A esta altura, después de 23 películas, es evidente que los films de James Bond se hacen un poco solos. También, dada la inepcia del pésimo Marc Forster, un director puede arruinar el preciso cúmulo de ingredientes que tiene hoy la serie. Daniel Craig es bueno, Judi Dench es buena, la mitología es sólida, todo es una enorme fantasía y el villano de Bardem, ampliamente copiado al Guasón de Heath Ledger (no es culpa de Bardem, claro) cumple. Y el director es Sam Mendes, un tipo “prestigioso” al que se recuerda por Belleza Americana. Pues bien: Mendes opta por las invenciones más o menos gráficas (se nota que es un satirista, se nota su oficio como puestista teatral y régie de ópera) en algunas secuencias que atraen el ojo –en esto mucho tiene que ver el fotógrafo Roger Deakins, que inventa bellos contrastes de colores- y justifican la entrada. A la hora de narrar, como siempre, Mendes es torpérrimo, con secuencias superfluas que no encuentra cómo justificar en la trama. Por cierto, Bardem y Craig y Dench (esta vez las “chicas Bond” son simple escenografía) sostienen el show con mucho brío, y la primera secuencia, con pocas palabras y mucho movimiento –quizás una de las pocas secuencias de acción más o menos precisas del film- ata al espectador a la butaca. Mejora sustancial respecto de la “cosa” anterior, no deja de ser apenas una vitrina para un gran personaje que, aún y después de medio siglo, no ha hallado su gran película.
Lo bueno de la película es su diseño, bellos personajes concebidos para la noble técnica del stop-motion. Hay, además, buenos (algunos grandes) gags que juegan con estos muñecos. No se trata de un film demasiado terrorífico; de hecho, es menos la historia de un chico buscando adaptarse a la adolescencia (aquí ve muertos y a su pueblo lo invaden zombies) que una parábola melancólica a lo Tim Burton o la rara Coraline. Lujosa, bella y divertida, pero liviana.
Hace un año o poco menos, los hermanos Diego y Pablo Levy presentaron un gran documental llamado Novias-Madrinas-15 años, sobre la empresa de su propia familia. Otra vez un poco “en familia”, los Levy hacen su primera ficción, la historia de un muchacho que quiere casarse, que ingresa a un mundo de pequeñas estafas nucleado en su querido auto Siam Di Tella, y a la amistad que entabla con un vagabundo que se le instala en el vehículo. Los Levy -aquí además Pablo es guionista y uno de los actores- aprenden la lección del cine americano: lo que nos causa risa no es lo que vemos sino cómo se lo interpreta. Y por una vez -por una milagrosa vez- en el cine argentino, el ensamble y la oportunidad para el remate cómico funcionan. Como sucede en cualquier buena comedia, la suma de pequeñas contravenciones al orden normal de las cosas lleva a una gran -posible- catástrofe en la que los protagonistas pasan a hacer malabares para que el mundo siga andando. Y en ese circo, los Levy se muestran eficaces ilusionistas, ajustados clowns.
El género de terror está hace años a la deriva. Por un lado, se hacen películas de “sustos”; por otro, se hacen películas de horror (donde no tenemos miedo de ver lo que vamos a ver, sino repulsión por lo que vemos). Es decir: films donde se usa el golpe de sonido y el montaje para decirnos “búh” o se nos muestran las mil y un manera de destripar un cuerpo. La tercera variante -que no excluye las anteriores- es la de usar “grabaciones espontáneas” o semi documentales (de El proyecto Blair Witch a Actividad Paranormal). Lo bueno de Sinister es que se hace cargo de todos estos elementos y nos redescubre que las buenas películas valen si tienen buenos actores (aquí Ethan Hawke pero también ese poco aprovechado comediante que es Vincent D'Onofrio, mas niños especialmente macabros) y un mundo convincente, no importa del género de que se trate ni de si su historia ya ha sido contada de algún modo. Aquí hay un escritor de ficción basada en hechos reales que descubre en la casa donde acaba de mudarse un montón de películas caseras mucho más que inquietantes, una entidad que empieza a asustar a su familia, un feliz invento (un culto antiguo) y un montaje preciso para generar miedo y susto. El director es Scott Derrickson, que tuvo un buen film de terror con ideas (El exorcismo de Emily Rose) y la invisible remake del clásico El día que paralizaron la Tierra. Con esta, por ahora, desempata.
La excusa es la invención, en plena Inglaterra victoriana, del consolador. La historia en realidad es la de un médico idealista (Hugh Dancy) y una mujer idealista (Maggie Gyllenhaal) que busca romper -desde lo político hasta lo personal- con el corset de sometimiento de su época. Apelando a una reconstrucción de época precisa hasta el tedio, el film construye una comedia donde lo “gracioso” es que las mujeres logren orgasmos inducidos. Su problema no es el sexo -faltaría más- sino ser igual a mil otros films. Sin consuelo.
Es cierto que la serie tiene sus sustos, que la familia maldita, las nenas asesinas, los señores partidos al medio ya forman parte de una especie de melodrama sobrenatural bastante trivial cuyo mayor atractivo reside -o residía- en la idea de que todo es “real” porque se toma con cámaras de seguridad, camcorders caseras, etcétera. Pero si algo ha sucedido con esta serie es que descubre -o redescubre- algo central: no alcanza con el susto para generar miedo, sino que hace falta una historia y que tengamos empatía con sus criaturas. Esta nueva entrega mantiene el procedimiento repetido de las imágenes pero intenta abrir un poco la trama hacia nuevos personajes, aunque sin perder relación con los tres films anteriores. Pero tiene el mismo defecto: estamos esperando el momento en que nos vamos a asustar o tener miedo. Y llega, pero como siempre pasa, no todos nos asustamos de lo mismo. La persistencia en el juego hace que estas Actividades... se acerquen peligrosamente a la serie de TV.
Después de tres muy buenas películas, no podemos decir que a Ben Affleck la dirección le sale por casualidad: he aquí un director consumado, clásico, que maneja como pocos la cuerda del suspenso, que es capaz de crear una parábola social al tiempo que nos relata un cuento perfecto. Pasó con “Desapareció una noche” y con “Atracción peligrosa”, dos films donde la trama policial se sostenía en una perfecta descripción social y psicológica. En “Argo”, se narra la historia –increíble pero real– de un agente de la CIA que, tras la toma de la embajada estadounidense en Irán en 1979, tiene un plan para sacar a seis americanos que logran escapar y refugiarse en la casa del embajador de Canadá: hacerlos pasar por un equipo de cineastas canadienses en busca de locaciones para un film de ciencia ficción. La premisa le sirve a Affleck no solo para narrar las relaciones entre el Pentágono y Hollywood, sino sobre todo para jugar con las posibilidades del cine como juego de simulacros. Porque ni más ni menos de eso se trata: de simular para salvar la vida. A una producción perfecta (realmente “sentimos” que estamos en 1979) se suman actores que creen en sus personajes y un relato sólido. Pero eso sería nada si el realizador no supiera hacia dónde mirar, si no intentara al mismo tiempo comprender qué pasa alrededor de sus personajes. Y si, después de comprender, no tomara posición respecto de ellos. Una gran película de un gran director.
La belleza de los films de Wes Anderson es innegable, pero es evidente que sus anécdotas -en este caso dos chicos enamorados que se fugan cuando está a punto de desatarse una gran tormenta- y sus personajes coloridos y ridículos parecen vivir en una especie de status quo. Aún así, la película tiene elementos brillantes y una empatía poco común con las criaturas que la habitan. Anderson sigue filmando de tal modo que nos da gusto ver cada una de sus imágenes, aunque no siempre esos cuadros nos lleguen a emocionar.
Bueno, en el futuro los policías son también jueces y ejecutores. Esta historieta que comenzó satírica y tuvo su versión con Sylvester Stallone hace más de una década y media aquí está realizada con más tecnología, directamente en 3D y con un mayor respeto por el sarcasmo del original. Aún así, no alcanza con su parafernalia visual para que nos interese de algún modo este juguete lujoso e hiperviolento que incluso carece de secuencias de acción medianamente creativas.
Un hombre en crisis se cruza con un adolescente con cáncer y aprende a vivir. Que los actores lo hagan bien, que la historia se base en un caso real, que el realizador intente por todos los medios posibles volvernos simpática y emotiva una situación tan límite y desigual es lo de menos. Lo peor de la película es su acumulación casi increíble de lugares comunes, de trivialidades absolutas. El mecanismo de desviar con un chiste cualquier momento posiblemente trágico se repite ad náuseam. Ya sabe, es lo que teme sin la menor duda.