Hacer una película de Tom y Jerry es una empresa arriesgada, ya que la estructura de la animación creada por William Hanna y Joseph Barbera hace 80 años (debutaron en 1940 con una serie de cortos producidos por la Metro Goldwyn Mayer) no está pensada para sostener una historia larga, sino para contar historias breves de peleas entre el gato y el ratón. Es decir, su formato original es el de pequeñas piezas cómicas que no duran más de nueve minutos, en las que se destacan el humor físico (slapstick), las persecuciones interminables y los desastres hogareños que ambos provocan con sus luchas desopilantes. ¿Cómo hacer entonces un largometraje de Tom y Jerry que, además, sea una mezcla entre personajes reales y personajes animados? Una posible opción es hacer una película que tenga a los personajes animados como excusas para contar otra historia, en la que los personajes reales sean los protagonistas y los dibujitos sean sus complementos. Algo de esto hay en la Tom y Jerry dirigida por Tim Story y protagonizada por Chloë Grace Moretz y Michael Peña. La película cuenta, en principio, con dos tramas que se unen en una historia despareja y sin demasiadas ideas, muy por debajo del nivel que siempre supieron mantener los animalitos de Hanna-Barbera. Pero más allá de que la película se basa en una fórmula familiar que no se arriesga ni cuenta con el ingenio y la gracia característicos de Tom y Jerry, su director logra hacer una película imposible sin que sea un desastre. En el comienzo vemos cómo nace la rivalidad entre el gato y el ratón. Tom se gana la vida en la calle haciéndose pasar por un tecladista ciego, y Jerry no tarda en aparecer para dejarlo en evidencia y arruinarle el negocio, lo que termina en esas típicas peleas que levantan polvareda. Luego aparece la protagonista principal, Kayla (Chloë Grace Moretz), quien, al igual que Tom, también se gana la vida haciendo trampa: la joven entra a trabajar al Royal Gate Hotel, como coordinadora de ceremonias, después de quedarse con el currículum de una mujer que esperaba una entrevista laboral. Por otra parte, el empleado interpretado por Peña, Terence, nunca ve con buenos ojos a Kayla porque duda que pueda desempeñar el trabajo que le acaban de dar. Las cosas empeoran cuando descubren que el ratón Jerry se instala a vivir en el hotel, lo que significa una amenaza para el personal y para la inminente boda de lujo que se realizará en el lugar. Es ahí cuando a Kayla se le ocurre proponer al gato como ayudante para eliminar al ratón, dando lugar a las peleas antológicas que los hicieron famosos. Es un poco raro y contradictorio lo que sucede con Tom y Jerry. Si bien es una película irregular y anodina, plagada de lugares comunes predecibles, también es una película que sostiene, durante 100 minutos, una historia descabellada entre el gato y el ratón (y otros personajes animados y reales) sin que resulte fallida, con algunos momentos aceptablemente divertidos, un par de gags eficaces y unas cuantas ocurrencias que despiertan la sonrisa tímida del espectador más pequeño.
Poco importa si Paul W. S. Anderson quiere ser considerado un autor. Lo que sí es evidente es que Anderson es algo así como el padre indiscutible de artefactos espectaculares y estruendosos basados en videojuegos de alta tensión y exceso de adrenalina. Junto con Michael Bay y Roland Emmerich, el director británico es uno de los pocos responsables que quedan del entretenimiento a gran escala, un cine que no se olvida del espectador. Mortal Kombat (la primera), la saga Resident Evil, Alien vs. depredador, películas de ciencia ficción espacial, de acción bélica interplanetaria y de acción automovilística, como Event Horizon, Soldier y Carrera Mortal, además de un péplum aceptablemente desparejo, como Pompeii, son los títulos que llevan la firma inconfundible de Anderson. Su cine no pretende ser otra cosa, y ya no hay dudas de que un plano suyo puede distinguirse a kilómetros de distancia, algo que muchos directores sueñan con lograr. Lo que Anderson hace es mantenerse firme en una tradición de artesanos que trabajan con mucho presupuesto, con mucha gente y con muchos efectos especiales. La prioridad es el entretenimiento a secas, sin ningún mensaje político, sólo con los elementos nobles del Hollywood de grandes estudios, que cree en el cine como un trabajo colectivo antes que como un arte nacido del genio de una persona. Si a esto le sumamos algún actor o actriz fetiche, tenemos la fórmula en la que se basa Anderson para desplegar su talento, con un resultado siempre efectivo y rendidor en la taquilla. Monster Hunter (basada en el videojuego de Capcom) es otra prueba del cine que le interesa a Anderson. Otra vez repite con su actriz favorita (y esposa), Milla Jovovich, en el papel de Artemis, la ranger y capitana de un escuadrón de las Naciones Unidas que realiza operaciones de seguridad y que de pronto se ve alcanzado por una tormenta de arena que lo transporta a otro mundo, una dimensión alternativa que se conoce como "El nuevo mundo", habitado por enormes criaturas que parecen venir de la época de los dinosaurios. Cuando entran en escena los monstruos que habitan las dunas del nuevo mundo, lo que la conecta con la tradición de monstruos nipones (kaijus), es cuando Anderson se mueve como pez en el agua, ya que es ahí cuando saca a relucir su pulso para ejecutar escenas que no sueltan un instante, porque Anderson es, ante todo, un maestro de la acción con personajes gigantes creados por computadoras. En el nuevo mundo hay monstruos y cazadores, y el grupo de Artemis deberá unirse a los cazadores para combinar sus habilidades guerreras en la confrontación final, además de evitar que los colosos (desde arañas hasta dragones inmensos) viajen a la Tierra a través del portal. Anderson sabe mezclar la acción, el género fantástico y el espíritu de los videojuegos sin que los efectos computarizados saturen la pantalla, ya que los intercala adecuadamente con escenas de pelea cuerpo a cuerpo, como en el cine de acción del siglo pasado. Y siempre se guarda un par de sorpresas que dejan satisfecho al espectador, tanto a fanáticos como a neófitos que van al cine en busca de blockbusters con aroma a pochoclo caliente.
Las brujas son reales y están entre nosotros. Nos podemos encontrar con una de ellas en cualquier parte. Una bruja podría ser una vecina, una maestra, una enfermera. Pero lo más importante es que las brujas odian a los niños y quieren destruirlos. Esta es la premisa de la que parte Las brujas, la famosa novela infantil de Roald Dahl publicada en 1983 y llevada al cine en 1990 en una película dirigida por Nicolas Roeg y protagonizada por Anjelica Huston. 30 años después, el director Robert Zemeckis, junto con Guillermo del Toro como coguionista y productor, se encarga de actualizarla. Y es en la actualización para un público nuevo (en el contexto de una industria que exige la corrección política) donde están los problemas, pero también los aciertos y los motivos para defenderla, ya que, desde su estreno el año pasado vía streaming, la película no cosechó buenas críticas. A simple vista, Las brujas, de Zemeckis, es una película de fórmula (en el sentido de trillada y sin riesgos), con momentos fallidos y escenas sin inspiración, en la que los pasos de comedia y los elementos de fantasía y de terror se ven forzados (la sobreactuación intencional de Anne Hathaway como la Gran Bruja, por ejemplo, es de lo más flojo del filme). Es decir, esta nueva versión no logra el buen resultado que sí logra la película de 1990, que tiene la ventaja de contar con una villana escalofriante. Pero es justamente su predecesora lo que la torna interesante o al menos lo que hace que a esta remake se la vea como una película que atenta contra los principios de la anterior. El cambio más importante que hace es que los niños que se convierten en ratas quedan convertidos en ratas, detalle que la acerca más a la animación infantil que a la fantasía realista de la primera. La historia introduce varios cambios. En 1968, Bruno, un niño de 8 años, pierde a sus padres en un accidente automovilístico y se tiene que ir a vivir con su abuela a Demopolis, un pueblo de Alabama. Es allí donde ve a la primera bruja. Al darse cuenta del riesgo que corren, la abuela decide llevarlo a un hotel lujoso para turistas, cerca de una playa. Lo que no saben es que al hotel llegarán la Gran Bruja y su comitiva para llevar adelante una reunión con fines diabólicos. Zemeckis recurre a las imágenes generadas por computadoras (CGI) para las escenas con los roedores. Y esta decisión puede despertar el rechazo de algunos, aunque es evidente que es allí donde se encuentra su actitud más rebelde y lo que la diferencia de la anterior. Las brujas es una película de brujas que deviene en película de ratones, y en una de ratones un tanto depresivos, glotones y paranoicos. La otra novedad es que la actual política de inclusión del cine norteamericano está a la orden del día (los protagonistas son negros y una de las ratas es mujer). Además, la abuela ya no es una excazadora de brujas como en la película de 1990, sino una mujer temerosa, cuyos trucos de magia ya no le funcionan. Fuera de Volver al futuro, las películas de Zemeckis son, apenas, buenas artesanías. Pero lo bueno es que el realizador cree en el trabajo constante de seguir contando historias renovadas, sin importar el resultado. Este parece ser el gran acierto de Zemeckis.
Luego de la formidable Invasión Zombie (Train to Busan, 2016), el director Sang-ho Yean se pone al hombro la secuela y logra crear momentos igual de efectivos y espectaculares, pero con un resultado un tanto desparejo. A diferencia de la anterior, que tiene un guion de hierro y una trama consistente, Estación Zombie 2: Península es más ambiciosa y cuenta con subtramas y personajes que dejan a los zombis en un segundo plano. Cuatro años después de que el soldado Jung Seok intenta salvar a su hermana y el hijo del ataque de zombis en el barco que los llevaba a Hong Kong, unos mafiosos lo mandan a buscar para encargarle la misión de ir hasta Incheon (Corea del Sur) a recuperar un camión con 20 millones de dólares. A Incheon la llaman “la península” y es un hervidero de muertos vivientes. El panorama es posapocalíptico y la conexión con películas como Escape de Nueva York y Mad Max saltan a la vista a medida que avanza la historia. Seok irá con otros personajes que, al igual que él, no tienen nada que perder. El trato es que si logran traer el dinero, ellos se quedan con la mitad. Pero la misión se complica cuando unos pandilleros descubren a Seok y a sus compañeros con las manos en la masa. En Península, los verdaderos villanos no son los zombis, sino el grupo de pandilleros que se adueña de la ciudad donde rige la ley del más fuerte. Los sobrevivientes ya están acostumbrados a convivir con los zombis, saben cuidarse y tratan, en lo posible, de no hacer ruido ni alumbrarlos (los dos estímulos a los que reaccionan los monstruos). Las persecuciones en auto son de lo mejor que tiene esta segunda parte. Si bien los efectos especiales la asemejan a las carreras automovilísticas de un videojuego más que a las persecuciones analógicas de las Mad Max, lo mismo logra mantener la tensión y el pulso para narrar sin trastabillar. Aunque el meollo de la cuestión queda un poco disperso (por la cantidad de personajes que entran en juego), la eficacia dramática del filme se mantiene como en la primera parte, a pesar del uso abusivo que hace de la música en los momentos tristes. Al igual que su predecesora, Península también trata el tema del egoísmo individualista, aunque lo hace sin subrayarlo demasiado. Lo que hay que rescatar y respetar de Sang-ho Yeon es su arriesgada apuesta por hacer una película más compleja, sin bajar el alto nivel de entretenimiento al que supo llegar con la primera parte. El director renuncia a la construcción de sus películas anteriores (incluida la animación Estación Zombie: Seúl) y se compromete con un ejercicio más desenfadado y cinéfilo, con todos los riesgos que esto supone.
Es inexplicable que se estrene Invasión: El fin de los tiempos, una película de ciencia ficción rusa que es la segunda parte de Attraction (Prityazhenie, 2017), película que nunca se estrenó en Argentina. De modo que los que vayan a verla tendrán que tener la precaución de ver (en casa) la primera parte. El dato deja en evidencia dos cosas: los que seleccionan los estrenos no son programadores, y ni siquiera se toman el trabajo de ver las películas. Se entiende que los cines que reabrieron necesitan funcionar como sea, pero no por eso tienen que estrenar cualquier bodrio pasatista con el fin de recaudar dinero. Invasión: El fin de los tiempos es una película en la que abundan los efectos visuales, pero escasean las ideas. Los efectos especiales, el fuerte del filme, se parecen al de un videojuego anodino, cuya sofisticación carece de gracia. La película no llega a ser nada de lo que quiere ser. Quiere ser cine catástrofe, pero la única catástrofe es la película misma. Tampoco es una película de invasión, ya que la verdadera invasión es la que le hacen al bolsillo (y al tiempo) del espectador. El director Fedor Bondarchuk quiere incorporarle una dosis de romanticismo y el resultado da más vergüenza ajena que una telenovela de la tarde. Quiere introducirle dramatismo y lo que hace es una antología de lugares comunes mal ejecutados. Si la comparamos con cualquier película de Roland Emmerich, también sale perdiendo, porque el director de Día de la independencia trabaja con una autoconciencia plagada de humor y un talento innegable para manejar el espectáculo de alto presupuesto, algo que Bondarchuk no logra hacer. Tampoco sabe explotar la ridiculez apocalíptica porque pretende ser una película seria, grave, conmovedora. Los diálogos son clichés de malas películas de ciencia ficción, pero sin el humor que las caracteriza. Y si se insiste en el humor, es porque es lo único que podría haberla salvado, o al menos la sátira social o la crítica política. Y lo peor de todo es que es aburrida y larga (tiene 134 minutos). Pero no aburrida por su trama, sino por los momentos de acción. Es decir, aburrida en los momentos en los que tiene que ser entretenida. Vayamos al argumento. Tres años después de los sucesos de la primera parte (en la que una nave alienígena cae en la Tierra), los extraterrestres vuelven a atacar, pero esta vez en busca de Julia Lebedeva (Irina Starshenbaum), quien en la anterior película se había enamorado de Hakon (Rinal Mukhametov), el único alien al que se ve salir del ovni. Lo que se trata ahora es de destruir la nave antes de que esta destruya la Tierra con inundaciones (su fuente de energía es el agua). El padre de Julia y coronel del ejército (Oleg Menshikov) está a cargo, nuevamente, de salvar al mundo. Todos tendrán que enfrentar lo inevitable. El problema, además de los ya mencionados, es que la película no provoca nada y nunca se llega a empatizar con los personajes. Tampoco se entiende lo que tienen que hacer ni lo que motiva a los supuestos extraterrestres. Y todo se entiende menos si se tiene en cuenta que es una continuación de la anterior, a la que el espectador, por supuesto, no tiene por qué haber visto.
En Córdoba volvieron los cines y uno de los estrenos con el que decidieron empezar esta nueva y difícil etapa es The Empty Man: El mensajero del último día, una película de terror estimulante, que engancha en todo momento gracias a su ambiciosa (y lograda) mezcla de distintos subgéneros del terror y su capacidad para manejar el suspenso hasta el final. Escrita, editada y dirigida por el debutante David Prior, la película es una grata sorpresa por varias razones. En principio, tiene dos horas y cuarto de duración, algo que puede resultar un toque excesivo si se tiene en cuenta que se trata de una ópera prima de terror sobrenatural, con leyenda urbana y sectas suicidas incluidas, y con actores y actrices no tan conocidos. Sin embrago, la duración no se siente debido a su capacidad para ir mutando sutilmente, saltando de subgénero en subgénero sin que eso resulte un mamarracho narrativo. El protagonista es James Lasombra (James Badge Dale), un expolicía que busca a una joven desaparecida misteriosamente, y que a medida que avanza en la investigación empieza descubrir cosas cada vez más espeluznantes, que lo conducen a una secta que venera a un tal The Empty Man, una especie de entidad mística monstruosa a quien nadie conoce porque, en realidad, no es nadie ni nada, lo cual deja asentada la base filosófica de la secta (y de la película). Se podría escribir mucho sobre Empty Man, pero no es posible explayarse acá. Lo que sí se puede decir es que, como toda buena película de terror, se presta para hacer una lectura político-filosófica y otra estrictamente cinematográfica. De la político-filosófica se puede decir que es una película que, de manera escondida o involuntaria, habla del vacío existencial que empezaron a vivir los jóvenes los últimos 25 años, como consecuencia de la avanzada etapa del capitalismo actual, cuyos rasgos más significativos son la falta de aspiraciones, la imposibilidad de los proyectos a largo plazo y el sinsentido que empezó a tener la vida misma. Los valores que se inculcaron desde hace al menos dos siglos, junto con la racionalidad, la ciencia y la tecnología, sucumbieron debido a que no lograron que el mundo sea mejor. De ahí que la secta de The Empty Man esté integrada por jóvenes. Tampoco es casual que la película empiece en 1995, año del origen del mal. Es decir, mediados de la década de 1990, cuando internet se empieza a instalar en los hogares y a producir una dependencia adictivo-depresiva en las nuevas generaciones. En cuanto a lo cinematográfico se puede decir que Empty Man es un policial hecho y derecho, policial de terror que gira alrededor de una leyenda urbana que tiene a una secta como motor de la trama. Lasombra es el característico policía/detective que busca a alguien y que termina encontrándose a sí mismo. Desde Edipo Rey que la estructura del policial siempre fue la misma, algo que Empty Man respeta y honra con su enorme capacidad de pasar de un prologo diabólico y magnético a un policial terrorífico. Sin olvidar jamás el carácter del cine como entretenimiento, como espectáculo para todo público.
Anunciado como diferente a cualquier superhéroe que hayamos visto antes, Bloodshot no solo es igual a la mayoría de los que vimos siempre sino que, además, la película basada en el personaje de Valiant Comics y dirigida por el debutante Dave Wilson es inferior a cualquier título de Marvel y DC. El filme protagonizado por Vin Diesel, el paradigmático héroe calvo de la acción más rápida y furiosa, tiene un grave problema de guion, que hace que lo que sucede en la historia no se entienda del todo debido a la cantidad de inconsistencias lógicas, baches inexplicables e incoherencias que desconciertan en más de una escena. En los primeros minutos vemos a Ray Garrison (Diesel), un soldado del ejército norteamericano, reducir al enemigo con eficacia. Luego lo vemos de vacaciones en la costa amalfitana con su prometida, interpretada por Talulah Riley (El origen), hasta que aparecen unos tipos que los secuestran y los matan. Después de esta introducción resuelta con bastante pragmatismo, Ray despierta sin memoria en un laboratorio de la compañía Rising Spirit Technologies frente al Dr. Emil Harting (Guy Pearce), quien lo resucita a través de la nanotecnología, introduciéndole “nanitos” en la sangre que hacen que los tejidos se reconstruyan de inmediato cuando recibe balazos. Es decir, Ray se despierta convertido en Bloodshot, un fortachón a prueba de balas y con una fuerza sobrehumana, mezcla de Wolverine con RoboCop. Aunque no sabemos cómo llegó hasta el laboratorio, por más que intentan explicarlo con la excusa de que nadie reclamó su cuerpo, lo que sí sabemos es que Ray no recuerda nada. Pero de a poco le empiezan a venir imágenes a la memoria que le permiten recordar lo que le pasó, lo que lo lleva a vengarse de los que mataron a su amada. Lo único rescatable de la película es Diesel, quien, a pesar de su carácter taciturno y sus frases lacónicas, hace todo lo posible para sostener la historia con su carisma y con la fama de héroe popular ganada en todos estos años. También hay que destacar a su compañera de turno, la actriz Eiza González en el papel de KT, un arma letal fabricada por el mismo laboratorio que le permite a Bloodshot apostar por una segunda oportunidad. El resto de los personajes no ayuda mucho, ya que, por ejemplo, no se llega a entender la rivalidad que surge entre el que tiene piernas ortopédicas y el personaje de Diesel. Bloodshot se manda muchas macanas narrativas e intenta mezclar la ciencia ficción ciberpunk con una trama demasiado intrincada e innecesariamente pretenciosa, que incluye recuerdos confusos y una vuelta de tuerca rebuscada, que no hace más que convertirla en el remedo pochocleril y torpe de Memento en clave de película de superhéroes.
Una de las dificultades con la que tuvo que lidiar el cine en su etapa analógica o predigital fue la del trabajo con animales. ¿Cómo lograr que el movimiento de un perro o de un gato cumpla con lo que requiere la escena? La historia está llena de películas con animales reales que se la rebuscaron con ingenio para conseguir un resultado decente. En la actualidad, con las imágenes generadas por computadora (o CGI, de acuerdo a sus siglas en inglés), la tarea es mucho más fácil, aunque el resultado no necesariamente sea mejor que en el pasado, ya que el cine no es solamente una cuestión técnica. En este sentido, hay que decir varias cosas de El llamado salvaje (The Call of the Wild), la nueva adaptación de la novela corta y clásico universal de Jack London. La película dirigida por Chris Sanders, quien viene de hacer animaciones como Lilo y Stitch y Cómo entrenar a tu dragón, tiene como protagonistas a un enorme perro de nombre Buck, cruza de San Bernardo y Scotch Collie, y a Harrison Ford, cuyo personaje se encarga de contar la historia en voz en off. El contexto es el siglo 19 en la región del Yukón, noroeste de Canadá y este de la frontera con Alaska, durante la llamada fiebre del oro, cuando los perros de tiro se compraban a precios muy altos. Buck es el perro mimado del juez Miller del Valle de Santa Clara. Una noche, un jardinero lo roba para venderlo en el mercado negro de canes. Es así que Buck se ve, de pronto, lejos de casa y en una jauría empujando un trineo que lleva el correo al pueblito donde están los buscadores de oro, después de haber sufrido maltratos y de haber atravesado situaciones entre tristes y desopilantes. En el camino se lo cruza a John Thornton (Harrison Ford) y, entre perro y humano, logran una conexión de mucha empatía. John se da cuenta de que Buck es un perro especial, como así también el perro se da cuenta de que John es el amo ideal. También aparece Hal, el villano interpretado por Dan Stevens que quiere encontrar oro a toda costa y que se las agarra con Buck. Las claves del relato están puestas sobre la mesa: animal y humano se complementan, uno es el espejo del otro y ambos se comunican como si fueran de la misma especie. Todo esto está bien construido. El espectador se deja llevar por la historia por más que esté plagada de inverosimilitudes e inconsistencias. El detalle y la novedad de la película son que el perro está hecho con computadoras (CGI). Aun así, los gestos y los movimientos del animal son muy realistas y la digitalización le permite, además, hacer ciertas cosas que de otro modo no hubieran sido posibles. Recuerden que Sanders es un experto en animaciones y personajes digitalizados y que, por lo tanto, sabe lo que hace. Si bien los efectos son discutibles en algunos momentos, hay algo que es incuestionable y que tiene que ver con el género mismo. No es el director, es la estructura del relato de aventuras la que hace avanzar la historia, cuyas reglas dicen que a cada paso que dan los personajes tienen que surgir nuevas complicaciones para que la odisea sea más dramática y entretenida. Tanto Buck como John emprenden un viaje hacia la libertad, el autoconocimiento y la búsqueda del verdadero hogar. Otra vez la aventura funciona como metáfora de la vida. Ser amos de nosotros mismos es el secreto que la película susurra al oído del espectador. El problema es que carece de densidad política. Lejos está de ubicarse en la lista de películas como Perro blanco (1982), de Samuel Fuller, que trata el problema del racismo en los Estados Unidos con una profundidad inaudita. Sin embargo, El llamado salvaje funciona como una aceptable y simpática película de iniciación en materia de aventuras.
Después de 17 años de la segunda parte, Bad Boys para siempre vuelve a poner en acción a Mike Lowrey (Will Smith) y Marcus Burnett (Martin Lawrence), los amigos policías a los que vimos repartir piñas y tiros por primera vez en 1995, cuando el director Michael Bay daba a conocer las primeras armas de su inconfundible cine adrenalínico. Esta vez no está Bay en la dirección, pero la química entre ambos actores/personajes sigue intacta. Incluso, hasta se ve más potenciada por el paso de los años, ya que la madurez los favorece en el drama, que convierten en humor automáticamente, y en las escenas de acción, en las que se los ve más creíbles y queribles que nunca. Bad Boys para siempre es muy consciente de lo que es y sabe administrar las dosis de humor y de acción, además de contar con un elenco que encara las situaciones más descabelladas y las resuelve de manera efectiva. La clave de esta tercera parte es que cumple con lo que promete y entrega diversión y explosiones sin pretender ser otra cosa más que una comedia de acción mainstream para disfrutar con un balde de pochoclos bien grandote. Todo en la película dirigida por Adil El Arbi y Bilall Fallah está puesto en su justo lugar, y si bien el ritmo decae un poco en la segunda mitad, lo cierto es que entretiene en todo momento gracias a la chispa actoral de Martin Lawrence (aceitado como nunca antes) y el respaldo siempre rendidor de Will Smith. Qué bueno sería que todas las buddy cop movies (películas de una dupla policíaca) fueran como Bad Boys para siempre: grandes escenas de acción, chistes efectivos que intervienen cada vez que la cosa se pone un toque pesada (prestar atención a la escena en el avión), un homenaje al cine de Michael Bay con cameo incluido, una conexión endeble pero aceptable con la tradición de la telenovela mexicana (con la reina del género a la cabeza, Kate del Castillo) y un giro final/filial sacado de la galera, como para agregarle la autoconciencia traída de los pelos que toda película de estas características tiene que tener. Otro acierto del filme es la incorporación de los jóvenes policías que ayudan en la arriesgada misión a los protagonistas. Sobre todo la de su jefa y líder, interpretada por Vanessa Hudgens, quien se planta firme en su cargo y da órdenes con convicción, además de actuar muy bien la relación que tiene con el personaje de Smith, con gestos, con miradas y sutiles movimientos del cuerpo que lo dicen todo sin hacer nada. La música original de Mark Mancina y algunos hits latinos del momento le dan la cuota de nostalgia y de actualidad necesarias para encender la pasión de la popular. Ver Bad Boys para siempre en cine es lo más parecido a estar en una fiesta o en un boliche de moda. Inesperado regreso con gloria y gracia.
Cuando parecía que ya se habían calmado con los refritos de películas de terror japonesas (también denominadas J-Horror), llega una nueva versión de El grito (The Grudge) para sumar un título más a esa lista de fiascos injustificados. Más que otra prueba de la escasez de ideas en Hollywood, La maldición renace es la triste constatación de una manía incomprensible: hacer reboots, remakes y continuaciones innecesarias de películas con un relativo éxito en el pasado. El filme dirigido por Nicolas Pesce y producido por Sam Raimi intenta ser un reinicio de la popular cinta de Takashi Shimuzu, Ju-on, estrenada en video en 2000 y reactualizada en 2002 por el mismo Shimuzu, para luego dar lugar a una interminable saga con varias versiones norteamericanas, la primera de ellas de 2004, dirigida también por el director japonés. Lo que hace interesantes y buenas a las Ju-on es que trabajan con mucha imaginación la tradición nipona de fantasmas irascibles, que penan en casas donde ocurrieron hechos atroces y violentos. La otra clave es la acertada representación de los fantasmas, con esa blancura escalofriante y sus pelos negros tupidos y ojos saltones, que meten miedo en serio. Y, por último, la puesta en escena, pensada con un presupuesto modesto y filmada con cámaras caseras, como para que el realismo impacte más en el inconsciente del espectador y lo sugestione por varios días. Sin embargo, ninguna de las virtudes de las primeras son aplicadas en esta nueva versión descafeinada de Pesce, quien solo se queda en los sustos predecibles y en una fórmula trillada, que no suma nada y a la que se le nota la falta de ideas. La maldición renace comete todos los errores e incurre en todos los vicios. Es una película impotente, que no sabe cómo hacer asustar, no sabe cómo meter miedo. La construcción de las escenas son todas iguales y terminan de la manera que ya sabemos. El mecanismo del jumpscare es tan aburrido como ir a hacer un trámite en la Afip. El filme de Pesce es el último ejemplo de la degradación de la saga El grito. Eso sí, tiene una fotografía bonita y las actuaciones son aceptables, sobre todo la de la protagonista Andrea Riseborough. Y, una vez más, aparece Lin Shaye haciendo de la viejita que asusta con muecas. Todos sabemos que la actriz vive de eso, pero háganle hacer otro papel porque ya no estaría metiendo miedo ni haciendo gracia.