Se dice que el mismo Lewis Carroll entendió a la secuela de Alice in Wonderland como un apéndice, casi un pie de página de su obra mayor, y eso se amplifica en esta adaptación de Alicia a través del espejo. Básicamente con el mismo equipo actoral de la adaptación de Alice in Wonderland, estrenada en 2010, Tim Burton cambió la dirección por la producción, y encaró la clásica secuela bajo el paraguas de Disney, con el dream team de animadores que entregó la excelente El libro de la selva, apenas un par de meses atrás. La película comienza con Alicia (Mia Wasikowska) viviendo su realidad en el Londres decimonónico, una realidad bastante fantástica, ya que la chica traza rutas comerciales con China navegando su propio barco, The Wonder, siempre asediado por piratas. Al regresar de uno de sus viajes, la realidad abandona el velo de magia, pero es también el disparador de la nueva aventura. Una deuda de la madre obliga a Alicia a elegir entre entregar The Wonder o la casa para saldar la hipoteca; la fea situación es al instante suprimida por la irrupción del universo Wonderland (al que en el film, por arbitraria razón, se refiere como Underland). Una gran mariposa azul (con voz del desaparecido Alan Rickman) guía a Alicia hacia un espejo, mediante el cual vuelve a la tierra del Gato de Cheeshire, el Conejo blanco y el Sombrerero loco, nuevamente interpretado por Johnny Depp. El Sombrerero atraviesa una depresión de raíz edípica, y la Reina Blanca (Anne Hathaway) envía a Alicia a negociar con el Tiempo mismo (Sasha Baron Cohen) un viaje hacia el pasado para solucionar los desaguisados entre el Sombrerero y su padre. La elección de James Bobin en la dirección, autor de los últimos films de The Muppets, parece acertada. Bobin sabe cómo pintar a los personajes, a los que ya todos conocen, de una personalidad única y asertiva, mientras los efectos se encuentran a años luz de la endeble aunque exitosa Wonderland que dirigió Burton. El problema es que narrativamente no se aporta algo nuevo; muy por el contrario, aún en las mejores escenas (como las que protagonizan Baron Cohen y Helena Bonham Carter, nuevamente como la Reina Roja) hay referencias a Volver al futuro y a los pobres films de Burton post El gran pez. Resulta una pena que, partiendo de un gran despliegue visual, el film no esté a la altura de los recientes logros de Disney.
Mordiéndole los talones a Carol, el exitoso último film de Todd Haynes, Freeheld (título original) muestra otra historia de amor entre mujeres, pero basada en hechos reales. Laurel Hester (Julianne Moore) es una condecorada policía de Nueva Jersey; buscando abstraerse de su obsesión por el trabajo, y a la caza de ocio productivo, se incorpora a un equipo de voley y así conoce a Stacie Andree (Ellen Page), una chica varios años menor, con quien inicia un romance. Hay un talento innato en Moore para hacer de este tipo de minihistorias algo excepcional, y la química con Page resulta más de lo que uno podría esperar (no sólo difieren en edad las actrices, sino en atributos físicos y estilo), pero es también un logro del director Peter Sollett (que indagó temas similares en Nick and Norah’s Infinite Playlist) llevar la relación a buen ritmo. Tras el diagnóstico de un cáncer fulminante y la lucha legal de Laurel para legar sus bienes a su pareja (las consecuencias, insinúa Sollett, se verían diez años después, con la promulgación de la ley de matrimonio igualitario), la película toma un inmenso dramatismo, solo piloteado por las actuaciones de Moore, Page y el inestimable Michael Shannon.
Codo a codo con Robin Hood, El libro de la selva fue una de las mejores adaptaciones de Disney con animales caricaturizados. Cuando Disney trabaja con animales, su resultado es serio: el pulpo del entretenimiento tiene la habilidad de resaltar los personajes con tintes del animal en cuestión, en vez de forzar versiones enfáticas y grotescas. Hace unos meses, lo logró con creces en Zootopia, con esa suerte de Dubai poblada por herbívoros y depredadores. Y ahora, con esta revisión del clásico de Kipling, complemento con animación computada a la clásica animación de 1967. Si el espacio de Zootopia es una utopía, la convivencia entre seres naturalmente antagónicos, el de El libro... es una arcadia, un lugar idílico donde los animales cuidan su entorno natural. El elemento discordante es Mowgli (Neel Sethi), el único humano del film. El chico huérfano fue adoptado por la pantera Bagheera y criado como un par por una manada de lobos; pero el tigre Shere Khan, sabedor de la amenaza que supone el hombre con el fuego, demanda su expulsión. Hay un mensaje interesante: Mowgli es ciertamente humano y potencialmente peligroso, pero como individuo no es culpable. Y sus ayudas manuales son vistas como “trucos” por el resto, lo cual infunde simpatía y también admiración. La expulsión de Mowgli es seguida por una cacería; Shere Khan tiene un asunto pendiente con el chico que éste desconoce; desea eliminarlo. En el camino aparece otro amigo protector, el oso Baloo, y la narrativa entra y sale de la acción con elegancia. Aparte del logro visual, que inicialmente resulta tosco pero luego cautiva, la película destaca por las voces. Sería otro Baloo sin la de Bill Murray, y lo mismo vale para Ben Kingsley con Bagheera, Christopher Walken con King Louie, y Scarlett Johansson con la serpiente Kaa. En suma, a evitar la versión subtitulada.
Todas las historias morales tienen un factor repetitivo, ese regusto sacarinoso, aleccionador, que parece distraer mientras lo importante (un conflicto, una revolución, una guerra) pasa por otro lado. Esta es la historia de Michael Edwards, alias Eddie, un inglés torpe pero entusiasta (alguien diría hoy, el entusiasta con Asperger), que en los ochenta batió los récords británicos de salto de esquí, lo cual le valió el apodo Eddie the Eagle (“el águila Eddie”). Autodidacta, movido sólo por la pasión, el inglés compitió en los Juegos Olímpicos de Calgary, Canadá, en 1988, y dejó su marca en el salto desde los 90 metros. Es una historia de superación, y gusto a sacarina no falta, pero el film del actor vuelto director Dexter Fletcher tiene el mismo, raro carisma que su protagonista. Desde el comienzo, durante la infancia de Eddie, cuando sus primeras pruebas pasaban por superar el minuto sin respirar, tanto las locaciones como el entorno familiar muestran una atmósfera inglesa suburbana, entrañable como una colección de autitos Matchbox. Con alrededor de veinte años, Eddie (Taron Egerton) se escapa de su hogar y viaja a un centro de esquí alemán; allí, entre porrazo y porrazo, se inicia en las prácticas, hasta que, en muestra de solidaridad, el antiguo campeón norteamericano Bronson Peary (Hugh Jackman) lo adopta para entrenarlo. Que lo de Jackman es tanto el cine de acción como la comedia, es consabido, pero con Egerton hay un ida y vuelta especial, y el padrinazgo de la ficción se siente más real que en otras películas morales. En todo momento Egerton es creíble, la empatía de su personaje con el público, dentro y fuera del film, es instantánea. Y personajes pintorescos, como el virtuoso Matti Nykänen, “el finlandés volador”, añaden encanto al largometraje.
Todas las mañanas, Zev Guttman se despierta buscando a Ruth, hasta caer en la cuenta de que su esposa ya no está. Demente senil, Zev (Christopher Plummer, el mismo de La novicia rebelde) tiene que hacerse ayuda memorias a cada rato, y el recurso se vuelve crucial cuando su parapléjico amigo Max (Martin Landau), otro sobreviviente de Auschwitz, lo manda en busca de Rudy Kurlander, el verdugo nazi de ambos, que se oculta en algún rincón de Estados Unidos o Canadá. El gran Atom Egoyan, recordado por títulos como El viaje de Felicia, Ararat y El dulce porvenir, torna a un aparente drama en un thriller no exento de humor, y así trasciende la clásica fórmula del Holocausto. A sus casi 90, Zev es frágil y se pierde como el viejito de Historias mínimas, pero al mismo tiempo es un sicario con un GPS implacable, cuyo objetivo se llama Rudy Kurlander. Algunos no serán el Kurlander que él y Max buscan; así, Zev termina viajando de pueblo en pueblo, emulando a un torpe Terminator con un misterioso asistente remoto. Lo que ocurrirá a Zev y el inesperado desenlace vuelven al film interesante y una rareza en la filmografía de Egoyan.
Como En primera plana, este es otro biopic acerca de un grupo de periodistas enfrentados a un poder mayor. La diferencia con la última ganadora del Oscar es que, en vez de ver una investigación que avanza, aquí el éxito es casi instantáneo, y lo que sigue es su destrucción por etapas. Truth (título original) retrocede a las presidenciales norteamericanas de 2004, cuando la vara que decidía la elección del primer mandatario parecía ser su nacionalismo, medido por la participación de John Kerry y George W. Bush en Vietnam. Liderado por la periodista Mary Mapes (Cate Blanchett) y el prestigioso presentador Dan Rather (Robert Redford), un equipo del programa 60 minutos, de la cadena CBS, consigue la copia de un memo que probaría la deserción de Bush en aquella guerra. Pero tras la difusión de la noticia, blogs de aficionados republicanos y luego la competidora cadena ABC refutan la autenticidad de los memos, y desde entonces para la apasionada periodista todo es cuesta abajo. Hay otra diferencia con En primera plana, aún mayor: aquí realmente se sienten las garras del poder. El comprometido protagónico de Blanchett hace a la tensión aún más palpable.
Qué canchero es Vincent Cassel. Cuando la chica le pide su celular, él se lo revolea y ella lo ataja embobada. Al minuto, Louis Garrel (galán e hijo de un gran cineasta) prueba a hacer lo mismo y el celular cae en saco roto, se desarma como un rompecabezas en la banquina. Así es como Tony (Emmanuelle Bercot) se enamora de Giorgio, y uno sospecha que Cassel improvisó decenas de veces a Giorgio, que son más o menos la misma persona, hasta que Giorgio pone la quinta autodestructiva, con sexo, drogas y manipulación. Hasta ahí, el romance de la Tony y el Giorgio era un entretenido drama narrado en dos tiempos, el presente con la chica en una clínica de rehabilitación, producto de un accidente de esquí en los Alpes, y el flashback que reconstruye su relación con Giorgio desde el punto cero. Maïwenn, la directora, es una actriz y ex pareja de Luc Besson que edulcora con acritud punk a esta relación escabrosa. Más allá del regodeo por la obsesión y el maltrato, la película tiene buenos momentos y mantiene el interés hasta el final.
Un buen día a Coti, un ordinario hombre de familia, lo visita su vecino con una propuesta fuera de lo normal. Le propone visitar un terreno que le cedió su abuelo, en las afueras de Rumania, donde él cree que décadas atrás se enterró un tesoro. Coti es beneficiario de la oferta porque tiene el dinero para alquilar un buscador de metales. Si bien no tiene el mejor empleo, el buen hombre no parece necesitar de tal decimonónica empresa, pero igual entra al baile para ayudar al vecino. Y así arranca la aventura. Con la neblina matinal, Coti, el vecino y el dueño del detector de metales, un viejo de pocas pulgas, arriban a ese paraje desangelado, que tiene algo tarkovskiano, si se quiere, una entidad cuasi fantasmal, como el planeta Solaris y la zona Stalker. El viejo y el vecino, ambos de mal talante, entran a sacarse chispas; el viejo arranca con un buscador computarizado pero tiene que recurrir a uno antiguo, de esos que lanzan zumbidos. Los pocos vecinos se despiertan; el tesoro no aparece y, si aparece, cabe la posibilidad de que lo incaute la policía, una institución con el recelo estatal de los años soviéticos. Entre el registro casual, el humor y la magia, este nuevo film de Porumboiu (12:08; Cae la noche en Bucarest) reafirma la relevancia del nuevo cine rumano.
Cuando Jeison descubre una calavera en el lecho del mar, durante otra tarde de buceo, la desfila haciendo notar el diente dorado al raleado pueblo costero, hasta que un anciano la identifica. Zé Pereira se llamaba su ocupa; era un anciano cuando este anciano tenía doce años. “No está en el cielo ni el infierno”, dice, “sino en el mar, adonde fue arrastrada su tumba”. A partir de entonces, a Jeison le agarra una obsesión: se toma a pecho la tarea de impedir que otras tumbas sean arrastradas; toma precaución para que haya una plaga de almas navegantes, como la de Zé Pereira. Levanta empalizadas de arena junto a las tumbas costeras, y la obsesión llega al paroxismo cuando aparece un muerto en estado de descomposición, que Jeison cuida con elevado grado de obscenidad, esperando que algún día la policía se notifique en aquellas playas abandonadas de Dios. Vientos de agosto comienza como un registro casi documental en las vidas de Shirley (Dandara de Morais) y su pareja Jeison (José Dos Santos). Ambos viven de la pesca y de recolectar cocos, que un codicioso empresario del noreste compra solo si los camiones llegan rebalsando. Pero el novel director Gabriel Mascaro induce poesía en ese engañoso registro virgen. En la lancha, mar adentro, Shirley toma sol y se echa encima una lata de Coca, mientras suena punk rock. Alguien de la ciudad (Mascaro) llega con un equipo para registrar vientos del lugar; esos registros, que se oyen en el film, amplifican los sonidos del mar y de la selva. Y la obsesión de Jeison se vuelve algo desopilante, cúspide del don de Mascaro para arrancarle gracia y candor a un film esencialmente naturalista. Un film seductor, para volver a ver cada tanto.
Todos los países involucrados en la invasión a Afganistán conservan cicatrices, y esta película da cuenta de las penurias de un pelotón danés, luchando para mantener a raya al enemigo talibán. El comandante Claus Michael Pedersen (Pilou Asbæk) sufre una baja importante y el grupo completo se desmorona. Al otro lado del mundo, su mujer reclama contención para llevar adelante la crianza de tres hijos (el mayor, en la edad del pavo; el menor, disfuncional). Para colmo, una familia afgana les pide protección contra un grupo de talibanes, que presionan a los campesinos para chantajear y obligar al retiro de los soldados. Como era de esperar, reluctante al principio, finalmente Pedersen cede y el conflicto con los talibanes culmina en una matanza que incluye a civiles y menores. Pero la película (candidata al Oscar por mejor película extranjera) se detiene menos en el conflicto bélico que en el juicio que se le inicia al comandante por excederse en las acciones militares. El director Tobias Lindholm hace un minucioso cruce de escenarios y su película es un fino tramado narrativo, pero carece de ingenio para trascender al género y de nervio para amoldarse al mismo.