Cuando una película presenta en los títulos una serie de imágenes de películas anteriores de su estrella principal, sólo puede ser una de dos cosas, un homenaje a esa estrella, o una película que no tiene nada para agregar a su carrera. Como sabemos de entrada que no es lo primero, no nos queda otra alternativa que esperar lo peor. Muchos han comentado, repasando la filmografía del más famoso representante de las artes marciales en el cine americano actual, que luego de pisar el monte de Hollywood, a medida que su fama crecía exponencialmente, la calidad de sus películas decayó drásticamente. Honestamente, no he tenido la oportunidad de conocer su carrera oriental, y de su ya extensa filmografía americana puedo destacar algunos títulos puntuales, más por su gracia y simpatía que por el nivel de ellas. En este caso, como a todo héroe de acción, le llegó la hora de protagonizar comedias familiares, y pese los desmedidos esfuerzos de Chan por causar gracia, debió enfrentarse con la desoladora realidad de un argumento demasiado obvio y explotado y de una paupérrima puesta en escena. No faltan las originales coreografías de acción, algo en lo que Jackie Chan es todo un experto. Eso sí, la historia del espía que se enamora de su vecina y debe ganarse la simpatía de sus hijos sin que nadie se entere de su profesión, no convence a nadie. Su inconsistencia radica en la manera básica e infantil en que está planteada (una comedia para toda la familia y apuntada a los niños no demanda per se un desarrollo infantil, sino pregúntenle a Pixar), en la forma en que le cuesta al director de Beethoven, Los Picapiedra y El regalo prometido/Un padre en apuros (otra comedia familiar con héroe de acción, en este caso, Schwarzenegger), combinar su esquemática puesta con las complejas escenas de pelea protagonizadas por Chan, en la falta de comicidad de los gags y en la previsibilidad de la única vuelta de tuerca que pretende sorprender. Hasta aspectos secundarios como la música terminan sumándose a la molestia que provoca el conjunto. Jackie Chan resulta simpático interpretando el rol del hombre que se esfuerza por agradarle a los niños de su enamorada, pero de tanto que se esfuerza termina mostrándose más descolocado y sobreactuado que otros que pasaron previamente por su mismo rol, como el caso de Schwarzenegger. Sólo resta decir que una película simpática no necesariamente es buena, y si mencionamos que El súper canguro (¿alguien me explica por qué en España se estrenó con este título?) es tal vez la peor película de Jackie Chan en lo que va de su carrera en Hollywood, llegamos a la respuesta que nos anticipa el compilado de imágenes robadas para la secuencia de títulos.
A esta película es posible analizarla a partir de dos aspectos concretos. Por un lado, su construcción del mundo postapocalíptico en el cual sucede la acción. Por el otro, su necesidad de imprimirle a la trama un discurso religioso. Siete años después de la adaptación de From hell, los hermanos Hughes emprendieron este relato fantástico, con una estética por demás cuidada y con escenas de acción que consiguen agregarle nuevos elementos al género, pero terminan trastabillando al volver excesivamente explícita la línea cristiana que sustenta el argumento, organizando todo de modo tal que todo lo demás dependa del “mensaje” del film. Centrémonos en los aspectos más interesantes de la película. Para este relato de una humanidad hecha cenizas, se ha elegido una ambientación similar al western, que le aporta algo de originalidad al universo que se ha construido para la ocasión, pese a que esta puesta en escena posee elementos que remiten directamente a un sinnúmero de films por el estilo (lo bueno es que sabe despegarse de otros exponentes postapocalípticos contemporáneos, como The road). Al aroma a western que se respira en el ambiente, lo acompaña la rudeza del héroe en cuestión, interpretado por Denzel Washington, en una de sus actuaciones más interesantes. Mila Kunis sorprende como su eventual compañera de ruta, mientras que Gary Oldman brilla como siempre. El otro punto destacado corresponde a las muchas escenas de acción que acumula, y que, si bien se despachan con resoluciones propias de Matrix (una variante del efecto conocido como “bullet time”, que aparece en varias oportunidades), en su despliegue tienden a ser más originales que buena parte de los films de acción recientes. A esto se le suma una fotografía exquisita, que reluce incluso más que la propia puesta en escena. Ahora bien, el componente religioso, que aparece en muchos relatos del fin del mundo (inevitable, ya que el apocalipsis es un concepto bíblico y cristiano), en esta película se convierte en su esencia argumental. Es interesante observar la forma en que se presenta un mundo en el cual la religión parece haber sido sepultada, pero desde el momento en el que aparece el libro, sabemos de qué se está hablando, y la manera en la que todos los caminos confluyen hacia la biblia, tomándola como salvadora de los restos de la humanidad que han subsistido al apocalipsis, hacen de esta una película demasiado pomposa y solemne, elementos que sólo se ven opacados cuando las escenas de acción adquieren el protagonismo necesario. Afortunadamente, lo pretencioso y las obviedades que acumula no se contaminan con las respuestas que, afortunadamente, no se dan, y que nadie quiere escuchar (como el por qué del fin del mundo, algo de lo que también prescinde The road, aunque aquella se destacaba por ser una propuesta más arriesgada, realista y reflexiva). Un relato fantástico a medio camino de los convencionalismos y del costado solemne del género, y las posibilidades de innovar que tienen los hermanos Hughes.
Uno no se cansa de repetir que las comedias románticas en el cine americano actual son nada más que un catálogo de situaciones previsibles y fórmulas gastadas. Lamentablemente, la experiencia de ver muchas comedias románticas recientes hace que uno termine generando tal prejuicio. Por ende, al acercarse a una nueva película de este género, uno espera una vuelta, un giro, algo original. En ese caso, podríamos decir que el comienzo de El plan B cumple con esas expectativas, pero sólo el comienzo. ¿Por qué decimos esto? Básicamente porque empieza con una mujer que, cansada de los desamores y la imposibilidad de construir una familia con un hombre, decide ser madre soltera. Esto es lo que podríamos llamar un comienzo singular para este tipo de películas, porque propone un interrogante distinto a la formula habitual de las comedias románticas: ¿Podrá un hombre que se enamora de una chica aceptar que ella está embarazada? El problema es que las películas no son meros planteos e interrogantes, sino historias, personajes, conflictos, etc. Si fuera por lo que plantea el film, tendríamos como resultado un film mucho más singular de lo que realmente es. Aquí lo único que tenemos es a Jennifer Lopez, quien regresó a la actuación luego de un parate para disfrutar de su maternidad, y con un papel que le sienta como anillo al dedo considerando la realidad que vive actualmente. JLo se muestra como toda una experta en este tipo de películas, y posee el histrionismo necesario para dotar de gracia a su personaje. Junto a ella, un partenaire casi desconocido, Alex O’Loughlin, que cumple más de lo que uno supondría, y más que muchos galanes habitués del género. Tenemos eso, y poco más. Una historia que comienza bien pero que luego recurre a todos los clichés del género, adaptados para que encajen con el interrogante esencial de la película, y de forma tal de que este interrogante no amenace con darle un atisbo de complejidad a la historia romántica. Cualquier esperanza que podíamos depositar al ver los primeros minutos, se esfuma con el correr de la película. JLo cumple, pero con otra comedia romántica del montón, de esas a las que ya nos tiene acostumbrados.
Todos esperábamos ver la versión de Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton, suponiendo que esta se vería potenciada por su estilo visual, compitiendo con Coraline, la versión reciente, no oficial y animada, de Alicia, creada por el otrora colaborador de Burton, Henry Selick. La realidad es que esta versión no deja de ser una segunda parte del clásico de Disney, lo cual puede significar un enorme desafío para cualquier realizador, pero no para la sólida carrera de Burton. En varias oportunidades, Burton se ha unido a los grandes estudios (mejor dicho, los estudios han recurrido a su enorme talento creativo) y de esa unión han surgido obras que responden fielmente a los principios esenciales del estilo burtoniano. Ante esos antecedentes, nada podía hacer pensar que Tim sucumbiría a las directivas de Disney. Es verdad que al ver su versión de Alicia, no podemos dejar de apreciar su huella estilística en cada plano, fundamentalmente en la ambientación, el vestuario, el maquillaje, la inconfundible música de Danny Elfman y el elenco, en el que sobresalen sus actores fetiche, Johnny Depp (en el sobredimensionado papel del Sombrero Loco, rol con el que cumple a la perfección, aunque compitiendo en protagonismo con la propia Alicia) y su mujer, Helena Bonham Carter, descollante en su papel de la reina malvada. Sin embargo, esta luminosa y algo bucólica versión de Alicia no posee absolutamente nada de la oscuridad y la carga de mordacidad habitual en su cine. Era lógico esperar una versión afín a su espíritu de fantasía, pero más cercana al cine fantástico para adultos, como en el grueso de sus películas. Si no esperábamos eso, al menos podíamos prever una película infantil totalmente libertaria en su vuelo imaginativo, como su adaptación de Charlie y la fábrica de chocolate. Nada de eso, Burton reproduce de manera idéntica y en versión humana los elementos que caracterizaron al film de Disney, y cuando envuelve a la historia con su singular estética, lo hace poniendo en escena elementos demasiado utilizados en su filmografía, sin ningún atisbo de novedad. Pese a esto, esta segunda parte del clásico de Disney se sostiene con la esperada dosis de fantasía y un argumento por demás entretenido. Pero el verdadero Burton, el original, el creativo, parece haber faltado a la cita, durmiéndose en los laureles de la fantasía ya soñada sesenta años atrás. Hasta el Burton más arriesgado y fallido, el que apelaba al musical en su anterior película, Sweeney Todd, resultaba más convincente. Es tiempo de esperar a que Burton despierte, y suponemos que lo hará en su próxima colaboración con Disney, con la extensión de su celebrado cortometraje Frankenweenie. Mientras tanto, para los que disfrutamos del mundo fantástico de Alicia, nos queda seguir recurriendo a la versión de Disney o a la genial reversión adulta que propuso Selick el año pasado con Coraline.
Otro film sobre las secuelas de guerra, en este caso dirigido por Jim Sheridan (el de Mi pie izquierdo y En el nombre del padre), y remake de un film danés realizado unos años atrás. La adaptación de la película original podía servir para un planteo atractivo sobre las culpas que afloran en una familia, a partir del momento en el que una mujer comienza a aferrarse a su cuñado, luego de que su marido partió a la guerra. Más aún si el marido es Tobey Maguire, la mujer Natalie Portman y el cuñado Jake Gyllenhaal, un potente trío de estrellas, para un triángulo amoroso bastante problemático. Pero no, nada de eso. Esta adaptación utiliza como excusa seductora el triángulo en cuestión, pero se enfoca en una mirada sobre la guerra terriblemente parcial y maniquea. El film presenta el primer quiebre cuando los oficiales le dan a entender a Grace que Sam, su marido, puede haber muerto en combate. Grace hace el duelo pertinente, y Tommy, el cuñado, quien hasta ese momento era un alcohólico perdido que acababa de salir de prisión, hace un giro radical en su vida y comienza a comportarse como corresponde, hasta empezar a reemplazar a su supuestamente difunto hermano. Sin embargo, mientras vemos cómo se reconfigura la familia, presenciamos, a su vez, el derrotero de Sam, que no está muerto, sino que ha sido tomado como prisionero de guerra y sometido a las torturas físicas y psicológicas más cruentas. Tiempo después, un irreconocible Sam regresa al hogar y su familia debe enfrentar no sólo que no murió, sino que se ha convertido en un ser enajenado, producto de un hecho específico sucedido en medio de las torturas, mientras que Grace debe lidiar con la culpa que siente por haber besado al hermano de su marido (sí, el conservadurismo de turno ha reducido el planteo triangular a un simple beso) cuando a éste se lo daba por muerto. El triángulo pierde peso desde el momento en el que se lo presenta en paralelo a la pesadilla vivida por Sam, la culpa de Grace no tiene sentido frente a lo que carga Sam de sus días en Afganistán, y es este hecho el que lo convierte a Sam, a su regreso, en un sujeto alienado y con una carga irracional de furia, que estalla cuando se entera, de manera distorsionada, lo de su mujer con su cuñado. Al tomar a las torturas de los islámicos, como el detonante crucial de la errática conducta posterior de Sam, notamos que a Sheridan, o a los productores, les interesó apelar a la versión americana del conflicto en Afganistán, ensañándose con una imagen bruta y despiadada de los islámicos. Nótese el comportamiento grotesco de ellos, frente al exceso de civilización de los representantes militares yanquis, la antítesis perfecta del cúmulo de films antibélicos que, desde Hollywood, han sabido escarbar sin concesiones en la naturaleza de estos conflictos bestiales. Independientemente de las sólidas actuaciones del terceto principal, especialmente de un sorprendente Tobey Maguire, cuyo rostro aniñado desencaja a priori con el vuelco que da su personaje, a fin de cuentas, estamos ante una película que se viste de film antibélico, narrando lo que supuestamente son las heridas de guerra, pero que, en definitiva, no son otra cosa que las heridas provocadas por los “malditos islámicos”, tal como los cataloga la película en cada fotograma en el que aparecen. El triángulo está más cerca de la telenovela que del drama romántico, el aspecto bélico y su componente dramático, ha sido viciado por un discurso muy ligado al prejuicio, a la paranoia y al maniqueísmo yanqui, y en el medio, Jim Sheridan, quien hace las cosas bien, aunque viendo lo previsible y lo unilateral del planteo de esta película, su intervención suma demasiado poco.
Cuando creíamos que en materia de justicia por mano propia ya habíamos visto todo, aparece esta película que, sin ser, ni por asomo, candidata a obra maestra de su género, al menos posee un par de elementos que vale la pena mencionar. El primer elemento se llama Clyde Shelton, el personaje a cargo de Gerard Butler, un sujeto que consigue atrapar y repeler intermitentemente al espectador con su sinuoso accionar. El enfrentamiento entre Nick Rice, el abogado interpretado por Jamie Foxx, y Shelton se establece de tal manera que encaja dentro de los parámetros tradicionales del duelo héroe - villano, y fácil es advertir que, en este caso, Rice es el héroe, pero cuesta identificar a Shelton como el villano de turno. La película se preocupa por insertarlo dentro de la mecánica del thriller, de forma tal que el espectador no desee su derrota, empatizando de entrada con el desgarro que le produce la muerte de su familia, mientras que, conforme se sucede la trama, Shelton logra seducir definitivamente al espectador, gracias a su enigmático modo de aplicar las penas que él considera justas. Cuando una película se encabalga en la ambigüedad de sus personajes, la asume como tal y se regodea en esa ambigüedad, el camino que elige puede determinar, como meta final, un discurso para nada facilista sobre el tema que plantea. Para ser más claros, cuando Welles construye a su famoso comisario Quinlan, en el clásico Touch of evil, no lo hace para decirnos “miren a este comisario corrupto, qué villano que es, cómo planta evidencias para incriminar a cualquiera”, sino que compone a su personaje de tal manera que sólo lo podemos ver como un hombre derrotado, con una particular visión de la justicia. No es que exista una huella de aquel film en éste, pero al describir a Shelton como un hombre que ha sufrido las muertes de su mujer y de su hija, con evidentes cicatrices de esta tragedia en su psiquis, que desemboca en un perfil de asesino frío e imparable, consigue elaborar un personaje mucho más rico que cualquier civil justiciero, figura típica de esta clase de relatos. Shelton no viene a exponer el planteo defensor de la justicia por mano propia o de la pena de muerte, porque su conducta dista totalmente de lo bidimensional, y escapa a las consideraciones más clásicas, e ideológicamente, más conservadoras. Entre cualquier justiciero y Shelton hay diez años de diferencia, el período que pasa entre la tragedia de Shelton y la sentencia que éste comienza a aplicar. Diez años imposibles de ser reconstruidos por el guión (esta es la mayor falla, lo que la convierte en un film progresivamente inverosímil), que hacen de Shelton un sujeto cuyo comportamiento no logra encasillarse en la lógica del espectador medio, una conducta que vira de la empatía a la perfidia, especialmente cuando se ensaña con determinados personajes. A un personaje tan rico se le opone, casi por lógica, un héroe de manual, un Jamie Foxx luchando a brazo partido por despertar el interés necesario, para que uno termine identificándose con su heroico accionar. Pese a esto, resulta muy difícil de digerir la forma en la que el guión decide hacer que Nick Rice tenga una última jugada hábil en su duelo con Shelton, porque su simpleza no le sirve para establecer un duelo equilibrado con semejante personaje. Tampoco ayuda la presentación de los conflictos familiares del abogado, por la sencilla razón de que, si se intentó establecer una conexión entre la intimidad familiar de uno y de otro, el peso superfluo de Rice no permite apreciar esa conexión, ni ayuda a generar más empatía que la que logra Shelton con pocos planos, y con la actuación mucho más convincente de Butler. Naturalmente, todo atisbo de ambigüedad termina siendo pisoteado por un relato que rápidamente se encamina hacia el esquema genérico más tradicional, y los pocos méritos son embarrados por un desenlace mucho más rebuscado e ingenioso, que genuinamente original e inteligente. Pero en su desarrollo se nos presentó al menos una pizca de que, en materia de thrillers con civiles justicieros, no parece estar todo dicho.
El reconocido diseñador texano Tom Ford se atreve a probar por primera vez su talento detrás de las cámaras. Y, hay que reconocerlo de entrada, su salto a la dirección no es un mero capricho, pocos realizadores debutan en el cine americano con una obra tan honesta y arriesgada, y a la vez, sumamente aclamada por la crítica internacional. No hace falta conocer la vida de Ford para observar de qué manera ciertos aspectos del relato lo movilizan personalmente. Ford nos narra la historia de un profesor homosexual en la Norteamérica de comienzos de los sesenta, pero no acentúa el drama en lo difícil de asumir la sexualidad en aquella década, sino en la depresión que sufre el protagonista tras la muerte de su pareja. Los sesenta le sirven a Ford para detenerse en los detalles estéticos de dicha época, pero consigue construir una segunda lectura a partir de la presencia de dichos detalles. No es caprichoso el empleo de elementos particulares en la puesta en escena (por ejemplo, la gigantografía de Psicosis que decora una de las calles que transita el protagonista), la minuciosa elección del vestuario, o la apelación a una fotografía de colores saturados y mucho grano, que permite trasladarnos a esos años. Hay una necesidad dramática concreta de puntualizar la importancia de la época, y ello nos conduce a la segunda lectura del film, que permite observar, a partir del duelo del personaje, el drama de asumir la propia homosexualidad en los sesenta. Afortunadamente, esto sólo lo vemos bajo el drama de un hombre que ha perdido a su amor y que, al no poder sobreponerse a la pérdida, intenta quitarse la vida. Para que este drama no desboque y logre mantenerse con altura, Tom Ford ha contado con el protagónico a cargo de Colin Firth, excepcional por donde se lo mire, quien brilla tanto en los momentos más difíciles para el personaje, como cuando intenta alejarse del fantasma de la muerte gracias a la compañía de una amiga (Julianne Moore, con una frescura que oficia de contrapunto perfecto para George, el protagonista) y luego de un alumno. Tanto Charley (Moore) como Kenny (Nicholas Hoult) cargan con sus propios dramas y frustraciones, y su acercamiento a George exhibe de qué manera el compartir los dramas personales permite la superación de los mismos. Sin embargo, no todo es color de rosas en este drama. Ford intenta establecer cierta unidad a través de los inserts oníricos del protagonista, pero el recurso metafórico se agota rápidamente. También llama la atención que ciertos elementos puntuales, como la fotografía, no se sostengan durante toda la película, y sólo brillen en algunos pasajes, mientras que otros aspectos, como la musica, se exceden en el subrayado dramático. Por otro lado, el sorprendente desenlace no convence en absoluto. Cuesta entender la razón por la cual Ford elige, en vez de brindarle oxígeno al drama de George, someterlo a una escena final que es un torbellino de clichés previamente sorteados con elegancia por el director. De todas maneras, lo que brilla en primer lugar es la inspirada interpretación de Colin Firth, en un personaje que intenta ocultar su depresión a toda costa. Su actuación es la base de este film sobre un hombre que, a diferencia de la interpretación pretendidamente literal del título español (Un hombre soltero) no sufre por su soltería, sino por su soledad y su triste singularidad. Un hombre tan solo y tan singular como tantos otros.
Las películas con perro ya son parte de lo más rutinario del cine americano. Pocas veces los films que narran el vínculo humano-perro pueden llegar a sorprender. La última que sorprendió fue Una pareja de tres, con Owen Wilson y Jennifer Aniston, una película que se centraba en la integración de un perro revoltoso a una familia incipiente. La relación entre los miembros de la familia y el can en cuestión era una excusa para hablar, con una sorprendente sencillez, de los dilemas cotidianos en torno a la constitución familiar, mostrando el vínculo que la familia sostiene con el perro Marley a lo largo de los años. Ahora aparece Hachiko: A dog's story, esta pequeña película con perro que, a diferencia de la mencionada, no sorprende en absoluto. Primero cabe preguntarse cuál es la razón de esta producción, que traslada una historia real japonesa de principios de siglo XX a Estados Unidos en la actualidad. La única razón de ese traslado parece ser la esencia del relato, la historia de fidelidad de un perro que durante diez años espera sin suerte en la estación de trenes a que su amo regrese, como era su costumbre diaria. La diferencia es que, al poner en escena el relato en otro escenario sin olvidarse de la historia original, se suman un cúmulo de licencias, o excusas, narrativas que terminan atentando contra la coherencia del drama. La clave de esta película es su simpleza, un elemento que puede considerarse su mayor virtud o su peor defecto, y estaríamos en lo cierto si afirmáramos una cosa o la otra. La película es tan simple que se detiene exclusivamente en el vínculo entre el protagonista y el perro que este encuentra en la estación y adopta de inmediato. No importa nada más que ese vínculo, y su austeridad narrativa le sienta muy bien. De hecho, si no estuviera protagonizada por Richard Gere y dirigida por el experto en películas lacrimógenas Lasse Hallström, estaríamos ante una película prácticamente mínima, y no estaría nada mal. Tal vez hubiera sido más noble, o más coherente que, en línea con esa simpleza argumental, no hubiese apelado a estrellas en el elenco, y se hubiese asumido como un drama minúsculo, sin pretensiones comerciales. Aún así, Gere no está mal en su papel, y cumple apoyándose en la ternura que despierta el relato. Pero esta simpleza también actúa en contra. El reduccionismo argumental hace que importe muy poco la personalidad de Parker (Gere), o su vínculo con su mujer o con su hija. La película se apoya tanto en el vínculo hombre-perro que lo demás queda a un lado, y si bien esto hace que no queden subtramas en el tintero cuando se da el vuelco en la trama, a la hora de película, lo que logra con eso es que no lleguemos a terminar de introducirnos en la vida de estos personajes, y salvo la desesperada fidelidad del perro, el resto se vea completamente superfluo. Lasse Hallström se despacha con otra película “para llorar”, y sabemos que hacer llorar al espectador no es ningún mérito en sí mismo. Se puede hacer llorar de muchas maneras, y, en este caso, la nobleza y ternura de buena parte de la historia se hunde en un golpe bajo que se extiende durante media hora, cuando la película ya asume la tristeza de los acontecimientos que le tocan contar. En ese sentido, la austeridad de la propuesta evita que la película se regodee en el golpe bajo más de lo permitido, aunque esa misma austeridad sea la que condena a la insignificancia a esta película, que parte de una inútil adaptación de una historia real ocurrida en el otro lado del mundo, muchísimos años atrás, sin poder hacer nada interesante con ella, y cuyo único mérito es no pretender absolutamente nada, sólo contar una pequeñísima y conmovedora historia de amor.
El cine para niños en Hollywood se divide en tres tipos de películas: El cine de animación, las comedias o aventuras protagonizadas por niños (y/o algún animal), y las comedias familiares, generalmente con algún adulto que corrige su camino en pos del bienestar de la familia. Mientras las películas animadas se encuentra entre los géneros más originales del cine americano actual, las no animadas suelen apelar a fórmulas gastadas, sin ningún ánimo de actualizarlas o de mostrar un mínimo de originalidad. Aquí tenemos a un jugador de hockey que a la hora de dialogar con los niños que lo idolatran, o con los que conforman su familia, suele derribar las ilusiones de estos con una violencia aplastante. Esto hace que sea introducido a la fuerza en el universo imaginario de las hadas de los dientes, donde es obligado a trabajar recolectando los dientes de los niños. La sola idea de ver a Dwayne Johnson disfrazado de hada parece ser motivo suficiente para justificar esta comedia, y es verdad, el ridículo disfraz le sirve para demostrar sus dotes como comediante. Claro que una película no se puede sostener con un hombre musculoso vestido de hada, por más que lo intente, y los chistes derivados de la torpeza del personaje para ejercer su rol de hada agotan su gracia en pocos minutos. Tampoco ayuda que la película se detenga en efectos especiales baratos, originados por los poderes que adquiere el protagonista en calidad de hada, ni las participaciones de Julie Andrews, que suele aparecer en películas infantiles sólo para recordarnos que estamos ante eso, una película infantil, y Billy Crystal, que justifica su breve papel con la única escena realmente graciosa de toda la película. El resto, especialmente el discurso moralista, podemos pasarlo por alto, ya que al haber sido visto demasiadas veces en esta clase de películas importa muy poco. Podemos quedarnos con un Dwayne Johnson que, aunque preso de la ridiculización de su personaje, parece estar entrenándose para protagonizar alguna buena comedia que explote su cada vez más pronunciado talento cómico. Tooth fairy es prueba de ello, el único interés de la película radica en verlo reirse de sí mismo, algo que parece estar llevándolo por una senda transitada alguna vez por Arnold Schwarzenegger, aunque Johnson parece poseer una disposición más natural para la comedia que el actual gobernador de California. De todas maneras, si su hijo o hija le pide ver alguna película infantil protagonizada por el ex “The Rock”, mejor alquílele Race to Witch Mountain, que sin ser original, es mucho más entretenida.
Para ser precisos con esta película, habría que compararla con la obra musical de Broadway. Lo cierto es que, al no haber visto dicha obra, es inevitable establecer una comparación entre Nine y 8 ½, la gran película de Fellini que la origina. Difícil saber cuál fue la razón que motivó a los gestores de la obra de Broadway a adaptar esta película de 1963, que está en las antípodas de cualquier tipo de musical. La adaptación al cine de Rob Marshall, que responde directamente a la versión musical, tal vez posea muy pocos defectos en relación a aquella (para esta, Marshall calca elementos de su versión cinematográfica de Chicago, con algún que otro capricho adicional), por lo que deberíamos achacarle a la versión de Broadway los males que repite esta mediocre traslación del film de Fellini. En primer lugar, hay que saber disfrutar de los códigos que propone el género musical para poder criticar a sus malos exponentes. Nos guste o no el género, hay un elemento concreto que afecta a algunos de estos ejemplares, la banalización del material que los origina. Por ejemplo, uno de los elementos que ponen en tela de juicio el valor de un musical como Evita, es la superficialidad con la que se trata el aspecto político del personaje. Esto es lo que hace que esta obra funcione mucho más en otros países que en Argentina. Si nos detenemos en 8 ½ de Fellini, una de sus películas más autobiográficas y una de las obras más geniales en su abordaje del acto creativo, difícil es apreciar la esencia de aquel film en esta adaptación musical. La notoria voluntad reduccionista de este musical consigue que de aquel drama sobre un realizador que sufre un bloqueo creativo y se refugia en el historial de mujeres que dejaron una huella en su vida, haya quedado un director italiano del mismo nombre, y alguna que otro escena copiada del original (el recuerdo de Saraghina es idéntico, sólo que Fergie es una versión demasiado pasteurizada de aquella voluptuosa prostituta). El eje de Nine no pasa por el bloqueo creativo del director, sino por su harén, inolvidable en 8 ½, pero que, a fin de cuentas, respondía a los conflictos internos del protagonista, y no intentaba valerse por sí mismo, como sucede aquí. El director de Nine es simplemente un mujeriego que pasa de cama en cama, mientras recuerda a su madre (una olvidable Sophia Loren, presa de sus muchas cirugías) y a alguna que otra mujer significativa en su vida. Del bloqueo o del acto creativo, apenas un par de escenas intrascendentes. Este conflicto jamás llega a tener en Nine la presencia que tiene su séquito de mujeres y su carácter de amante latino, tal vez una de las excusas imbéciles que llevaron a hacer una versión teatral de la obra maestra de Fellini. Ahora bien, adaptar una película como aquella al universo del teatro musical, implicaba no quedarse en un gesto supuestamente celebratorio y preguntarse por cuestiones puntuales de la original. ¿Cómo hacer de una película que hasta en la propia trama habla del cine, una obra musical? Evidentemente, esto no se cuestionó en la versión teatral, y mucho menos aquí, que al volver al medio cinematográfico, termina acercándose más a una obra teatral musical filmada, que a una película con identidad y valores propios. Podríamos ser generosos y no comparar este musical con las dos obras que le dan origen, la versión de Fellini y la teatral. Lo cierto es que esta comparación es ineludible porque Nine no deja de dialogar con 8 ½. Sin embargo, si hiciéramos ese esfuerzo y la evaluáramos como lo que es, un musical, diríamos de entrada que es muy aburrida, que sus canciones son absolutamente olvidables, que los conflictos y dilemas del protagonista nunca llegan a ser del interés del espectador y que acumula estrellas femeninas en papeles ínfimos (de ellas, sólo se destacan Penélope Cruz y Marion Cotillard), entre muchas otras cosas. Para peor, la canción interpretada por Kate Hudson, tal vez el lema de la película (por algo se repite en los créditos finales), supuestamente pretende homenajear al cine italiano, pero la repetición, estética publicitaria de por medio, de las frases “Cinema italiano”, “Bianco e Nero”, difícilmente puedan pasar por un homenaje digno, ni a Fellini, ni a todo el cine italiano. Lejos de eso, esa secuencia musical carece de homenaje alguno y es otro exponente de la habitual visión yanqui e irreflexiva de fenómenos y obras que le son totalmente ajenas. Dejar en manos de una fan el homenaje a todo un cine, es subirse a caballo de una banalización manifiesta y explícita. En el apartado de méritos se encuentra un valiente Daniel Day Lewis, cuya carrera parece demostrar que está dispuesto a todo. Sin embargo, allí se terminan las virtudes de una película que podría haber sido una celebración de una obra maestra, o una traslación al género musical de los planteos estéticos y/o narrativos expuestos por aquella obra. Ni una cosa, ni la otra, apenas una muestra más de cómo Broadway puede meter en su coctelera cualquier cosa y lanzar engendros insufribles, que, en este caso, además confronta con los innumerables valores de una gran obra como 8 1/2.