Siempre hay un problema con las películas sobre béisbol: es un juego difícil de entender. Para los países donde el fútbol es rey –un juego donde todo depende de la movilidad constante y de un tiempo limitado– un deporte donde muchas veces “no pasa nada” y cuyos partidos pueden durar nueve horas es complejo. Sin embargo, los estadounidenses –gracias al cine– han mutado el deporte estático en puro género dinámico. Hay joyas (La bella y el campeón, El campo de los sueños, Enamorado) y ahora este film, que puede ser considerado como la mejor película de béisbol de la Historia… sin Kevin Costner como protagonista. Y es la mejor por varias razones: la primera, nunca deja de lado la amabilidad para cargar de improbable tragedia lo que no es más que un juego. La segunda: vuelve simple de comprender algo extremadamente difícil. Y la tercera, retoma el sentimiento utópico americano, el del original y el emprendedor y el trabajo en equipo como forjadores de un destino. Aquí todo se concentra en el manager de un equipo que debe armar un team competitivo con muy poca plata (mientras el resto de los equipos “compran” estrellas por cientos de millones), y su relación con un analista de sistemas que aplica reglas diferentes de las del “negocio”. Esos dos personajes los interpretan, en estado de gracia absoluta, Brad Pitt y Jonah Hill. Sin lecciones falsas y con sabor a realismo épico, “El juego de la fortuna” es esa clase de grandes películas que superan lo local de su planteo.
Este film es una especie de continuación de Felicidad, aquella oscurísima comedia de costumbres sobre tres hermanas bastante desgraciadas. Aquí los personajes son los mismos aunque los actores son diferentes y Solondz, que cree que el mundo es horrible y que lo único que queda es reírse de él, pone -como siempre- más énfasis en el guión que en la dirección. Han pasado veinte años y todo parece igual de horrible. “Igual” es la clave: ni siquiera peor. Los chistes negros de Todd Solondz hoy parecen más un antojo de adolescente que no quiere crecer que el producto de una reflexión desesperada sobre el mundo. Los actores, impecables.
Film coral (mucha, pero mucha gente) del alguna vez competente comediógrafo Garry Marshall. A la manera de su anterior Día de los Enamorados, aquí un montón de actores conocidos cruzan y descruzan sus destinos para demostrarnos que, después de todo, vivimos en el mejor de los mundos posibles y que cualquier tristeza no es más que un efecto de recepción. Si los actores cumplen con los roles que les ha tocado en suerte, el sentimentalismo desatado del film y su mecánica repetida terminan disolviendo cualquier virtud ocasional.
En México, un hombre está a punto de ver partir a su pequeño hijo a Italia, a vivir con su madre. Realizan ambos, como forma de la despedida, un viaje a mar abierto que se revelará una aventura tanto exterior como interior. Ganadora del Bafici 2010, este film del realizador Pedro González-Rubio utiliza un registro documental -de hecho eso es lo que parece- para narrar algo que se vuelve un momento extraordinario. Lo más interesante del film es cómo equilibra el protagonismo del paisaje, del movimiento y de la pura acción física, con las emociones intensas de sus criaturas sin que el resultado final en pantalla se sienta forzado o una mera manipulación. Hay en el film momentos contemplativos y de enorme belleza, que funcionan en la medida en que reflejan de modo transparente lo que sucede con los personajes. Carece -y esto es una gran virtud teniendo en cuenta que el punto de partida presenta esta tentación de modo evidente- de cualquier clase de pintoresquismo. Lo que vemos y lo que se experimenta es lo justo y necesario. Esa precisión se agradece de manera absoluta.
Lo mejor que tenía la saga “Shrek”, una vez disipada la parodia a los cuentos de hadas según el modelo cinemático Disney, es el personaje cuya voz pone Antonio Banderas, ese Gato con Botas que cruza la heroicidad con el absurdo. Mientras el ogro se deslizaba a la parodia liviana, el gato aparecía como un refugio de la vieja y querida estética del cartoon. No es raro, pues, que se haya establecido como dueño de una “marca” por propio derecho. El film que nos cuenta sus aventuras previas al encuentro con el ogro verdoso, tiene varias virtudes. La primera es no cambiar al personaje, sino mantenerlo dentro de las constantes que ha sabido desarrollar. La segunda es que el relato de aventuras aparece realmente preciso, y mantiene el interés por encima del chiste del gatito adorable que esconde el alma de un tigre mayúsculo. El tercero, un diseño que atrapa el ojo. El entretenimiento tiene sus lujos y algunos momentos de extrema comicidad. Hay, también, algunos defectos: la necesidad de que todo sea gracioso, la no siempre bienvenida recurrencia al anacronismo, varias secuencias cuya única emoción radica en la proeza técnica, y algún apresuramiento a la hora de redondear la historia. Sin embargo, la simpatía del personaje, indisoluble a su dibujo, alcanza para que se trate de un entretenimiento cabal, que no apela solo a lo conocido sino que trata de establecer su propio rumbo. Para gritarle “olé”, con ganas.
Nena abusada por su abuelo. Familia con problemas. Psicóloga que trata de ayudar. Con estos elementos se pueden hacer muchas cosas, buenas o malas. Aquí se optó por una estética que remite a los teledramas de los años 80, con una sobreactuación de la música y la combinación de momentos “tensos” y “tiernos” hecha a reglamento. Los actores están muy bien todos, pero la trama -ni, especialmente, la puesta en escena- les hacen justicia.
Esperemos que alguien en su sano juicio diga alguna vez que no, que Sarah Jessica Parker no sostiene una película, que es una comediante mediocre y que repetir ciertos truquitos de Sex and the City en plan “madre esposa profesional qué difícil qué difícil” (tópico demasiado trillado que, en estas pampas de quita de subsidios, es imposible ver desde la comedia) es totalmente inadecuado. Por suerte está ese secundario gigante que es Pierce Brosnan y algún paisaje neoyorquino para el turista que todos llevamos dentro.
Aunque Andrew Niccol es mucho mejor guionista que director (comparen su escritura de The Truman Show con su dirección de Gattacca), no se le puede negar talento para combinar problemas éticos surgidos del uso y abuso de la tecnología con las herramientas del entretenimiento. En este caso, se trata de un film de suspenso ambientado en un futuro donde todo el mundo aparenta como máximo 25 años, donde cada persona vive un tiempo determinado (el tiempo que vive es, literalmente, dinero) y donde alguien pobre es acusado de un crimen que no comete (el gran Justin Timberlake: estrella pop, comediante, actorazo, presencia cinematográfica pura). Hay un romance entre chico pobre-chica rica, y esto sirve para pintar no el mundo de mañana sino, por metáfora interpuesta, nuestro mundo. El “defecto guionista” de Niccol -frases de más, algún subrayado- no alcanza a invalidar una película interesante que, junto a thrillers como Los agentes del destino u Ocho minutos antes de morir, devuelven la ciencia ficción al campo de la especulación social y política.
En realidad, es una pena que los estudios Aardman hayan dejado de lado la bellísima realización de films en plastilina –que ha sido lo que les ha dado fama gracias, en gran medida, a los personajes de Wallace y Gromit– para volcarse al digital, aunque se dice que volverán a los muñequitos en breve. De todos modos, lo que no han perdido es la capacidad para construir personajes creíbles y encantadores, y narrar con precisión. Este film forma parte del género “cuento de Navidad”, un auténtico riesgo: hay tantos films de este tipo que puede caerse en la repetición y el lugar común. Por suerte, se logra aquí una vuelta de tuerca, y la película es en realidad una crítica a la producción en serie, a las lógicas de la industria y a cómo esto diluye lo que es en el fondo trascendente y universal. En la noche de Navidad, un regalo no se entrega y Papá Noel y su gerente consideran tal cosa una pérdida “aceptable”. Pero un personaje piensa que es grave que cierta niña no tenga su regalo, lo que implica entonces una carrera contra el tiempo para entregarlo. Las peripecias no carecen de inventiva y el diseño general de la película es de un enorme atractivo, lo que permite al espectador ingresar en la historia con absoluta transparencia. En ese punto, este cine deja de ser infantil para tornarse universal. Es cierto: no carece tampoco de trivialidades y de una duración quizás excesiva para la anécdota que desarrolla. Pero, de todos modos, resulta un film digno de sus productores.
¿Película de terror argentina? Sí, claro, por qué no: debería ser un género obligatorio para dar catarsis a los horrores que nos persiguen. Pero es escaso. En este caso, se trata de un viejo secreto del pasado que perturba a una mujer al volver a su pueblo natal. Un esquema conocido, claro, pero que en algunas secuencias de este film aparece resuelto de manera efectiva y creíble. Un intento quizás no logrado pero que no carece por completo de valores, tanto en la dirección como en el diseño.