La comedia romántica no pasa por su mejor momento por muchas razones (si quiere saber más, María Fernanda Mujica y Natalia Trzenko lo explican en un lindo librito llamado “Amar como en el cine”, de nada). Pero eso no quita que las haya y muy buenas, como el caso de “Amor de vinilo” (es mejor el título original “Juliet, Naked”, más relacionado con la trama, pero así somos por estos pagos). De lo que se trata es de una pareja con bastante –quizás demasiado– tiempo de novios y la obsesión por un músico de rock con el que ella pudo haber tenido un romance. Ese señor aparece y lo que sucede entonces es mucho menos mecánico y previsible de lo que el lector imagina. Primer punto: la película tiene un aire a alta fidelidad, y no es raro dado que se basa en un texto del mismo autor, Nick Hornby. Y el film funciona siendo fiel al sentido que Hornby otorga a sus historias: la obsesión un poco enferma detrás de los lugares comunes, la idea de una adolescencia permanente que no se termina nunca, cómo se elude cierta responsabilidad afectiva y cómo, a pesar de todo eso, se construye una forma de la felicidad. Aquí la dirección es justa en otorgarle a cada personaje no sólo su momento de lucimiento sin caer en chistes repetidos (hay un esfuerzo por esquivar el lugar cómodo) sino también por hacerlos lo más humanos posibles sin dejar de lado la sonrisa del espectador. Los actores entienden muy bien el juego y comunican el placer de hacer una película a la platea. Feliz como una canción feliz.
Esta es una película de terror donde alguien descubre un monstruo interior. Ese “alguien” es una joven que vivió toda su vida encerrada en una casa, criada por un “padre”. Cuando ese cautiverio se acaba, sale al mundo y descubre cosas terribles. Descubre el mundo y a sí misma. Lo que hace de esta película algo aparte del cine de terror más o menos a reglamento es que utiliza el género para ir más allá, para metaforizar acerca de los dolores de crecer, de pasar de la adolescencia a la adultez, de aceptar lo que cada uno es. En estos casos se corre el riesgo de que la metáfora sea demasiado evidente y termine ahogando el cuento, que vale por sí mismo. Aquí no ocurre y el equilibrio entre la fantasía y lo real se mantiene durante todo el metraje, con algunos momentos de mucha belleza y fuerza expresiva. Un film más original de lo que parece, de esas pequeñas películas que justifican el cine.
Con mucha delicadeza para pintar situaciones duras, el realizador Rodríguez Redondo logra comunica la historia de un peón rural que descubre su sexualidad en un universo represivo, lleno de mandatos y de discriminaciones. La película dice las cosas por su nombre, enfrenta el problema pero no da soluciones fáciles, sino que trata de entender sin, por eso, dejar de tomar partido. Sinceridad y buen trabajo estético, una gran combinación.
Debut en largo como directora de la actriz María Alché, Familia sumergida tiene como tema el cambio a partir de una situación de enorme tristeza -la muerte de alguien querido- y cómo se hace carne el paso del tiempo. Narrada con originalidad y tiempos precisos, hay una gran sensibilidad para llegar al centro de la emoción de su protagonista. En cierto sentido, es una película de aventuras, porque implica un viaje hacia territorio no por fatal menos desconocido, y la realizadora sabe mostrarlo.
Si no fuera por el gran Ewan McGregor, uno de esos intérpretes que comprende de qué va cada película que hace, esta fábula acerca de la recuperación de la inocencia y del sentido lúdico en la adultez sería bastante sosa. Christopher Robin, el nene de Winnie Pooh, es padre, tiene problemas económicos, y vuelve a encontrarse con sus amigos del bosque, que van a Londres con él a darle una mano. Es decir, algo de Hook, algo de Los Pitufos, Algo de Mary Poppins y lo de siempre del nuevo Disney disolviendo la gran animación tradicional que le dio nombre (es verdad: hay títulos buenos en esa camada, como El libro de la selva o Maléfica). Marc Forster no es ni ha sido un realizador personal, sino un artesano a veces cumplidor que hace lo que se le ordena; aquí logra en algunas secuencias buen timing y reratar el conflicto del personaje central. La animación está perfectamente integrada al resto del film, pero eso ya no debería de ser sorpresa para nadie. La ternura abunda, aunque a veces se nota un poco forzada. Don Ewan, como siempre, cumple y dignifica.
Hay cuatro (oficiales, también hay varias “copias”) versiones de este cuento, de los años treinta en adelante. La mejor era la de George Cukor con Judy Garland y James Mason. Para quienes no conozcan la historia: artista célebre pero en decadencia por enormes problemas con sustancias encuentra chica cantante excelente, se transforma en su mentor, se enamora, ella lo supera y él no puede soportar eso. Melodrama absoluto, y quintaescencial porque habla de la vocación artística, esa cosa inexplicable, y del negocio a su alrededor; de la irresoluble dicotomía entre fama y vida cotidiana. Dijimos “era” porque esta versión de Bradley Cooper la emparda (no la supera, es cierto). Es cierto: tiene sus desprolijidades; Cooper, primerizo con la cámara, decide hacer todo lo que puede con ella y a veces se pasa de rosca, etcétera. Pero amigos, Lady Gaga es aquí de esas cosas que justifican la existencia del cine (Cooper como actor también está muy bien). No solo canta como nunca, sino que hace de su rostro un paisaje cinematográfico, logra que cada gesto se vuelva no expresivo (no se habla de histrionismo aquí) sino pertinente, lleno de sentido. Y Cooper encuentra cómo capturar ese sentido y transmitirlo. Hacía mucho que no veíamos un gran melodrama y aquí está. Por cierto, viene del pasado, pero ciertas historias tradicionales lo son porque nunca pierden su peso, sobre todo cuando el rito -la película, la remake- es respetuoso del mito. De paso: vean lo bien que está siempre ese secundario de acero inoxidable que es Sam Elliott. Las canciones son excelentes.
Un anciano busca venganza contra un jerarca nazi; se encuentra con el hijo del verdugo, también anciano y que siempre eludió al padre. Ambos tratan de reconstruir una historia y se transforman en amigos en el camino. La película habla de un hecho terrible, pero también -y esto es lo más valioso- del sentido humano del paso del tiempo. Los actores (ahí está el también director Jiri Menzel) le otorgan al film una simpatía notable que nos permite acompañar el cuento.
A esta altura del siglo XXI, cuando el género “Superhéroes” implica el aggiornamiento hipertécnico e hiperdigitalizado del cowboy (a quien extrañamos), era lógico que alguien hiciera un film sobre un villano o algo parecido, porque en el Universo Marvel algunos malos terminan siendo un poco buenos y viceversa, pero no nos vayamos por las ramas. Venom es un poco una historia del género (periodista que investiga cosas feas infectado por ser extraterrestre sanguinario, ambos comparten cuerpo, al final -más o menos- se entienden y portan “bien”) y un poco la burla a las películas de superhéroes, aunque sin llegar a la autoconsciencia gozosa y anárquica de Deadpool (otro personaje Marvel, pero no de Disney como los Vengadores, ni de Sony como Venom y Spider-Man -a quien prestan a Disney...-, sino de Fox, que ahora será de Disney... sí, bueno, no importa). Hay algo divertido en el hecho de que parece una película que se hizo porque se la prometió demasiado tiempo, e incluso los actores parecen en sintonía con esa idea de pagar una deuda y seguir con sus vidas. Curiosamente, eso le permite ser libre de compromisos, “sagas” y muñequitos para vender. No aburre, pero desconcierta.
La Argentina es un país donde la excepción es la costumbre. Somos gente de próceres, de seres únicos con, por lo general, finales trágicos. Sucedió con muchos, sucedió con Gilda y sucedió con Rodrigo, El Potro, ambos transformados en seres de cine por Lorena Muñoz. La comparación con su película anterior sobre la maestra jardinera de clase media casi suburbana que llegó casi a santa es necesaria. Aquella era una película amable, que morigeraba muchos de los puntos oscuros del personaje y su entorno; El Potro, en cambio, decide hacerles frente, aunque es clara la intención hagiográfica y, también -siempre pasa con estos personajes por lo que su excepcionalidad representa- épica en cierto modo. Eso lo vuelve un film menos “redondo” y más áspero, pero también mucho más interesante. Hay un tema que aparece y que quizás requería otro desarrollo: la vocación artística versus el éxito comercial. Y luego: qué implica, qué es el éxito y qué relación tiene con el poder. Muñoz toca la cuerda de lo íntimo, también, para intentar la respuesta a la pregunta, pero en cierto modo tal respuesta se escapa: el éxito de Rodrigo es fruto de cierta sintonía inexpresable con el público, la “autenticidad”. Bien actuada y producida, deja -inadvertidamente, por cierto: la película intenta respuestas simples y claras- varias preguntas respecto del personaje, y eso es lo mejor de un film cuya banda de sonido logra, por cómo está producida, que el espectador se interese por un género al que quizás no escucharía nunca.
Algo curioso sucede con este film de terror basada en la leyenda urbana de un ser misterioso, delgado y sin rostro, que aparentemente hace desaparecer personas: resulta mucho más cercano al drama que al miedo. Y los actores hacen mucho para sacar a flote lo que resulta más el bastidor de un guión que una verdadera historia sobrenatural -con lo que implica esa definición. El resultado -aunque mediocre- está por encima del material de base.