No siempre queremos películas que nos exciten; muchas veces queremos películas que nos provean algo de paz, sobre todo cuando la realidad está sobreexcitada -como la que nos rodea todos los malditos días. Es el caso de este film sobre un grupo de personas que se cargan sobre los hombros el sueño de otra, en este caso transformar un destrozado local en una pastelería. Tres de esas personas son mujeres, lo que implica además una exploración de la amistad femenina. ¿Está mal? Para nada: lo que hace que el conjunto de buenas intenciones, tensiones, problemas y pequeños triunfos salga adelante es el tono: todos los personajes parecen seres humanos y están tratados con humor e inteligencia. Mejor dicho: no carecen de humor ni de inteligencia, algo que los guiones suelen olvidar y algunos directores, obviar. Promisoria ópera prima.
Pequeña anécdota personal. Cuando salimos de ver Jurassic World en 2015, hablamos con mi colega y amigo Ezequiel Boetti de lo difícil que es escribir sobre estos filmes. Técnicamente impecables, con una depuración de guión notable, gigantescas ventanas a otro mundo más grande que la vida gracias a una artesanía perfecta. Como diría otro colega (Quintín), “films de ingenieros”. Pues bien: Dominio lleva al extremo esa tendencia. Apela a la nostalgia juntando a los protagonistas de las películas de Spielberg (y Joe Johnston, no olvidar la bellísima Jurassic Park 3) con los de la nueva serie, desparrama dinosaurios por todo el planeta, incorpora una trama política-comercial-global que es la nueva panacea de la villanía cinematográfica, genera grandes “action pieces” que quitan el aliento y nos mantienen entretenidos las dos horas veintiséis minutos del metraje. A la salida, nuestra pregunta es si queremos pizza o hamburguesas y, si decidimos lo primero, si vamos a querer fainá o no. ¿Es esto algo malo, que el cine se haya vuelto un arte instantáneo, un “ride” cuyo impacto consiste en volver a entrar a la sala en lugar de la memoria que forja? No, no necesariamente. Es una de sus mutaciones, encarnada en un film cuyos protagonistas son mutantes y cuya historia es una enorme mutación de contenido original. Dicho esto, para mí fugazzetta.
Un chico de 14 años pasa el verano en una situación difícil: madre en coma, hermanos mayores con problemas, deberes de más. Hasta que encuentra a una cantante lírica y eso le cambia la vida. Sí, hay algo de Billy Elliott en esta historia, pero ¿qué hay completamente original? ¿Jurassic World, Park o Candy? Muy bien actuada, con los golpes emotivos y nunca bajo el cinturón, luminosa en más de un sentido, esta película es de las que nos dejan algo a la salida.
La idea no es para nada mala: hacer la biografía de una escritora de terror como si se tratara de un thriller que imita los modos de sus textos. Shirley Jackson, muy conocida por su clásico cuento La Lotería, cumbre del horror político, es aquí el objeto a biografiar (muy bien Elisabeth Moss, ese rostro que puede seducir o atemorizar) y todo gira alrededor de una pareja joven que es objeto e inspiración de una historia ficticia, lo que le permite a la directora Josephine Decker meterse (a veces con más acercamiento al clip que al cine, pero se perdona) en el proceso creativo y, por ende, la vida y el pensamiento de la autora. El film es, por cierto, desparejo, pero depara no pocos placeres. En cierto sentido, quizás es la forma justa para una película que en realidad ocurre dentro de una mente compleja, incluso si esto implica a veces pasarse de rosca con la ambientación de época o la reconstrucción sardónica de la vida de un matrimonio intelectual.
Sin “Los Simpson”, muchas series animadas no existirían. “Bob's Burger” es una de ellas y la dinámica es similar: una familia contra el mundo, aunque Bob no es tan torpe como Homero y el centro de los problemas es el negocio familiar. En este largo hay un par de hilos narrativos más o menos fuertes que permiten que el no iniciado en el programa de TV pueda disfrutar de lo que ve, y hay mucho y buen humor, aunque en ocasiones da la impresión de que sobreabunda la secuencia cómica por sí misma no necesariamente integrada al relato. Pero lo curioso es que, incluso si este reproche es absolutamente cierto, la cosa funciona y uno termina muy amigo de estos personajes, emocionado sin que en ningún momento haya golpes bajos. Todo es alrededor de la supervivencia en un mundo hostil que se nos va de las manos y sobre la vigencia o no de la familia. Son buenas preguntas y las respuestas tienen la gracia necesaria.
Hay momentos en Camila..., la historia de una chica que se traslada forzosamente de La Plata a Buenos Aires y de un contexto escolar más libre a otro más controlado, que parecen bajar línea. Pero en realidad lo que muestra, es el retrato cabal de una parte de los adolescentes de hoy. Al hacerlo desde adentro, todo lo que vemos suena auténtico y el trabajo de Nina Dziembrowksi nos conquista. Film de crecimiento, con todo lo que implica.
Vuelva a ver, la primera Top Gun (que tiene 35 años) -y más allá de lo que dijo Tarantino sobre ser una película gay-, fue el primer intento de Tony Scott de una celebración del movimiento en el cine. No era, todavía, el gran Tony Scott de Imparable o Déjà-Vu, pero ya tenía algo en cómo mostraba el movimiento de cuerpos, gente trabajando y aviones en el aire. La historia no importaba nada. Tres décadas y media después, esta Top Gun es casi una remake con Maverick ya no como alumno sino como maestro, y con una tecnología muchísimo mejor que subraya todavía más el costado “documental de sensaciones” que la primera solo podía esbozar. Aquí es el aire, el espacio abierto, el sol, las nubes lo que importa. Y es Tom Cruise, que no es tanto un actor sino -la metáfora es la única posible- ese avión él mismo que nos une de la tierra del pagar una entrada al cielo del cine. Nada más importa, solo que haya un entramado suficiente para que el movimiento y el espacio nos rodeen un buen rato. No importa, tampoco, la nostalgia: aunque educado por el cine de los 80, este redactor no solo no es fan de la primera película sino que no compra vintage sino solo el cine que, del pasado o del presente, parece siempre contemporáneo. Esa es la diferencia entre aquella y Maverick: esta continuación es, a diferencia de su matriz, puro presente libre.
Primera advertencia: no lleven chicos menores de diez o doce años a verla. Esto es al mismo tiempo una película social oscurísima y una sátira despiadada del mundo en que vivimos. Hay un preadolescente con problemas al que le regalan un muñequito poseído por el espíritu de un ninja que desea vengar el asesinato de otro niño. La cantidad de referencias adultas es enorme y el ritmo a veces más cercano a South Park que a Pixar. Un gran ejercicio -cruel, pero bueno igual.
Remake de un film belga en el que un asesino a sueldo pasa de victimario a presa, podría llamarse “Últimos días de la víctima de una mente sin recuerdos”, ya que el personaje padece Alzheimer y las cosas se le complican bastante. Neeson cada vez más divertido (aunque aquí su personaje es mortalmente serio) con un arma en las manos. En todo caso, las debilidades de esta película narrada sin pretensiones y a puro relato consiste en que el realizador Martin Campbell es de esos diletantes que nunca son del todo buenos o del todo malos (aunque tiene películas buenas como Garras y espantosas como mejor no recordar), y que se pasa un poco de rosca con la exposición del tema. Por lo demás, es un thriller efectivo de los que nos recuerda por qué vale la pena ir al cine. Casi (casi) una de esas de doble programa que disfrutábamos de chicos (mi generación, amigos, obviamente).
Lo más interesante de este film sobre una poeta y premio Nobel que tiene un affaire con un hombre más joven e inmigrante consiste en cómo mezcla el melodrama (ese género donde la pasión desafía convenciones sociales) con la reflexión política más explícita (el melodrama es un género político, de hecho). Es lo que podríamos llamar una “película de cámara”, si tal cosa pudiera definirse, por su ritmo y sus elementos.