(A)Morfosis “¡Mastodonte! ¡Triceratops! ¡Pterodáctilo! ¡Tigre colmillo de sable! ¡Tiranosaurio!”. Al leer esas palabras, las imágenes fluyen instantáneamente por la mente de quienes tenemos veintilargos o treintaypocos. Los Mighty Morphin Power Rangers fueron un ícono de la cultura pop en los ‘90 y una referencia innegable para toda una generación de pibes que creció jugando con muñequitos de Jason (de Zack, en el caso de este cronista) y llenando los álbumes de figuritas. Con el tiempo se fue transformando en una serie de culto, fruto de su masividad, pero también por sus numerosos elementos bizarros y de clase B. La política “medioambiental” de Hollywood (que recicla a mansalva todo lo que que se le cruza en la mira) inevitablemente derivó en una reactualización de la popular franquicia, con vistas a instalar una nueva saga entre los públicos juveniles. En ese sentido, el filme tenía un doble objetivo: reintroducir la serie para las nuevas generaciones y, a su vez, satisfacer a los fans nostálgicos de los viejos Mighty Morphin. No obstante, por su tono serio, falencias narrativas varias e insipidez de sus personajes, el resultado termina siendo bastante discreto, logrando apenas ser una más del montón entre las decenas de películas que año a año se relanzan, en línea con la “onda verde” recicladora de la industria. La historia se sitúa en el tranquilo pueblo de Angel Grove, donde 5 adolescentes que no encuentran su lugar en el mundo (cada uno por diferentes motivos) se topan con misteriosas piedras que esconden fabulosos poderes. Ellos son Jason (Dacre Montgomery), Trini (Becky G), Kimberly (Naomi Scott), Zack (Ludi Lin) y Billy (RJ Cyler), y para convertirse en Power Rangers recibirán la ayuda de Zordon (Bryan Cranston, en una participación absolutamente testimonial) y Alpha 5. Ante la inminente amenaza de la renegada Rita Repulsa (Elizabeth Banks), los púberes rangers deberán aprender a trabajar en equipo y dejar a un lado sus diferencias personales. Al reintroducir el “universo Power Ranger” en el siglo XXI, el filme se ocupa centralmente en presentar a los personajes con lujo de detalles, y para eso se toma un buen tiempo. La mayor parte de la película trata sobre los problemas de cada chico, su entrenamiento y la comunión general del grupo. Así, lo tenemos a Jason, un rebelde que dilapida la posibilidad de ser un jugador profesional de fútbol americano; Kimberly, una chica popular caída en desgracia entre sus compañeras; o Billy, un chico particular que sufre el bullying de todos sus compañeros. Pensándola como el primer capítulo de una saga que tendrá varias secuelas, tiene lógica una amplia introducción que sitúe correctamente a los personajes. Sin embargo, el desarrollo resulta tan estereotipado y forzado que parecería que el guionista John Gatins hubiese puesto el mínimo esfuerzo en la elaboración de la historia. Los conflictos que atraviesan los rangers son bastante banales e intrascendentes, por lo que el interés se va diluyendo progresivamente. Pero más aún: el letargo interminable de la presentación genera la paradoja de estar en presencia de una película de acción sin acción, como si se tratara de un tanque de artillería pesada pero con la pólvora mojada. Las únicas secuencias de batalla se dan en el final del metraje, y tampoco consiguen ser momentos memorables. Lo mejor del filme se da con las intervenciones de Billy (el ranger azul), alguna aparición esporádica de Rita Repulsa (buena interpretación de Elizabeth Banks) y la explicación coherente del surgimiento de los Power Rangers. Por otro lado, la factura técnica, en general, es más que correcta. La principal diferencia con la serie de los noventa es que esta nueva entrega se toma a sí mismo muy en serio. En efecto, si bien abundan los momentos humorísticos, la película dirigida por Dean Israelite trabaja en el terreno de la épica de acción de superhéores. La vieja, por su parte, se permitía jugar con elementos más bizarros. ¡Quién no recuerda los trajes de tela de todo por dos pesos, las peleas a puro chispazo, los efectos especiales berretas y tantas cosas más! Los Power Rangers versión 2017 tienen trajes futuristas (mezcla entre Iron Man y Tron), secuencias de batalla más verosímiles y una producción mucho más acabada en todo sentido. Todo esto, que por un lado significa una mejora, por el otro va en desmedro de la esencia de los viejos Power Rangers. En definitiva estamos en presencia de un relanzamiento bastante desparejo, sobre todo porque no logra una progresión armónica en la concatenación de los diferentes elementos de la historia. Como entretenimiento liviano se la puede considerar relativamente aceptable. En lo personal, creo que se transformó una película que podría haber sido de culto, en una más del montón. Ojo…no mala, pero sí del montón. Homogénea, perezosa, amorfa, como muchos otros blockbusters de la industria.
Relaciones inesperadas ¿Qué pasa cuando el fulgor de una noche de pasión se prolonga más de lo pensado? ¿Qué pasa cuando, a raíz de un condicionante externo, te ves obligado a convivir con esa otra persona y conocerla? ¿Qué pasa si ese otro fugaz de repente resulta interesante, atractivo e irresistiblemente compatible con vos? ¿Y qué pasa si ese encuentro se da en un país extranjero entre dos personas de nacionalidades diferentes, con la vida ya armada, y que saben que nunca más volverán a verse? Todas estas preguntas subyacen en Dos noches hasta mañana (2015). El realizador Mikko Kuparinen (Body Fat Index of Love, 2012) explora la calidad de los vínculos y lo efímero de las relaciones humanas en una pequeña película, sostenida por diálogos incisivos y sólidas actuaciones. La acción comienza cuando dos extraños se cruzan en el restaurante de un hotel en Vilna, Lituania. Ella es Caroline (Marie-Josée Croze), una exitosa arquitecta francesa en un viaje de trabajo; y él es Jaako (Mikko Nousiainen), un DJ Finés en medio de una gira mundial. Flechazo de por medio, los dos comparten un encuentro sexual con la certeza de que no volverán a verse al día siguiente. Sin embargo, la inoportuna erupción de un volcán hace que todos los vuelos se cancelen y ambos terminen varados en el hotel por un día más. De manera forzada, Caroline y Jaako empiezan a conocerse, a compartir ideas sobre la vida y a abrirse el uno con el otro. Y en ese intercambio se revelará una química poderosa, motorizada por momentos de amor cristalino y, también, por algún que otro enojo injustificado. Al igual que otras propuestas como las de Richard Linklater (Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del Anochecer), Dos noches hasta mañana pone el acento en esos encuentros trascendentes en los que se abre el espacio para reflexionar sobre cuestiones profundas de la vida: la pasión, la culpa, la infidelidad, los celos, los dilemas entre lo laboral y lo afectivo, lo fugaz de la existencia. Paradójicamente (y he ahí uno de los encantos de la película) esa apertura se da con dos personas introvertidas, frágiles y renuentes a exteriorizar lo que les pasa, por lo que constantemente se da una interesante tensión entre lo dicho y lo no dicho. Las excelentes actuaciones de Marie-Josée Croze y Mikko Nousiainen sostienen la película en todo momento, componiendo una dupla rica en matices y complicidades. No obstante, lo irresistible de esta pareja protagónica se contrapone con algunas falencias del guión, por momentos predecible y un tanto forzado, sobre todo en las discusiones que se van sucediendo a lo largo de la trama. Más allá de esto, el filme contiene indudables hallazgos y algunos momentos de buen cine, como la secuencia de seducción inicial, construida a partir de gestos y miradas cómplices, sin mediar palabra alguna. Dos noches hasta mañana se presenta como una propuesta más ambiciosa de lo que aparenta. Y si bien no logra emular la magia de la trilogía de Linklater (en cuanto a sustancia y planteos filosóficos), hay algo en la honestidad del vínculo entre Caroline y Jaako que la vuelve, por momentos, intensamente atractiva.
Inquisidores Cazados Martin Scorsese es uno de los pocos directores de Hollywood que cuenta con la libertad (y el presupuesto) para hacer lo que quiere. Semejante margen de maniobra es avalado, lógicamente, por su prolífica trayectoria, compuesta de películas memorables como Taxi Driver (1976), Goodfellas (1990), Gangs of New York (2002) y The Aviator (2004), entre otras. A lo largo de los años, su versatilidad como narrador le ha permitido realizar desde lúcidos homenajes documentales a grandes grupos musicales de la historia (The Last Waltz, 1978; Shine a light, 2008), hasta cínicos retratos sobre los excesos de un magnate de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013). Silencio (2016) -filme que narra la epopeya religiosa de dos monjes jesuitas en el Japón feudal del siglo XVII- es una muestra más de esa magnífica heterogeneidad temática y narrativa que puebla la obra del director neoyorquino. Sin embargo, no esperen encontrar aquí el ritmo frenético de “El lobo…” ni la potencia arrolladora de The Departed (2006). Silencio es una película lenta, de tono contemplativo e impronta reflexiva. Mucho de lo que acontece en pantalla tiene que ver con disquisiciones religiosas, debates internos del protagonista y cuestiones vinculadas a la fortaleza de la fé. En este sentido, es posible que resulte más atractiva para aquellos espectadores involucrados de una u otra manera con la religión católica. Para quienes expresan una postura más escéptica, el filme puede tornarse largo y tedioso, sobretodo por la postura complaciente que adopta el director (y guionista) con los preceptos del cristianismo. La trama se centra en dos misioneros portugueses del siglo XVII que deciden emprender un viaje a Japón para rescatar a su mentor, el padre Ferreira (Liam Neeson), quien luego de ser capturado y torturado ha renunciado a su fe. Los susodichos son el padre Rodrigues (Andrew Garfield) y el padre Garupe (Adam Driver), y ambos son jóvenes dogmáticos profundamente comprometidos con la misión de expandir las fronteras del catolicismo en tierras orientales. Así, mientras buscan a Ferreira, los dos curas comienzan a predicar en pequeñas aldeas de pescadores, en un contexto de fuerte represión y proscripción de las prácticas cristianas. Teniendo en cuenta que la inquisición portuguesa se extendió entre los años 1536 y 1821, podría plantearse que Silencio es -paradójicamente- la historia de dos inquisidores cazados. En efecto, la película retrata con crudeza las persecuciones, torturas y asesinatos que se ejercieron en Japón a aquellos que se atrevieron a profesar una religión distinta a la oficial, en un marco de fuertes barreras no sólo religiosas, sino también culturales. Dueña de una exquisita fotografía -a cargo del mexicano Rodrigo Prieto- y de una excelente ambientación histórica, quizás el problema de Silencio sea que redunda demasiado en los dilemas morales de Rodrigues (sobria interpretación de Garfield). En ese aspecto, el guión no abunda en las particularidades de las creencias orientales o en el choque cultural entre ambos mundos (algo que podría haber sumado elementos interesantes a la narración). Todo se centra en los tormentos, culpas y penitencias que atraviesa el misionero portugues. Y en una película de 160 minutos, ese derrotero se vuelve punitoriamente largo. Scorsese viene queriendo producir este proyecto desde hace casi 30 años, pero por cuestiones de presupuesto primero, y de agenda después, nunca pudo salir a la luz. El filme está basado en la novela homónima de Shusaku Endo de 1966, y llegó a sus manos poco después del estreno de “The Last Temptation Of Christ” (1988). El hecho de que finalmente se haya concretado da cuenta de la voluntad inquebrantable del director (aún más fuerte que la del protagonista), y si bien quizás no sea lo mejor de su filmografía, siempre es una cita obligada para todos los amantes del cine “ir a ver la última de Scorsese”.
Los años en Camelot El asesinato de John Fitzgerald Kennedy el 22 de noviembre de 1963 fue sin dudas uno de los momentos más icónicos de la historia política de los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX. En Jackie (2016), el director Pablo Larraín (Fuga, Tony Manero, El Club, Neruda) reconstruye el calvario suscitado en los días posteriores a su muerte desde la perspectiva de Jacqueline Kennedy, su esposa. Con una deslumbrante Natalie Portman y una puesta visual y sonora que retrata con precisión el elitismo y el despilfarro de las clases altas, la película describe la imponente personalidad de una mujer que se desenvolvió entre el marketing, la telegenia y la popularidad de la vida pública, y los esfuerzos por resguardar la intimidad de su familia en la vida privada. La narrativa del film se articula a partir de la entrevista que el periodista Theodore White (Billy Crudup), le realizó a Jackie una semana después del magnicidio. El contenido de esa charla es lo que le permite a Larraín ir y venir en el tiempo para relatar diferentes sucesos: la resonante redecoración de la Casa Blanca en 1962 por iniciativa de Jackie, la impactante reconstrucción paso a paso del asesinato de JFK, la relación con Bobby Kennedy (Peter Sarsgaard), las conversaciones con un cura quien le ayuda a procesar su trauma (John Hurt, en uno de sus últimas interpretaciones antes de su muerte), y la planificación del cortejo fúnebre presidencial que luego sería recordado durante décadas. Por momentos trágica, por momentos nostálgica y -también- un poco exagerada en su dramatismo, Jackie detenta pasajes de innegable calidad técnica y artística, aunque a su vez presenta cierta indefinición en cuanto a lo que tiene para decir sobre este particular personaje histórico. A la versátil interpretación de Portman se suma un excelente reparto integrado por Peter Sarsgaard, John Hurt, Greta Gerwig (la fiel asistente de Jackie) y Billy Crudup. Por su parte, la fotografía de Stephanie Fontaine y la música de Mica Levi ayudan a representar de forma excelsa la pomposidad y el lujo de las fiestas, cenas y conciertos que organizaba con asiduidad la familia presidencial en la Casa Blanca. Quizás ese tono nostálgico con el que la película recuerda la turbulenta presidencia de JFK es su mayor mérito, pues se corresponde con cierta imagen impoluta que aún persiste en la memoria colectiva de los norteamericanos en relación a su administración. Una imagen que asocia a los Kennedy con una suerte de época dorada que, como bien dice Jackie, remite a los años felices del reino de Camelot.
Pasado de Rosca Adrian Doria es un exitoso empresario que se ve involucrado en el homicidio de su amante al ser encontrado junto a su cadáver en un lujoso hotel. Para defenderse, contrata los servicios de Virginia Goodman, una de las mejores abogadas del mercado. En el transcurso de una noche, ambos trabajarán para encontrar una duda razonable que lo libere de la cárcel. Sin embargo, no todo es lo que parece en este thriller psicológico de vueltas de tuercas, callejones sin salida y rompecabezas imposibles. Este imponente filme español es la segunda obra del realizador Oriol Paulo. Si bien cuenta con un excelente diseño de producción y grandes actuaciones (sobre todo de Mario Casas y Ana Wagener), el guión de Oriol abusa constantemente de las vueltas de tuerca, tornandolo por momentos incomprensible. Lo entreverado y rebuscado del guión claramente persigue la intención loable de mantener enganchado al espectador, pero no obstante, lo único que logra es confundirlo a cada paso. Contratiempo es una historia fuertemente asentada en la oralidad y no en los hechos. Es decir, se basa en lo que los personajes dicen que pasó y no en lo que ocurrió realmente. Por ese motivo, el público no tiene referencias verosímiles de las que agarrarse para estructurar el relato. De ese modo, el realizador hace y deshace a placer, modificando las coartadas de los personajes a cada rato y reconstruyendo la historia desde cero cada vez. Así, lo que en un momento pudo ser intriga se convierte en hastío, y lo que insinuaba con ser tensión, se transforma en desinterés.
Loas a Google Earth Con seis nominaciones a los premios Oscar y figuras de la talla de Dev Patel, Rooney Mara y Nicole Kidman, llega Un Camino a Casa (2017), del australiano Garth Davis. Basada en el libro autobiográfico “Un largo camino a casa”, de Saroo Brierley, la película cuenta la historia de un joven que -luego de extraviarse en las calles de Calcuta, a los cinco años, y de ser adoptado por una familia Australiana- decide buscar a su familia biológica. El filme está dividido en dos registros temporales. El primero retoma la traumática infancia de Saroo Brierley, desde sus días de trabajo con su hermano y su madre en una zona rural de la india, hasta el momento en el que, por error, toma un tren que lo deja perdido en las populosas calles de Calcuta. A duras penas sobrevive durante meses, hasta que una familia Australiana (Nicole Kidman y David Wenham) lo adopta y lo lleva a vivir con ellos. El segundo eje temporal transcurre 25 años después, con un Saroo ya adulto (Dev Patel), decide reencontrarse con sus raíces y emprende el proceso de búsqueda de sus parientes biológicos. En el medio habrá angustias varias, frustraciones, una relación tensa con su hermano político (también adoptado), el amorío de turno con una estudiante universitaria (Rooney Mara) y el contraste permanente entre la realidad de los países desarrollados y la miseria de la periferia. Un Camino a Casa es la típica historia de vida teñida de corrección política en la que un sujeto determinado lucha contra todas las adversidades, habidas y por haber, en pos de la consecución de un objetivo noble. Es decir, el tipo de requisitos que a la academia tanto le gusta premiar, sobre todo cuando se trata de un caso basado en hechos reales. El problema es que el filme falla en todos los rubros que suelen hacer funcionar a este tipo de películas. La narración es muy descuidada y la frialdad con la que se van sucediendo los acontecimientos impide empatizar con los protagonistas de la historia. Más aún, el guión de Luke Davis constantemente parece estar más preocupado en avanzar cronológicamente que en describir el drama de lo que va ocurriendo. Saroo crece, va a la universidad, conoce a una chica y empieza a buscar a su familia como si se tratara de una serie de pasos mecánicos que es necesario realizar. Y paradójicamente, la película se hace insoportablemente larga. Un Camino a Casa es una de las películas más flojas de las que compiten en los Oscars. Un relato que funciona a cuentagotas, principalmente cuando se ocupa de retratar la dura vida en las calles de Calcuta. Después es un compendio de moralinas baratas sobre la adopción de niños negros como acción política para cambiar el mundo (literalmente, ¡en una escena Nicole Kidman dice eso!), actuaciones intrascendentes y un tono sensacionalista que busca conmover a partir de efectismos lacrimógenos.
Made In China El crecimiento sostenido de China durante las últimas décadas ha generado la aparición de un suculento mercado de consumidores, muy atractivo para los popes de la industria cultural estadounidense. Y no es para menos: aproximadamente una de cada cinco personas en el mundo, es de origen chino. Esto representa, en términos nominales, una audiencia potencial de alrededor de 1.300.000.000 millones de habitantes. Poquitos… ¿no? Si bien es cierto que su población económicamente activa es menor (805.000.000 millones), sigue siendo un número abrumador. Hoy, el mercado cinematográfico chino es el más grande del mundo. Solamente en 2016 se construyeron un promedio de 27 salas de cine por día, y se espera que en 2017 su taquilla supere a la norteamericana. El obstáculo más grande que afrontan las productoras extranjeras son las restricciones estatales (se permite exhibir un máximo de 34 filmes internacionales por año). Por eso, cada vez más, los estudios hollywoodenses están empezando a adoptar el formato de las coproducciones para sortear dichas trabas. En este marco, surge La Gran Muralla (2016), una mega coproducción Chino-Estadounidense de más de 150 millones de dólares con figuras de la talla de Zhang Yimou y Matt Damon. El legendario director de Sorgo Rojo (1987), La Linterna Roja (1991) y La Casa de las Dagas Voladoras (2004) construye una fantasía épica repleta de CGI, bastante estándar, y que si bien es más predecible que la muerte de Sean Bean en cualquiera de sus películas, logra entretener a lo largo de sus 103 minutos de duración. El filme retoma uno de los mitos que giran alrededor de la construcción de la Muralla China. Según éste, sus 21,196 km de extensión no se habrían levantado para prevenir los ataques de los Mongoles, sino para frenar el avance de los “Tao Tei”, unas criaturas sobrenaturales que cada 60 años descendían a la tierra para castigar la avaricia del hombre. Los héroes de turno -encarnados en la figura de Matt Damon, Pedro Pascal (aka “The red viper of Dorne”- Game Of thrones), William Defoe y unas cuantas estrellas de renombre en el cine chino (Andy Lau)- deberán detener la invasión y salvar a la humanidad. Sin dudas, lo mejor de La Gran Muralla está en la dirección. En manos de otro realizador, la película seguramente habría caído presa de un guión aburrido y demasiado esquemático. Pero Yimou logra salir bien parado del embrollo. Y lo hace a partir de su fuerte: su impronta visual. La película está dotada de un sinfín de coloridas coreografías que, combinada con un uso inteligente de los efectos especiales, resultan muy atractivas a los ojos del espectador. Además, el modo frenético en el que están filmadas las secuencias de batalla, sumado a alguna idea interesante como el “bungee jumping defensivo”, le suma otro poroto al resultado final. Aún así, por más ornamento visual que tenga, sigue siendo una producción pochoclera, bien básica y plagada de estereotipos. Matt Damon, que aquí es una suerte de Legolas del lejano oriente, otorga una actuación en piloto automático, al igual que su compinche Pedro Pascal (a cargo de los chistes de turno). Y aunque componen una dupla aceptable, es una lástima que se desaproveche el talento de ambos artistas. Lo mismo aplica al resto del elenco. Los mejores momentos de la cinta acontecen cuando la lucha transcurre sobre los muros y el desenlace es aún incierto. No obstante, en la segunda parte aparecen las falencias más groseras del guión, y tanto la trama como las escenas de acción comienzan a debilitarse progresivamente. “La Gran Muralla” es un entretenimiento liviano made in china que puede servir para pasar un rato agradable con amigos. Eso sí, no esperes recordar mucho de ella en uno o dos meses.
En su segundo filme, Milagros Mumenthaler presenta un relato sobre las marcas de la última dictadura militar en la cotidianeidad de una familia, las cuales persisten luego de 10, 20, 30 y hasta 40 años después. Se trata de un drama familiar lleno de matices y sutilezas, aborda desde otro lugar el proceso genocida iniciado el 24 de marzo de 1976. En concreto, la realizadora de Abrir puertas y ventanas (2011) explora cómo la desaparición de un padre de familia, a manos del terrorismo de estado, repercute en su esposa e hijos, moldeando y modelando sus personalidades, sus acciones cotidianas y el modo en el que construyen sus vínculos. Basada libremente en el libro “Pozo de Agua”, de Guadalupe Gaona, "La idea de un lago" se centra en la vida de Inés (Carla Crespo), una fotógrafa de 35 años que se encuentra en un estado emocionalmente vulnerable. Recientemente separada, a la espera de su primer hijo y con un libro de fotografías y poemas personales a punto de publicarse, Inés sigue penando ante la ausencia de su padre, desaparecido durante la última dictadura cívico-militar. El libro es tan sólo la puerta de entrada a los recuerdos de Inés. A partir de allí, el filme nos transporta a su niñez, los veranos en su casa de Villa La Angostura, el auto verde de la familia, etc. Pero claro, el denominador común de todos estos recuerdos (o ideas de recuerdos) es su padre, que está presente aún (y sobre todo) en su ausencia. Justamente, la relación de presencia-ausencia es el eje central de la obra. Mumenthaler no hace foco en los aspectos políticos o ideológicos de la dictadura. Todo lo contrario: se centra en las profundas consecuencias a largo plazo que tuvo ese nefasto proceso en las familias de los desaparecidos; consecuencias que se manifiestan a partir de la falta, de la ausencia, del dolor. En el caso de Inés (y también en el de su hermano y madre), ese vacío la acecha durante toda su vida, pero se hace carne más que nunca ante su inminente maternidad. El tratamiento de los recuerdos de Inés es fundamental. Su padre está en pequeños fragmentos de realidad a los que Inés se aferra con todas sus fuerzas: un auto viejo, una foto, el recuerdo de una canción de cuna. El resto son ideas, investiduras de significado y operaciones de reconstrucción que fantasean con lo que su padre podría haber sido, pero que nunca sabrá si fue. Las escenas con las que Mumenthaler retrata esto son deliciosas, en especial la que contempla a una pequeña Inés nadando en el lago de Villa La Angostura junto al viejo auto verde como personificación de su padre. Es interesante el hecho de que la película no nombra ni siquiera una vez la palabra “dictadura”, “militar”, o “desaparecido”. La directora (y guionista) entiende a la perfección que la potencia emotiva de su historia reside en el drama familiar que está contando, y elige con inteligencia no abarcar más de lo que puede. Sí, la dictadura es un sujeto omnipresente a lo largo de todo el relato, pero no hace falta nombrarlo para hacerlo presente. Como muchos dicen, a veces menos es más.
Con cuatro nominaciones a los premios Oscar -incluyendo mejor película y mejor guión original- llega a los cines argentinos Sin Nada que Perder (2016), un moderno western policial sobre las aventuras de dos hermanos que, ante la necesidad económica, deciden asaltar una serie de bancos para salvaguardar la hacienda familiar. Una historia sencilla, de pueblos olvidados, tipos duros y héroes de carne y hueso, que además retrata con agudeza y humor la vida rural en el interior de los Estados Unidos. Los forajidos en cuestión son los hermanos Tobby (Chris Pine) y Tanner Howard (Ben Forster). Ambos tienen personalidades bien opuestas: el primero es un padre de familia divorciado, astuto, frío y calculador; el segundo es un ex convicto roba bancos, impulsivo, sanguíneo y que viene de cumplir 10 años de cárcel por matar a su violento padre. Ante el inminente remate de la propiedad familiar por parte del “Midland Texas Bank”, Tobby diseña un plan que involucra una serie de asaltos a pequeñas sucursales de la misma entidad bancaria para luego levantar la hipoteca con el dinero robado. Pero claro, en esta épica cuasi romántica se enfrentarán al ácido e intuitivo Sheriff Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y al oficial Alberto Parker (Gil Birmingham), los encargados de darles caza. Dirigido por David Mackenzie y guionado por Taylor Sheridan (responsable del libreto de “Sicario”, de Denis Villeneuve) la película encierra una fuerte crítica social al sistema bancario, responsable del desguace y empobrecimiento de muchas poblaciones rurales, que al endeudarse mediante préstamos y créditos “accesibles”, luego terminan vendiendo sus propiedades por necesidad, a manos de intereses impagables. En este aspecto, "Sin nada que perder" es una especie de fantasía justiciera, en la que dos héroes de carne y hueso intentan vencer al sistema en su propio juego. Lo interesante, no obstante, es que Toby y Tanner no sólo deben luchar contra “el sistema”, sino también contra un montón de personas que, aún reconociendo perfectamente que el problema del pueblo son los bancos y sus prácticas corruptas, actúan para defenderlo. La inteligente mirada de Sheridan explora esta contradicción alumbrando el cinismo con el que algunas estafas flagrantes (las especulativas, en este caso) adquieren legitimidad y respaldo por el sólo hecho de ser “legales”, mientras que otras acciones, por más justas y nobles que sean, son “criminalizadas” por atentar justamente contra ese status quo. Mackenzie retrata con naturalidad y cierto humor absurdo la esencia de estos pueblos desolados del oeste de Texas: sitios sórdidos, aislados y fantasmagóricos, habitados por gente bizarra y ermitaña que por momentos nos recuerdan al mejor cine de los hermanos Cohen. La escena de la vieja camarera que les ordena a los policías que elijan su menú en función de lo que NO quieren comer se lleva todos los premios. Pero sin dudas, "Sin nada que perder" no sería lo que es sin la maravillosa química lograda entre las dos parejas protagónicas. En ese sentido, podríamos catalogarla como una suerte de “Buddy Movie del lejano oeste”. Bridges y Birmingham articulan una dupla tan disfuncional como divertida, mientras que Pine y Forster le dan vida a una relación de hermanos tan auténtica que uno podría creer que en la realidad también son familia. En ambos casos, pese a las idas y vueltas, discusiones y puntos de vista divergentes, se respira el cariño y compañerismo que sienten el uno por el otro. Las actuaciones en general son geniales (no sólo la de los protagonistas, sino también la de todos los pequeños personajes que pululan a lo largo del relato). Pero vale la pena destacar el papel de Ben Forster y el del interminable Jeff Bridges, que suma otro papel memorable a su extensa carrera y que, quizás, hasta lo termina coronando con una estatuilla dorada en los Oscar. La música y la fotografía son otros dos factores fundamentales que acompañan la tonalidad dramática y el sentido general de la obra. "Sin nada que perder" es un filme redondo que, como pocas veces, ofrece la posibilidad de ir al cine a disfrutar de un producto de calidad, divertido, cuidado y profundo.
“¿Quiénes somos?” y “¿Cómo llegamos a ser lo que somos?” son dos de los interrogantes centrales que atraviesan de cabo a rabo la nueva propuesta del guionista y director Barry Jenkins. En ese sentido, puede considerarse a Moonlight como un ensayo íntimo y realista sobre la identidad, que problematiza de modo inteligente la influencia del entorno social en el desarrollo de una persona y la definición de su personalidad. Lejos de la grandilocuencia, Jenkins apuesta al relato minimalista para abordar esta compleja temática. Basada en una historia de Tarell McCraney -y nominada a ocho premios Oscar-, la película narra la vida de Chiron, un joven afroamericano y homosexual que habita en una zona pobre y marginal de Miami. De personalidad introvertida, con una madre drogadicta y una figura paterna ausente (que sólo es cubierta por Juan, un narcotraficante “bondadoso” que lo cría a medias), Chiron crece entre tormentos familiares y maltratos escolares, completamente falto de amor y contención, en un contexto de inestabilidad emocional abrumador. Su único cable a tierra es Kevin, un amigo del colegio que lo marcará de por vida. En tanto, la relación que mantiene con Juan y su esposa Teresa es más compleja pues, si bien éstos le ofrecen un escape a la violencia hogareña que vive diariamente, Chiron también los culpa porque son ellos mismos los que le venden droga a su madre. El relato se estructura en tres capítulos: ”Little”, “Chiron” y “Black”, los cuales se corresponden respectivamente con momentos claves en la infancia, adolescencia y adultez de nuestro protagonista. En cada etapa, y de modo casi omnipresente, Jenkins retrata la búsqueda desesperada de Chiron por encajar en un mundo que lo rechaza sistemáticamente y que muchas veces lo fuerza a ser algo que no es. Con semejante crisis identitaria a cuestas, Chiron pasará de la incomprensión a la culpa, de la pasividad a la reacción y de la represión a la aceptación. La solidez de Moonlight como producto cinematográfico se asienta sobre muchos pilares, pero sin dudas uno de los más importantes es el actoral. En efecto, no es fácil lograr que tres artistas distintos interpreten de modo convincente y verosímil a un mismo personaje. En ese sentido, los tres actores que le dan vida a Chiron (Trevante Rhodes, Ashton Sanders y Alex R. Hibbert) logran complementarse a la perfección, componiendo un personaje frágil y vulnerable que, además, se enriquece con los matices que le aporta cada uno. El mismo elogio le cabe a Mahershala Ali (quien compone al conflictuado y contradictorio Juan) y a Naomie Harris (la adicta madre de Chiron), ambos nominados en los Oscar a mejor actor y actriz de reparto. Las deslumbrantes actuaciones se nutren también del indudable talento de Jenkins para reconstruir la marginalidad en la que crece Chiron, un barrio olvidado de clases bajas en donde el horizonte de posibilidades es limitado y las oportunidades, escasas. El realismo estético que le imprime Jenkins a la historia y la cercanía emocional que logra con el espectador es tan potente que sólo se compara con la sutileza y sensibilidad con la que describe el despertar sexual de su protagonista. Justamente, lo extraordinario de Moonlight es que ejecuta su abordaje narrativo evitando reduccionismos facilistas y eslóganes rimbombantes, afrontando la complejidad de la temática que toca sin caer en golpes bajos o efectismos lacrimógenos. Aún con un final que no cierra demasiado en términos narrativos, es innegable su capacidad para conmover a cada instante. En definitiva, Moonlight es una historia que aborda la marginalidad y la discriminación de un chico pobre de Miami, pero fundamentalmente es una historia sobre la aceptación de lo que somos, la búsqueda humana de ser en sociedad y las fachadas que muchas veces construimos para conciliar lo que somos frente a lo que la sociedad espera que seamos.