Quien tenga pruritos ideológicos respecto de los marines de los EE.UU. –por otro lado, ampliamente justificados por la realidad– quizás consideren gran parte del metraje de este film una especie de propaganda. Ellos se lo pierden. La historia es simplísima: unos extraterrestres invaden la Tierra, se organiza más o menos una defensa y, en una misión de rescate de civiles, un grupo de soldados queda aislado tras las líneas enemigas y hay que volver. Hay alguna cosa más, pero básicamente es eso. Lo malo del film es simple de describir, también: sabemos quién va a salvarse y quién va a morir desde el primer fotograma. Pero lo que importa siempre es la forma: aquí se combina el rodaje urgente de “Rescatando al soldado Ryan” con las inmensas posibilidades creativas de las computadoras para generar un realismo absoluto, que sumerge al espectador en la acción de modo tan eficaz que termina entendiendo cada movimiento y cada decisión de los personajes. Después de todo, si a uno le caen unos aliens que no se mueren nunca y tiran con munición pesada y a matar, qué otra cosa se puede hacer más que correr y disparar. Las secuencias de acción –claras, comprensibles, algo infrecuente en el cine de hoy– son en algunos casos de una enorme sofisticación (la batalla en la autopista, por caso, es un ejemplo de lo mejor que puede dar el cine de acción bien realizado) y la sensación de estar en medio del acontecimiento es absoluta. El film es, de principio a fin, todo lo que usted imagina. Eso sí, muy bien hecho.
El cine de animación digital ha dejado de ser una novedad pero, cuando está bien hecho, nos asombra. Es el caso de este film, que narra las desventuras y aventuras de una lagartija –el personaje del título– en un mítico pueblo del far-west habitado por toda clase de bichos. Venido de la ciudad y tras un accidente que lo lleva allí, el personaje se hará pasar por un héroe; el pueblo carece de agua y alguien está tramando utilizar el preciado elemento como materia de canje para quedarse con las tierras. Sí, la historia recuerda un poco el negociado de “Barrio chino”, pero también a los western con matones y pistoleros, con duelos y cabalgatas. Sólo que aquí todo está interpretado por animales a un ritmo por momentos frenético, siempre divertido. Hay, incluso, momentos de humor negro. Lo que en el fondo es una adaptación del clásico cuento de hadas “El sastrecillo valiente”, se transforma en un film de aventuras extraordinariamente bien contado y, mucho mejor, de bello diseño. No hay “animalitos lindos” sino todo lo contrario: los bichos son encantadoramente feos y eso los hace, paradójicamente, más simpáticos. Hay secuencias de acción disparatada y enorme (el ataque de una extraña fuerza aérea a una diligencia) que valen por todo el film. Y también hay un gran trabajo de los actores que colocaron las voces, en particular Johnny Depp, que asume al protagonista y cuyo aporte se nota incluso en la versión doblada al castellano. De lo mejor en lo que va del año.
La relación entre locura y arte es una de las más transitadas por el cine: podríamos citar la magnífica “Sed de vivir”, de Vincent Minelli, como modelo. La relación entre la danza y la locura, también: podemos citar la magnífica “Las zapatillas rojas”, de la dupla Powell-Pressburger. El juego visual para pintar ambas cosas ya estaba mucho en el Ken Russell de los `70. La pretensión estética de tomarse en serio lo que ya se ha vuelto trivial y aderezarlo con escenas propias del cine de terror, alegorías (que además se explicitan en boca de los personajes por si no entendemos), de hacer sobreactuar a buenos intérpretes para que den “intensos”, de mentar el sexo como algo perverso, de usar la cámara como si fuera una pelota de tenis, no tiene nada que ver con los films mencionados y es la raíz de este cisne más bien gris. La historia es simple: una bailarina perfectísima pero sin pasión (Portman) será la nueva estrella de un ballet y hará, al mismo tiempo, el rol del cisne blanco y del negro en –sí, claro– “El lago de los cisnes” versión “novedosa” (el aficionado al ballet verá que de “novedosa” la puesta no tiene nada). Pero... el “negro” no le sale porque no tiene pasión y es una reprimida sexual. En fin, algo así como “La película de la semana” pero con golpes de efecto tremendos (sangre, piel que se rompe, transformaciones digitales, etcétera). El ballet es para el aplauso del fariseo, que creerá que a la gran música hay que saludarla siempre. De cine, nada: un videoclip disparatado, que no deja vivir a sus personajes.
Los estadounidenses llaman a ciertos films “crowd pleasers”, es decir, que agradan a las multitudes. Muchas veces, terminan siendo los grandes ganadores de Oscars porque, justamente, no despiertan apasionadas polémicas y el espectador sale más o menos sonriendo del cine. Ni más ni menos eso es “El discurso del rey”: la historia de la amistad entre un rey incapaz de hablar en público (Colin Firth) y un especialista en dicción que lo ayuda (Geoffrey Rush). Por detrás de esta historia basada en el lugar común de “los aristócratas también son seres humanos”, se mueven los conflictos de la monarquía inglesa y la política de fines de los años `30 (o sea, la abdicación de Eduardo VII, Hitler y el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial). Pero este marco es apenas informativo, porque lo que cuenta es el juego teatral de los dos actores –o tres, si sumamos el buen trabajo de comedia de Helena Bonham-Carter– delante del espectador. La profusión de detalles, vestidos, objetos y palacios es la de rigor, y está puesta en la pantalla con el mismo quieto detalle de un documental de History Channel: es decir, luego de cumplir su mínima función de indicio, permanece como un decorado inocuo, a veces incluso sobreactuado. Ahora bien: ¿es una gran película o apenas un puñado de cosas lindas o entretenidas, más o menos bien empaquetadas? Sí, es lo segundo, algo así como una simpática comedia bien comercial, filmada con oficio para llegar a un público más amplio. Como una golosina, otorga un placer fugaz pero no alimenta.
Ya es cuestión de tomarlo o dejarlo: difícilmente Woody Allen le hable a un público nuevo –aunque cada uno de sus films incorpore, como quien quiere llenar un álbum de figuritas, a un actor novedoso–; difícilmente encontremos en alguna de sus películas próximas un soplo de un perfume que no hayamos olido antes. En “Encontrarás al hombre de tus sueños” hay elementos de “Alice”, “Maridos y esposas”, un cachito de “Hannah y sus hermanas”, y alguna otra cosa por ahí mezclada de sus grandes éxitos. Hay varias historias, todas ellas concatenadas: un hombre mayor que, en el ocaso de su vida, se divorcia y se va con una joven prostituta (Anthony Hopkins); su hija (Naomi Watts) que se enamora de su jefe (Antonio Banderas); la esposa de aquel (Gemma Jones), que cae en las redes de una adivina; y el esposo de aquella (Josh Brolin), que tiene lo propio con una joven (Freida Pinto). Así contado parece complicado, pero no lo es, aunque en Allen el azar introduce la exuberancia narrativa. La cuestión es si la película funciona. Sí, de a ratos. Algunas situaciones están muy bien y, en conjunto, es decorosa. Sin embargo, sigue en el realizador –cada vez más acusada– la tendencia a dejar una enseñanza, matizada con estoicismo. Es cierto: Allen es un director con una libertad notable y una fluidez que ya querrían muchos. Pero el fresco que nos pone ante los ojos es como si filmase para no perder la mano. Aunque sin dudas es más decorosa que “Vicky Cristina Barcelona” y la sobrevalorada “Match point”.
Para Edward Zwick, el mundo es un combate. No es un gran director, pero la mayoría de sus películas tienen que ver con lo bélico: “El campo de la gloria”, “Leyendas de pasión”, “Contra el enemigo”, “El último samurái”, “Desafío”, “Diamante de sangre”. Además de este costado épico-militar, tiene otro romántico (en realidad la guerra es una cuestión romántica para Zwick: aunque no realizó demasiadas películas buenas, tiene una visión del mundo). Ese lado se ha manifestado en su primer largo, “Te acuerdas de anoche” (cuando Demi Moore se desnudaba sin problemas) donde una relación de pareja terminaba en un cuasi melodrama. Sí, el melodrama es el otro elemento de Zwick. “De amor y otras adicciones” es un film que combina un poco todo eso, sin decidirse por poner el acento en ninguna parte. Hay un romance entre dos adictos al sexo que no quieren compromiso (Jake Gyllenhaal y Anne Hathaway); hay una lucha del protagonista entre su ambición –es vendedor de laboratorios farmacéuticos– y el amor que fatalmente surge; hay un vuelco trágico en el hecho de que ella tenga una enfermedad; y hay un combate sordo entre grandes conglomerados farmacéuticos, que viene a ser la pieza “denuncia” a la que acostumbra el realizador (ver, de nuevo, la filmografía). ¿Y qué nos queda? Un buen reparto, más o menos aprovechado en un film que quiere contar o más bien mostrar -desgraciadamente– demasiadas cosas.
Hay un solo motivo para ver “El Turista”, y son sus actores, especialmente Johnny Depp. La trama es un conjunto de esos elementos que Mr. Hitchcock inventó –mucho antes de James Bond– para sus películas de aventuras, como “Los 39 escalones”, “Saboteadores” o “Intriga Internacional”. Aquí hay agentes internacionales, un hombre fantasma, una mujer intrigante que puede o no ser una criminal, y tremendos villanos. Más vueltas de tuerca varias, especialmente en el final sorpresa –que no sorprende realmente a nadie que haya descubierto la mecánica del asunto más o menos a los 40 minutos de película–. Pero si un rodaje perezoso, el regodeo en los paisajes, el movimiento felino de Angelina Jolie (aunque es cierto que nadie en el cine se parece hoy tanto a un gato bello como ella) y notorios diálogos explicativos generan el deseo de que el film “arranque”, por lo menos está Depp. Depp actúa al mismo tiempo con la voz, el rostro y el cuerpo entero: basta verlo huyendo por los tejados de Venecia para comprender por qué nos atrae. Corre o salta como un clown desesperado que oculta al espectador su habilidad. Es en ese movimiento que se transforma en un gran actor cómico, en el único galán cómico de los últimos 50 años: Cary Grant fue otro, pero su estilo era el del dandy hierático que corre en maizales desiertos. Depp es Buster Keaton anonadado por las desgracias del mundo, pero acomodándolo a sus movimientos. Es eso lo que hay para ver en este film menor.
Tony Scott sabe que el cine es también acción y movimiento, y que esas acciones y esos movimientos definen a las personas. Un tren cargado de químicos vuela accidentalmente a toda velocidad; otro tren, conducido por dos tipos que no se llevan del todo bien –hay razones sociales– andando al revés debe frenarlo antes de que ocurra un desastre; con ello el realizador de “Déjà-Vu” cuenta un mundo hecho de movimientos físicos, de imágenes fugaces, pero siempre comprensibles. El resultado es el vértigo literal, pero también metafísico: el temor por el abismo, por la muerte acercándose irremediable –o casi– a tremenda velocidad. Hay otra virtud en el cine de Tony Scott, una que es invisible ante la furia visual y el montaje jadeante: es un gran director de actores. Sus personajes son, siempre, seres humanos comunes en un contexto monstruosamente extraordinario. Ahí están el mundo cotidiano, la zoncera de las instituciones y las pequeñas corrupciones cotidianas –el personaje de Chris Pine es un pibe que entra “acomodado” al ferrocarril, el de Washington, un tipo que puede perder el laburo–. Pero ante el monstruo que aparece de cualquier forma sólo cabe encontrar al héroe épico que –más que decir, Scott muestra– todos llevamos dentro. Para eso es necesario un Denzel Washington, ícono de todos estos films. Scott es, pues, pensamiento expresado en acciones, la reflexión por el camino de la más tremenda de las diversiones.
Hablar de lo que sucede después de la muerte es riesgoso para cualquiera: de todas las tierras incógnitas que quedan, es la única que ni siquiera se puede imaginar con precisión. Sin embargo, y si bien este nuevo film de Clint Eastwood se relaciona con ello, no es en su pintura austera y sucinta del “más allá” donde el realizador coloca el acento, sino en cómo tres personajes deben enfrentar la experiencia de la muerte. Aquí hay un hombre que puede comunicarse realmente con los muertos (Matt Damon), pero cuyo don le causa más tristezas que alegrías; una mujer que ha muerto y revivido en un tremendo tsunami (una secuencia extraordinaria), y un niño inglés, pobre, con madre adicta, cuyo hermano gemelo muere en un accidente. Para que la clave quede clara, Eastwood cita varias veces a Dickens, y es cierto que los personajes y el modo en que las tres hebras se tejen en la trama recuerdan al escritor inglés. También es cierto que Eastwood no está realmente hablando del más allá, sino de las relaciones entre las personas, y de lo que la vida significa incluso en su momento final. El gran problema del film es su falta de inspiración formal, su tartamudeo narrativo. A secuencias admirables, desparramadas en todo el transcurso, siguen momentos triviales, incluso perezosos, resueltos a puro lugar común. Como siempre, Eastwood maneja con maestría a algunos actores (Damon y los niños están muy bien) y no tanto a otros. Las ironías funcionan a veces, a veces no. El film, varado entre la vitalidad y la abulia, parece él mismo, entre la vida y la muerte.
Esta tercera adaptación de las novelas del ciclo Narnia, del escritor británico C. S. Lewis, implica cambios (de productora: Fox en lugar de Disney; de director: Michael Apted en lugar de Andrew Adamson). No suenan a ganancia, pero tampoco representan una gran pérdida. Para decirlo rápido, “La travesía del viajero del alba” es más bien un serial de aventuras “todo junto”, con secuencias de acción delimitadas a modo de episodios y con algunos momentos realmente logrados, sobre todo hacia el final. De hecho, al lado de la primera, el peso cristiano del texto original de Lewis –que intentó, en algunos textos con gran éxito, aunar la teología popular con la fantasía, herencia de su gran amigo J. R. Tolkien– está bastante disuelto, salvo por una declaración del león Aslan en los últimos minutos. Hay algunos elementos que hacen al film un poco más recomendable que, por ejemplo, los últimos estertores de Harry Potter. En primer lugar, la amabilidad con la que se narra el cuento, casi como si se tratara de una narración oral. En segundo, un diseño siempre feérico, siempre cercano a leer un libro ilustrado, sin caer en un falso realismo que carece de sentido en estas circunstancias. Y, finalmente, el humor que resuelve secuencias de otro modo abúlicas. Hay, eso sí, un tema poco explotado: el de la belleza femenina, que sólo se esboza en una gran secuencia onírica. Pero en conjunto, la película funciona bien y entretiene, volviendo real la fantasía, sin pudores.