Y sí, volvieron los Minions. Y sí, hay mucho que ya sabemos, muchos gags previsibles, mucha música de los setenta, más o menos como en la primera. No todo es gracioso y la historia de cómo Gru se hace de amigos y consigue su vocación de villanísimo (Gru es un personaje hermoso, digamos todo) no está lejos de las convenciones del género. Pero amigos: hay gags y momentos muy pero muy graciosos, dignos de la realeza del cartoon clásico (ese arte que este escriba hace años trata de reivindicar y que a ustedes, aunque no lo digan, los hace reír a mares). Los bichos bananófilos protagonizan todo tipo de humor, sobre todo slapstick (golpe y porrazo, caídas, etcétera) con algo de mínima picardía. Lo que igual importa no es tanto la historia ni el diseño -que a esta altura de la soirée no nos genera mayor sorpresa: todo es brillante hasta el tedio- sino eso que hace buena cualquier cosa: el timing. Los animadores de los Minions comprenden perfectamente que un grito o un culo al aire no son graciosos per sé sino por el cómo se plantea el gag. La gran debilidad, más allá de un reparto multiestelar en las voces originales (bueno, ya sabemos: la mayoría la verá en el afiatado doblaje castellano), consiste en eso, ser puro gag que a veces tapa la historia, y que, cuando la historia vuelve, se torna trivial espera al próximo gag. Pero en tiempos en los que nos gana la tristeza, que algo nos haga reír con la inocencia de la infancia es para agradecer.
El viejo adagio del espectáculo dice “ni con niños ni con perros”, que no se actúa con esos seres porque suelen robarse el protagonismo. Pues bien, a Channing Tatum le tiene todo sin cuidado y no solo actúa sino que además codirige esta historia sobre un militar que tiene que emprender un viaje con una perra ovejera belga con historial de mal comportamiento para asistir al funeral del dueño del animal que luego será “puesto a dormir”. Pero el viaje, como pasa en las películas de parejas desparejas, va haciendo que la hostilidad entre hombre y perra se transforme poco a poco en otra cosa. Hay mucha comedia, pero lo más interesante es que la relación entre los dos no se da a partir de golpes, sino de cierta sequedad que vuelve todo más creíble. El paisaje, el viaje no solo son marco de las acciones sino reflejo de lo que va sucediendo a los que uno no tiene más remedio que querer con lágrimas al final.
Un niño aparece en un sótano a merced de un asesino serial. Un teléfono sin conexión comunica a la víctima con las voces fantasmales de otros chicos asesinados que quieren ayudarlo, y la hermana del chico tiene visiones. Esto, amigos, es una versión en clave moderna, truculenta, y dura de Hansel y Gretel, realizada por el dotado -desparejo, pero dotado- Scott Derrickson, un realizador que aquí hace lo que quiere y lo hace bien. Parábola sobre familias y abusos, va más allá de lo que parece.
Va a ver una película rara. No porque sea incomprensible (es totalmente comprensible y, dado que transcurre en Francia, en la muy fea Clermont-Ferrand, digamos que es cartesiana) sino porque la mezcla de tonos hace que se genere un estado entre la euforia y el desconcierto bastante saludable. Hay un argentino mudado a Francia que se queda sin trabajo, su mujer francesa a la que entiende poco, una bebé en el medio. Un pequeño drama burgués donde el hombre se queda en casa. Y aparece un vecino amante del jazz que escucha muchas veces esa “Pequeña flor” y es asesinado. Muchas veces. Bueno, esa es una de las sorpresas: la idea de cómo algo salvaje e imprevisible saca de la rutina (especialmente sexual, pero no solamente) a una pareja acuciada por los pequeños problemas de lo cotidiano. El cuento de cómo romper la rutina, digamos, pero mucho más que eso y contado con un humor entre costumbrista y salvaje que no se ve con ninguna frecuencia en el cine. Hay momentos para el susto y para la carcajada, para el suspenso y para la alegría musical, como si el cine fuera no solo un arte sino, sobre todo, un juego. El elenco multinacional funciona perfectamente gracias, en gran medida, a su juego de acentos y modismos. Una sopresa en la cartelera, bienvenida ante tanto ruido a reglamento.
Acá hay algo rarísimo. Pero raro de verdad. Es la biografía de Céline Dion pero con otro nombre. No es lo raro (hay tantas películas así...). La directora y la actriz protagónica son la misma persona (tampoco es lo raro). Lo raro es que Lemercier, gran comediante, hace al personaje a toda edad gracias a efectos especiales que ranquean de lo adecuado a lo perturbador (sobre todo con la Aline preadolescente). Pero también pasa otra cosa: se trata de una película construida alrededor de los luagres comunes del melodrama subgénero “vida de artista”, especialmente cuando está llena de momentos tensos (la enfermedad, la falta de voz, la muerte, la caída, el regreso, etc.) sin caer en la sospecha de un “segundo grado” o sátira. Es decir, todas estas rarezas, desde las visuales hasta las narrativas, se toman en serio y eso es lo más extraño porque esa sinceridad hace que la película funcione y no sea difícil secarse las lágrimas.
Otra película de gente que se tiene que matar entre sí para poder sobrevivir o (acá pasa esto) salvarle la vida a alguien que quieren. Otra de controladores malos, juegos sádicos y moral quebradiza ante lo terrible. Por momentos funciona, por momentos, no: sabemos que alguno va a quedar y es más bien un juego de apuestas sobre quién o quiénes descubrirán la “trampa” de todo el asunto. Nada que no hayamos visto antes (y casi nunca funciona).
Se supone que esta película es la que transforma a Andy, el niño y luego adolescente de Toy Story, en fan de Buzz Lightyear. Es decir, esta es una película de Pixar que se ve dentro del universo Pixar. Lo que le permite ser libre en más de un sentido: volverse al mismo tiempo homenaje y parodia de la ciencia ficción y sus tropos (y clichés) más burdos y repetidos, reírse del propio personaje y producir una aventura vertiginosa sin atarse demasiado a un esquema preexistente aunque, claro, todo se trata de esquemas preexistentes. La historia de las aventuras de este héroe espacial cuya voz (otro rasgo paródico) pone esta vez Chris “Capitán América” Evans (y Evans es un muy cumplido comediante, quien haya visto Scott Pilgrim o las dos primeras 4 Fantásticos lo sabe) funciona muy bien si la tomamos en serio y mucho mejor si no, aunque hay momentos de tensión y aventuras en los que es imposible no estar al filo del asiento. Es cierto: el balance hacia el humor lo da el robot/gato Sox y en general la ensalada funciona. ¿Qué es lo que hace que esta no sea una “gran película” sino solo una muy buena película? Justamente, el guiño, la mirada un poco de soslayo que apenas se sobrepone con esa idea de que “somos Andy mirando la película que lo cautivó como niño”, un grado extraño de inmersión que requiere formar parte de una especie de “equipo cultural”. Es decir, más allá de su excelencia visual, hay algo de gueto en la propia idea, algo que requiere un poc
En parte historia de “amour fou”, en parte exploración sobre las emociones y los sentimientos, la película narra cómo una mujer se apodera, de cierto modo, del cuerpo y el alma de otra, a la que ama y permanece en coma. Por momentos inquietante, el film cuenta con Sofía Gala Castiglione, de lo mejor -lo decimos siempre, pero no está de más repetirlo- que nos dio el cine argentino en estos años, y que casi es toda ella una película en sí misma (y no es incoherente con la trama).
Casa nueva, padre y niña, niña desaparece de manera imposible en cuarto cerrado. Exorcista, fantasmas, presencias siniestras y un pasado que vuelve a enfrentarse con la vida. Lo de siempre, pero siempre bien hecho, con el timing justo, que fusiona los dos peores miedos: el de un padre de perder a su hijo, el de la reaparición de lo numinoso opresivo frente a nuestra impotencia. Efectista sí, puede ser, pero cumple y dignifica.
Quizás el espectador contemporáneo ya esté habituado al concepto “multiverso”, que es la última moda en el cine de superhéroes (Spiderman y Dr. Strange mediantes), es decir que hay infinitas realidades alternativas y gente que puede viajar a través de ellas. Un truco que permite salvar incoherencias, es cierto, pero también una metáfora perfecta de nuestra realidad alterada por las (casi) infinitas posibilidades que Internet abrió gracias a lo virtual. Este film es la historia de una mujer común, demasiado común (la extraordinaria Michelle Yeoh, genia de las artes marciales y actriz gigantesca, además de gran comediante) que tiene la posibilidad de salvar toda realidad posible. El fondo de la historia es, finalmente, la pregunta de qué es lo esencial cuando la superficie cambia incluso de modo radical. Al mismo tiempo que comenta con humor y sátira todo el cine de gran espectáculo contemporáneo, se pregunta cosas. Sobre todo, se pregunta por el “yo”, quiénes somos y para qué estamos donde estamos (estemos donde estemos). Y lo hace con las mismas herramientas espectaculares de otro cine, llevadas al extremo absurdo y surreal que emparentan más de una secuencia con el cartoon clásico (ese otro comentario desde la contradicción sobre las taras de lo real). Probablemente, la película del año, aún con sus excesos y simplificaciones.