A veces, Richard Gere es simpático; a veces, no, especialmente cuando hace de villano. Aquí es un hombre de dinero, un magnate en problemas que, a punto de solucionar sus enormes problemas financieros, comete un terrible error. Lo que sostiene el film, que es un estudio sobre el poder cargado de trivialidades y clichés, es el poder de los actores, especialmente Gere y Susan Sarandon, que maneja la puesta con absoluta solvencia y se ve poderosa. Lo demás es pura rutina. Los ricos son vanos, malos e infelices, vio.
Una cosa es que las imágenes del film sean bellas y que se haga un uso creativo del 3D; la otra, que Ang Lee haga honor a la narración. La historia se concentra en la hora y media en la que un joven queda a la deriva en un bote, tras un naufragio, conviviendo con un tigre de Bengala. Pero el tema es más amplio: la necesidad de sobrevivir a cualquier costo, el peso de la fe en ello, cómo se cuenta una historia y por qué un cuento es atractivo. El triunfo de Ang Lee consiste en que comprendamos que ahí hay una gran historia; su fracaso, en que eso no redunda en una película que nos atrape invariablemente. Derivas, simbologías, necesidad de afirmar y sobre explicar lo que queda claro con el puro esplendor visual atentan contra lo que, con más concentración, sería una perfecta aproximación a los mundos de Julio Verne o de Emilio Salgari, que parecen funcionar, desde las primeras secuencias, como modelo. Pero la indecisión del realizador lleva el proyecto, en gran parte, a la deriva.
Si Walt Whitman viviera hoy, su frase “Yo canto el cuerpo eléctrico” seguro se aplicaría a Tom Cruise. Es uno de los pocos actores de estos tiempos que trabaja con todo el cuerpo, y en Jack Reacher demuestra que la interpretación también es cuestión de músculos y tendones. Para que quede claro: el hombre aquí es un ex militar, una suerte de justiciero oscuro acusado injustamente de un crimen, sin nada que perder y con gente a la que rescatar. No es, aunque parezca, Ethan Hunt, el protagonista de la serie Misión: Imposible a la que le ha prestado el cuerpo. Hunt es más alegre, a veces más lírico. Es y se sabe bueno, se enamora, quiere a sus amigos. Reacher quizás también, pero es más oscuro, marginal, irónico. No es un héroe (o por lo menos no se describe como tal) sino un “desperado”. Y Cruise, de modo milagroso, hace la diferencia entre los dos personajes no con el rostro o el histrionismo, sino con el cuerpo: se mueven diferente y en ese movimiento hay una personalidad. La trama del film y el nervio que el director (aquel de Al calor de las armas, coguionista de Los sospechosos de siempre) le imprime cuajan perfecto con el despliegue puramente cinematográfico de Tom Cruise, el cuerpo eléctrico.
Publicada en la edición digital #246 de la revista.
Después de dos ficciones perfectas (Ana y los otros y Una semana solos), ambas prodigios de observación, Celina Murga opta por el documental y muestra cómo funciona un secundario que carga, además, con el peso de una historia. No se trata de una muestra o una búsqueda didáctica de la pura información, sino de ejercer la mirada como un bisturí para encontrar el paisaje humano, el más atractivo y complejo. Un gran film que observa sin juzgar e invita al espectador a entrar en su mundo.
Empecemos por el principio: Kevin Macdonald, el realizador de este film, quizás le suene al espectador porque su primer largo de ficción, “El último Rey de Escocia”, tuvo su peso en las carteleras argentinas y se llevó algún Oscar. Después realizó una película sobre periodismo y política (“Los secretos del poder”, muchísimo mejor, con Russell Crowe y Helen Mirren) y ahora vuelve al documental, género en el que ya había hecho una más que importante carrera. El recuento es importante porque Marley toma el material documental sobre la vida del símbolo del reggae, los testimonios y la música y combina todo no en busca de que el espectador reconstruya a los personajes o tenga su propia opinión, sino tratando de emocionarlo, de guiar sus sentimientos de acuerdo con las reglas de la ficción. Y aunque en muchos casos, cuando esto se intenta, suele haber algo de impostura, aquí funciona. Especialmente porque el personaje es atractivo y porque permite ir más allá del lugar común “porro+reggae” que el esclavo de la moda suele adosar a Marley para intentar comprenderlo como emergente y metonimia de una cultura mucho más compleja. En ese sentido, y más allá de los momentos realmente divertidos de la película o del gusto (o disgusto) que nos cause ese cadencioso ritmo, se trata también de un film político que permite comprender una sociedad a través de uno de sus artistas.
Hay películas grandes como monumentos y películas grandes como monstruos. El “Fausto” que propone el cineasta ruso Alexander Sokurov, creador de algunos de los films más importantes de las últimas décadas (“Madre e hijo”, “El arca rusa”, “Spiritual voices”, “Moloch”, “El sol”) pudo haber sido lo primero pero resulta lo segundo. Por cierto, se trata de un fracaso, aunque de una dignidad notable. El autor toma ambas (por primera vez ambas) partes de la (falsa) obra teatral de Goethe para construir una reflexión sobre el poder, una especie de “cierre” a la serie de films que dedicó a Hitler, Lenin e Hirohito. Sin embargo, el problema de Sokurov reside en que quiere hacer demasiadas cosas y no todas en el lugar que corresponden. Quiere reproducir el estilo pictórico del romanticismo, con sus lentes aberradas (ya utilizadas en “Madre e hijo”) pero no siempre resulta pertinente; quiere que escuchemos la poesía de Goethe, pero no siempre las voces son las adecuadas. Quiere que nos dejemos llevar por el esplendor visual, pero en cada secuencia asoma el exceso o el feísmo que la arruina. A veces, se dibuja un diseño, una premeditación detrás: después de todo, Satán, el amo del error, es quien orquesta todo lo que vemos. Pero el film obliga al espectador a sintonizar con el cerebro –no ya con el arte– de Sokurov, un pedido excesivo. Por cierto, hay momentos de una belleza y poder deslumbrantes, pero rescatar esas joyas es un trabajo titánico, aunque se recompense el esfuerzo.
Por un lado, una especie de western en pueblo chico de algún lugar de la provincia; por otro, la historia de un hombre (Luciano Cáceres) que tiene la oportunidad de vivir otra vida. Hay elementos tanto del film de costumbres como de la película de aventuras, aunque el resultado no es del todo preciso (por momentos, los diálogos y las actuaciones tienden a lo sentencioso). A pesar de ello, un debut interesante.
Madonna dirige (y no es su primera pelicula) una versión del romance entre Wallis Simpson y Eduardo VII, que es a su vez vista por una joven contemporánea (más o menos, de mitad de los 80 más bien) como una especie de “guía” para sus propios problemas de pareja. El resultado es desparejo pero no cabe duda de que la cantante-productora-actriz-realizadora toma del asunto histórico solo el tema de la independencia femenina. Y en ese sentido, el film funciona casi como un cuento de hadas.
La era de la Depresión en los Estados Unidos es, para el cine, un momento rico por dos motivos. En primer lugar, porque sirve de cruce entre el western y el policial urbano; en segundo, porque permite adentrarse mediante la pura aventura en la comprensión de las taras sociales, y volverlas universales. Este film, que narra la vida de tres hermanos contrabandistas, la corrupción policial y la competencia con otra mafia en un pequeño pueblo rural de Virginia, toma elementos de muchas otras historias (desde Cosecha Roja hasta El Padrino) para, con brío, trazar un mapa de los Estados Unidos que no deja de tener una vibración contemporánea. Sí, las taras del capitalismo, pero no hay que quedarse solo en eso: lo que importa aquí es el pasaje de un personaje de un lado al otro de la moral (el que personifica Shia LaBoeuf) y cómo la codicia de los hombres corrompe todo paisaje. Muy intereante película del director de El Camino, que quiere volver a los géneros clásicos.