El capitalismo gana todos los días por goleada. Cada App, cada nuevo modelo de celular y cada nueva red social sirven para convertirnos en consumidores adictos a todo lo que ofrece el sistema. Estamos cada vez más embobados por (y con) esos aparatitos embrutecedores. Hoy casi nadie puede estar sin mirar la pantalla de su teléfono móvil. Vivimos en un presente en el que parece no haber horizontes ni la posibilidad de que nazca algo nuevo, radical, que mejore nuestras vidas de muertos vivientes idiotizados. El terror sigue siendo el género que alberga la posibilidad de construir un relato crítico sin sacrificar el entretenimiento para las masas. La hora de tu muerte, escrita y dirigida por el debutante Justin Dec, no es otra tonta película de terror americana. Podrá tener la apariencia de la típica producción para adolescentes sin edad, pero su contenido es necesario. A su manera industrial, el filme da cuenta de una de las características principales de la sociedad contemporánea: el uso atolondrado y peligroso de ciertas nuevas tecnologías. La protagonista es Quinn (Elizabeth Lail), una joven enfermera que descarga en su celular una misteriosa aplicación que predice la fecha y la hora en que una persona morirá. Por supuesto, el asunto le parece irresistible y le da aceptar a pesar de los antecedentes y las malas noticias que circulan. ¿Quién se rehusaría a participar de tan desafiante y temible divertimento? La aplicación le da a Quinn tres días de vida, lo que la lleva a tener que encontrar desesperadamente una solución a su destino. Nadie escapa a la tentación de una nueva aplicación, todos quieren jugar, descargarla, participar. Nadie puede estar sin un celular o sin registrarse en alguna red social. Para los personajes de La hora de tu muerte parece no haber alternativa una vez que caen en las manos del algoritmo de la Matrix que maneja el mundo y las mentes de cada persona que lo integran. Dec aprovecha el eficaz argumento para mezclar varios subgéneros con bastante éxito, desde el slasher hasta las películas de demonios y maldiciones, pasando por el thriller sobrenatural y las películas de terror que someten a sus personajes a juegos mortales, como El juego del miedo y Destino final. Otro de los aciertos de la película es su corrección política. A la hora de liquidar a alguien, elige al más detestable y único merecedor de lo que le pasa, en sintonía con la sensibilidad feminista del #MeToo y la violencia de género. Justin Dec hace cine comercial para adolescentes aburridos, pero también hace crítica cultural demoledora para adultos que no comulgan con las prácticas de la actualidad. Y no lo hace con pretensiones filosóficas, sino más bien como un juego teórico en clave de película de terror liviana para que lo entienda quien quiera. Dec tiene la lucidez y la valentía de permitirse una mirada pesimista sin caer en una postura conservadora.
La historia del cine está llena de películas que combinan terror y comedia con buenos resultados. Desde clásicos como La danza de los vampiros de Roman Polanski hasta algunos títulos de Sam Raimi, ambos géneros se conjugan para meter miedo y hacer reír al mismo tiempo. Y si a esta mezcla se le agrega un toque de sadismo lúdico autoconsciente con reminiscencias góticas de la productora Hammer, como es el caso de Boda sangrienta, mejor. La comedia de terror gore dirigida por Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett llega precedida por elogios del público y de la crítica. Y se comprende el entusiasmo, ya que el filme se da el lujo de jugar de la manera más desprejuiciada, sangrienta y cruel con sus personajes, además de mostrar cierto ingenio formal y entregar un par de escenas memorables. La película protagonizada por la australiana Samara Weaving (de rostro parecidísimo al de la también australiana Margot Robbie), como la novia/heroína/final girl víctima de una familia de millonarios desquiciados, es un divertido chisporroteo de sangre con gags efectivos y situaciones de alta tensión filmadas con espíritu clase B, sentido del suspense y mucho amor por productos como los de La dimensión desconocida. Una joven pareja acaba de casarse y la novia tiene que cumplir con un antiguo ritual de iniciación de la excéntrica familia del novio, que consiste en jugar un juego mortal creado por un tal LeBail. Grace, la novia, tiene que sacar una carta de una caja pequeña y jugar el juego que le toque. Es así como, al tocarle el juego de las escondidas, la muchacha tiene que esconderse y los miembros de la familia tienen que cazarla, literalmente, antes de que amanezca. A Grace primero la casan, luego la cazan. Y como toda persecución a lo gato y ratón, llega un momento en que no se sabe muy bien quién caza a quién. La clave de Boda sangrienta es que, ante la inverosimilitud de su argumento, la dupla de directores logra que la propuesta sea un sólido, aunque no brillante, desenfado de risas y situaciones desesperantes. Saben cómo sacarles provecho a los momentos más humorísticos, logrando que el sadismo se vea alivianado por la comicidad. Algunas escenas se destacan por la pericia con la que están construidas, por el timing, por la economía narrativa y por la acertada fotografía. El pecado es que la excesiva y notoria autoconciencia deja la sensación de que nada importa demasiado. Lo positivo es que, si bien el desenlace se deja adivinar, el giro final es una gozada total, sobre todo para el público exigente en materia de géneros de bajo presupuesto y alto flujo sanguíneo.
El cine será un espectáculo de masas o no será nada. Esta parece ser la máxima del alemán Roland Emmerich en cada una de sus películas. El director de tanques como Día de la Independencia, Godzilla y El día después de mañana ya puede ser considerado uno de los grandes autores de Hollywood, sobre todo porque un plano suyo se distingue de acá a la China. Pero es un autor de los que prefieren crear divertimentos que apunten al corazón de la popular antes que a ganarse las cinco estrellitas de la crítica especializada. Midway: Ataque en altamar, su nuevo título de alto voltaje presupuestario, recrea la batalla que marcó el destino de la Segunda Guerra Mundial. Después de los bombardeos de Japón a Pearl Harbor, Estados Unidos decide realizar un contraataque aéreo y naval en la zona de Midway, un plan táctico y estratégico ejecutado con mucha valentía, heroicidad y, por supuesto, sed de venganza. Japón despierta a un gigante dormido y Emmerich lo filma con muchos efectos especiales, pulso catastrofista y personajes que se la juegan a morir por su patria. El filme es, antes que nada, un entretenimiento con los elementos habituales del género bélico, manejados con la soltura y el conocimiento de alguien que ama los artefactos estruendosos con escenas de acción a quemarropa. El héroe principal es Dick Best (Ed Skrein), el piloto que encabeza la osadía en el Pacífico. Su convicción y su personalidad, más su talento para pilotear aviones lanzatorpedos harán la diferencia e inclinarán la balanza para el lado norteamericano. A Dick lo acompañan otros pilotos igual de valientes que él y el oficial de inteligencia Edwin Layton, interpretado por el siempre efectivo Patrick Wilson. También están el aguerrido Jimmy Doolittle (Aaron Eckhart) y los comandantes Chester Nimitz (Woody Harrelson) y William “Bull” Halsey (Dennis Quaid). Además hay un simpático homenaje al maestro John Ford, que funciona como un regocijo para los más cinéfilos. Si bien exuda patriotismo maniqueo y despilfarra efectos visuales a dos manos, Midway: Ataque en altamar logra transmitir el sentimiento de sus personajes y el drama de la guerra, que sumados a la potencia explosiva de algunos tramos hacen que la película se disfrute tanto como el balde de pochoclo con el que hay que acompañarla. Lo bueno es que las escenas de los ataques a los portaaviones son un prodigio de la acción cinematográfica. Lo malo es que los pocos desarrollados personajes femeninos dejan a las mujeres como algo decorativo, salvo por el personaje de Mandy Moore, esposa de Dick, a quien se muestra como una mujer con personalidad y capacidad de influencia. Aunque la película también asume el punto de vista del bando nipón, siempre es para mostrarlos como enemigos antipáticos y orgullosos. Lo que le importa a Emmerich es resaltar el patriotismo yanqui en una batalla que marcó un hito en la historia del siglo 20 y entregar un espectáculo con pocas sutilezas y mucha adrenalina, que entretenga y emocione al espectador desprejuiciado.
19 años después de Divinas tentaciones (2000), su ópera prima, el actor Edward Norton vuelve a la dirección con Huérfanos de Brooklyn, en la que también actúa y se encarga del guion, basado en una novela de Jonathan Lethem. Si bien es un filme poco arriesgado, Norton logra ambientar bastante bien la Nueva York de la década de 1950, sumida todavía en la depresión dejada por el crac del '29. Sin embargo, la cuidada ambientación de una época no basta para que una película sea buena. El filme se diluye en momentos que no hacen más que delatar la falta de tacto del actor en la dirección, ya que quiere explayarse sin darse cuenta de que, al hacerlo, le resta ese pragmatismo tan característico del cine norteamericano y de sus grandes directores. La película sufre la planicie estereotipada de alguien que no se anima a tomar riesgos ni ir a fondo. Todo está técnicamente prolijo, desde la puesta en escena hasta las actuaciones. Y es justamente este exceso de profesionalismo, más la pulcritud de la fotografía, lo que atenta contra la suciedad opresiva de ese mundo entre detectivesco y gansteril que intenta representar. A Norton le falta meterse en el barro, zarparse más, animarse a la polémica. Lionel Essrog (Norton) es el detective protagonista y padece el síndrome de Tourette, que consiste en decir cosas fuera de lugar a cada rato, entre otros tics incontrolables. Cuando asesinan a su mentor y amigo, el detective Frank Minna (Bruce Willis), Lionel decide investigar el caso, lo que lo lleva a recorrer las calles de Brooklyn hasta llegar al centro del poder y a su principal representante, el tiránico Moses Randolph (Alec Baldwin). Huérfanos de Brooklyn cuenta una historia de detectives de la manera más desalmadamente correcta y políticamente descomprometida. Hay un tipo poderoso que construye puentes y que quiere eliminar los barrios marginales de Brooklyn. Hay también un personaje que es el jefe de una agencia de detectives, al que matan porque tiene información que compromete al poderoso. Y hay, por supuesto, un personaje que se encarga de averiguar quién es el responsable de las muertes y la corrupción. Lo bueno es que el sentimiento melancólico-decadentista poscrisis del 29 logra complementarse con los clubes nocturnos, la bohemia y el jazz reinante. Lo malo es que no hay giros ni sorpresas. Tampoco hay una escena memorable ni una línea de diálogo que valga la pena rescatar. La primera hora de la película es llevadera, pero cuando termina deja la sensación de que sus casi dos horas y media son innecesarias.
Si a una película de carreras de autos le sumamos clasicismo narrativo, actores talentosos y la medida justa de drama familiar y comedia de amigos, el éxito está asegurado. En Contra lo imposible, el director James Mangold (El tren de las 3:10 a Yuma, Logan) se vale de estos elementos para reconstruir la historia del mítico duelo entre Ford y Ferrari en las 24 Horas de Le Mans en 1966. El resultado es un relato épico-deportivo que emociona y entretiene en partes iguales. El filme interpretado por Christian Bale y Matt Damon es una sinfonía de motores en marcha que acelera su ritmo y se intensifica hasta convertirse en una efectiva mezcla de individualismo competitivo y proeza grupal. Mangold demuestra una vez más que sabe cómo contar una historia con ingredientes que gustan a todo el mundo: tensión, dramatismo, humor, buenas actuaciones. La clave es entretener con una historia sólida, bien contada, que acelera y frena cuando tiene que hacerlo. A los fanáticos de las carreras les va a encantar por sus tecnicismos, guiños y complicidades. Pero la gran virtud de la película es que alterna la información específica del deporte en cuestión con la información apta para todo público, para que no resulte una película pesada pero tampoco demasiado liviana. Es en este equilibrio donde residen su grandeza y su encanto. Ken Miles (Bale) es un genio de la mecánica que tiene un carácter difícil y un alto sentido de la competitividad. Mientras que Carroll Shelby (Damon) es un talentoso diseñador automovilístico que pronto se convertirá en el primer estadounidense en vencer en Le Mans. Shelby también es un gran vendedor y sabe del talento inigualable de su piloto y amigo, a quien los de la compañía Ford no quieren ver ni en figurita, sobre todo por su aspecto poco atractivo para la imagen de la empresa. Sin embargo, los dos se las ingenian para fabricar un auto superior al de Ferrari. Bale y Damon no solo demuestran por qué son grandes actores, sino que también interpretan a dos compañeros de pista que se complementan a la perfección. Nadie mastica chicle como Shelby/Damon mientras mira con odio a uno de los ejecutivos de Ford. Y nadie demuestra ser tan exigente consigo mismo como Miles/Bale. Sin dudas, son ellos dos el verdadero motor de la película. Pero lo más interesante es cómo el filme retrata el espíritu del capitalismo fordista, su burocracia kafkiana y su personalidad competitiva. No hay diferencia entre la megalomanía egocéntrica e individualista de Henry Ford II y la de Ken Miles, ya que ambos son hijos inconscientes del sistema, dañados por su filosofía, que hace creer que el sentido de la vida está en ganar dinero o una carrera.
Símbolo pop de lo macabro, la familia de los excéntricos Addams regresó en formato de animación apta para todo público dark. Los encargados de dirigir esta nueva versión del clan descolorido (por el semblante pálido de sus integrantes), que se hizo famoso en la década de 1960 gracias a la serie televisiva inspirada en los personajes creados en 1934 por el caricaturista Charles Addams (para el periódico The New Yorker), y cuyo entusiasmo se reactivó en la década de 1990 gracias a las películas de Barry Sonnenfeld, son Conrad Vernon y Greg Tiernan, los mismos de La fiesta de las salchichas (2016). Sin bien es un dibujito bastante plano y sin demasiada gracia (aunque de alta calidad técnica), siempre es bienvenida la idea de unos personajes que se corran de lo establecido como normal. Los Addams representan lo mortuorio, lo espeluznante, lo putrefacto, todo lo que va en contra de la rutina de las personas que se autoproclaman comunes y corrientes. La historia cuenta con dos subtramas. Por un lado, la familia consigue vivir en un manicomio abandonado, hasta que al frente construyen uno de esos barrios coloridos para gente rica, diseñado por Margaux, una rubia superficial que, al ver esa especie de castillo gótico que interrumpe la armonía del paisaje, no duda en ir a remodelarlo con su mal gusto y, en lo posible, a sacar a sus habitantes como sea, sobre todo por su condición de freaks. Por otro lado, está Pericles, el hijo más chico de la familia, al que tienen que preparar para un ritual familiar de iniciación en el que se pone a prueba el honor y la valentía de sus miembros. Pero es Merlina, la hermana, quien va a ir y venir de una subtrama a la otra después de conocer a la hija de Margaux, una adolecente de su edad de la que se hace amiga inesperable, y quien va a entregar los momentos más reflexivos y escalofriantes. Son sus personajes secundarios los más logrados. Cuando Largo toca el piano mientras Dedos lo ayuda, las ocurrencias del tío Lucas, la aparición de la abuela y Minino, el león que tienen como mascota, son algunos de los personajes y momentos más simpáticos y divertidos. Hay un par de gags brillantes en su inocencia y la música original de la casa, con el chasquido de los dedos, despertará la nostalgia de algunos padres. Sin embargo, la película se debilita a medida que avanza y va perdiendo el humor negro que siempre la caracterizó. Los Addams siguen siendo adorables, y ese aura lúgubre y tétrico, pero a la vez feliz y gracioso, que los rodea hace que la historia no decaiga del todo. Los locos Addams es una comedia animada que la pueden disfrutar grandes y chicos. La corrección política que atraviesa subrepticiamente la trama es necesaria, ya que la aceptación de las diferencias con el otro siempre lo es. Hacer las paces con el prójimo, unirse para que no exista más la división entre diferentes y normales, es un mensaje que siempre estará bien. El oscurantismo amable de los Addams tiene que servir como ejemplo de que, muchas veces, lo que vemos como distinto y peligroso en realidad puede ser algo benévolo y amistoso.
Lejos de la alegoría sociopolítica propia del género, en Zombieland: Tiro de gracia los zombis son meros obstáculos amenazantes a los que hay que matar con un tiro en la cabeza, y, en lo posible, rematarlos con un tiro de gracia porque cada vez están más hambrientos y más (inexplicablemente) veloces. En esta tardía segunda parte de la devenida comedia de culto Zombieland (2009) todo es un juego autoconsciente, una complicidad pasatista entre personajes que se divierten matando monstruosos muertos vivientes y espectadores sedientos de películas que se digieren como un bocadito Cabsha. Dirigida nuevamente por Ruben Fleischer y protagonizada por el cuarteto mata-zombis de la original, el filme no tiene pretensiones filosóficas ni mucho menos mensajes que reflexionen sobre el estado de la humanidad en la actual etapa del capitalismo zombificante. Es más bien un simpático e inofensivo ataque a todo lo que representa una amenaza a las personas queridas. En la Casa Blanca Esta vez, Columbus (Jesse Eisenberg), Tallahassee (Woody Harrelson), Wichita (Emma Stone) y Little Rock (Abigail Breslin) buscan un hogar para estar a salvo del apocalipsis y se mudan a la mismísima Casa Blanca, mientras se enfrentan a una especie evolutiva de zombis, bautizados T-800 (sí, por Terminator), una creciente y anónima masa uniforme de come-cerebros que será la excusa perfecta para introducir escenas sangrientas en cámara lenta, gags imposibles y diálogos básicos pero efectivos. Otro de los puntos a favor es que la química de los protagonistas sigue intacta como hace diez años. Sin embargo, la que se lleva todos los aplausos es la “rubia tonta” interpretada por la siempre estupenda Zoey Deutch, que a medida que transcurre el filme se convierte en el personaje más gracioso y entrañable. También se incorporan Rosario Dawson, como la mujer que comparte el fanatismo por Elvis Presley junto a Tallahassee, y Luke Wilson y Thomas Middleditch, como los dobles involuntarios que entregan la pelea cuerpo a cuerpo más lograda, en un plano secuencia sutilmente virtuoso. El mundo de Zombieland: Tiro de gracia es como el de un videojuego gore, en el que los protagonistas tienen que matar zombis a medida que aparecen con el ímpetu de fieras hambrientas. Y, como en todo videojuego, hay reglas, muchas reglas, y cada vez que Columbus (que también es la voz en off de la historia) las nombra, salen en la pantalla como incrustaciones interactivas, novedad pedagógica de la puesta en escena que atrae y distrae al mismo tiempo. El guion es antojadizo y la trama es un goce de lo inverosímil. Nada importa y todo vale con tal de entretener. Y si bien todo indica que se trata de una película libre y desprejuiciada en el contexto de un Hollywood cada vez más estreñido y sensible, en realidad está encorsetada en las fórmulas del éxito de la gran industria de las pesadillas. A pesar de lo mencionado, la película es eficaz (desde su banda sonora hasta su humor) y tiene la virtud de ser lo que quiere ser: lúdica y atolondrada, ridícula y divertida. Y, por favor, quédense hasta los créditos finales, la sorpresa es un plus que justifica la entrada.
Personaje icónico-arquetípico del cine de acción más bruto y duro, psicópata americano por obra y gracia de la guerra de Vietnam, documento internacional de identidad de Sylvester Stallone. Sí, Rambo, John Rambo, el loquito que quedó traumado para beneficio del público degustador de las piñas y las explosiones vuelve a darle rienda suelta a su instinto asesino en la quinta y última entrega de una de las sagas más populares del cine de Hollywood. Y lo hace de la manera más rabiosamente sanguinolenta, para dejar bien claro que sigue siendo el boina verde más compadrito de la cuadra, al que le encanta impartir justicia con sus propias manos. Rambo: Last Blood es la despedida, la última gota de sangre derramada por el héroe eterno de la acción. La historia fluye sin obstáculos, apoyada en un guion que cuenta con una solidez como nunca se vio en las cuatro entregas anteriores. Rambo vive aislado, refugiado en su casa en Arizona, controlando los fantasmas de su vida, dilapidando el tiempo en túneles laberíntico-secretos, en la fabricación de cuchillos, en su caballo, en conversar con su ama de llaves y en seguir educando a su sobrina adolescente, a quien quiere como a una hija. Hasta que llegan los problemas, claro. Una de las particularidades de la película dirigida por Adrian Grunberg (Vacaciones explosivas) es que se toma su tiempo para introducirnos en la acción sin que esto signifique mermar el entretenimiento. La primera parte se dedica a mostrar la vida apacible que lleva el veterano de guerra y a presentar a los personajes principales, tanto a los buenos como a los malos. El argumento es sencillo y sorprendentemente verosímil: su sobrina Gabrielle (Yvette Monreal) recibe el llamado de una amiga de México que le dice que encontró a su padre. Es una cuenta pendiente de la joven, que quiere saber por qué su progenitor la abandonó. Pero apenas cruza la frontera, la muchacha es atrapada por una red de trata liderada por los hermanos Martínez, magníficamente interpretados por Sergio Peris-Mencheta y Óscar Jaenada. Ni bien se entera de la desaparición de su sobrina, Rambo toma cartas en el asunto. Lo cual significa que va a matar a uno por uno los secuestradores. Ver pelear a Rambo/Stallone sigue siendo un placer, sobre todo para los amantes de la acción grotesca. El actor de 73 años encarna a su mítico personaje con mucha dignidad y con la actitud del que ya no le importa nada porque lo dio todo. El director Grunberg no ahorra hemoglobina. Rambo corta cabezas y clava cuchillos como si nada, es un carnicero enceguecido en su objetivo. Brutal y efectiva, Rambo: Last Blood es un adiós a la altura del personaje, una película de acción narco-fronteriza con trata de blancas incluida que sabe aprovechar los escasos elementos que la caracterizan: la incorrección política y las peleas cuerpo a cuerpo, que siempre devienen en festín gore. El filme es una despedida-homenaje que hará llorar de emoción (y nostalgia) a todos aquellos que se criaron viendo las tres primeras partes y a los que, en la infancia, se la pasaron jugando con los muñequitos de la saga. Stallone es un hombre valiente, que le regala a la historia del cine su última pieza maestra, su última batalla contra todos. Gracias, maestro.
Hay películas que resplandecen sin necesidad de ser perfectas, películas que brillan gracias al magnetismo fotogénico de sus actores y actrices, películas que marcan la diferencia con escenas epifánicas, con breves momentos copados. Este es el caso de Alcanzando tu sueño (insólita traducción de Teen Spirit), la ópera prima de Max Minghella protagonizada por Elle Fanning, a quien ya se puede considerar la actriz más prolífica de su generación (tiene 21 años y cuenta con más de 40 películas). En la línea de historias de superación personal a lo Flashdance, el filme escrito y dirigido por Minghella pone el foco en Violet (Fanning), una adolescente tímida y solitaria de la Isla de Wight (Inglaterra) que sueña con participar en un concurso de canto llamado Teen Spirit para salir de la malaria familiar en la que vive (madre abandonada por su padre, rutina campestre, trabajos nocturnos sacrificados). He ahí un mundo y una clase social, he ahí el primer acierto de Minghella. Violet se escapa del bar en el que trabaja por las noches para ir a cantar a un antro al que acuden borrachines de toda laya. Es el único momento en el que la joven puede hacer lo que le gusta. En una de esas noches, un señor entrado en años, grandulón y con aspecto poco confiable, la espera a la salida del pub y la felicita por la voz que tiene, en una escena decisiva. Minghella presenta a los dos personajes con una economía narrativa sorprendente. La joven y el viejo son dos marginados, dos desplazados que aún no pierden las esperanzas. Ella, de hacer realidad su sueño de convertirse en cantante pop; él, de tener una segunda oportunidad en la vida. Violet se presenta a la primera audición y la gana. Pero para la segunda necesita un tutor. La joven sabe que su madre no aceptará acompañarla. Y es ahí cuando Violet le pide a Vlad (Zlatko Buric), que es un excantante de ópera croata hundido en el alcohol, que se haga pasar por su tutor. Vlad acepta, pero con una condición: si gana el concurso, él será su representante. La de Alcanzando tu sueño podrá ser una historia trillada, llena de lugares comunes y liviandades predecibles en el guion, pero tiene algo que la hace singular: el encanto embelesador de su protagonista, su capacidad para cantar, para bailar, para moverse en el escenario con la prestancia de una adolescente inocente con muchos sueños por delante, con mucha energía, con mucha vitalidad. La puesta en escena es acertada. La película está armada como si fuera una sucesión de videoclips. Minghella se da cuenta de que tiene una actriz poderosa y portentosa, que acapara el plano con solo una sonrisa, y cuyo fulgor no puede desaprovechar. Prometedor debut el de Minghella, que demuestra talento para manejar los lugares comunes del género y conocimiento de la tradición en la que se inscribe. En los momentos en los que Elle Fanning canta, el filme cobra fuerza y singularidad. Fotografía llamativa, repertorio pop adictivo y actriz eficiente dan como resultado una de esas pequeñas películas en apariencia insignificantes pero con un corazón enorme, que hacen el bien y que, al hacerlo, nos mejoran.
Quienes siguen de cerca la saga de acción fierrera con más pelados en su elenco, sabían que en cualquier momento se iba a hacer el spin-off de los personajes interpretados por Dwayne Johnson y Jason Statham, los únicos rivales capaces de entregar las peleas más aguerridamente espectaculares que se puedan ver en una pantalla XXL. Desde que el agente del Servicio de Seguridad Diplomático de Estados Unidos Lawman Luke Hobbs (Johnson) y el exagente militar británico Deckard Shaw (Statham) se agarraron a las piñas en la séptima y octava parte de Rápidos y furiosos, la pica entre ambos entusiasmó a los espectadores más fieles, que se morían de ganas de verlos en una película que los tuviera como protagonistas absolutos, con sus férreas musculaturas talladas en largas sesiones de gimnasio y entrenamiento con peso pesado. Así es que los productores, que a la hora de hacer negocios son bastantes rápidos y furiosos, llamaron al director David Leitch (Atómica, Deadpool 2) para que se encargara de dirigir este desprendimiento de la franquicia en el que se intenta empezar una nueva historia y, de paso, expandir el universo de motores rugientes. Rápidos y furiosos: Hobbs & Shaw llega con más bochinche que una moto sin caño de escape para pasearse desde Londres hasta la imponente Samoa, con Hobbs y Shaw enfrentados como siempre pero con la salvedad de que esta vez tienen que dejar de lado las viejas rencillas para combatir a Brixton (Idris Elba), una especie de Superman negro modificado genéticamente que intentará conseguir un virus que es una verdadera amenaza para la humanidad. Es ahí donde entra la mala lectura del filósofo Nietzsche, que lleva siempre a los fascismos. Los que se toman al pie de la letra lo que escribió el autor de Así habló Zaratustra pueden resultar muy peligrosos. En ese sentido, está bien que la película deje clara su posición y que combata con toda su fuerza a los que pretenden hacer realidad el sueño psicópata del superhombre. En el medio de ambos grandulones se mete la hermana de Shaw (Vanessa Kirby), experta en el arte del latrocinio y agente astuta del MI6, con quien deberán aunar fuerzas para luchar contra Brixton. Lo bueno del personaje de Kirby es que no solo reparte bifes sino que abre la posibilidad de una relación amorosa con el archirrival de su hermano. Las virtudes de la película radican en la ágil dirección de Leitch, quien le da su toque cool a las escenas de acción, con coreografías que son algo así como una celebración de la adrenalina, dotadas de una belleza visual hipnótica, y sin abusar de los ralentíes obligatorios del género. Pero lo mejor es sin dudas la relación beligerante entre Hobbs y Shaw, que se pelean verbalmente todo el tiempo y entregan momentos humorísticos que son el gozoso punto fuerte del filme. Fiel a sí misma y al universo al que pertenece, Hobbs & Shaw es una anabolizada buddy movie que cuenta con un indisimulable falocentrismo testosterónico, una especie de oda a la masculinidad más viril y bestial, una comedia de acción con sentido del humor y del honor que disimula muy bien su incorrección política y que luce orgullosa su musculosa anatomía de cine popular de trazo gruesísimo. Rápidos y furiosos: Hobbs & Shaw Dirección: David Leitch. Guion: Chris Morgan y Drew Pearce, basado en los personajes creados por Gary Scott Thompson. Elenco: Dwayne Johnson, Jason Statham, Idris Elba, Vanessa Kirby, Helen Mirren, Eiza González. Fotografía: Jonathan Sela. Duración: 135 minutos. Apta para mayores de 13 años, con reservas. Complejidad: nula. Sexo: nulo. Violencia: alta.