Después de haber conquistado el mundo con las doce horas de El Señor de los anillos, era natural que Peter Jackson decidiera, finalmente, llevar El Hobbit -la “precuela” de aquella novela- que tuvo un parto dificultoso de casi una década. El resultado es desparejo, con secuencias notables donde el humor y la aventura conquistan el ojo y con otras donde la inflación narrativa producto de transformar una novela de poco más de trescientas páginas en otra trilogía de más o menos diez horas en total. Quien conozca la obra de Tolkien, verá que hay tanto elementos del libro original como de los Apéndices de El Señor de los Anillos, y algunos cambios para mayor fluidez narrativa. Justamente, el problema de la película reside en que esa fluidez se resiente en gran parte del film, especialmente hacia el medio, donde la necesidad de llenar la historia con datos necesarios para futuras películas vuelve todo moroso. En cambio, en las secuencias de acción y dramáticas que se suceden en la última hora de película, todo es más fluido e incluso, en ciertos casos, humorístico, aunque se nota la idea de que la estructura sea un calco de la de los films anteriores. Sì hay un defecto, quizás producto de la necesidad de “sumergir” fìsicamente al espectador en la acción, y es que a pesar de la suntuosidad de los escenarios, a la hora de los golpes y las corridas es imposible disfrutarlos por el vértigo de una cámara que busca, primero, el ángulo más difícil y, recién después, el más pertinente. Un juguete de Navidad, en todo caso, con mejor humor que sus antecesores.
Un hombre duro tiene que ayudar a otro que no lo es tanto. El momento es inoportuno y la situación, absurda. Lo que sigue tras este comienzo es la declarada intención de juntar violencia, humor y sangre sin sentir vergüenza por los elementos de puro género que se dan cita. El resultado es divertido y muestra que Ezequiel Loretti tiene mucho más para dar. Problema: la estrenan en mínimas y pésimas salas. Quizás si lo protagonizara Néstor Kichner tendría mejores pantallas. Otro film nacional (encima ganador de Mar del Plata en 2011) pisoteado por el sistema.
Película agridulce, o más bien ácida: nada del fondant de azúcar con que suelen terminar las películas sobre casamientos y bodas. Las cosas aquí son duras: una mujer se casa e invita como damas de honor a tres otras, solteras, bellas, nada exitosas, que se pasaron la vida burlándose de ella. Para colmo, el novio es algo así como el partido ideal. Todo lo que parece disparatado en principio termina en una enorme amargura -y seguimos con los sabores- donde se pone en tela de juicio tanto el concepto de “éxito” como -algo mucho más importante- los lugares comunes sobre la solidaridad femenina. La película no está mal y es entretenida; el problema en todo caso es tener que subrayar la “mujeritud” de toda la situación, en lugar de dejar que todo fluya y se vuelva universal. Las actrices le dan una dimensión más a lo que, en el fondo, es una película de tesis disfrazada con brillos de Hollywood.
Hay un problema básico con este film del interesante realizador australiano Andrew Dominik. Consiste en creer que se es autor por inventar tomas para registrar ciertos hechos, incluso cuando tales tomas o movimientos de cámara no son necesarios. Si su film anterior –“El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford”– funcionaba bien (aunque era demasiado largo), era porque complementaba el espíritu silvestre de sus protagonistas con una naturaleza igualmente salvaje. “Salvaje” es un poco la clave (también aparecía esa característica en su opera prima “Chopper”) y en esta “Mátalos…” intenta contar, por un lado, cómo un grupo de gánsters busca matar a dos chorritos que les roban en un juego de póker (el asalto es convenientemente violento), perseguidos por el asesino profesional que interpreta Brad Pitt, a la manera de hilo conductor del relato. Pero también mostrar cuán decadente es la América contemporánea, especialmente en los meses álgidos de la crisis de las sub-prime, contexto del cuento. Combinar ambas cosas es difícil y en algún momento al espectador le importa poco el relato en sí y se concentra en pequeñas secuencias, en inventos estilísticos, en golpes de efecto. No cabe duda de que Dominik maneja el aparato cinematográfico con soltura y desprejuicio, el problema es que eso –así como los diálogos sarcásticos, abundantes en el film– no termina de cuajar. Hay algo interesante en este director, siempre al borde de una gran película que no llega a concretar
Como todo film colectivo, éste tiene momentos buenos, momentos regulares, momentos malos, momentos inútiles. Y más allá de que hay grandes directores (Laurent Cantet, Julio Medem, Elia Suleiman) pocos atraviesan el lugar común fotográfico, eso de ver sin entender otro mundo. Solo el episodio dirigido por Pablo Trapero, con Emir Kusturica, que juega en la frontera entre el documental y la ficción, logra darle vida a un film demasiado fotográfico.
Un chico de quince que la pasa mal (es tímido, le gusta una chica que siente inaccesible, tiene una enfermedad mental, se le suicida el mejor amigo) es orientado por dos pibes mayores y le cambian (un poco) la vida. Se trata de esos films profesionalmente “chicos”, realizados con ese medio tono entre el drama y la comedia que los estadounidenses conocen al dedillo y que tiene como mayor atractivo su elenco. Ni mucho más ni mucho menos.
Bueno, aquí vamos otra vez. Hay un asesino psicópata de esos que gustan de hacer tortilla a media humanidad de la manera más cruel y retorcida posible, que además tiene como cosrumbre recolectar algún pedacito de víctimas. Un tipo que sobrevive a su última masacre es forzado, con un grupo de mercenarios, a rescatar a una chica en poder del señor con máscara (claro que usa máscara, qué se creían). Y la guarida del monstruo es una especie de laberinto lleno de trampas mortales. Bien, hay una serie de temas interesantes aquí: el ser humano transformado en objeto (por ejemplo), el ejercicio de poder, las mil formas del mal, el caos, etcétera. Claro que a los realizadores sólo les importa que uno salte ante cada gota de sangre o grito, y no importan mucho los temas que podrían entrar -sin perder efectividad como entretenimiento- metafóricamente en el film. Así como está, es un más o menos entretenido descendiente de las eternas e interminables películas de El juego del miedo (con la que tienen algún parentezco por el lado de la producción, pero importa poco). Otra de gente que grita mientras la torturan.
De cal y de arena. De Martin McDonagh no solo conocemos Escondidos en Brujas, su anterior película, sino también varias de sus obras teatrales (Pillowman, La reina de belleza de Leenane): en todas estas obras hace gala del uso de elementos de géneros y un gusto específico por la ironía que no siempre llega al nivel de la sátira (y cuando lo hace, no es necesariamente cómica). Es evidente, por cierto, que a McDonagh además le gustan mucho los actores y las palabras, quizás la marca teatral más fuerte en este film. Siete psicópatas está más cerca del manual de estilo que de un cuento: es la historia de un escritor -Colin Farrell- cuyos amigos -Sam Rockwell y Christopher Walken- tienen el raro negocio de robar perros para devolverlos recompensa mediante. El asunto se complica cuando roban el perro de un mafioso -Woody Harrelson. El nombre de los actores ya puede dar una idea de que la bùsqueda aquìe es la de la más pura sátira “piola”, esa donde se mata, se tortura y se revienta diciéndole de reojo al espectador que no se lo crea, que no es cierto, que es una película y que, en el fondo, no tiene importancia. Pero al mismo tiempo, McDonagh y los actores muestran el otro lado de estas criaturas, aquel con el que podemos identificarnos y que nos devuelve, en espejo deformado, nuestro lado más ridìculo. Y ahí sí podemos reírnos y acompañar a estos tipos, aunque a veces lo “piola” se les vaya (demasiado) de las manos.
El cronista se ve obligado a decir que este comentario no pretende ser ideológico o partidario (signo de estos tiempos, donde se condena moralmente de acuerdo con lo que uno piense). Afiliado al partido del cine, le resulta imposible hablar de este estreno como si realmente fuera una película. No lo es: se trata de una larguísima publicidad de campaña sin el más mínimo valor cinematográfico, y que, más allá de la manipulación de la verdad (hasta los documentales son construcciones), aburre inmediatamente.
Un hombre de poder se enfrenta a una crisis: ministro de trabajo, un accidente con muchos muertos lo pone en el foco de una tormenta donde arrecian juicios, chicanas, negociados y todas esas cosas que en Francia alimentan una ficción pero se han vuelto pan cotidiano en la Argentina. El tono irónico del film, que juega casi al humor negro en algunas secuencias, no oculta que, a pesar del suspenso, es poco lo nuevo que tiene para mostrar sobre la relación entre poder político y dineros sucios.