se va incorporando de lleno en el negocio familiar. Tokman fusiona la ficción con el documental anunciándolo con un cartel en el comienzo mismo del filme: a partir de conocer a la muchacha y a su padre los convocó para que “actuaran” de sí mismos en este proyecto junto con actores profesionales. Si bien Sofia se luce frente a la cámara como una consumada actriz conservando la frescura de ser, las situaciones encontradas para desarrollar el relato tienen dos problemas: el material de la realidad suena algo forzado en su presentación (diálogos, construcción de escenas y planos) y la ficción acumula algunos lugares comunes. Todo hace que las escenas se alarguen, algunas parezcan innecesarias o no cortadas a tiempo y se estire esa búsqueda que uno intuye es el tiempo necesario para que la protagonista asuma su nuevo rol y el giro en su vida. Ciertas puestas y la musicalización no colaboran demasiado. Los motivos primigenios aparecen y desaparecen sin mucha lógica interna más que la de un guion o un montaje que no termina de cerrar y hasta ciertas situaciones son planteadas más por la necesidad del documental de dar cuenta de lo que quiere narrar que de lo que debería “actuar” Sofía, quebrando cierto verosímil (algún atisbo de sorpresa o inquietud ante los cajones, algún relato familiar que ella debería conocer). La enfermedad, la muerte y los ritos mortuorios sociales se tratan sin remarcarlos, y al límite del morbo, pero tampoco con un profundo desarrollo, y se conjugan con la vida, las celebraciones y el legado familiar como mandato o asunción, pero algo no funciona del todo.
Regresan los personajes conocidos en Mi villano favorito 3 y es una muestra más de como exprimir hasta el hartazgo lo que en un principio fue novedoso. Entre su antecesora y ésta, la franquicia se llenó de plata con el spin-off de Minions. No se les cayó una idea en esa película y demostraron que lo único que les interesaba era recaudar. Ya en Mi villano favorito 2, con las incorporaciones de algunos personajes latinos y la nueva “profesión” de Gru, pasado al lado de los buenos, parecía que todo se les había ido de las manos. Entonces el volantazo a las fuentes se hace imprescindible, así como recuperar algo del mal de los protagonistas que era un “hallazgo” (por la forma de encararlo, no por su originalidad) en el comienzo. Por eso la aparición de un hermano gemelo salido de la manga de los guionistas (cual recurso de culebrón mil veces vituperado por fácil y cómodo) parece respuesta a esa necesidad. Aunque debemos admitir que la cuestión de la familia siempre fue un tópico de Mi villano favorito. Gru, ya “instalado” familiarmente, pierde su empleo en la Liga Anti-Villanos, junto con su novia Lucy, al no poder atrapar a Balthazar Bratt (un ex niño prodigio televisivo que luego de un éxito inmediato cayó en el olvido allá por los ’80 y resentido busca revancha). Pero entonces se le aparece un hermano desconocido y gemelo, Dru, quien estuvo siempre a cargo del padre de ambos, ahora fallecido. Conocerlo es la aventura en Mi villano favorito 3. Y la vuelta a los orígenes trae un recuerdo del villano Gru de la primera parte. Mientras los Minions se niegan a seguir siendo sus adláteres si no regresan al lado malo de la vida. En esas tres tramas centrales (más la búsqueda de un unicornio por parte de las niñas y el asumir el rol de madre de Lucy) se divide el filme que irá uniéndolas a medida que se acerque el final. Sin importar que guarden alguna lógica o que fluyan con naturalidad. Sabemos que además de la locura de los Minions, como manera de ser y hacer, tampoco la saga se caracterizó por una búsqueda demasiado profunda por desarrollar lo que cuenta. Como un producto autoconsciente de su carácter pop la banda de sonido de Mi villano favorito 3 recurre a una cantidad de hits musicales de los ‘80 (Physical de Olivia Newton- John y Take on Me de A-ha, entre muchos) que logran darle algo de ritmo y, en algunas ocasiones, hasta se aúnan a la narración (Bad de Michael Jackson e Into The Groove de Madonna son claros ejemplos) y donde también los números musicales de los Minions se llevan los aplausos.
Una road movie de postales, que apela a todos los clisés que la mirada del norteamericano culto tiene sobre lo francés, es lo que construye Eleanor Coppola en París puede esperar, su primera ficción. El artista intelectual y el burgués estadounidense tienen una evidente fascinación con Francia. Caen embelesados a los pies del touche personnelle francés con más sesudas o más simplistas razones, según les permitan sus capacidades reflexivas. Eleanor Coppola (documentalista reconocida, esposa de Francis Ford, madre de Sofia y de Roman) no es la excepción. Anne (Diane Lane) es la esposa de un productor cinematográfico de Hollywood (Alec Baldwin), a quien acompaña en el Festival de Cannes. Por un problema en sus oídos (cierto dolor insistente) debe bajarse del viaje en avión que tenían programado. Jacques (Arnaud Viard), un francés, socio de su marido, se ofrece a llevarla en auto hasta París. Lo que sigue es una road movie turística y gastronómica con sus respectivas paradas para demostrar, exhibir y desplegar los estereotipos que sobre lo francés el mundo instituyó: banquetes opíparos (que incluyen los mejores quesos) maridados con los mejores vinos, los bellos paisajes de la campiña, las flores con aromas inigualables, la galantería de sus hombres (que libremente pasan del romanticismo a la búsqueda de la satisfacción sexual), la cultura como estandarte a relucir a cada momento. A la reafirmación de los clichés le agregamos algunas confesiones personales nunca expresadas y el cóctel de la mediocridad elitista está servido. No importa que todo lo que Anne transite (el viaje de Cannes a la Ciudad Luz, los lugares visitados, la muerte de un hijo, etc.) haya sido vivido por la directora -funcionando la protagonista como una especie de alter ego y el filme como un diario íntimo o una catarsis-, si sólo queda en eso. Que es lo que ocurre en París puede esperar. Cada parada está calculada y no sólo por el conductor sino, y lo que es peor, por un guion que no hace gala de una sola originalidad o frescura o imprevisibilidad que rompa con las artificiales y falsas interrupciones en el camino. Apenas instantáneas de esos momentos recolecta Anne (fotógrafa amateur) que museifican detalles donde sólo importan los colores y las texturas sin lograr armar un recuerdo, ni darle vida. Instantes bellos pero vacíos, superficiales. Y en espejo, Coppola sólo atina a armar un collar de fotografías muertas que ni esa exquisita actriz y mujer que es Diane Lane puede salvar.
Los ganadores es un documental que muestra un desfile de personajes atractivos y extravagantes y los vuelve carne de cañón. Siguiendo cierta obsesión por algunas personas “particulares” el director se topa con un mundo bastante excepcional que es el de los premios. Infinidad de asociaciones que otorgan distinciones y de personas que quieren ser reconocidas con ellas. Después de hallar al protagonista, el documental se centra en él, en su programa de radio y televisión y en la ceremonia de premiación “Estampas de Buenos Aires” -desde la convocatoria, pasando por la organización y el mismo evento de entrega-, mostrando el negocio que rodea al evento y las distintas situaciones que se deben sortear en cada paso para participar y triunfar. Néstor Frenkel en Los ganadores se desliza por una delgada línea que siempre está al límite entre construir una especie de comedia descriptiva de un mundo desconocido y un menosprecio evidente para con el universo documentado. La mayoría de las veces triunfa esto último que se refleja en el material finalmente seleccionado, en las situaciones editadas, en la música con la que refuerza esa mirada, en la posición de la cámara, en la repetición de errores, transas y gustos de clase que llevan a una risa fácil y despreciativa, la decisión de reírse del otro y no con el otro. La escena de la presentación de una persona (más allá de las razones que demuestran su calidad de cuestionable organizador de premios) casi al comienzo del filme sosteniendo durante un tiempo prolongado su rostro a cámara, delata lo que el director -más allá de sus fines enunciados-, finalmente ofrece como producto final. Cualquiera de esos momentos, sostenidos en unos hombres y mujeres que defienden valores conservadores y reaccionarios o simplemente vacuos y llenos de lugares comunes, podrían haber sido filmados con una cámara que observe a la misma altura y no con el cinismo y la superioridad que lamentablemente termina siendo la forma elegida. Y donde además se cuela cierta mirada clasista que pareciera estar tiñéndolo todo si se elige, como se hace, contarlo desde ellos y no poniendo la lupa en tantas otras premiaciones con más renombre que también adolecen de los mismos vicios, rumores y desaguisados.
Federico Godfrid construye en Pinamar una película sobre los vínculos familiares y los sentimientos. Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) viajan a Pinamar a vender el departamento familiar y a arrojar al mar las cenizas de su madre en esa ciudad que visitaron de vacaciones cada verano desde niños. Uno es retraído y tiene una tristeza que domina su rostro, el otro es extrovertido, al filo de parecer ese tipo denso que no para de hacer bromas continuamente. Pero sobre todo y profundamente son hermanos. Ese día en que van a firmar la venta, se convierte por complicaciones primero y por deseos que se atienden después, en un fin de semana que compartirán con Laura (Violeta Palukas), la hija del encargado del edificio a quien conocen desde chicos. Federico Godfrid a partir de un guion que funciona por acumulación de pequeñas situaciones que estos jóvenes atraviesan esos días (charlas, salidas, etc.) construye una película de silencios, de diálogos que suenan naturales, de pequeños y poderosos detalles (la ropa colgada en el baño, la campera de la madre que Pablo usa desde el comienzo, la escapada en la noche que termina en el muelle observando a una mujer pescadora) que no necesitan de gestos extemporáneos ni gritos y que conmueve sin golpes bajos. Melancolía, duelos, esperanzas, tomas de decisiones. Son de destacar la excelente fotografía de Fernando Lockett que se luce especialmente en una escena clave durante una carrera por el bosque y las actuaciones del joven trío protagónico para llevar a buen puerto una película que no le teme a los sentimientos sino que se expresa a través de ellos y, fundamentalmente, cree en lo que cuenta.
Un regreso y un vínculo roto que se busca recomponer durante el fin de semana del título en la opera prima del cordobés Moroco Colman. Carla (María Ucedo) regresa a Carlos Paz. Se nota que hace rato se ha ido. Llega a una casa sola y se dormita en una hamaca paraguaya. Cuando ingresan una pareja y una joven se sorprenden con su presencia (menos los mayores que la chica). Alguien ha muerto (más tarde confirmaremos que es José, ex marido y padre) y esa mujer recién llegada y Martina (Sofía Lanaro) son una madre e hija que tienen un pasado de reproches para sacar a la luz. A la típica historia de vínculos materno-filiales en tensión y conflicto permanente, tratada en infinidad de ocasiones, el director logra organizarla de una forma si no original por lo menos distinta a partir de una puesta que no apela al discurso evidente y a los diálogos explicativos y que procura mantener el secreto y la intriga de los lazos que relacionan a los personajes y a lo que colabora un elenco muy afiatado. Un universo femenino que se las trae y entrega personajes complejos y contradictorios muy bien delineados y actuados (además de las nombradas se destaca Eva Bianco). Desde lo formal el trabajo con tres formatos distintos y con un director de fotografía para cada uno de ellos es algo más que un simple adorno visual ya que acompañan con su expansión una “liberación” de los personajes. La cuestión de lo sexual que comienza discursivamente en uno de los primeros diálogos entre madre e hija se resuelve luego visualmente apelando a lo cuasi pornográfico o explícito (los encuentros sexuales entre Martina y Diego -que además recurren a la violencia física-y la fellatio en el bote y el menage a trois en el barco entre Carla, Rober -un amigo- y una desconocida), lo que resulta más una provocación adolescente que una necesidad funcional. En la mitad del relato, tras una discusión violentísima entre las protagonistas, un quiebre del guion (más un volantazo que un giro) nos transporta a otra película. Como si al salir de esa casona familiar se dificultara hallar el tono. De alguna manera pareciera como si los conflictos hubiesen sido llevados a tal extremo que el regreso a cierto “atisbo de solución” pareciera necesitar de un poco más de transición, pero el tiempo apremia. Igualmente se esquiva exitosamente el dejar nada cerrado y de alguna forma el final nos acerca a esa “verdad” que notábamos en un comienzo.