Hay películas que uno no espera y generan una sorpresa incluso si están llenas de lugares comunes. O mejor, por eso: porque están llenas de lugares comunes y los subvierten, pervierten, tuercen hasta que revelan al mismo tiempo su verdad y su absurdo. Como 3000 millas al infierno o Mr. Brooks -de esa clase-, El peso... es la historia de un señor llamado Nicolas Cage que, sin futuro como actor, acepta un millón de dólares para aparecer en la fiesta de un mega millonario que lo adora. Pero termina siendo un agente de la CIA en contra de ese millonario y nuevo y auténtico amigo que ha encontrado. Esa es la trama, que aprovecha el hecho de que Cage hace años acepta cualquier rol para pagar deudas, pero al mismo tiempo recorre de soslayo una carrera realmente impresionante y abultada. Es decir, una reflexión sobre Hollywood con las herramientas más espectaculares de Hollywood, una película que muestra -no dice, muestra- que el gran espectáculo es una lupa para lo real, no un velo que lo oculta. Al mismo tiempo, es divertidísima y es, si se quiere, una especie de parodia de Adaptación, otra de las películas “raras” de Cage, donde realidad y ficción se combinan de un modo ingenioso e inteligente (que no es lo mismo). Aire fresco, juego absoluto, ganas de hacer cine de verdad con todos los condimentos. Cage es un grande y de eso se trata.
Nicolás Goldbart nos dio hace unos años una película muy divertida llamada Fase 7, sobre un mundo sumido en cuarentenas feroces por un extraño virus. Esa película llena de homenajes cinéfilos (sobre todo al mundo de John Carpenter) muestra a un realizador con precisión para narrar historias llenas de humor negro que se mezcla con el costumbrismo y la fantasía. Algo así como Halloween meets Esperando la Carroza y, aquí, meets Juntos son dinamita. Un guionista de vida mediocre se ve espiado y acosado por una extraña organización y se junta con un amigo bastante violento para resolver algo que se le va de las manos. No es un film perfecto, pero es un film divertido, lo que a esta altura del cine no es poco, y se va decididamente al extremo sin que le importen demasiado las buenas maneras. No deja, en tiempos de miedos y adocenamientos, de ser refrescante. Una película hecha por el propio gusto de hacer una película, además, y no es poco.
Ya hablamos de este filme cuyo estreno se postergó en su momento: una historia de posesiones en una comunidad tradicional tailandesa, narrada con herramientas del documental. Es muy buena, y muy interesante por cómo combina las mejores herramientas del cine de género con la mirada descriptiva de una sociedad y de sus contradicciones, sobre todo la tensión entre tradiciones y modernidad.
Segunda versión de la novela de Stephen King (la primera, en los ochenta y dirigida por Lewis Teague, tuvo como protagonista a Drew Barrymore) sobre una niña con el poder de generar fuergo con la mente, sobre los padres que tratan de esconderla y enseñarle a controlar esa fuerza, y de una agencia gubernamental que intenta utilizarla como arma. O tempora, o mores: en su momento, la novela Firestarter era una combinación de Carrie con La zona muerta, donde se mezclaba la pubertad con la política. Hoy esta historia se acerca a una versión oscura de un relato de superhéroes (un poco como Chronicle o Hijo de la oscuridad, que imaginaba un Superman malvado), aunque el tratamiento intenta seguir las constantes del cine de terror. Pero lo que queda es una especie de película de los X-Men. No es culpa de la dirección precisa y efectiva de Keith Thomas sino de cómo se pueden “leer” las historias hoy, sobre todo en el cine. Por lo demás, el film tiene la ventaja de durar lo justo y no derivar más de lo necesario; y la desventaja de contarnos a veces de modo subrayado el contexto social como para que no nos quepan dudas de dónde están los malos, cuando el original era mucho, muchísimo más ambiguo. De paso, Zac Efron muestra que no es para nada un mal actor, aunque también debemos admitir que su diálogo no es de los más inspirados que ha dado el séptimo arte.
Sepa el lector disculpar las cuatro estrellas; el autor no está seguro de que sea tan buena. El niño que fue y leyó los comics la pasó excelente; el crítico adulto tiene otras cosas que decir. Esta segunda entrega de Dr. Strange, y vigésimovayaunoasaber episodio del Universo Cinematográfico Marvel es todo lo divertido, todo lo excesivo, todo lo cómico y truculento que la combinación comic-Sam Raimi (que dio tres Spiderman, un de ellas excelente, y dio -no lo olviden- Darkman) puede ser. Juega también con un tema que Raimi ya trabajó en dos películas totalmente alejadas (en apariencia) de esta, Un plan simple y The Gift: no solo la responsabilidad que el poder acarrea, sino las consecuencias de su uso. Eso es lo que gira alrededor de Strange, de Wanda y de América Chávez, las dos últimas verdaderas protagonistas del todo. Pero Raimi tiene un problema: la psicodelia del personaje (sea en manos de Steve Ditko o, mucho más barroco y pertinente aquí, de Gene Colan) le permite todo e intenta hacer todo aquello que ama: el horror (es la película Marvel con más terror), el humor disparatado a lo Tres Chiflados (como en la excesiva El ejército de las tinieblas) y el costado camp que el personaje siempre tuvo. Y ese diseño, divertido, lleno de guiños a los fans y sorpresas de cast, disuelve la efectividad del relato en muchos momentos. Sí, es un tremendo espectáculo: la pregunta que queda flotando es “para qué”.
Había una vez -y hay que comenzar así- un chica de 17 años en un lugar cercano de lo salvaje, en busca de un hermano perdido. Hay, en ese lugar, en pleno siglo XXI, la rémora o la supervivencia de algo larval y tradicional, algo antiguo: mitos sobre un mal hombre o su espíritu, una bestia que encarna en diferentes animales. Nuestra protagonista está en medio de las tensiones de su edad, especialmente las eróticas. Y lo que se construye es un relato entre el cuento de hadas y el terror, aunque aquí importa más el clima inquietante entre lo inocente y lo perverso que va tejiendo la realizadora Agustina San Martín, que a veces cae en algún simbolismo un poco ramplón pero en ningún momento deja de llevar las riendas no solo de lo que quiere narrar sino, sobre todo, de lo que desea mostrar. El film es bastante más de lo que aparenta y tiene la gran ventaja (escasa en estos tiempos en el cine argentino) de no ceder a la tentación de señalar con el dedo.
Es imperfecta, sí. También a veces es sentenciosa. Pero esta película chica sobre un director de teatro que no logró “dar el salto” y vuelve al pueblo para montar “aquella obra” es -quizás involuntariamente- el retrato de una generación cuyos sueños, no lo sabían entonces, ya eran anacrónicos. Hay un buen tono, momentos de gracia real y la huella de esos pueblos del interior cuya arquitectura también muestra que alguna cosa que no fue pudo ser.
Es un cineasta rarísimo este León de Aranoa. Tiene talento para colocar en la pantalla lo pertinente y para diseñar una puesta en escena; tiene talento para dirigir actores e -incluso en el trazo grueso- permitirles la sutileza y el medio tono. Pero también padece de un defecto: la religión de “el tema”. Aquí satiriza a un empresario ejemplar, a punto de ganar un premio, al que el despido de un empleado empieza a causar problemas. Problemas que permiten mostrar que el “buen patrón” es un desgraciado. Porque, como se sabe, los ricos son todos desgraciados, carecen de escrúpulos y sus sentimientos son fingidos. Este lugar común, parece armarse poco a poco, de modo risueño y con sutileza. Pero no: en un momento, la cosa es trazo grueso y condena casi explícita, de la comedia al grotesco publicitario casi sin solución de continuidad. ¿Es esto malo? ¿Es malo que una película diga a los gritos lo que piensa su autor? No, claro: vean South Park-La película, que es genial (estamos muy animados, es cierto). Lo que es malo es que una buena realización y el trabajo notable de Javier Bardem se disuelvan en una moraleja que no es más que un lugar común, a veces real y, muchas veces, no.
La historia de un empleado de call center apuntado con un rifle para dar de baja un servicio, pero en realidad la historia de un pecador puesto en una situación angustiante, recuerda un poco a Enlace Mortal y, más cerca, a 4x4, el filme de Mariano Cohn. Pero funciona porque la lucha contra las empresas de servicios es normal en este país y el paisaje de imposibilidades vernáculas crea muchos mecanismos para el suspenso. Un thriller profesional.
Bienvenidos a una historia de venganza, guerra, sangre y religión en el oscuro Norte de Europa, en la alta Edad Media, con un rey muerto por su hermano que captura a su esposa y un niño que jura venganza y recuperar el reino (ok, sí, hay algo hamletiano aquí pero Hamlet se basa en una leyenda danesa). Es el tercer largometraje de Robert Eggers, el de esa joya del horror que es "La Bruja" y de un film en blanco y negro, de terror también, llamado "El faro", que no tuvo estreno aquí. Eggers es un estilista absoluto: aquí inventa formas del cine de acción y busca -como en sus películas anterioresun cuento elemental, primitivo, la raíz de un cuento tradicional. Sabe que esos cuentos han tenido un estadio salvaje, y Es una película salvaje en más de un sentido. Hay acción, hay sangre, hay ritos bien primitivos. En ese punto, incluso si todo es estilizado y tiene una puesta en escena muy elaborada, la película es casi un documental, un acercamiento no solo a las raíces del mito sino a cómo podría haberse registrado, y con qué elementos, si el cine hubiera existido. Aceptadas esas convenciones, es un entretenimiento desenfrenado, en ocasiones excesivo, que rompe el Hollywood adocenado de hoy.