Si quiere ser feliz, esta es su película. Un grupo de (verdaderas) artistas de strip tease estadounidenses que jamás han visto Europa –enroladas en el (real) movimiento del New Burlesque recuperan de modo satírico, político o muy estético las viejas rutinas del arte erótico de los `50– viajan a Francia de gira, traídas por un ex ejecutivo de televisión que dio un paso en falso, disoluto pero tierno, que quiere recuperar el reino y además ver a sus dos hijos. El film combina lo documental (las actuaciones de estas mujeres son absolutamente increíbles desde todo punto de vista y se muestran íntegras en la película) con una historia que homenajea a John Cassavetes. El resultado, a pesar de cierta melancolía del personaje central (interpretado por el director del film, Mathieu Amalric), es fascinante. Hay muchos temas: la relación entre los estadounidenses y los europeos, el sentido y las obligaciones de la paternidad, el erotismo como juego, el cuerpo femenino como herramienta estética, la definición de lo que es arte y lo que no, el cine mismo en esa delgada barrera entre la ficción y el documental. Y como si fuera poco, la película descubre a una actriz monumental (en todo sentido) en la blonda Mimí Le Meaux, que mezcla una sensualidad que desborda con una gran inteligencia interpretativa: la prueba es que en el último tramo del film debe enfrentar a Amalric, uno de los mejores actores del mundo, y empata con elegancia. Hay mucho humor y mucho corazón: una obra maestra.
Un señor que nació en la fila de espera de San Cayetano vive de hacer la cola por otros. Tiene un sueño: organizar a quienes laburan de lo mismo y, algún día, viajar a París donde vive su hija. Un film viejo, de esos que en los 80 nos hacían sufrir con “cómo somos los argentinos”, donde la comedia es grotesca y donde todo tiene un costado miserable que la vida -si la intención era “realista”- no posee jamás en dosis tan concentradas. Regodeo en la desgracia ajena.
El cine de terror sufre la tecnología. Este en particular, que podría tener una idea más o menos interesante (no, no la tiene) es un compendio de todas las cosas que se pueden hacer con efectos especiales y montaje a la hora de asustar. Como pasa con cualquier tipo de estímulo, a veces funciona y a veces no. Lo que hace a El Exorcista un gran film es que creemos en que sus personajes, todos vívidos, sufren. Aquí son figuras en un paisaje carente de lógica interna. Una más de fantasmas repetidos.
Si usted cree que la conjunción de Meryl Streep, Tommy Lee Jones y Steve Carell puede funcionar, tiene razón. Los dos primeros interpretan las mitades de un matrimonio de demasiados años, de esos donde lo aburrido disuelve lo feliz. El tercero, a un especialista en parejas y sexo en un pequeño pueblito al que el matrimonio peregrina. Se puede pensar que no habrá sorpresas en esta historia de “buscamos recuperar aquella chispa, etcétera” y, por cierto, prácticamente no las hay. Pero eso es, justamente, la gran virtud de la película: contarnos con gracia y precisión, sin forzar el guión para pegar volantazos indiscriminados e injustificados, un pedacito de vida real transformado en un cuento de hadas por obra y gracia de un realizador -el mismo de El diablo vestía a la moda y Marley y yo- que deja vivi a sus personajes y no se coloca nunca por delante del material. Por cierto, con semejantes actores (la complementación Jones-Streep es absolutamente notable: parecen hechos el uno para el otro) es lo menos que se puede hacer.
Oliver Stone vuelve al campo del policial retorcido, donde a veces suele refugiarse de tanto bucear en la alta política (por cierto, últimamente no anda demasiado afortunado en ese campo, especialmente en sus documentales-panegíricos de líderes políticos sudamericanos). Dos veces pasó por este cuasi género con muy buenos resultados: las satíricas “Asesinos por naturaleza” –con guión de Quentin Tarantino, algo no menor– y la extraña y caricaturesca “Camino sin retorno”. En ambos casos, Stone terminaba tomando el partido de los criminales (o de alguno de ellos al menos) para construir una mirada despiadada sobre la sociedad americana, aunque en algún caso se pasaba de simbólico o subrayado. En “Salvajes” narra cómo dos jóvenes dedicados al pacífico cultivo de la mejor marihuana del mundo y que comparten novia, deben enfrentar a un cartel mexicano que rapta a la chica y les exige todas sus ganancias de los últimos años. Hay menos acción, por cierto, que drama, vueltas de tuerca o escenas de tortura, que en algún caso son molestas. Lo interesante es que, como en casi todo el Stone “no biográfico”, el realizador apuesta por el romanticismo de los personajes, por algún valor caído en desgracia como motor de las acciones. Es raro, porque la película termina pareciéndose a un melodrama o, más bien, a su parodia. No deja de ser interesante, aunque está lejos de la locura satírica de “Un domingo cualquiera” o la fuerza narrativa de “JFK”, sus mejores películas.
Sin dudas, este film premiado en el último Bafici, segundo largometraje de Solnicki después de Süden (aquel retrato de Mauricio Kagel), es de los puntos altos del cine nacional en el año. Solnicki toma documentos familiares y filma a sus parientes durante una década, para reconstruir a partir de lo cotidiano una memoria al mismo tiempo colectiva y personal. La Historia contada a partir de las pequeñas historias, con un grado de emoción y crudeza -nada falta en este film transparente- notables.
Lo hemos dicho muchas veces: Jason Statham es la mejor noticia que tuvo el cine de acción en la última década y media (y uno de los actores a los que mejor les queda un traje negro). El tipo anda siempre con cara adusta y siempre resulta simpático: un auténtico misterio. Aquí tiene que defender a una nena de mafiosos, policías y algunos otros peligros, y de paso redimirse. La historia es lo de menos: larga vida (y muchas patadas) para el señor Statham.
Un ex boxeador humillado hace tiempo se entera de que tiene un hijo. Y que el padrastro del niño es otro boxeador. Lo bueno de la película es que no hay villanos, que está filmada con buen gusto, que los actores, casi todo el tiempo, parecen seres humanos reales. Lo malo es que plantea una situación compleja que resuelve de modo simplista. Sin embargo, es un buen ejercicio en cine de entretenimiento. El 3D suma un poco, pero no tanto: aún hay mucho que aprender en ese campo.
La división internacional del trabajo cinematográfico es la siguiente: Hollywood, espectáculo; Europa, dramas optimistas sobre la familia burguesa; Asia, violencia y rareza; Latinoamérica, films que demuestren que el mundo es una porquería. Fiel a este postulado, el realizador brasileño Fernando Meirelles -por cierto, un tipo hábil para narrar- dirige esta producción multicultural con actores franceses, rusos, británicos, brasileños y americanos. A se encuentra con B; B se cruza con C; C tiene algo que ver con D. Al final, N conecta con A y de allí el título. La mayoría de las cosas que suceden están relacionadas con el sexo y sus consecuencias (lo que demuestra un puritanismo digno del siglo XIX) y que el film se inspire en la obra La ronda, de Schnitzler (llevada al cine por Max Ophuls y Roger Vadim) es apenas una coartada culturosa. El texto de Schnitzler mostraba la decadencia burguesa en el Imperio Austrohúngaro, no que si uno tiene relaciones sexuales completas todo se viene abajo. Para ver con condón, no sea cosa.
Seth McFarlane es un nombre importante en la cultura popular contemporánea: el creador de la serie de animación para adultos “Padre de familia”, algo así como el eslabón perdido entre la amabilidad oscura de Los Simpson y la crueldad surrealista de South Park. “Ted” es su primer largometraje: un niño de diez años desea que su osito de peluche cobre vida. Cobra vida, son famosos un tiempo y luego crecen, y cuando crecen, el niño quiere irse a vivir con la novia y el oso es un adolescente que no quiere crecer (su dueño, en realidad, tampoco del todo). Es decir: por un lado tenemos una película del tipo “el otro lado de…”, que satiriza las fantasías de adolescencia de los `80. Por el otro, un mecanismo cómico para hacer crítica social ácida sin ser del todo ácidos. Hay grandes momentos cómicos (la pelea a golpes entre oso y dueño) y mucho humor sexual y escatológico (aunque en realidad hay más diálogo picante que imágenes perturbadoras: ¡esto es una comedia comercial, amigos!) y Mark Wahlberg está muy bien. El problema es que se trata de un largometraje: la idea de base se agota más o menos en el minuto doce y después es cuestión de esperar una secuencia que tenga gracia. Por suerte las hay, pero lo que uno termina descubriendo es que se trata de un film mucho menos radical –formal y temáticamente– de lo que promete: apenas otro cuento de amistad hiperrealista, apenas disfrazado con un buen efecto especial.